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CUBAN AMERICAN BEAUTY
1
La sala era grande y con un cartel de cartón:
"Surjery", alguien había intentado en inglés. Otro
Juan Ramón Jiménez resucitado en spanjlish, ¡y
nada menos que a lápiz! De verdad son osados
los muy cabrones, pensé.
La enfermera vino hasta mí y sonrió.
Gesticulaba bárbaramente con una ceja, la
izquierda. Sería una histérica in potential, no sé.
De un saltico adelante la vi quitarme los bártulos,
que eran dos jabitas de nylon con ropa vieja y un
pequeño bulto forrado con periódicos de la
prehistoria –del siglo XX tal vez–, donde se
empolillaba mi magra colección de pocket books.
Todos en inglés, of course, con la excepción de
rigor mortis: un poemario de Mao traducido por
Ezra Pound ya en el manicomio. "Poemaorio", le
decía yo, y lo conservaba desde Cuba por pura
jodedera con los amigos, cuando existían amigos.
El panfletico incluía unas acuarelas cuyo autor
tendría que ser, por lo amanerado del trazo, un
homosexual tapiñado bajo el viril ropaje obrero
del emperador. O del nuevo shit campeador o
Cideólogo posnacional.
Qué porquería, ¿no? Yo siempre con mis
libritos de bolsillo y los bolsillos tan broken
como mis huesos. Una rata rota que habita las
alcantarillas del lenguaje, yo. Aquellos bártulos
eran todo mi equipaje y también todo mi hogar:
mi hospicio y mi boarding home. Y está OK que
así sea. Bendita mierda la manía de acumular
cosas si uno de estos días te mueres y ni tu
insurance se entera. Y ni el médico chino ni tu
madre muerta en La Habana te salvan de una
tarja sin nombre en el South West.
—Tú debes ser William, ¿eh? –me reconoció
la enfermera. O la modelo de Vogue En Español.
Era preciosa, de verdad. Una puta perfecta.
Lo que se dice una auténtica profesional. Y para
colmo su acento, la muy cabrona se delataba
solita: era cubana a matar, de atar. Ah, a veces
uno tiene la impresión de que todas las hembras
de la Unión Americana, tarde o temprano,
resultarán siendo cubanas. O hijas de cubanos. O
hijas de hijos de cubanos. Y así es imposible que
progrese la democracia en este país. Habría que
escribir otra constitución y después echarla al
recycle bin. O dar un golpe de estado por cada
united state. Por mi parte, juro ante dios y ante
los hombres que ahora ya me da igual. Lo
blasfemo incluso ante la abulia de dios y la
estupidez de los hombres. Bah.
—Depende de William qué... –corté su
confiancita de tú-debes-ser-william-¿eh?
Que se joda, la muñequita de biscuit. No me
gusta caer en tuteos con personas uniformadas.
Aunque fuera aquella chiquilla con una bata
blanca que le anunciaba las nalgas. Un uniforme
siempre es disciplina, historia falseada y
represión real. Y, después, que dios le bese el
culo a América si así lo desea. His business, I
don´t medicare. Yo me paso, con ficha y sin
fecha de defunción. The show must stop. Ya todo
me va resbalando ramplán. Y no sólo ahora. A
veces, en sueños, mi madre revive y me recuerda
que en La Habana yo también era igual. Sweet
Home Alahabana: madrecita del alma podrida, en
mi pecho yo guardo el horror. ¿No es un fastidio
no poder olvidarlo todo de un tirón? Borrón y
cuento nuevo. En fin.
Por su parte, la enfermerita en voga ni me
escuchó. O se hizo la que no. Típico de toda
Cuban American Bitch. Ella iba a lo suyo: Her
business. Y se puso a garrapatear en mi
expediente clínico. Ojalá que algún día llegues a
ser una triunfadora en este gran reality show,
pensé. No me gustaría leer en el Herald que una
compatriota tan bella ingirió 1984 píldoras
antidepresivas o que ha vaciado su sangre en la
solitaria y pulcra habitación de un motel.
Computriota. "Las venas abiertas de América en
la tina", escribí alguna vez en mi diario. Porque
eso sí: para escritor de diarios, yo. Tengo cientos
y todos abortan al séptimo día, como toda
creación. Para suicida no cuenten conmigo, por
muy jodido que esté. Así que no me vengas a
joder tú ahora, Criollita USA o Barbie de la
barbarie, con tu escribidera en mi historia clínica.
Porque, ¿acaso toda historia no es eso:
clíniteratura barata? Oh, my.
Yo la dejé que anotara su buen par de
capítulos de ese novelín llamado "William Algo".
Entonces rompió a dar taconazos por el pasillo
central de la sala H. Room H, letra muda:
improvisada pasarela. Ella avanzaba hacia el
interior, sin darme ni medio gesto de indicación.
Pero era obvio que yo debía seguirla, si es que en
definitiva pretendía ingresar: a eso se le llama
poder. Y el resto es plasta seca publicada en tinta
fresca por las revisticas francesas y demás
especímenes de la izquierda pop, como Le
Courrier du Soir de la Révolution. Justo así
suenan las botellas de champagne y los anos
rotos de los intelectuales de Europa, de
Eupopass: viento en popa y a toda izquierda, já.
