1
Momoko me enseñó a besar.
2
Suerte encontrarla comenzando la primavera, justo cuando quería dejar atrás muchas cosas. Me dijo: "Del pensamiento caótico por asociaciones (que condiciona nuestra vida) a la contemplación (centrar el pensamiento, dirigirlo) , a la concentración (inmovilizarlo)".
Lección de Momoko: Ya en la cama, antes de dormir, pasar revista del día vivido y no identificarte (que no te afecte) con lo ocurrido. Eres el rio que fluye.
3
Madrugada y mañana agitadas en lo externo y en mi interior. Entonces recuerdo a Momoko: Lo que llamas 'pensar', no es más que asociación. Desiste.
Esa tarde estábamos desnudos, tomando té blanco, y en tres horas no habíamos dicho ni una palabra.
El silencio para reconocernos. Estar y no ser.
4
"Pensar es otra cosa” dice Momoko, "nada de asociaciones, de un ir y venir de la mente. Tienes que dirigir tu pensamiento. Aprende la contemplación, es decir, a dirigirlo".
5
En un café, bajo el amable calor de la primavera, Momoko dijo: ¿Por qué siempre tenemos que pensar nuestro futuro en función del pasado?
6
Me habló del ombligo, el corazón, y la cabeza. Me enseñó a escuchar el I Ching con la sabiduría del ombligo. Sólo así no hay dicotomías, dijo.
7
I Ching: "Un carácter débil en una posición de honor, escaso saber y grandes planes, poca fuerza y una grave responsabilidad, sólo rara vez escapa a la desventura"
8
Día de reflexión. Dice Osho: "Las predicciones solo son posibles acerca de cosas, nunca acerca de personas". Debo a Momoko las lecturas de Osho. Ella le conoció.
9
Momoko, es su nombre.
Y significa "niña melocotón".
10
Zanshin: estar vigilantes, me enseñó Momoko. A partir del silencio, hablar. Concentrarnos en el kendo (esgrima japonesa) del alma.
11
La realidad, el mundo, no eran más que una fatua repetición.
Y apareció Momoko, de soslayo, dibujando un perfil de luz contra la sombra de un cuadro de Sorolla. Boca amelocotonada, paso receloso y firme de gata joven.
--No puedes liberarte por reacción --me dijo cuando estuvimos desnudos por primera vez.
Entonces no me dejó penetrarla. Tres horas de martirio. Masajes, baile, silencios (me prohibió hasta musitar), y aquellos besos tan ensalivados: chorros de saliva, sin pausa, y entre mordiscos.
12
--Es necesario estar ausentes. Recuperar la capacidad de estar ausentes --dijo
13
Andaba deprimido (eso pensaba yo pero no era cierto). Sentía que ya había muerto. Muerto en vida. No deseaba hacer nada. Sólo vagar. Dejarme fluir. ¿Qué hacer? ¿Por qué hacer? Toda mi vida (como la de cualquier otro) había sido una carrera, a veces desesperada, por hacer algo. Nunca había tiempo. Nunca hay tiempo. Nada es suficiente. Todo está por hacer. Esos pensamientos (lo comprendería después aunque ya lo supiera) eran en realidad el veneno.
14
--No me penetrarás hasta que yo diga --dijo.
Siempre se desnudó, pero no del todo. Quedaba con un bikini, y se escondía pudorosa. Sólo podía verle (y tocar, y oler) sus pequeños senos.
--Primero, la virginidad de la boca, ¿de acuerdo?
Y yo decía que sí a todo.
15
--Nada de lo que está sucediendo --decía, y parecían bromas--, tiene que ver contigo.
Pero no eran bromas. Nunca lo fueron.
--Todo esto tiene que ver con tus manifestaciones en el tiempo.
Y me obligó a ponerme en cuatro. Como un cerdo.
16
--¿Quién eres?
--No sé. Una manifestación en el tiempo, supongo.
--Abre las piernas.
--¿Qué vas a hacer?
--Penetrarte, supongo.
17
Fue así.
Dos botellas de vino y una lata de mejillones.
Ella se arrastraba (siempre en silencio, que lo demás estorba) como gata, aunque yo quería convertirla en perra.
--Dos días juntos, y luego nunca más me verás, ¿te atreves?
Dije que sí. Hay que saber lanzar los dados, decía Nietzsche.
Salimos del museo y buscamos un hostal bien cutre. No había para más.
--El teatro (quiso decir el escenario, estoy seguro) somos nosotros --dijo.
--¿Y la violencia?
18
Momoko besaba escupiendo.
La lengua se convertía en máquina obscena. Lengua larga, grande, muy roja, como mano que puede asir tu boca y estrujarla. Se demoraba besando. Se demoraba.
--Za-zen es aceptar el dolor --podía decir de repente.
Y dejaba de besar. Me quitaba sus pechitos de la boca.
--¿Cómo resistes las agresiones del mundo exterior?
Cada pregunta era como un lengüetazo de ella: un látigo.
19
Se metía debajo de las sábanas. Dejaba de mirarme. Ni un beso ni un roce. Nuestro juego quedaba en suspenso hasta que yo pudiera responder.
Tenía que contestar. Brevemente. Como si habláramos en Haikús.
Volvía a ofrecerse como putica recatada de convento.
--¿Tú no estarás loca, Momokosita mía?
Me dio con la mano cerrada en pleno rostro viejo (lo siento, no puedo decir ni escribir "viejo rostro").
--Ahora --dijo fingiendo "una histeria femenina"--, te vas directo a la bañera. Está prohibido usar lugares comunes.
Obedecí. ¿Qué remedio? Y fui gateando, casi.
La espere en la bañera.
La esperé.
Ahí tirado, sin ironía ni esperanza para mi vida erótica, me di cuenta de que cuando relatara lo ocurrido, no tenía más opción que ir acomodando sus palabras al parlamento técnicamente dialoguero de un cuento, y así, ponerla a hablar como si el español fluyese entre aquellos dientes de adolescente (aunque ya pasaba en uno o dos, la veintena), con la misma naturalidad con que movía la lengua japonesa.
20
Cuando llegó, sin quitarse las bragas ("no te quites el blumercito, amor mío"), mientras abría las piernas, y respiraba profundo, me orinó.
Luego me llamo "Tenzo", es decir, cocinero.
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