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TAO-HOANG-SHE-KIANG-TÉ
Los palitos chinos o hoang-she-kiang parecen
un caos, pero no: son como una gran familia o
una pequeña nación. Para los peritos (sean
naturales de China o de un barrio chino en el
exterior), en cada pieza reencarna un nombre,
una jerarquía, un estilo de uso, un tono, y hasta
ciertos simbólicos secretos del universo como
voluntad y representación. Es tan fácil como
asistir a un teatro de operaciones noh.
Así, los palitos chinos o hoang-she-kiang
constituyen una ubicua escritura pan-nacional.
Lo mismo pueden ser usados como cubiertos (por
la ex-monarquía neo-aburguesada), que como
objeto galante presexual (entre las juventudes de
maovanguardia), que como arma alevosa y artera
(la preferida entre los afeminados y revisionistas
en general), que como insignia partidista y/o
burocrática y/o militar (de moda desde 1989),
que como juego didáctico preescolar (entre los 3
y 5 años, según el Ministerio de Preeducación
Popular), que como sistema portátil de
adivinación (xiao) o incluso como autoayuda
(tung).
Así, más que una escritura al azar, los palitos
chinos o hoang-she-kiang son una suerte de
mensaje al ciudadano (sea perito o no) de parte
del mismísimo Emperador (Kai-Fú). O, en su
carencia contemporáneo, de parte del mismísimo
Estado (Fú-Kai). El sistema funciona como un
juego de ladrillos para armar una muralla que
nadie verá nunca desde el cosmos, pero igual es
monumental. Se trata de un efecto lingüístico
donde cada varilla es a la vez carácter y cárcel.
En gramática, a esta paradoja se le llama
semiositarismo o tian-am. En política, sería
sencillamente gobernabilidad o kong.
Así, los palitos chinos o hoang-she-kiang son
la génesis de un vocabulario híper-nacional, de
incorruptible sentido en el seno de las masas y de
su liderato inmanente en cada contexto histórico.
Nada de caos, como en un principio el extranjero
o el ignorante podrían pensar. Al contrario, cada
vez que un ciudadano de la actual república (sea
natural o de algún barrio chino en el extranjero)
use los palitos para formar un fonema o ping, ya
estará convocando, de hecho, siglos y siglos de
esta exquisita y exhaustiva tradición pautada. Lo
mismo ocurre durante la lectura (hoang-shekiang-
té): quien vibra entre sus cuerdas vocales
no será tanto su propia voz, como cierto aire de
pequeña familia o de gran nación. A través de
cada garganta resuenan entonces las notas corales
de una cosmotraqueotomía chinesca, cuya
afinación será siempre la idónea para que
cualquier miembro del pueblo la consiga entonar.
Es lo que los antropólogos de Occidente han
llamado un estado de chinanidad.
Por ejemplo, incluso esta historia portátil o
tao-hoang-she-kiang-té, no podría ser contada
por nadie sin involucrar a priori la misma
coreografía de palitos chinos, definida
matemáticamente así:
53
BORING HOME
1
Tal como nos advirtieron en el aeropuerto, la
casa no decía por fuera HOME FOR RENT ni
daba el menor indicio de actividad comercial. Era
clandestina. La alquilaban por la izquierda a
extranjeros o a cubanos caídos del extranjero.
Como yo. Como nosotros: Lilia y yo. Y lo hacían
de manera públicamente ilegal. Eso también es
Cuba, pensé: será el precio del paraíso. Por lo
demás, eso era justo lo que yo quería para
morirme en paz de una vez.
Me bastó con bajar la ventanilla y mirarla
desde la calle: en casi medio siglo mi casa no
había cambiado. Mi antigua casa natal, que ahora
funcionaría como mi home for rent, acaso como
una tumba alquilada. Exactamente, como un
cenotafio sin tarja, cuando todo se descubriera y
las autoridades deportasen mi cuerpo de vuelta a
los United States. Miré a Lilia de reojo, sentada
al volante del carro, y sólo le comenté:
—It´s here, honey: aquí nací yo –intenté
sonreir–. Nos quedamos con ella, right?
Lilia apagó el carro y bajó. Dio un rodeo sin
prisa y me abrió la puerta del BMW: un BMW
también alquilado por internet, como la casa,
semanas antes de pisar asfalto cubano.
—Let´s go, darling –dijo y me ayudó a salir
del carro–. Ya estamos en casa, vamos.
Y por primera vez en casi medio siglo lo pude
volver a hacer: estar parado en una esquina de
Cuba, la mía. Desde niño no recordaba un evento
así. Sentí las piernas entumecidas. Y una ligera
náusea. O taquicardia. No sé. Parecía un títere
exhausto al que van a devolver a su caja después
de una larga y aburrida función. A su caja natal, a
la mía: la de Lilia no. Con tal de no desmayarme,
tomé algunas notas mentales para el diario
cubano que pensaba llevar:
"La muerte sería un cartel anunciando HOME
FOR RENT en el portal de tu antigua casa".
"La muerte son los nuevos vecinos de tu viejo
barrio, que te miran bajar en muletas de un
platillo volador marca BMW".
"La muerte te persigue desde La Pequeña
hasta La Gran Habana: una muerte emperifollada
con guayabera blanca, pañuelo azul enredado al
cuello y una guadaña de rouge carmín (colorete
patrio de la Sinhueso)".
"La muerte es una fuga en zigzag de los
sabuesos del FBI allá y de los ecológicos
uniformados de verde aquí. Todos hablando en
chino sobre leyes extraterritoriales y visas por un
tercer país y restricciones de viaje y residencia y
delitos de extranjería y emigración, mientras
pasito a pasito uno entra de nuevo a su hogar a
cambio de un alquiler".
Sentí un punzonazo en la ingle. Me vi todavía
descolgado del brazo de Lilia, apoyándome en
una de mis muletas hi-tech, y pretendí un gag
cómico para no echarme a llorar:
—Apúrate, honey, que me hago pis en los
pants... –aunque la voz se me rajara a mitad de
frase.