Ulalá: tel quel ascó!
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Y así mismo ocurrió con la tipa. No tuve más
remedio que seguirla como un perro a su presa.
De prisa, mientras me reía en voz alta, jajá.
Riendo solo, como los locos. Bienvenido al
making off de una nación o tan sólo ya su necia
noción. The Demagogic Republic of William
Figueras, se llamaría ahora mi payasito país: my
clowntry. Ya veremos quién mete a quién en
cintura. Literalmente. Y dejé por fin de reir. De
pronto me pareció grotesco escandalizar como si
yo fuera un cubano más. Además, allí todos
tenían pinta de no rebasar vivos la tarde. O la
noche. Despertar allí no sería el clásico: ¿cómo
amanecieron los pacientes? Sino el luctuoso:
¡¿cómo, amanecieron los pacientes?!
By the way, la sala H resultaba larguísima de
caminar a marcha forzada, siguiendo a la nurse.
Su arquitectura era oblonga, como un atáud
hecho a la medida de algún fenómeno de feria.
En este caso, yo. Casi al chocar contra el panel
de fondo, mi Betty Bloomer se detuvo ante la
que, supuse, tendría que ser mi cama. La number
666. Recordé una remota canción de Iron
Maiden: 666, the number of the beast; 6/66, el
mes y el año en que nació el bebé de Rosemary
Polanski en New York. Aquello no era
casualidad. O ya estoy muy mal o me van a
sacrificar estos cirujanos del estado federal,
pensé. Y desde ese mismo instante comencé a
pensar seriamente en cómo escapar. Morir
cagado en un pantano del golfo tendría mayor
dignidad que fingir curarme. Qué contradicción,
qué miedo, qué falta de serenidad.
Además, no creo que en todo el Estado
existan 665 camas antes de la mía. Tal vez ni
siquiera existan tantas camas en toda la Unión,
islas del Pacífico y del Caribe incluidas: Cuba y
Puerto Rico entre ellas ("De un pájaro las dos
nalgas", parodié alguna vez en mi diario). Pero
igual allí alguien había escrito con un plumón,
sobre una radiografía velada: William Figueras
666. Y, ya sabemos: quod scripsi, is crisis. Sea.
Entonces ella se dignó a inclinarse sobre el
colchón desnudo y poner mis bártulos allí. Los
tiró, fuonch, y saltó una nube de polvo. Buenos
muelles, good springs: "Espera la primavera o
pregúntale al polvo, Bandini», como el consuelo
patético de John Fante e.p.d., ese otro bandido de
importación. Allí rebotaron los mismos libros y
ropajos de nuestra primera confrontación entre
enfermera y enfermo. Entonces ella tomó la
iniciativa y se dobló todavía más, en cámara
lenta, sacando un juego de cama de una gaveta.
Jesús, Mary and José. Gómez, Maceo and
Martí. Mejor se hubiera levantado el vestido con
las dos manos. Se le hubiese notado menos la
punta del blúmer. Con aquel gesto le vi hasta el
triángulo isósceles de su encajito blanco, como
seguro estaba prescrito en el reglamento para los
uniformes del hospital. Orientado así por algún
degenerado fornicador, como yo. Sólo que con
más dinero, poder, y salud. Aunque eso de estar
sanos es como una visa lottery donde no tienes
funcionario a quién sobornar. Nadie muere en
vísperas ni tampoco una idea después. ¿Quién le
teme a Orlando Woolf?
A mí, por el momento, simplemente se me
paró. Aquella erección era algo así como mi
última rebelión. Ahora ya no me era dada otra
revelación como no fuese la revolución de la
sangre. Un buen culo cubano jala más que un mal
búfalo yankee en cinemascope: business is
business and bisontes son bisontes. Son las fallas
tectónicas de la demoncracia y la pismodernidad.
Y justo en ese instante ella se viró y recorrió mi
cuerpo como el de un moribundo, de arriba a
abajo y después al revés: imposible que no notase
la parazón. The Hulk. Y en pago a mi cumplido,
me advirtió con sorna de sarna cubanoamericana,
la más difícil de quitar con kerosén y cepillo:
—No te hagas pipi, papá –casi me grita, para
que el resto de los insectos en cama la oyesen–,
que aquí durante el weekend no se cambian las
sábanas, ¿right?
Y me clavó su mirada de bicha lúcida,
universitaria. Hi-tech pro y hi-tech prost en un
sólo modelo. Come with the wind, Zorra del
Siglo XX. Cuban American Beast. Y era lógico
que hasta ella se burlara de mí, de mi condición
de paria público, semiparalítico y penelítico. De
verdad que no hay peor palo que el de la misma
patria. Well done, country girl: no te dejes
mangonear por ningún machito transnacional.
