LA HABANA A MIS PIES
Para el futuro bebé de Iris y Nacho, mi sobrino
Jorge Carpio
Subimos por el elevador como si fuéramos turistas y nos sentamos a una mesa de La Torre del FOCSA a mirar La Habana. Esta ciudad tan dilatada, dijo Nacho que buscaba algo por el visor de la cámara; y opaca, comentó Iris que la miraba con los espejuelos de sol; y yo no hablé porque me entretuve contemplando los edificios alejados y empequeñecidos como si no hubiera otra cosa más importante en el mundo. Descubrí que los turistas hacían fotos: nos iluminaba el destello de los flashes reflejado en los cristales que rodean La Torre. Disparaban sus cámaras digitales y después se fijaban en la imagen que habían capturado y la comparaban y discutían alegres, como si hubieran hecho algún descubrimiento raro allá abajo en la calle. Una Cocacola con hielo para Iris, vino para Nacho y café para mí fue el pedido. Entonces vi acercarse al mesero: para usted, señorita, le dijo a Iris; y la miró con ojos de seductor; a nosotros también nos sirvió y nos miró, aunque no seductor, sino más bien sumiso. En estos momentos soy un turista con La Habana a mis pies, dije en broma; y seguí mirando a través de los cristales; pensando en la gente que estaba en la calle caminando bajo el sol. Este si es bueno; le comenté a Nacho sobre el café; y le sentí el aroma y el sabor entre amargo y dulce; y prendí un cigarro; y sin que yo lo llamara se presentó nuevamente el mesero con un cenicero en la mano; y esto si es lo mejor que me pueda suceder, pensaba yo; y le decía, sin mirarlo, gracias al mesero que se alejaba hasta su lugar, en un rincón de la barra. Hasta allá se fue, le comenté a Iris y el mesero que era joven y pálido me pareció mustio, aburrido, con su impecable uniforme negro y blanco. Después se nos acercaron unos turistas con olor a queso rancio y también se pusieron a hacerle fotos a La Habana que ya se había nublado porque iba pronto a llover. Iris habló; dijo que los europeos eran unos sucios; pero cuando conoció a Nacho le confirmó que era el único español que había encontrado limpio; y ella infirió que había vivido en Cuba porque se bañaba todos los días. Es bueno esta lluvia, pensé cuando vi
que las nubes se habían puestos a punto de estallar. En tus historias siempre llueve, dijo Nacho. ¿Por qué?, preguntó Iris. Pero yo no supe responder; sólo atiné a encogerme de hombros como si fuera un personaje sospechoso, de novela policial. Luego surgió, como de la nada, una turista solitaria, gorda, relativamente joven, que me miró con sus ojos azules, a mí entender, entristecidos como los de una vaca nórdica. Se puso a mirar por los cristales; es posible que con la intención de ver caer la lluvia sobre la ciudad como me gusta a mí. Fue ahí cuando comenzamos el juego de adivinar de dónde era la gorda. Iris dijo que alemana; no, reprochó Nacho: es irlandesa. A mí no me daba ni irlandesa ni alemana, sino sueca. ¡Caramba!, si la escuché hablar, dijo Iris. Pero yo sabía que era mentira porque la gorda no habló en ningún momento; solo me miraba a mí y a través de los cristales. Yo también la miraba a ella; y pensaba en cómo arrastrarla hasta el baño y poseerla para compensar su tristeza del Norte con mi alegría tropical; y no podía ser porque el mesero y muchas personas nos estaban mirando. Finalmente la gorda se retiró hasta la otra esquina de la cafetería donde había gente al parecer de su país. Desde mi sitio la saludé y ella sonrió; y comprobé que los ojos se le habían puesto más tristes. Comparé su mirada con la de Iris que es de mujer de Centroamérica, y la de Nacho, del mediterráneo y con la mía, -reflejada en el cristal-, que es habanera; y dije que nuestras miradas son alegres porque somos del Sur. Y no sé porqué dije eso pero Iris y Nacho asintieron. ¡Qué bien se está