Y entramos al portal de lo que ahora volvía a
ser mi casa de Cuba o, por lo menos, su póstuma
ilusión natal. Ya después Lilia se encargaría del
equipaje, del parking, y demás inconveniencias
domésticas que le tocan por ser la esposa de
alguien que, por primera vez en casi medio siglo,
descubre que ni volviendo ya es posible volver.
"La muerte es toda la mala poesía jamás
escrita en el mundo", recuerdo mi última nota
mental de auto-welcome home.
2
17 y K, El Vedado: única dirección que no se
me borra (y lo primero que siempre tiendo a decir
cuando me preguntan la address). Al fondo del
garaje ellas habían instalado su servicio secreto
de HOME FOR RENT: Sondra y Nora, nuestras
anfitrionas tax-free. Habían convertido el local en
un hospicio en dólares: un confortable cuartico
donde venía a refugiarse sin licencia la clase baja
mundial. O posnacional, como era mi caso: yo,
un expatriado en mi propio garaje. Paradojas de
la historia, parodias de lo que ya pronto sería una
biografía cerrada: la mía, la de Lilia no. Anyway,
yo debía permanecer incógnito el mayor tiempo
posible, así que nos convino aquel rincón de casi
cero visibilidad.
Se acababa un siglo y acaso también un
milenio. Se acercaba el 2000, el año cero: posible
fecha de mi muerte tanto física como fiscal. Y
aquí estaba yo aún: de vuelta al vientre materno
o, mejor aún, vientre huérfano. Anoté un verso
en prosa para mi diario, pescado con pinzas de
una banda mitad lírica y mitad de speed: "Back to
the womb is much too real". Y, finalmente, para
no desentonar, anoté esa suerte de cursilería
miamense de "No regreses al sitio donde fuiste
feliz".
Desde el portal, miré a Lilia. Miré al cielo.
Era azul infinito, sin una nube ni un pájaro: un
cielo sin cielo. Miré al resto de la realidad, los
restos de la irrealidad, y no vi ni rastro de mi
niñez. Por suerte. Desde la esquina de K y 17, El
Vedado, podía extasiarme con aquel panorama en
toda su chata profundidad. Dígase La Habana y
54
se habrá pronunciado el mundo, aunque sea en
spanglish. La vida desperdiciada en el mundo, la
habrás perdido también aquí: yo era un Kavafis
sin patria donde plantar bandera, un Kafka paria
pero todavía con amo. Y tuve la sensación de
que, terminada mi odisea fúnebre, Lilia podría
publicar mi diario en tanto documento aburrido y
excepcional.
Vi la avenida L, como siempre, a una cuadra
de distancia de mi ex-portal. Vi centenarios
laureles republicanos sembrados en los parterres
antes de mi madre parir, en la primera mitad del
moribundo siglo y milenio. Vi un agromercado
obrero que chorreaba tierra colorada por los
cuatro costados: meta y metáfora de la nación o,
al menos, de su noción. K abajo, en la esquina de
15, vi un edificio gris que en los años cincuenta
no estaba, o no lo recuerdo yo, donde entraba y
salía personal uniformado y armado. Vi a esos
inextinguibles niños urbanos, con sus canicas
horadando lo que alguna vez fuera un jardín
pequeño-burgués, ahora gran-proletario. Y vi,
por supuesto, la línea intuitiva del mar. Siempre
el mar ubicuo al fondo de la ciudad marinera: su
olor a yodo, a nitrato, a mezcla fina de infancia y
fuel. Y entonces miré al cielo de nuevo, como
una carpa fantasma izada sobre el horizonte fuera
de foco. Fue como una inspiración miope teñida
de blues: "because the sky is blue it makes me
cry", recordé la nana triste de Beatles, aunque no
pude recordar ni una sóla causa ni un sólo
because. De cara a mi muerte concreta, la historia
del universo podía entenderse ahora como una
tonta cancioncita de amor.
Sentí deseos de ponerme a gritar. Gritar nada
en específico: simplemente gritar. De rabia, de
pena, de felicidad: de facilidad de poder gritar
otra vez en Cuba. Aullar de tedio, de horror, de
ser libre incluso para aburrirme a matar: para
matarme o dejarme matar en un alquiler
clandestino que en otra vida había sido mi hogar.
Pero no way. Me contuve. Permanecí en un
silencio casi militar, después de salir del baño y
sumarme a Lilia en la sala, que a esa hora
formalizaba nuestro informal alquiler. Y era
increíble, en realidad: ¡un precio híperbarato!
Una ganga más que un gancho comercial, tal
como nos prometieron en el aeropuerto, apenas
una hora atrás.
Sondra era una muchacha alta y delgada:
blandía en su cara la única mirada no codiciosa
que Lilia y yo nos topamos desde que salimos de
Hialeah, otra ciudad con hache, como La
Habana. Tenía un par de ojos diáfanos que
gentilmente te condenaban a la verdad. Te
conminaban a no mentir, no robar, no matar, y sí
desearla a ella y no a la mujer del prójimo: ni
tampoco a la tuya. Nora, su hermana gemela,
usaba un overall manchado de tinta y pintura:
olía a diluyente de artista plástica, al parecer en
uno de los cuartos había instalado un taller. Si las
descubrían alquilando sin licencia, ambas lo
perderían todo, empezando por la propiedad de
mi ex propiedad. "Pero si ustedes son discretos al
entrar y salir, pueden quedarse aquí
eternamente", nos ofreció Sondra una mortaja
hasta que llegara por fin el fin: el mío, el de Lilia
no.
That´s the point: residir forever en mi antigua
casona, sin pasar mi calva reciente por el calvario
ancestral de la burocracia. Yo tampoco tenía
tiempo ahora para jugar a los trámites. Me moría
y punto, aunque me resistiera a aceptarlo: para
consuelo y resignación ahí tenía a Lilia tal vez.
Después del acto final y su consabido telón,
podían meter mi cadáver apócrifo en el primer
cementerio o vertedero estatal. Podían metérselo
en el mejor hueco o nichito patrio. O
reexpatriarlo a casa del carajo: para entonces ya
me daría igual.