Ah, a ratos uno se siente orgulloso de ser
cubano. De compartir la historia con semejante
ejemplar de yegüita. Una joyita bien entrenada
que debía ganar nunca menos de treinta por cada
hora gastada allí, entre detritos locales. En el
último par de minutos, por ejemplo, mientras yo
elucubraba tanta porquería mental, ella se habría
clavado ya sus primeros dólares del día, calculé.
Los muy cabrones: con ese cobra y encoge han
construido este enorme país. Be my guest: beat
my guest! Con sala H y con Hospital. Al final no
hay quien escape del manicomio, dear Ezra. De
suerte que decidí no usar mi lenguaje para
ripostar. Me bastó con una sílaba en cuasinglés:
—Yep –asentí con la cabeza y le miré de
frente las tetas: bolas duras, rectas y fusionadas al
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medio. El Basexball bien podría ser ahora
nuestro pasatiempo internacional.
Y ella que aguante mi lascivia ahora. Que me
demande ante el City Hall o la Corte Suprema
Federal, acaso por acoso visual. Que me expulsen
a la pinga de allí. Creo que por esos días yo
quería morir en paz, en pus. Y rápido. Fast food,
fast fuck, fast fin: telón. Aunque yo estaba seguro
de que otra vez sobreviviría. Además, tampoco
deseaba que ningún compatriota notara
demasiado mi odio. Aquel sentimiento pertinaz
era la única intimidad que nunca me intimidó, la
última que aún me hacía sentir humano en medio
del glamour generalizado y mi enfermedad
demodée. El odio era mi talismán: mi ticket de
regreso a ningún hogar dejado allá atrás, allá
lejos, allá abajo. El odio era yo. "Dos patrias
tengo yo: Cuba y el odio", escribiría alguna vez,
si es que alguna vez salía de allí.
Así que, sin subir la vista de su entreseno a la
cara, le agradecí y le di mi apellido como
propina, tips for teets, si bien supongo que
demasiado tarde:
—Figueras, gracias por todo and justice for
all.
Y noté que usaba un crucifijo de oro para
resaltar el blanco piel de sus tetas. Tal vez por
eso no me demandó, pía impía. Tendría crazy
hasta el mismísimo dios. Ni me expulsó de la
Sala H. Al padre Varela le faltó escribir un
"Ensayo sobre la Piedad". Y ni siquiera me
trasladó de cubículo. Cubículo, qué ironía, pensé:
un cuba chiquita, ajustable aproximadamente al
tamaño de un culo. Fue justo en este punto que
entramos en el deshielo, la nurse y el nerd. Al
contrario de lo que yo suponía, la nani me regaló
su nombre y su apellido de single. Todo
silabeado con la mayor severidad, como si se
tratara de una Fiscal General. Pero con esa
dicción perfecta, típica de toda latin pornostar:
—Lia-net –dio media vuelta–. Lia-net A-guilar,
un pla-cer.
Y se retiró por el mismo pasillo, como en las
novelas radiales. Sin taconeo esta vez. Con
contoneo, eso sí. No body´s perfect. Y yo me
tendí en la cama sin siquiera tender el colchón.
Quería entender algo, necesitaba pensar. Sopesar,
so pesar de mí. Esa cabrona tradición nacional:
un cubano que piensa resulta a la postre una
amenaza universal. Y ya no recuerdo si me quedé
dormido o si fue tan sólo que lo soñé. I have not
a dream, ¿Malcolm Sex?
2
Soñé con Lianet. Lianet hablaba en la plaza y
yo le tiraba fotos. Fui cambiando los rollos hasta
que ya no tuve más para reponer. Then Lianet
interrumpía su discurso y me señalaba: "Hacen
falta unos rollos ahí para el compañerito", decía,
y de todas partes llegaba gente a donarme uno. O
diez. O diez mil. O diez millones de films, de
todas las marcas y formatos imaginables. Desde
Kodak 120 hasta Konica 35. Desde Koniek 1917
hasta Kapput 1989.
En el sueño, llegaban lo mismo guajiros de
monte adentro que balseros de mar afuera. Que
indios con taparrabos. Que una señora muy vieja
que había sido mi madre, pero ya no lo era más.
Que estudiantes de la universidad: mis colegas de
la Colina. Que choferes de ANCHAR y de la ruta
23: esa reliquia literaria que conecta a Lawton
con El Vedado desde "La Habana para otro
William difunto". Que el Presidente Prío: y esto
lo recuerdo muy bien, aunque no tenga referencia
alguna sobre su cara. Que militares y milicianos.
Que albañiles y albaceas. Que médicos. Que una
maestra que era la misma enfermera, aunque no
se lo podía decir con tal de que no parara de
discursear. Que, sobre todo, niños. Decenas,
miles de niños con los rollos cayéndose de sus
bolsillos, pocket films, de tan repletos que los
traían de las tiendas o de sus hogares atornillados
con una tarjeta postal: "Esta es tu casa, Lianet"
(garabateado en cirílico cyber-punk).
