CUANDO LA HABANA DUERME
A la memoria del negro Pedro Infante, Homless habanero.
Hacía un par de meses que Boni dormía en el parque de H y 21; merodeaba por el Vedado; casi siempre podía comprar pan con croqueta y refresco baratos; también le quedaba cerca el Malecón y tarde en la noche, -cuando La Habana duerme, le gustaba decir-, bajaba el muro y se bañaba en el mar.
El día que el ciclón Lily pasó, Boni escuchó la alerta de los altoparlantes; anunciaban las medidas que debía tomar la población; le sonaban en los oídos como si ya la ciudad estuviera derrumbada. Una medida en particular lo había alarmado: no transitar por las calles, decía, pueden haber cables eléctricos caídos. Desde ese instante, Boni caminó con la vista fija en el piso.
Todavía no eran las cinco de la tarde y el cielo había tomado un color entre lila y negro. Boni se percató de la inminencia de la lluvia y luego de unos minutos, decidió dónde pasar el ciclón. Desde la esquina de 23 y G, pensó en dos opciones: la Terminal de Ómnibus o la funeraria Rivero. Se sintió tentado por la primera pero temió que estuviera cerrada, como en otras ocasiones, y quedara indefenso en medio de la avenida. Optó por la segunda. Se dijo a sí mismo que la muerte no respetaba ciclones; y echó a andar apurado hacia Calzada y K.
Por el camino, Boni recordó que otras veces había intentado dormir en la funeraria pero no había tenido suerte. Nada más hacía entrar y el portero, un negro gordo, le salía al paso y lo inspeccionaba de pies a cabeza. Después decía que eso no era un hotel; y todavía con la cara retorcida, señalaba la puerta. Cuando trataba de justificar que venía por una amistad o un familiar, el negro gordo lo acosaba a preguntas y, en última instancia, le pedía el carné de identidad. Boni odiaba al negro gordo. Pero hoy no voy a ser tan fatal, se dijo y miró desesperado la puerta de cristal de la funeraria empapelada con cinta adhesiva. Boni subió casi corriendo las escaleras. Buscó la pizarra de defunciones y leyó el nombre del único cadáver que había tendido. Al momento, y como una aparición, escuchó los pasos y vio la figura grotesca del negro gordo. A Boni le pareció que había envejecido; caminaba de medio lado; y aunque se encontraba dentro del edificio, se había cubierto con una capa para la lluvia.
-Hola –dijo Boni.
Pero el negro gordo no respondió; lo miró sospechoso como las veces anteriores. Boni creyó que intentaba reconocerlo y sintió terror de que lo descubriera. Entonces respiró profundo. Después dijo:
-Vengo por Pepe Medina -, y señaló el nombre en la pizarra.
Unos segundos más tarde el negro gordo le indicó que la capilla C quedaba en el tercer piso. Boni no lo podía creer; en ese momento, no le preocuparon ni los vientos del ciclón ni la soledad de la noche; pero mientras caminaba, sintió la mirada del hombre clavada en la espalda y temió que se arrepintiera y lo botara como un perro; como un perro callejero muerto a patadas. También sintió la frialdad, la humedad, y el olor dulzón de la funeraria. Se le ocurrió que así de dulce debía oler la muerte y se alegró de que la muerte tuviera un aroma tan suave.
En la tercera planta, ya más calmado, Boni buscó la capilla C; la encontró al instante; era la única que permanecía alumbrada. Se detuvo en la puerta; se quitó la boina y la guardó en la mochila. Vio el ataúd y una corona que colgaba de un caballete; y al lado una mujer joven, solitaria, sentada en una silla con la cabeza recostada en la pared y las piernas extendidas. Boni creyó que dormía. No quería despertarla y permaneció en silencio por un rato pero el techo abovedado de la capilla le provocaba una sensación de vacío. Boni tosió y escuchó el eco cavernoso de su propia tos. La mujer se pasó la mano por la cara y lo miró atónita como si hubiera visto un fantasma. Él la saludó con un gesto de la mano. Después caminó hasta el ataúd y se asomó al cristal: encontró el cuerpo consumido de un viejo como si la piel nada más cubriera el esqueleto. Murió de hambre, pensó Boni. En ese momento, tuvo la impresión de que el cadáver había sonreído; y no le separó la vista; esperaba ver de nuevo la sonrisa en aquella cara enjuta; pero el hombre se mantuvo quieto.
-Lo siento –le dijo Boni a la mujer. Él mismo se sintió abochornado; no sabía dar pésame; nunca se le había muerto alguien cercano. Para suerte o desgracia mía, le gustaba decir, mi gente se fue del país.