"¿Volver a América, miss Muerte, ¿sabe lo
que dice usted? No hay que volver de algún sitio
para quedarse ya en él": desfiguré por escrito los
versos de preferiría no mencionar quién. Hacía
calor. O las pastillas me recalentaban la sangre
por dentro, cuarteándome la garganta. "Morir en
julio y con la lengua dentro. Let it be:
cubansummatum est", anoté antes de cerrar el
diario acabado de desvirgar.
3
Esa misma noche le pedí a Lilia la primera
inyección: tenía un dolor insoportable y pretendía
dormir temprano como regalo de bienvenida. El
dolor desapareció enseguida, pero mis párpados
ni se enteraron. A las doce en punto me vestí y le
di un beso a Lilia en la cara, sobreblanqueada por
el cremerío humectante con que se conservaba
veinte años menor. De pronto me recordó a una
muñeca Lilí: aquellas caritas que alguna vez se
fabricaron en La Habana con el rótulo de Cuban
Lilly Dolls.
—Voy un rato afuera, honey.
—It´s OK, darling –me respondió, alelada–.
Be careful no te resfríes –y continuó roncando
sin ningún pudor: de noche, ninguna terapia de
imanes, parches ni flores la conseguía
insonorizar.
Caminé lentamente por el pasillo, haciendo
tic-tac con mis muletas tan ergonómicas, hasta
55
que por fin alcancé el portal. No había bombillos,
pero hacía una luna repleta: la luna de Cuba,
¡nada que ver El Vedado con la de La Florida!
Lloviznaba. Había aire y dejé que la brisa me
despeinase la calva. Reí y respiré, recostado a la
reja, con medio cuerpo sobre mi esquina de 17 y
K. Hondo, puro, libre. Sin dolor, sin vida, sin
deseo, sin muerte. Sin palabras ni tampoco
silencio. Como un estertor, un rencor apático,
apenas un roce de lo irreal: como volver a nacer,
pero por primera vez. Solo. Sin memoria ni
amnesia de ese evento que todos llevamos
tatuado delante como una zanahoria podrida: "O
Death, ¿where is thy sting? O Tomb, ¿where is
thy glory?", recordé creo que al Shakespeare de
los sonetos.
Bostecé, triste de lobo: ¿quién le teme a
Orlando Woolf? Oí el sonido fatuo de la
madrugada cubana, entre los flamboyanes y los
edificios más vacíos mientras más habitados.
Supongo que entendí entonces lo que la belleza
del universo podría llegar a significar. Un frío
húmedo. Un olor a jazmín. A lirio, a lilia, a flor
de muerto y muñequita lilí. Medianoche, nadie,
verano. Sentí un poco de náusea y, justo en este
punto, ella tosió bajito para hacerse notar. Ella.
¡Fuckin´ goddamnit que me asustó...! Ella.
No sabía que estaba siendo observado en mi
observatorio estelar. Me viré de un salto, de un
sobresalto y, más que verla, intuí: era ella,
sentada en la oscuridad. Un bulto espléndido,
retador. Las piernas recogidas bajo un vestido tan
corto que la dejaba desnuda a lo largo y estrecho
de su geografía de gacela. Puro cuerpo
reconcentrado en sí: la cosa an sich, sin filosofía
ni adjetivación. Me quedé con la boca abierta, la
mandíbula al aire como el péndulo de ningún
reloj. Temí lo peor sin saber cómo, dónde o por
qué. Me le acerqué. Tic-tac, tic-tac: otra vez las
muletas de mi cardiopatía se complotaban en
contra de mí.
—¿Sondra? –me aventuré.
—No –ella lucía divertida con mi confusión–.
Se pronuncia Nora.
La estética del 2 x 1: de día no había reparado
en cuán idénticas eran, cuánta belleza doble
buscando cómo desdoblarse mejor.
—¿Desvelado? ¡Bienvenido al club! –y me
tendió su mano en señal de hello–. El insomnio
es normal después de un viaje, supongo.
Sus dientes eran muchos y blanquísimos, y se
le abrían como una carretera entre labio y labio.
Imaginé los otros labios de una mujer así:
técnicamente, una muchacha así, an sich.
Seguramente hundidos y apretujados como la
silueta de Cuba vertical, un sexo afeitado
cuidadosamente por el paso de un huracán
Gillette. Labios que no dejaban el menor
resquicio donde colar un índice o una credit card,
en número rojos y a nombre de Mr. Orlando
Woolf. Su pelo era tan negro y lacio como su
nombre: Nora, Noire. Y olía a sándalo, a sombra,
tal vez a Sondra también.
—No estoy desvelado –me puse solemne
como estrategia para resistir–. Ya nunca duermo.
Y ella fingió un aplauso casi en mute,
deliciosamente teatral.
—Bravo –sobrepronunció en voz aún más
baja que sus palmadas–. La noche no es propicia
para dormir.
Tendría veinte años, no más. Y así mismo se
lo pregunté al instante, sin otra fórmula de
cortesía que una cortante curiosidad.
—Veintiuno, ¿y usted? –ripostó.
—Yo, nada –la miré sin tapujos para calar en
su reacción–. Cuando la pelona anda cerca, te
quedas sin pelos pero también sin edad.
Y entonces fueron ya carcajadas silentes:
Nora tenía el don de repoblar el desierto con sus
pantomimas de actriz amateur. Su fértil
jovialidad me recordaba la de mis primas en el
stadium repleto, con Almendares ganando a
palos, desde el primer inning hasta la última
cocacola con absorbente y pan con lechón. Y, sin
embargo, algo siniestro en ella me sobrecogía.
Era como un despliegue de empatía y pavor entre
perfectos conocidos que nunca se conocerán:
habitantes de dos épocas antiparalelas en una sóla
mansión (la de ella, la mía, la nuestra).
Le di las buenas noches y literalmente la
abandoné. Yo no quería complicaciones. Tic-tac,
tic-tac: huí de vuelta por el pasillo de geometría
familiar, diseñado por mis abuelos desde mucho
antes de la victoria del club Almendares en
aquella temporada de, si mal no recuerdo, el
verano del ´53.
4
Sondra era bióloga y nunca estaba durante el
día. Al menos, no entre semanas. A veces viajaba
al exterior, a Latinoamérica siempre: que ella
decía en broma que no era más que otra provincia
de Cuba, pero con McDonald´s, más y mejores
médicos cubanos, y aclimatación.