Y Lianet se reía de tanto alboroto a mi
alrededor, y todo el pueblo se contagiaba de su
alegría. Pero a mí tanta abundancia de negativos
me daba una injustificable tristeza positivista:
mañas de un Mañach inercial. Y en este punto no
sé si me desperté o si fue tan sólo que no soñé.
Ahora anochecía en Orlandoville: en Orlandovil.
En la sala, de pronto iba haciendo demasiado
frío para la hora y la estación. Supuse que
alguien habría conectado a full la aclimatación.
Otro cubano, seguro: nunca nos adaptábamos a
respirar en una atmósfera más natural. Entonces
entendí la mudez de la sala H. Room H: de Hielo,
de Hiello, de Hell. Y no sé por qué no me agradó
aquella interpretación fonética más que
freudiana, si bien resultaba mucho menos
hipócrita que la h himbécil de heaven.
Simplemente tosí y me tapé con las sábanas
sacadas para mí por Lia-net-A-gui-lar, un-placer.
Tenía hambre, pero no ganas de cenar. Así
que seguí tumbado. Mañana sería otro día y el
mismo. Y todos y ninguno. En fin: tomorrow I´m
not half the man I used to be. To beer.
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3
Magníficos carcinomas. Lupus.
Emponzoñadas leucemias y esputos rebosantes
de vida inferior: virus, bacterias, fungi, algas y
celenterados. Puzzy pus. Cirugías en falso con el
presupuesto estatal: puro consuelo tax-free para
moribundos y familiares en fuga. Tisis tácitas y
sicklemias racistas hasta la pared de enfrente:
sikkklemias. Aids senil, gayds. Por mi parte,
apenas algún vómito de tanto en tanto y un
mareíto soso. Eso era todo. Me reconfortaba la
idea de que mi salud no estaba en mi contra,
como el resto de la humanidad, que nunca decía
"basta" ni quería dejar de andar, en andanadas:
anda nadas. Sólo que mis síntomas mínimos,
intermitentes, fomentaban un autodiagnóstico
peor, un auto de fe: esa enfermedad llamada
esperanza. ¿Por qué me retenían entonces en
aquel valle de extremaunción bilingüe? ¿Por qué
yo mismo no me escapaba en puntillas? Y aquel
cartel de "Surjery", ¿qué demonios representaba
su ortografía coja? Exactamente, ¿a cuáles
demonios convocaba su heterografía a mano
alzada con lápiz y cartón?
El alfabeto de todas las salas me pareció tan
calamitoso como la H, a pesar de la higiene
institucional y cierta diplomacia cool de los
uniformados de blanco. Casi todos eran muy
jóvenes, como Lianet Aguilar. Asalariados de
primera línea que, si alguna vez se unían a nivel
mundial, nunca lo harían para romper sino sólo
para reforzar sus cadenas: de oro 24 K, se
sobreentiende, como el crucifijo de ella.
Postproletarios del mundo, huíos!
Pero después de su tercer o décimotercer
turno, pues trabajaba un día sí y otro no, ya
nunca más la vi, a Lianet. Durante una quincena
entera no se portó por allí. ¿Estaría de holidays o
le habrían asignado alguna letra mejor? So far, so
good, so what. Dudé hasta de su existencia real.
Y de la mía, of course. Pero yo ya tenía su
nombre, silabeado con ínfulas de estrella porno
fiscal: Lia-net A-gui-lar. Y si existen las
palabras, es evidente que existe también lo real.
Así que ella me había sucedido in fact: fátum
fáctico. De hecho, tarde o temprano tendría que
reaparecer. O al menos aparecer como si fuera la
primera vez, lista para encararse conmigo.
Encarnarse. Para carear, gallinita vidente: ready
to cacarear. Si bien las últimas veces que nos
topamos, casi logramos firmar un tratado de paz
local: locuaz.
Tal vez fue sólo que nos miramos con
compasión: al fin y al cabo éramos compasiotras.
Ella, condolida profesional y cristianamente de
mi condición de paciente. Sick shit. Yo,
conmovido fisiológicamente con la geometría
camagüeyana de su cuerpo importado en 1994,
según me contó. Buddy body, un tinajón. Igual
creo que fuimos lo bastante polite como para
intercambiar información humana en medio del
esplendor y el caos de la civilización
septentrional.
Cumplía 25 ese año, ella. Yo casi 50. Vivía
en Orlandoville, ella. Yo en ninguna parte, sin
town by my own: sin patria, pero todavía con
amo. Ella tenía también a su padre aquí, que
llegó muchos años antes. Lianet viajó siendo casi
una niña de diecipocos. Yo, un vejete de
diecimuchos. "Tú eres todavía una niña", la
interrumpí. "Jijí", ella. Lianet vino remando todo
el tiempo de la mano de un primo bastante
mayor, que por entonces comenzaba a ser su
primer amante. "Una familia muy sportiff",
comenté. "Jijijí", ella. Su madre quedó allá atrás,
allá lejos, allá abajo, pues tenía altos cargos en
Cuba. Se me escapó un waaao: Lianet era hija de
una cirujana del corazón. "Como tú", me
aventuré y ella no volvió a jijijir. Y me hizo la
historia de su última década en los States,
incluida la muerte del primo en un tiroteo de
barrio. "Casi fue lo mejor para él", bajó la
mirada: "se había vuelto loco a las drogas y no
sabía qué hacer para no vivir", y acarició el
crucifijo como si fuera la mano de su primo en
aquel remoto 94: maremoto. A falta de algo
mejor, yo clavé mis ojos en sus dedos finos,
rematados en largas uñas a ras de su par de tetas:
bolas duras, rectas y fusionadas al medio.