Después se sentó un par de sillas más allá de la joven; aún tenía en la memoria la sonrisa del difunto. Colocó la mochila humedecida por la llovizna en el piso; allí tenía los libros. Más tarde, si la electricidad se lo permitía, se pondría a leer. También traía el bulto de periódicos que había comprado en el estanquillo de 23 y H. Sintió deseos de explicarle a la mujer que los periódicos eran lo mejor para evitar el frío; y estaba dispuesto a compartirlos. Pero no dijo nada. Miró hacia un rincón de la capilla; el sitio limpio y seco le pareció ideal para tirarse a dormir diez o doce horas de un tirón; y recordó a su amigo el negro Pedro Infante. ¿Dónde estará? Boni se lo imaginó en un lugar cualquiera de La Habana; desentendido del mundo; tarareando una ranchera: con dinero y sin dinero, como si los ciclones creyeran en dinero. El negro Pedro Infante viendo caer la lluvia… Ahora Boni volvió la cabeza y vio que la mujer lo observaba. Calculó que no excedía los veinticinco años. También se dio cuenta de que era bonita.
-¿Usted es familia? –preguntó él y señaló el ataúd.
-Soy hija única –dijo la mujer.
Luego ella abrió un termo y echó café en un vaso.
-Tome –dijo.
Boni dio las gracias y lo bebió de un trago. Saboreó el amargor del café, todavía caliente, y recordó que era lo único que había probado aquel día. La vista se le nubló y se le clavó un fuerte dolor en el estómago; pero al momento se le pasó. Entonces pensó en un plato de arroz con frijoles negros, masas de cerdo asadas y tostones; le añadió yuca, ensalada de lechuga y tomates…
Después Boni sacó del bolsillo el último cigarro.
-¿Le molesta? –preguntó.
La mujer negó con la cabeza; sacó otro de una caja; también lo prendió, y le dio la primera bocanada profunda. Expiró el humo que hizo volutas casi redondas. Él se entretuvo mirando como se disolvían; creía que más o menos igual, como volutas de humo, se disolvía la vida.
Afuera ya estaba oscuro. Se sentía el silbido del aire que chocaba contra el edificio. Pronto se iría la corriente, pensó mientras miraba las lámparas que parpadeaban; y le hizo el comentario a la mujer:
-Aquí traigo velas –respondió ella. Y las sacó de una jaba. –Para tenerlas a mano-, y las puso encima de una silla.
La mujer también había comprado otras cosas:
-Mire -y le mostró un abridor de latas, una capa para la lluvia, un paquete de incienso y unos espejuelos oscuros-. Esto es para si mañana sale el sol –dijo-, y sostuvo en la mano los espejuelos oscuros.
Boni se fijó en el mazo de velas; las había de varios colores y hacían una figura en espiral; le gustó una de color verde claro. Ella también permaneció en silencio pero mirando las cosas que había comprado.
Hacía un par de horas que conversaban. La mujer se llamaba Laura y se había graduado de economía en la Universidad de La Habana. También dijo que se sentía dichosa por haber encontrado un hombre bueno. Cuando comentó que su esposo era italiano y estaba haciendo los trámites para irse a vivir a Europa, Boni la miró a los ojos; pero ella le esquivó la vista y se fijó de nuevo en las cosas que había comprado.
-Todo cuesta dinero –dijo Laura.
Luego sacó del monedero una foto del esposo. Boni pensó que pronto ella estaría en otro velorio; y se preguntó cómo sería un velorio italiano: seguro que no lo harían durante un ciclón; allá no hay ciclones. Y sintió miedo de encontrarse solo en un cajón de madera. No supo por qué le vino a la mente que los ataúdes olían a dulce de guayaba, incluso los de Italia. Luego recordó la sonrisa del difunto. Volvió a mirar a la mujer pero esta vez ella bajó la vista más despacio.
Aunque afuera llovía, Boni no escuchaba las gotas de agua que chocaban contra el cristal de la ventana; se había concentrado en un punto del techo abovedado de la capilla. Por un instante, dudó en contarle a Laura que él también se había casado con una extranjera. Nunca decía que estuvo a punto de irse a Nueva York. ¿Por qué no te fuiste? Eres un bobo, le reprochaba la gente. Boni callaba; pensaba que ellos no entenderían.
Casi a media noche se apagaron las luces. Boni se lamentó; no podría leer. Laura prendió un par de velas y ambos permanecieron por un rato en silencio. Él comenzó a sentir sueño. Abrió la mochila y sacó los periódicos; le ofreció uno a la mujer.