Por el contrario, durante los weekends, Nora
se perdía sin dar explicación ni decir un chao. El
resto del tiempo trabajaba como una gata, a
cualquier hora, trepada en cuatro patas sobre la
prensa gráfica de su taller: verdadero fósil
56
mecánico, de los más remotos, con que acaso se
hiciera el Papel Periódico en el XVIII. Nora, de
hecho, tenía una gata que se llamaba igual: Nora.
Y, para colmo, siamesa: tal como Sondra y ella a
veces me lo parecían: simetrías de Siam.
La criatura se tendía a pasarse la lengua,
mientras contemplaba arrobada cómo su dueña se
afanaba en la próxima obra por imprimir. Era
exactamente lo mismo que por entonces solía
hacer yo, entre inyecciones, muletas inteligentes,
y la caducación definitiva de mi permiso para
estar en Cuba.
Ahora yo estaba prófugo o algo por el estilo:
on the run, on the wild, on the loose.
Seguramente mi nombre ya era acechado por los
sabuesos del FBI allá y los ecológicos green-war
de este lado. Me dije: "que se jodan todos: so far,
so good, so what?", y apunté en mi diario una
frase pedante que tal vez Lilia me esculpiría
como epitafio: "Aunque me acorralen y capturen
y juzguen y condenen a muerte por segunda vez,
este es mi momento y mi hogar: mis quince
minutos de fama para narrar en casa, incluso para
narrar en el mar". En cualquier caso, mi diario
comenzaba a parecerse peligrosamente a una
novela de autoayuda o de do-it-yourself. Por
ejemplo:
"Octubre es el mes más cruento. Hace un
calor de perros, de jauría. Y encima las ráfagas
de un supuesto huracán que viaja con destino
norte también. En Cuba, el otoño es una
magnífica maldición. La gente es vulgar y alegre:
beautiful people. Se aman y matan salvajemente,
en medio del esplendor y el vaho: cuerpos
sudados, semen sin sabiduría, niños a rastras
hacia una escuela social. Y todos ellos soy yo,
con mi lúcida frustración de moribundo de vuelta
a su aburridísimo hogar: boring home más que
hospicio. De estar vivo, saldría ahora mismo a
caminar sin ropas por este barrio que desconozco
por ser el mío. El Vedado de noche no se parece,
pero igual me recuerda a la ciénaga de Hialeah:
aquí y allá me despierto con la sensación de que
me voy a ahogar. Hoy se cumplen tres meses de
estar clandestinos aquí. Debiera publicarse en el
Miami Herald lo sencillito que ha sido: medio
exilio bien pudiera vivir free gratis de
contrabando en su patria que ya no lo es. Si no se
atreven será por pendejos. ¡Llame ya: usted
puede morirse en Cuba tax-free...! Nora y Sondra
son finas, inteligentes, ingenuas y las dueñas más
recientes de mi casa natal. No parecen tener
familia ni amigos ni vecinos, y eso en Cuba es
una suerte de excentricidad. Ambas desconocen
olímpicamente el horror: han vivido
ahistóricamente. La felina es feliz y falaz. Lilia es
perfecta, quisquillosa e insoportable: nunca se
olvida de mí. Me va a obligar a sobrevivir hasta
las últimas consecuencias. Obligarme a
sobremorir: ésa es su misión pastoral. Cada
medianoche tomo cuatro de mis Pastillas
Completas para simular dormir. Lilia teme que
subir más la dosis pueda ser tóxico. El resplandor
de la luna me favorece, sobre todo cuando no hay
luz ni ciclón, como ahora: la muerte es el ojo de
un huracán. Así que nada. 17 y K, El Vedado,
Cuba, América: ya nos veremos las caras, brave
new habana. Quo vadis, ciudad con hache? Es la
hora de callar, Revolución: fíchenme now si
pueden, catch me ahora if you can. No es todo
por el momento: Rev in Peace. Firmado, en
octubre ´99 y sin baterías recargables. Attmente,
Mr. Orlando Woolf".
5
Una tarde saqué los prismáticos. Entre Sondra
y Nora me ayudaron a remontar la terraza. Era
sólo un primer piso, pero de puntal muy alto,
republicano. Con la vieja escalera de caracol que
ascendía levógira, por supuesto, porque en Cuba
lo mismo los ciclones que las escaleras siempre
giran así: a la izquierda (palabra
vasconacionalista: ezquerra, que es guerra). Lilia,
por su parte, ese día decidió permanecer ella en
la cama y de allí aún no salía, remolonéandose y
viendo una cable-TV no menos ilegal que
nuestro alquiler. Sería su día libre de mí tal vez:
un day-off en el paradise. Sweet Home
Alahabana.
Prismáticos profesionales, dos hermanas
gemelas bajo el cielo azul de noviembre, aire
templado, ciudad insonora desde mi hogar dulce
hogar. Me pregunto a dónde se irán las nubes en
este mes. Y los pájaros, ¿emigran acaso? Y mis
jaquecas, ¿por qué carajos no se esfuman
también? Mierda, qué genial aburrimiento, qué
bodrio en vano, qué euforia o por lo menos
eufonía. Tanta metafísica mental me asemeja al
personaje de Memorias del Subdesarrollo,
prismáticos incluidos: "¿cómo se llamaba: Eddy
o Edmundo?", pronuncio en voz alta sin mayor
esperanza.
—Sergio –me sorprende Sondra–. Como el
actor.
Me está hablando de la película, que no
recuerdo haber visto completa: sólo fotogramas y
spots. Se lo digo. Pero el libro sí lo leí, cuando
una editorial de tercera lo publicó en uno o dos
estados de los United States, con su debido
fracaso comercial.
57
—Si no te acuerdas del filme, es que no lo
viste –Sondra me ataca ahora.
—A lo mejor sí la vi –la contraataco yo–: tú
no sabes lo que un cubano de mi generación es
capaz de olvidar –digo y me arrepiento
enseguida: tampoco deseo parecer tan pedante
como Eddy o Edmundo o el actor Sergio quizá.
Nora salta en mi ayuda:
—Yo tampoco me acuerdo si la vi completa o
si alguien me la contó –y abre los brazos en
cruz–. Pero no por eso soy o dejo de ser de
ninguna generación –no se calla nunca.