Me impactó su pasado, sí. Pero aún más que
ella se hubiera inyectado silicona en gel, y que
encima fuera capaz de articular un relato así.
Seco y conmovedor. Eso sí era narrar, incluso
narrar en el mar, no la morronga de mis diarios
diarreicos. Yo también era un fucking intelectual
de la pop-izquierda françoise. Para colmo ahora
peando, con vómitos y mareadera: síndrome del
naúfrago sin nao. Life fucks, fo. Y, justo el día
en que le iba a contar lo extraño de mis sueños
con ella a cada pestañazo, y mi miedo de que
tanta reiteración significara que pronto yo me iba
a morir, entonces Lianet se saltó sus turnos
alternados de un día sí y otro no. And that´s all
folks. Es simple: nunca jamás la vi. Durante dos
o doce semanas ella no volvió por la sala H.
Y no fue hasta el otro mes que se corrió la
noticia. Es decir, que yo paré las orejas con
suficiente interés como para enterarme de lo que
había sido pan comido desde que ocurrió: nuestra
miss yacía también en cama. Y allí mismo, no
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muy lejos del resto de sus insectos, en la sala de
terapia especial. ¿How come? "Porfiria súbita",
fue el epitafio que me dio el vecino de la 667:
moribundo desde la guerra civil del siglo XIX. Y
los pacientes terminales no suelen cometer
errores a la hora de diagnosticar, incluso a
distancia. Por lo demás, la forma de la noticia y
sus detalles de persuasión revelaban, en sí
mismos, suficiente trazas de la verdad. Trozos,
trizas. Y me lo creí al pie si no de la letra, por lo
menos sí de la voz.
Pinga. La puta no era ella sino la vida. Lianet
Aguilar se moría y punto. Lianet Aguilar se
moría y coma: yacía en coma vegetativo en una
sala sin letra del pabellón especial. Room Zero.
Hasta allí sólo era permitido el paso a los
intensivistas. Y a los sabuesos de la morgue
estatal, que hacían zafra. A farewell to arms:
adiós a las almas. Me cago no en su madre
cirujana, sino en el quirófano apostólico de dios.
¿Cómo te dejaste coger el culo a traición,
cubanita de pacotilla? ¿Qué cubano mierdero te
pasó el cabrón gen letal? A ver, César: ¿en qué
compartimento estéril se desecha la memoria y la
silicona de los que van a morir? Pero, ¿valdría la
pena coger tanta lucha? Tampoco era mein
kampf, ¿o sí?
Bajé al patio central. Estúpidamente, sentí
deseos de sentir deseos de llorar. No William no
cry. Me vi en el espejo del lobby. Un lobo, já: de
complexión recia, seco de carnes y de rostro
aguileño y enjuto. Un cervantes de tristes ojos y
nariz corva y desproporcionada, jajá. Boca
pequeña, con dientes ni menudos ni crecidos,
porque no tengo sino 666, todos mal
acondicionados y peor puestos, sin
correspondencia entre sí, jajajá. "Reir solos es
cosa de locos", repetía mi madre muerta. Este es
el tipo de quijotada kitsch que a uno le inculcan
by heart desde una escuelita primaria de Luyanó,
renombrada Nguyen van Troi medio siglo o
medio milenio atrás. Igual hay que reír en voz
alta para no sentir deseos de sentir deseos de
llorar. La risa es el mejor antídoto contra no
recuerdo bien qué..., ya no sé si escribí en algún
diario. Opción cero: Room Zero, empezar de
cero. Quería llegar hasta allí. Hasta ella. Vedi
Lianet e poi muori. Vade Aguilar. Verla aunque
fuera partida en dos, en sílabas, como en nuestra
primera trifulca, o bifulca: Lia-net-A-gui-lar unpla-
cer versus Figueras-gracias-por-todo-andjustice-
for-all.
Lástima de cuerpo, ahora en manos de peritos
y especialistas: esos perversos con licencia hasta
para pasarte la lengua por el pipí. Y no te hagas
pipi este weekend, mamá, ¿remember? Recuerda
que allá arriba nadie te va a cambiar las sábanas
en tanto no te decidas a morir. Y ojalá que no
resulte casi lo mejor para ti, porque vale la pena
intentarlo aún con pánico de sobrevivir al
séptimo día. Para suicida, no cuentes conmigo.
Mírame aquí: ecce homo. Un sobremuriente a
ultranza, un pendejo perdedor que persiste
peleando por muy jodido que esté. So, no te
vengues ahora, y no me vengas a joder also tú.
