April 1st, 2009 · 1 Comment
A propósito del último performance de Tania Bruguera en el Centro Wifredo Lam algunos comentaristas han recordado, con ánimo entre nostálgico y reivindicativo, los cruces de arte y política que tuvieron lugar en La Habana a finales de los 80.
Hay, en efecto, un aire de familia, pero también algunas diferencias que me parece oportuno hacer notar.
La principal: que el público parece haber perdido el miedo. Si el público de los 80 se hubiera atrevido a gritar libertad y democracia, no estaríamos ahora en el exilio haciendo crítica de arte por Internet.
Defecar sobre un periódico Granma llevó a Ángel Delgado a la cárcel —y no recuerdo ahora que los curadores de aquella exposición hubieran organizado ninguna protesta pública (ni siquiera gremial) pidiendo libertad para el performer. Se hablaba con el ministro, se presentaban quejas a Marcia Leiseca, pero la Seguridad del Estado campeaba por sus fueros. Los críticos y artistas de aquel entonces se justificaron diciendo que Delgado “había cruzado la raya”, o “no había avisado”, o dejando entrever que aquello no era arte, propiamente dicho.
También fueron a la cárcel algunos de los artista disidentes del grupo Arte y Derecho. Que me refresquen la memoria, pero ¿hubo alguna protesta de artistas al respecto? Yo sólo recuerdo un socorrido “ellos se lo buscaron” o “esa gente está muy politizada”.
La respuesta consensuada al clima de censura que acabó con el arte emergente de los 80 fue el exilio masivo de artistas.
Ahora las cosas parecen ir por otro camino.
En Cuba, la Institución (como gustaba de decir Abdel Hernández) siempre ha movido convenientemente los límites de lo que puede abarcar el Arte (también con mayúsculas) antes de contaminarse con la Política. Es el viejo cuento que nos hicieron en los 80, con la complicidad de los críticos. “No se ensucien las manos, muchachos: ustedes son AR-TIS-TAS.” Uy, cuántos recuerdos.
El mismo argumento se repite ahora en esa torpe declaración burocrática del Consejo de Artes Plásticas. Disidentes “fabricados” contra “artistas disidentes de verdad”. Sólo que a estas alturas del Arte —y sobre todo, de la Política—, ya nadie se cree ese cuento. Y mucho menos el público. Enfrentado por primera vez a un micrófono abierto, uno puede tartamudear o sentir vértigo. Pero ese minuto catártico ya no se verá con los ojos asombrados o escépticos con los que se miraba el arte ochentoso, sino con ánimo reivindicativo: el público quiere ser más libre que el artista invitado. Ahí está el detalle, creo.
Ernesto Hernández Busto
Barcelona
Ángel Delgado
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