Cabeceo como un ex-catedrático y las
sermoneo con gestos exagerados, de clown que
está de vuelta en su propio clowntry:
—La lucha del hombre contra el poder es la
lucha de la memoria contra el olvido –la cita creo
que es de Kundera, pero en el techo de mi casa
puedo plagiarlo en paz–. No ser de ninguna es la
mejor manera de pertenecer a tu generación.
Y ya no se entiende de qué hablamos. Así que
por fin reímos, aunque dudo mucho que
entendiéramos de qué. De manera que seguimos
observando amigablemente la nata o la nada de
La Habana bajo el zoom de mi telescopio: rango
de 5 a 100 X, óptica corregida electrónicamente
por los robots del Karl Zeiss Institut, con foco
automático y diferencial: verdadera delicatesse
para los espías de todos los países, uníos. De
hecho, se me ocurre que bien podría hacerle una
donación a la policía secreta de mi antiguo país:
por ejemplo, incluir los prismáticos para ellos en
mi testamento no estaría mal, al menos como un
chiste con el que Lilia no sabría lidiar.
Por el momento, no puedo salir de mi
estupefacción. Es increíble: como en el libro de
Edmundo Desnoes, esta ciudad todavía parece
una escenografía de bagazo o cartón. Una Troya
de tramoya, madera preciosa y hueca. O rellena
con guata bendita y aserrín de manualitos
populares de ideología. Nos vamos rotando los
prismáticos y, en uno de esos pases de mano,
Nora me roza de cuerpo entero y yo pierdo el
equilibrio y me le engancho del talle. Está
enchumbada, sudada desde la piel a la tela o
quizá al revés. Me gustaría devolverle algo más
que una palabra de sorry, pero me trago mi
speech. Tengo su sudor oloroso en mis manos,
qué más se puede pedir. Luego ya veré como
usar con Lilia esa información química o
feromónica: "Make lust, not words", anoto
mentalmente.
Me siento mareado. Debo bajar a mi
habitación. Tal vez extraño la sobreprotección
médica de Lilia, no sé. Igual ha sido suficiente
por esta tardenoche de añil. Se pone el sol, de
azul a cian a magenta, y sin una sóla nube
flotando encima: a mi edad y en mi condición ya
todo parece grave e ingrávido, aunque yo mismo
no entienda. Noviembre no es de gran ayuda en
cuestiones de salud pública ni privada. De suerte
que me justifico para no preocuparlas:
—Tengo que bajar a inyectarme –anuncio en
tono jovial–. Si alguien me ayuda con los
peldaños, se gana la marca de prismáticos
favorita de la CIA y la KGB.
Y otra vez es Nora quien se adelanta en mi
ayuda. Para mayor desconcierto, la espiral parece
girar ahora en sentido contrario bajo mis pies:
hacia la derecha, según las náuseas me permiten
interpretar. Bajo en un vértigo o vahído. Voy
pensando que la geometría no euclidiana lo ha
copado todo en mi antiguo o, mejor aún, en mi
póstumo hogar: lo que sube por la izquierda, de
pronto baja por la derecha y viceversa también.
Todo parece cíclico de remate, pero en Cuba
nada ocurre igual que la primera vez.
En fin. Me basta con apoyarme en el
antebrazo de Nora para acatar las reglas
transpiradas de este irreality show. Y avanzo
sintiendo en el codo la presión de novilla de sus
senos de 21. Nora estoy seguro que lo nota
también, pero su sonrisa es más limpia que la de
los ángeles: "no pasa nada, es tan sólo mi
cuerpo", pienso que Nora piensa que pienso por
ella yo.
Toda vez en el cuarto, Lilia se queja de
estarse aburriendo de maravillas con el candor de
una película cubana en blanco y negro, filmada
treinta años atrás:
—Un "Día de Noviembre", darling –me
contesta sin despegar la vista de la pantalla–. It´s
funny: esta película se llama como hoy.
6
Comencé a deprimirme opíparamente. Comía
y dormía cada un par de horas. Después lo
vomitaba todo y me desvelaba hasta el amanecer.
"La Hanada", como renombré a la ciudad en mi
diario de boring home, era una tableta Prozac
importada de la paleohistoria
políticofarmaceútica de este planeta. Y Nora fue
la primera que sufrió sus efectos colaterales:
Nora, la gatica siamesa.
Simplemente me molestaba, acaso porque ya
nunca nos dejaba solos: a su dueña Nora y a mí.
O porque hacia ella se desplazaba todo el afecto
posible de nuestra conversación. O porque
whatever me daba igual: era tedioso sentirla todo
el tiempo ronroneando a mis pies y restregándose
58
contra la felpa de mis muletas. Decidí que sería
algo así como entretenido sacar a Nora del juego,
convertirla justo en lo que ahora era yo: un
foragido, un outcast. Que la ubicua gatica fuera,
técnicamente, una outcat.
Lilia estuvo de acuerdo. La exasperaban los
pelos por todas partes, incluidos los de mi ropa
primero y los de mi coriza después. La irritaban,
al punto de la anafilaxis o la anafelinaxis,
aquellos sopones de pescado que Nora y Sondra
ponían a hervir durante largas horas del mediodía
cubano. El stress irreversible de mi enfermedad y
mi infinita estancia underground en Cuba la
tenían al borde de un shock. Un día casi estrella
el BMW al parquear. Lilia no discutía, pero
destilaba vapores de mal humor 24-hours-a-day.
Estar de acuerdo respecto al "caso de la mascota
Nora" (es una cita de mi diario) fue una perversa
estrategia de reconciliación nacional.
—It´s OK, darling –me dijo Lilia y elevó sus
pulgares: luego los invirtió hacia abajo y me
expuso su plan–. Mañana temprano despacho a la
criatura tan lejos que no regrese en un año.
A mí me marcó la sentencia: "en un año". De
su frase era obvio que la cosa iba de mal en peor
conmigo. "Un año": ése era el plazo que Lilia me
concedía para sobrevivir.