-No, gracias –dijo ella.
Boni se tiró en un rincón de la capilla. El calor de los periódicos hizo que recordara a su amigo el negro Pedro Infante; pero decidió olvidarlo; creyó que podría perder el sueño.
Había amanecido cuando escuchó la voz del negro gordo.
-¿No hubo problemas? –dijo y lo señaló a él con el dedo.
-No –respondió Laura.
-Este es un vagabundo… –dijo el negro gordo.
-Es un amigo –lo interrumpió ella.
-El carro está listo –dijo el negro gordo.
La mujer no respondió, bajó la vista y se entretuvo mirando las lozas del piso. Boni creyó que lloraba. Entonces dejó de mirarla, no le gustaba el llanto de las mujeres, y se fijó en el rostro del cadáver. Se sorprendió; ahora, además de sonreír, el hombre también había abierto los ojos. Boni tuvo intención de salir corriendo pero se contuvo. Volvió la cabeza y se aseguró de que Laura iba a su lado. ¿Era una alucinación o tal vez no había dormido bien? No lo sabía.
En el momento de la partida, el negro gordo estaba parado en las escaleras de la funeraria; los contemplaba impávido; y a pesar de que había escampado, todavía tenía puesta la capa para la lluvia. Boni se despidió de él con un gesto de la mano pero el portero no le devolvió el saludo.
Laura se acomodó en la cabina del carro junto al chofer, y Boni en la parte de atrás, junto al cadáver. El olor de las flores mezclado con el tufo dulzón de la muerte hizo que sintiera nauseas. Pensó cambiarse de sitio pero comprendió que en cualquier parte sería igual. Aunque podía mirar por la ventanilla no se fijó que subieron por Calzada y esquivaron las olas que saltaban el muro del Malecón; hasta que alcanzaron Zapata.
Desde el inicio del trayecto, Boni se percató de que el hombre lo miraba con desprecio; parecía injuriarlo. ¿Por qué me mirará así?, pensó. Porque eres un cretino, creyó que había dicho el hombre. Era la primera vez que lo ofendía un muerto y Boni se sintió perplejo. ¿Por qué no te fuiste con la americana?, lo interrumpió el hombre. Aquella pregunta lo molestaba. Tienes miedo, afirmó. Ahora sonreía como si se burlara de él. ¿Qué querías que hiciera? Cuando Boni pensó eso, la cara del hombre se contrajo. Que te fueras, coño, gritó el hombre. Boni temió que Laura y el chofer lo hubieran escuchado y miró para la cabina del carro pero todo permanecía normal; de vez en cuando ella miraba por el espejo retrovisor y le sonreía ligeramente. No es tan fácil irse, pensó Boni y recordó con nostalgia a sus amigos que se habían desperdigado por el mundo. ¿Qué hago yo en otro lugar? La pregunta hizo que el hombre irrumpiera en un monólogo y evocara pasajes gloriosos de los años sesenta. Boni no lo quiso escuchar. ¿Y tú por qué no te fuiste?, entonces pensó. Estoy muerto. Ya me fui, respondió el hombre. Esta vez rió a carcajadas. Allá tú que te quedas, dijo. Y le recordó que ellos no lo querían. ¿Quiénes?, se preguntó Boni que en ese momento inclinó la cabeza. Ellos, repitió el hombre. Boni hizo una pausa larga como si se repusiera de un miedo que le impedía hablar. Laura también se va y ellos tampoco la quieren, ellos no quieren a nadie, pensó al rato. Me alegro por Laura, respondió el hombre que dejó de mirarlo; se quedó con la vista fija en el techo del carro como si contemplara el cielo. Después, un par de lágrimas rodaron por sus mejillas casi desaparecidas. ¿Por qué llorará? Boni se hizo la pregunta apenado; había empezado a sentir lástima por el difunto. Pero el hombre no respondió. Luego, el cristal del ataúd se fue empañando como si hubiera sido humedecido por las lágrimas o un bostezo prolongado; ya Boni no le volvió a ver más el rostro al muerto.