aquí!, comenté para olvidar a la gorda entristecida. ¿Qué te hace pensar así?, preguntó Nacho que siempre me está interrogando sobre la ciudad para oírme decir cualquier cosa simpática o malvada o capciosa. Yo sabía que debía filosofar, y eso nunca me ha resultado; entonces expliqué que me sentía bien porque estaba en las alturas y podía ver la gente debajo de mis pies y porque también la gente desde tan abajo no me podía molestar. Iris y Nacho se rieron y después discutieron sobre los de arriba y los de abajo y los que están a los lados: a la izquierda y a la derecha, se referían ellos; mientras yo miraba caer la lluvia sobre la ciudad. Advertí que el agua era buena porque aplacaría un poco el calor de agosto; y las aceras y
las calles se limpiarían; y mientras cayera la lluvia era posible que la gente pensara de otra forma. Algo que también me llamó la atención de La Torre fue el olor; y se lo comenté a mis amigos; me puese a combinar diferentes aromas que se me aparecen en La Habana. Hice una relación por horarios y sitios: al amanecer en las paradas de guagua se puede notar el olor de la mañana mezclado con el perfume de las mujeres, dije. Y La Torre me recordaba ese aliento de jabón con verija de hembra relajada que me resulta límpido, y excitante. En cambio, por la tarde, la gente huele a sudor, a trabajo, a angustia. Los dos rieron; sobre todo, Iris; y mira que a ti se te ocurren cosas, me dijo ella. Era cierto que se me estaban ocurriendo cosas graciosas; es posible que los lugares altos me hagan ser más original, pensaba yo. ¿Será porque en La Torre el clima está hecho para que uno no advierta el calor, ni el de la calle ni el de la gente? Miré otra vez por el cristal y ya había escampado y también había salido el sol con más fuerza. Me fijé en la calle y pude ver el vapor de la lluvia que se levantaba y amenazaba con atacar La Torre. No me preocupé porque sabía que ese calor no iba a subir tan alto hasta nosotros; pero sentí compasión por los de abajo, tan lejos y tan vaporosos, dije. Eso allá abajo es el infierno, pensé. No recuerdo porqué relacioné La Torre con las fortificaciones antiguas y me creí un guerrero que defendía una plaza junto a aquellos extranjeros con ojos de bárbaros; y el enemigo eran la gente de abajo y el calor. Pronto salí de mi ensoñación; pusieron música y me concentré en las canciones tan bonitas que se escuchaban. Ahora sí esto es lo máximo, dije. Y Nacho me respondió que no pensaba así porque la música no era cubana; y ese lugar era para poner música de la nuestra y no ésa extranjera; con acento meloso. Pero yo le repliqué y le dije que esas canciones me encantaban; que ya estaba cansado de tanta bulla todo el día, y era bueno de vez en cuando oír melodías suaves, dulces. La Torre te pone romántico, me dijo Iris en tono de burla. Entonces añoré que Nancy mi mujer estuviera a mi lado; pero desgraciadamente ella no puede porque vive en Nueva York y no la dejan venir acá y a mí no me dejan ir a allá por todas esas razones extrañas que están pasando ahora en el mundo. Traté de olvidarlo; no quería estar
triste en La Torre. Pero además, no vale la pena sentirse mal en un lugar tan agradable; para sentirse mal están la calle y esas otras situaciones y el calor, pensé. Siguieron llegando turistas que pedían los más extraños platos y tragos y de todo. Y yo los miraba asombrado como si nunca hubiera visto algo parecido. Pedimos la cuenta y Nacho le pagó al mesero mustio porque debíamos ir a otro lugar, tal vez no tan alto, pero de alguna forma parecido a La Torre. Bajamos los treinta y tres pisos. Y cuando estaba en la calle comencé a sentir una especie de añoranza por La Torre y la miré. Pero seguimos caminando y nos perdimos entre la gente, el calor, la ciudad.
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