Igual lo hicimos. La despachamos fácilmente
en el maletero. No sé hasta dónde Lilia llevó a
Nora antes de botarla. Y, por supuesto, yo me
arrepentí enseguida. A la mañana siguiente casi
recé para que Nora volviese pronto al hogar. El
suyo, el de Nora su dueña, el mío, acaso el
nuestro también. Oírla maullar de nuevo sería
algo así como un bálsamo de alivio o un
talismán: una patente de corso para franquear la
barrera de "un año" que me pronosticaba sin
saberlo Lilia.
Al día siguiente, Sondra reaccionó histérica.
Acusó sucesivamente a todos los vecinos de las
cuatro esquinas de 17 y K. Según ella, El Vedado
era un barrio de delatores y criminales que
llamaban a Zoonosis al menor descuido.
Entonces la descubrí llorando abrazada a su
hermana (Nora goteaba azufre por los ojos, no
lágrimas), como si alguien ya hubiera muerto en
la casa. Y esta imagen de pronto me causó pavor:
la de asistir a mi velorio en el mismo sitio donde,
aunque nadie en Cuba lo recordara, yo había
nacido casi medio siglo o medio milenio atrás.
¿Era posible que de una mascota dependieran
las coordenadas emotivas de todo un sistema no
tan doméstico como domesticado? ¿No estarían
sobrerreaccionando las hermanitas gemelas tan
patéticamente como yo? ¿Cuán frágiles serían las
fronteras entre el miedo atroz privado y la amable
locura social? ¿Existirían allá afuera los sabuesos
del FBI y los verdeolivas ecológicos de
Extranjería y Emigración? Y, entonces, ¿por qué
aún no daban señales de vida aquí adentro, en mi
vieja mansión tan céntrica de 17 y K, El Vedado
(ahora municipio Plaza de la Revolución)? ¿Se
habrían traspapelado mis archivos o un virus los
desdigitalizó? ¿La calidad de mi sobrevida
dependía sólo de que Nora, de pronto una suerte
de Lassie, regresara un día al hogar?
Me vi como un fantasma alquilado que
recorre su vieja casa de infancia, al estilo de
aquel Mr. Nobody declamado de memoria en mi
Escuelita Elemental de Calzada y K (a un costado
de la famosa funeraria):
I know a funny little man as quiet as a mouse
Who does the mischief that is done in everydody´s house.
There´s no one ever sees his face, and yet, we all agree
That every plate we break, was cracked by Mr. Nobody.
¿Sería ahora Mr. Orlando Woolf un perdedor
invencible en su propia invisibilidad? Lo cierto
es que copié con devoción las dos estrofas de
esta rimita infantil en mi diario. Casi sin darme
cuenta, dejé de rezar a Dios y comencé a pedirle
cosas, mitad en broma y mitad en serio, a San
Mr. Nobody.
Y, ya al final de la crisis felina, Sondra tuvo
que viajar de improviso a un laboratorio de la
UNAM, en Mérida, y Nora quedó desconsolada
imprimiendo sus monotipias con la ayuda de mi
mirada en sillón de ruedas. El artefacto rodante
era un hi-tech de última generación. Lo habíamos
traído desde el inicio, en el remoto julio de ese
mismo año, pero sólo en la última semana yo
había decidido usarlo para no forzar más las
válvulas ni las articulaciones, en medio del stress
de ver a las dos gemelas buscando
desesperadamente a Nora.
Era delicioso ver a Nora gatear encaramada
entre los rodillos de su prensa manual, raspando
a espátula y gubia, empapada de acrílico desde la
nariz hasta la uña meñique del pie. Porque
trabajaba descalza, con un mínimo short y una
blusa de mosquitero: semivestida o semidesnuda,
que no es lo mismo pero excita igual. Y aunque
la otra Nora no daba señales de reaparecer, por el
número de grabados que su dueña salía a vender
en ferias, supongo que poco a poco se le iba
extrañando menos: "en un año" tal vez nadie se
acordaría de que alguna vez la siamesa maullara
allí. "En un año", pensé, ni Nora ni Sondra
podrían precisar cuánto tiempo premórtem pagó
el último cliente ilegal en su propio ex garaje.
"Aquí amnesia y anestesia son anagramas", tomé
una nota mental que no estoy seguro de haber
59
transcrito después, pues se me acababa el diario y
tenía que apretujar demasiado las ideas y el trazo.
En fin. Por lo demás, nada. Días y noches en
que uno no come apenas, se toma sus cuatro
pastillas completas para no desentonar, y se deja
inyectar por Lilia la droga apátrida de la
esperanza inútilmuscular, Made in USA (los
bulbos ya se acababan a cuentagotas también).
Total, sólo para vomitarlo todo con voracidad,
entre hematomas pop-art y disneas de muñequito
de Disney, cagando una jalea albañal y
escupiendo rojo. Anemia o anomia: ¿cómo
distinguir, para qué intentarlo? Y, de tanto en
tanto, según se aproximaba el fin de año,
regurgitar una tisana de escuba amarga preparada
por Nora, a la par que persistían mis deseos de
moverme heroicamente dentro de su sexo hasta
morir o eyacular: ¡veniremos!
7
A las doce menos algo, Lilia se sobresaltó.
Dijo que yo había hablado en sueños, que quién
demonios podría ser Eddy o Edmundo, que
sudaba copiosamente mi almohada y que, por
capilaridad, la sábana estaba enchumbada como
una toalla sin exprimir. Yo no había pegado un
ojo: había tenido una bizarra sensación de
temblor, pero inmóvil. Estático, casi extático.
Como cuando va a estallar un ataque de fiebre. O
un calambre. O una arritmia donde se invierte el
dipolo eléctrico del corazón.
Esa noche, recién yo caía en la cuenta: era 31
y ya se acababa el año o el resto de mi tiempo
quizá. La Hanada me había ahorrado el fastidio
de las navidades y esa fatua luminosidad y esa
merry camaradería tan al estilo del american way:
por suerte en Cuba las Christmas eran una
costumbre extinta, entre otros saurios del período
republicámbrico ya abolidos en la nueva era
revolujurásica.
Lilia se dio una mínima ducha, se vistió de
sport, y salió afuera por el pasillo sin cruzar ni
media palabra. Últimamente estaba muy irritable
con la depauperación de mi estado: como si de
pronto ella ignorase que todavía nos faltaba lo
peor.