El carro se detuvo frente a la verja de hierro del cementerio. Un hombre la abrió; también iba cubierto con una capa para la lluvia y eso hizo que Boni recordara al negro gordo de la funeraria. Doblaron a la izquierda. Anduvieron por callejuelas señaladas con letras y números. Boni relacionó las tumbas descoloridas con La Habana y pensó que los cementerios eran una especie de extensión de la ciudad. También había árboles caídos y el olor era nauseabundo como si el agua hubiera encolerizado a los muertos y hubiera revuelto su fetidez. Después hicieron un giro y tomaron rumbo Sur. Casi en el fondo del cementerio, como si pretendieran ser ocultadas, Boni divisó hileras de tumbas que apenas se elevaban sobre el césped; todas se parecían. Entonces entendió que en esa dirección descansaban los muertos más fácilmente olvidados. Ahí le tocaría al padre de Laura; ahí también le tocaría a él y a su amigo el negro Pedro Infante pero no a sus otros amigos que se habían desperdigados por el mundo. El carro se detuvo frente a una de las paredes finales del cementerio. Se apearon. Boni miró el agujero donde depositarían al difunto; no era tan profundo y el agua de las lluvias lo había cubierto de fango. Ahora se le ocurrió que las fosas de los muertos tenían un olor ferroso, parecido al de la sangre de los perros.
Laura y Boni se despidieron en 12 y 23; ella iría para su casa y él para el parque de H y 21. Primero la joven le tendió la mano y lo miró fijo a los ojos. Boni le sostuvo la mirada hasta que ella lo abrazó. Sintió el perfume de sus cabellos y le resultó diferente al olor de la muerte, al de los ataúdes y al de la fosa; olían a ciertos amaneceres que Boni había vivido en la infancia; una mezcla de café con neblina. Después Laura le susurró al oído: cuídate Boni; y le puso en las manos el abridor de latas, la capa para la lluvia, el paquete de incienso y los espejuelos oscuros. Él no habló; quería que la voz y las palabras de la mujer se quedaran para siempre en su memoria. Se volvieron la espalda y cada uno tomo su rumbo. Durante un rato, Boni llevó impregnado en su cuerpo, o posiblemente en la nariz, el olor café con neblina de Laura.
Ahora estaba solo. Pensó que podía regresar a Zapata y llegar hasta la panadería de la calle 4, donde trabajaba Abelito y pedirle un poco de pan. Boni sentía hambre; pero temió que su amigo no estuviera. Miró para 23 y decidió caminar hasta H. Se fijó que las ramas de los árboles estaban tiradas por el piso; cubrían el pavimento como si hubieran crecido ahí. También había cables eléctricos sueltos pero se imaginó que estarían sin corriente. Caminó apurado. Cuando llegó a Paseo, se detuvo y miró para el Malecón; a lo lejos pudo ver como todavía la espuma de las olas saltaban el muro. Continuó por 23; y al descubrir un gato que iba, paralelo a él, pero por la acera contraria, se dio cuenta de que era el primer ser que encontraba. En G vio las primeras personas; se asomaban por las ventanas de las casas como si el mundo se hubiera derrumbado. A Boni le causó gracia tanto miedo. El café literario de G y 23 estaba desierto; los cristales empapelados le hicieron recordar la puerta de la funeraria y al negro gordo cubierto con la capa. Pero los olvidó al instante. Dobló por H y bajó hasta 21. Ya frente al parque encontró lo que temía: al igual que el resto de la ciudad, las ramas de los árboles estaban tiradas por el piso. Boni sintió tristeza al encontrar tanto destrozo; pero a la vez una enorme alegría al descubrir al negro Pedro Infante sentado en el banco, delante del busto de Víctor Hugo; su amigo miraba para el piso como si una enorme preocupación lo embargara. Entonces Boni gritó: ¡Eh! Al encontrarse frente a la glorieta, sintió sobre su hombro los sollozos del negro.
-Tranquilo, Pedro -dijo, y le dio un par de palmadas en la espalda; también le recordó que los hombres no lloraban.
El negro se separó de él y se enjugó los ojos.
-Vamos –dijo Boni y puso la mochila junto a las bolsas de Pedro Infante. Y se pusieron a recoger las ramas caídas del parque.
Un par de horas después, cuando había salido el sol y la gente de La Habana había regresado al parque, ya Boni y su amigo habían recogido del piso las ramas de los árboles.
Cerro, 3 de abril de 2009.
Jorge Carpio
Sancti-Spíritus, 1965, narrador
reside /resiste en La Habana
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Ok, muchacha hermosa y corajuda, me atrapa este paraíso de caos con el que me he tropezado dando tumbos en la red en busca de sancocho. Otro día vengo con más tiempo y hasta me leo el cuento. Te pongo en mis enlaces. Un saludo
ReplyDeleteEl Puerco
Me ha encantado.
ReplyDeleteUn abrazo a Jorge Carpio, antiguo compañero de facultad, hombre íntegro, sensible y profundo.
Un abrazo a todos los que resisten y crean en La Habana.
Igual un abrazo para este personaje bohemio que es Carpio... si lees esto mis saludos, leo... Chinese town....
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