¿Tú también, Cuban American Bruta? Y me
tumbé de espaldas sobre un contén del patio
central, incontenible de tanto elucubrar.
Elucubar.
El sol me golpeaba suavemente las vísceras.
Cerré los párpados. Telón de fondo, de fonda. No
para dormir, sino para intentar soñar en plena
mañana de Orlandoville: villa de baratija y
vodevil. No serían todavía ni las diez de mañana,
la hora en que comienzan a llegar los surjeons en
sus tojotas rojos de ocho bujías, modelo del
prójimo año. Que se vayan todos al divino
mojón, con jota juanramonjimeniana. Justo ahora
yo necesitaba un brake para pensar en mi
compatriota, para despedirme de ella de la
manera más cursi en que pudiera caer rendido y
comenzar a roncar. A soñar la pesadilla de los
justos. Recurrente jodío errante, por muy lugar
común que sea este chistecito chic. Cheap, shit.
4
Soñé con Lianet. Lianet despedía mi duelo,
vestida de verde oliva en el bohío de mis abuelos
en San Francisco: pared con pared con el viejo
Hem, otro suicida heterogay. Y yo entendía todo
el discurso, tumbado de espaldas en mi cajón de
madera, que no dio tiempo ni dinero para curarla
bien: así que se pudriría primero que yo, como
dicen que le pasó a mi tío Juan, el evangelista de
Juanelo. Qué aburrido sentido de la repetición:
ensayo del ensayo de una puesta en escena que
nunca representarás.
Y aquel fue el discurso más triste que yo le
haya escuchado jamás a Lianet. Y me desperté
con los ojos aguados. ¡Por fin lágrimas! Y un
nudo en la garganta imposible de vomitar o
tragar. Me faltaba el aire. Abrí la boca. Traté de
gritar. Era mi oportunidad de romper por fin a
llorar. Arrrgh. Pero nada. Salió sólo un ronquido.
Grotesco. Grrrah. Y entonces oí los jijijís en
spanjlish de no sé cuántos mequetrefes a mi
alrededor y me incorporé. Students, moribundos
y doctors: todos me rodeaban en son de público
para alegrar su día con el bufón. Pegué un salto y
caí de pie, un milagro de mi biología a punto de
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réquiem ya. Quise fajarme, morir limpiamente
allí, de cáncer al sol y de culo a Cuba:
—¿Qué pinga e´? –los amenacé en cubano no
tan foráneo como funéreo.
Pero justo así quedó el gesto. O mi mueca. O
la muesca de mi agresión. No pasó nada, como
nada era de esperar. La audiencia se retiró, y yo
quedé con el puño y la palabrota en alto, en vilo,
en Orlandovilo. Ridículo como una provinciana
Estatua de la Libertad: antorcha tronchada entre
el sueño privado y la resingueta social. Entendí
que me sería imposible pensar o despedirme de
las cinco sílabas de aquella mujer: Lia-net-A-guilar.
Técnicamente, ¿eran cinco? ¿Quién se
acuerda ahora de gramaticar: gramasticar?
Y lo más jodido, no sé si ella se enteró de esto
por mi expediente clínico de vivibundo: mi
segundo apellido era el suyo, William Figueras
Aguilar. Aunque aquí en América ya casi lo
olvido, pues a nadie le hace falta un segundo
surname. Hubiera sido bien cómico caernos de
nalgas con la noticia de que un pariente lejano de
un pariente lejano nos convertía de pronto en
parientes a Lianet y a mí: por ejemplo, primos
exprimibles estaría muy nice. Nada. Maneras de
comer tanta mierda con tal de no comer tanta
muerte.
5
Y comenzaron a ponerme sueritos. Los sentía
gotear calientes dentro de mí. Oscuros, densos.
Cada doce horas. Unos pocos mililitros de ni me
tomé el trabajo de averiguar qué. Como si me
inyectaban pasta de Coca Cola Diet: yo ya no
pensaba en mí. Sólo en ella. En ellas: la muerte y
Lianet.
Una mañana, fue un muchachito flaco y
miope quien me conectó al botellín, manipulando
torpemente mis venas. O arterias, no sé. Igual lo
dejé que se desarrollara, que aprendiera conmigo
el noble arte de torturar. Por la pinta, ése no hacía
ni un año que había llegado de Cuba, podía
apostar a mí. De manera que así mismo se lo
pregunté.
—Diecioc-c-cho m-m-meses –me contestó,
poniéndose más nervioso y concentrándose aún
menos en el copyright de mi hematoma.
Cualquier día alguien lo demandaba y le
partían hasta las balls, si es que tenía un par. Y su
brillante curriculum quedaría entonces
brillantemente cagado. Tal vez por eso aquel
muchachito flaco y miope, amanerado y cubano,
me simpatizó desde la primera impresión: era un
perdedor in potential. Al contrario que yo, que
era tan sólo un perdedor a secas.
—OK, hijo –lo tranquilicé–. Cuéntame de
ella, anda. De ellas: dime algo de Cuba y todo
sobre Lianet.