Al siguiente minuto oí ronronear al BMW,
que ostentosamente se alejó por K o por 17: no
pude precisar por el eco. En cualquier caso,
seguro con rumbo al mar, proa al norte por esas
calles nones de un sólo sentido o acaso ninguno:
none at all. Siempre fue así. Desde mi casa de
infancia todas las calles desembocan en el
malecón.
Miré el reloj y sólo vi la penumbra densa del
cuarto. Oí el tictac desde la mesita de noche. Y
enseguida comenzaron a sonar los disparos.
Primero solitarios, tímidos. Luego en ráfagas
eufóricas de varios segundos, horas, o noches
enteras tal vez. Tiros, municiones, balas,
bengalas, salvas, pellets, petardos y perdigones:
¿cómo no distinguir, por qué no intentarlo?
Sonaban a todas las distancias mentales
imaginables como si estuvieran dentro del cuarto.
Sin distorsión ni efecto Doppler, en dolby-stereo
desde media cuadra hasta medio país.
En Cuba everybody, excepto el santo mr.
nobody de Orlando Woolf, parecía festejar el
cambio de fecha y la llegada del Y2K: para mí, a
Year To Kill. Para ellos supongo que no
significara el año cero, sino el 2000: la tan
cacareada cifra de las consignas aquí y los
comerciales allá. Yo sólo empecé a temblar. Los
oídos me zumbaban, zoom acústico de abejorros
suicidas. Cada estampida repercutía demasiado
real en mis tímpanos: incluidos yunque, hoz y
martillo. Me temí lo peor. ¿Y si el simulacro
fuera por fin la guerra tan prolíficamente
promocionada aquí y allá? ¿Y si yo había
regresado a Cuba con un fatum más histórico que
mi burda enfermedad? ¿Quién peor que yo para
terminar siendo el testigo prepóstumo del
holocausto? Entonces temí por la vida de Lilia y
deseé que ningún balazo la fulminara al volante
del BMW. O que, por lo menos, que no se
enterara jamás de que no era ella sino yo el
condenado a sobremorir.
Me incorporé lo mejor que pude contra la
cabecera. Me chorreaba el sudor. El colchón se
había convertido en una piscina termal, una
sweating pool de más de cuarenta grados. Darme
cuenta de esto me obligó a tiritar: fiebre
psicológica o lo que sea, I don´t care. Sentí
miedo de oír tanto escándalo y no ver. Nada,
nadie. La muerte bien podría anunciarse así.
Me corrí de la cama a la silla eléctrica y pulsé
a ciegas el botón de GO. El motorcito de aquel
engendro yanqui comenzó a ronronear en medio
de los disparos y el himno en los altoparlantes de
la calle y en cada radio o TV set. Pero allí se
quedó: mi BMW de juguete tendría las baterías
gastadas o Lilia por algún secreto motivo se las
quitó. Hasta ella lastimosamente me manipulaba,
no al revés. Me entró una desesperación infantil y
pegué un alarido en medio de la oscuridad. Iba a
llamar a Lilia, lo juro, aunque hubiera huido en el
carro, pero fueron otras dos sílabas las que
pronuncié:
—¡¡¡No-raaa!!! –grité estirando el cuello.
60
El ataque al cielo nocturno cesó de súbito con
mi aullido. Oí las últimas notas de la canción
nacional, acaso literalmente las últimas. O las
primeras del siglo XXI. Era impresionante cómo
las drogas aún no borraban de mi mente la letra
de aquellas dos estrofas rimadas a mitad del XIX.
Creí escuchar risas y aplausos desde la calle. En
los televisores o radios, la voz engolada de un
locutor me anunció la voz rajada de Nora,
aparecida en la puerta de su mi nuestra
habitación:
—¿Qué fue? ¿Hay alguien? ¿Puedo pasar? –
sobregesticulando a contraluz.
Su silueta me hizo recobrar el control. Odié la
idea de que Nora me viera así, en mi más ridícula
ropa interior. Imaginé el bochorno cuando ella
prendiese la luz y quedara expuesta mi lampiña y
magra silueta: una fucking foca en silla de
ruedas. Así que controlé mi histeria de
inmovilidad y le dije:
—Disculpa. Pasa, por favor, pero no
enciendas la luz.
Al instante llegó hasta muy cerca de mí,
todavía jadeando por el susto de mi alarido:
howllido de lobo penco. Como una gata, Nora se
orientaba perfectamente en la oscuridad. Casi le
pido un abrazo, pero no quise atemorizarla más.
Sólo le imploré que me diera un rato su mano y
ella me la brindó, sin tanteos ni tapujo alguno:
por pura intuición felina y acaso femenina
también. Un apretón fuerte, limpio, sano. De
hembra humana invisible y tangible a la par. Su
gesto era cálido, pero sus palmas muy frías, como
si Nora acabara de aterrizar de un país al norte
del círculo polar.
—Tienes una fiebre que quema –me
diagnosticó, seguido de una palabra tierna como
un detonador–, pobrecito.
Yo hice crac. Me sentí mareado. Un rugido
sordo, una náusea de tanto estirar los párpados y
no ver nada al final. Nata negra, viscosa pero
vacía: sin objetos ni tampoco objetivos. Sombras
cubanescas, con el paliativo de una mano de
muchacha de 21, perfecta desconocida desde el
verano pasado. De pronto, quise saber algún dato
adicional del universo exterior.
—¿En qué año estamos? –la frase se articuló
sola por mí.
¿Qué cifra podría devolverme ahora el
sentido de lo real? Ninguna fecha sería suficiente
para no leerla como fachada. El calendario, como
el lenguaje todo, formaba parte de una parodia
brutal. Cualquier escena era un bluff, una
burbuja, un colofón: entre otros paroxismos de la
barbarie.
—Acaba de empezar el año dos mil –se
acercó a mi cara hasta que pude olerle la voz.