Él soltó mis venas o arterias. Subió sus ojos
hasta los míos. Tenía mirada de ciervo, de siervo.
Con unas pestañas profundas al estilo de Bambi,
de Barbi: un par de ojos que ciertamente
desconocían el sinsentido preciso de lo que es el
horror. Bah. Inmigrantes de terciopelo, visado
legal y un avión Boeing directo de La Habana a
Miami. Así era muy easy, ¿no? Carne fresca para
el engranaje de 24-hours-a-day que necesita
moler esta mole llamada America for the Cuban
Americans. Para colmo, amariconados en su
mejor mayoría. Literalmente. Como este mismo
ejemplar que me resultó tan simpático. Parecía
una people person, la verdad: ya muy pronto se
convertiría en todo un tipejo de bien. Un guy gay
y, para colmo, politically correct. Puaf. Entonces
bajó la vista y me tart-t-tamudeó:
—Está prohib-b-bido hablar de eso con los pp-
pacientes –reunió el coraje de pronunciar–.
Pero Cub-b-ba hasta hace poco seguía ig-g-gual
y de Lian-n-net me han dicho que está p-p-peor.
Era lamentable. No la noticia, sino que
cualquier noticia ya me dejara igual. Incluida la
muerte, Cuba y Lianet. Serían los sueritos esos,
no sé. Oscuros, densos, cada doce horas. O serían
los vómitos: cada vez más oscuros, densos, y
doce por cada hora. Con unas raras vetas de un
material granulado como granitos de arroz, pero
aún más blancos: duros como de porcelana. O
sería acaso la calma chicha de los meses dentro
de aquel instituto estatal. Creo que por esos días
yo no quería morirme sin dar un poco de guerra.
Me aburre tanta paz en el hombre. Y sobremorir
en aquella sala sitiada podía resultar un
entretenimiento eficaz. Lo sentía por ella y de
verdad lo intentaba, pero no sentía ningún dolor
que no fuera el de la aguja en mi brazo: la aguja
del pájaro y no en el pajar.
Entonces, ¿era sólo morbo o curiosidad? Tal
vez aún no me creía del todo que una enfermera
estuviese entre las redes tejidas por ella misma
para extirpar enfermos. Se me ocurrió contar esa
anécdota y hasta inventé la palabra del título:
"Hospitalia". Enseguida la confronté con el joven
transgresor del voto de silencio, prescrito en
quién recuerda cuál acápite del reglamento
oficial.
—¿Usted es escrit-t-tor? –su terror pánico se
desvaneció, pero no sus gaguerismos de gay–.
Yo soy Héct-t-tor, es un p-p-placer –otra vez la
frasecita: ¿sería el slogan?–. Díg-g-game, ¿es
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cierto que aquí es imp-p-posible pub-b-blicar
sino es en ing-g-glés?
Sonreí con lástima. Me apuesto media nalga a
que ya has publicado algo en Cuba, poor bastard.
Me la apuesto completa a que fue un "volumen
de poesía". Y lírica, tal vez el eco del hueco
dejado por la Amarga María o por Emily van
Llagas, tus favoritos, ¿no? Me apuesto las dos
tuyas, incluso por anésima vez, a que ni siquiera
reconocerías mis juegos con el verso de Piñera
"El olor de la pinga bien puede detener a un
pájaro" o con el lezamiano "Ah, con qué seguro
paso tu culo ante el abismo". Me hubiera gustado
soltarle un desplante que aboliera su vocación de
ocasión, pero en literatura mi única escuela es
una altanerísima humildad.
—Hijo, ¿tú sabes por qué has venido aquí a
los States? –gané tiempo para fingir interés por
su carrera, y hasta regalarle un advice al estilo de
"el texto no tiene afuera" después.
El muchachito se quedó meditando. Tal vez
quería darme una respuesta smart. Seguramente
él mismo se había convencido de mi condición de
escritor premórtem, y ahora pretendía sostener un
diálogo solemne a la altura de la situación.
Cometranca. El único diálogo de altura es el
vértigo. ¿No habría visto cine allá en Cuba? Y la
única conversación literaria es saber sostener un
silencio. ¿Si no a Hitchcock, no había visto al
menos a Charlot, allá en el Chaplin de la calle o
el canal 23?
—Desde niño mi p-p-padre me inculc-c-có su
amor por este gig-g-gantesco p-p-país.
¡Ahora sí! Un discursito chic-cheap-shit con
ínfulas freudianas o tal vez medio freak. "Desde
muy niña" me hubiera parecido un argumento
sincero, me burlé en secreto desde mi diván.
—¿Anexionista el vejete? –me burlé en voz
alta desde mi diván.
—No –me cortó–. Lo mat-t-taron en Nicaragg-
gua. Era médico, pero ad-d-dmiraba a Frank-kklyn,
Whit-t-tman, y a Roos-s-sevelt.
Y no pronunció más. Ordenó manguerines,
tanteó la aguja del crimen, y ajustó a full el goteo
del botellín. Me dejó un algodón para disimular
el parche violeta que se iba tatuando en mi piel.