Su aliento era magnífico y recónditamente
alcohólico. Venía de una fiesta, supuse. Recordé
que era Nora y que me excitaba mucho su
cuerpo. Le halé la mano. Se la bajé hasta mi sexo
y allí la clavé. Ese despojo moral y esa erección
de muerte también era yo: cuanto antes ella se
enterara, mejor. Ahora que me golpeara si le
parecía OK. Que me desalojara del HOME FOR
RENT ilegal, si eso le parecía mejor. Pero nada.
O sí. Sentí su presión superior a mis fuerzas y
noté que Nora no me rechazaba. Persistía
perversamente allí, tocándome, y yo no entendía
el sinsentido de su reacción. ¿Qué la impulsaba
hacia mí? ¿Borrachera complaciente o aguinaldo
de nuevo siglo y milenio? ¿Compasión de
compatriota? ¿O lástima por un tipo verde en
estado si no de coma por lo menos de cama?
Y, además, moviendo la mano como cuando
raspaba una de sus matrices entintadas,
baqueteando, pertinaz y rítmica, in crescendo
mudo, hasta que todo se puso blanco y yo sentí
que me derramaba en medio de una oscuridad
total.
Al notar mi explosión de líquidos, Nora se
secó las manos en mi barriga, y comprendí que
yo acababa de eyacular por inercia. No había
sentido nada, salvo un cambio de coloración en
mi ceguera. Aquel era el fin. No tenía caso
ofrecer más resistencia. God - 1, Mr. Orlando
Woolf - 0. En algún punto de ese año cero me
moriría sin dramatismo ni trauma. Ahora ya
podía cerrar las fechas en mi diario, y colocar de
exergo aquella frase que siempre intuí sería su
colofón: "yo también era eterno, pero duré menos
que la revolución".
Entonces me sobrevino una ardentía de
espinas y unas ganas terribles de romper a orinar
hasta el fin de los siglos y los milenios, améen.
Era casi para morirse de risa. Medio año de
morbo repartido entre Nora y Sondra culminaba
en la farsa torpe de una masturbación asistida.
Una tristeza física se me coaguló enseguida entre
la garganta, los pómulos y el esternón: mi vida
entera se desplegó ante el eje de mi angustia
como un gran timo, una estafa sensacional. De
primera plana, en el caso probable de que allá
afuera el Habana Herald existiese ya. Y encima
su pregunta de nené traviesa echada del alma:
—¿Tú te quieres morir?
No le respondí. Alcancé el briefcase de Lilia,
dejado como siempre sobre la mesita de noche.
Demostré ser todo un experto en maniobras a
ciegas. Le pedí otra vez la mano a Nora y ella me
61
la extendió con menos seguridad: a lo mejor
temía un segundo halón hacia mi entrepierna.
Pero no le di tiempo a sus tanteos. Cogí un fajo
del interior del briefcase y se lo envolví con sus
propios dedos de gacela: se lo puse
descaradamente en la mano a Nora. Si mal no
recuerdo, en cada fajo Lilia incluía diez o veinte
billetes grandes: de cincuenta y de cien. Al rato
le solté la mano con cortesía. Entonces supe que
recién había comenzado y ya esa primera
madrugada de enero había rebasado el final. El
suyo y el mío.
Con mi dedo índice cruzado sobre sus labios
le pedí que no hiciera ni media pregunta más. Le
impuse algo así como mi última voluntad de
paciente caritativo. Para mi sorpresa, Nora acató
la orden y el dinero. Pronunció un feliz-añonuevo
sincero y me dio un besito en la frente,
más el abrazo que no le llegué a pedir.
—Tómate algo para esa fiebre –dijo y se
retiró repentinamente por el pasillo, tal como
había surgido minutos o meses antes.
Yo quedé varado, con el pene todavía
expuesto en mi carromato fúnebre Made in USA.
Pulsé la tecla de GO y, como lo hice sin
esperanza, la silla puso en marcha sus ruedas por
puro espíritu yanqui de contradicción.
Manejé hasta el freezer y saqué un pomo de
agua mineral. Dejé abierta la portezuela para
aprovechar la iluminación interna del aparato.
Me estiré hasta mi gaveta y saqué los papiros
analgésicos de mis Pastillas Completas. Tragué
las cuatro de rutina. Luego cuatro por el happynew-
year recién inaugurado. Después cuatro por
nuestra penosa orgía de dos. Y entonces también
cuatro por Sondra trabajando en el extranjero, y
cuatro por Lilia acaso accidentada en el BMW, y
cuatro por el perdón de las Noras: la gata víctima
y su dueña victimaria.
Me invadió un sueño cósmico instantáneo.
Me eché con mil trabajos sobre la sábana, tan
húmeda como al inicio, y ya otra vez tiritaba.
Tenía tanto cansancio que se me hizo evidente
que yo nunca podría del todo descansar. Al
menos no en alguna parte. Es posible que oyera
el ronroneo en off del BMW y el portazo con
alarma que anunciaba el triunfal parqueo de Lilia
en la esquina de 17 y K, El Vedado. Y no sería
imposible haber oído entonces sus taconeos por
el pasillo, hasta recortar su silueta en contraluz en
la puerta de mi ex garaje.
Al rayar el amanecer, puedo imaginar su
ritual mientras prepara mi inyección matutina
antes del desayuno. Lilia es un fantasma fiel que
recorre mi casona de infancia, entre la falta de
aire y estas ganas de vomitar que no consiguen
sacar tu nariz a flote bajo la costra del sueño:
paraíso antes que pesadilla. Es normal, supongo.
Con veinticuatro píldoras por segundo en la
sangre, hasta el más aburrido metabolismo se
torna entertainment light y liberador. Ser libre,
ser otros. No ser tanto, no ser. Aunque sólo sea
para volver a interpretar las rimas de aquel
hombrecito cómico, literalmente tan quieto como
un ratón (¿invencible en su propia
invisibilidad?), que comete cada trastada de cada
casa, si bien nadie nunca le ha visto la cara pero,
aún así, al final todos coincidiremos en que sea él
quien pague los platos rotos a nombre de Dios o,
por lo menos, de San Mr. Orlando Woolf. Al
rayar el amanecer, puedo incluso imaginar que
definitivamente será para morirse de risa.
I know a funny little man...
Who does the mischief that is done...
There´s no one ever sees his face, and yet, we all agree...
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Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
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