Y se despidió con un cabeceo de excesiva
formalidad después de su entusiasmo inicial.
Bah, Cuban American Maricans: histéricos in
potential. Lo más importante es que su
información me decidió por fin a llegar hasta
ella. Hasta ellas: la muerte y Lianet. Sólo que
aquella pasta en suero me idiotizaba cada minuto
más: Coca Cola Idiet. Poco a poco yo entendía lo
que es parecer un lagarto o, más poético todavía,
un caimán dormido de San Antonio a Maisí.
Puaf, infame infancia memorizada de octosílabo
sencillo en octosílabo sin sentido, mientras
pelábamos papa y no sabíamos ni pí. Please.
6
Soñé con Lianet. Yo estaba dormido y soñaba
con ella, pero desde sus ojos me veía dormido y
soñando con ella otra vez. Ciclo cerrado:
oniriconerías de un exiliado total. Yo estaba
sereno como un bebé. Sarana astaba la mar. Y
lucía precioso, destilando belleza como en las
fotos de estudio retocadas en El Arte. Serene
estebe le mer. Yo no roncaba, por supuesto. Ni
respiraba, porque hacía muchos años que estaba
muerto. Sirini istibi li mir. De manera que ahora
conservaba sólo un sentimiento, que de pronto
era el mismo que el del padre interanexionista del
enfermero epiceno: yo amaba a aquel enanesco
país. ¿Cuál, Cuba? Qué ironía, qué ira, qué
idiotez. Sorono ostobo lo mor. Imposible ser un
reptil sin que el aire comprimido en la tráquea
enseguida te ponga a roncar, a pesar de que estar
ya muertos en aquel gigantesco país. ¿Cuál cebo?
Qué idilio, qué inercia, qué ideologitez. Surunu
ustubu lu mur.
Y, como siempre me pasa cuando me
embeleso de día, mis propios ronquidos me
hicieron resucitar. Glotis gutural, atragantada:
arrrgh, grrrah. Un exquisito ridículo a mitad de la
mañana primaveral. Definitivamente, abril es el
mes más cruel. Las carcajadas fósiles del resto de
los 665 cubículos, o tal vez capillas, me lo
confirmaron un instante después. Nada. Me había
convertido, para ellos, en algo así como su bufón
inflable antes del Juicio Final. Cuban American
Bluff. Balón de foolball cubanoamericano con el
que, allí dentro, nadie tenía la energía suficiente
para patear o putear un gol. Gore.
7
El sopor se hacía insoportable desde muy
temprano. Las noticias de ambas eran confusas.
De Cuba y Lianet. Para colmo, ahora era Héctor
el que hacía dos o doce semanas que no asistía a
sus turnos de un día sí y otro no. No podía
arriesgarme más. Me quité el pijama y me
disfracé de civil con mi ropa vieja. De hecho, ya
había esperado de más. Hacía días que no comía,
la vista se me nublaba, los dedos se entumecían,
y los médicos no me daban ni media señal. Esa
apatía podía ser mi señal: la hipocresía
hipocrática siempre significa que se acerca tu fin.
Y, en mi caso, ya era sólo cuestión de definir
quién ganaría el maratón: los sueritos o mi
50
enfermedad, cualquiera fuera el contenido de
aquella baba traslúcida y cualquiera el inesperado
síntoma mortal de algo que, en definitiva, todavía
considero que no me enfermó.
Así, vestido como un familiar o incluso como
un inspector del Estado, con un pocket book bajo
el brazo, me aventuré en el ascensor. Marqué el
number 7. "The lucky seven", como decía mi
padre en el Estadio del Cerro o frente a la
pantalla de nuestro televisor Caribe. En Cuba
State, marcar carreras en el séptimo inning era
síntoma de victoria, según él decía. En Florida
State, marcar la tecla 7 de un ascensor ojalá que
también lo fuera, iba rezando ahora yo. Aún sin
creer en el séptimo ni en el septuagésimo cieno.
Miré mi libro placebo y ¡horror!: era el poemario
de Mao Tse Pound. Aunque nadie repararía ni
medio segundo en él: era sólo cuestión de
mantenerme in control.
Al alegre Héctor ya le había sacado
información más que suficiente, step by step. Él
no se daba cuenta, pero gagueaba de más. Sería
miembro del Gay Gossiper International:
Gayssiper Ltd. Y, paso a paso también, doblé dos
veces a la derecha, la mano todo el tiempo
apoyada en la lustrosa pared, técnica infalible en
los laberintos, empleada por mí ahora para no
desorientarme y caer. Me sentía muy débil,
mucho. Estaba seguro de que nunca podría
regresar hasta la 666 por mis propios pies. Pero,
¿a quién le importaba eso: who medicares? Vi el
cartel, por suerte no de cartón sino de cristal, y
no a lápiz sino con pincel: "Intensive Care Unit",
alguien había acertado en inglés, con caligrafía
cursiva de colegial cubano, color carmesí.
Complicidad de la c. Cojones.
Me acerqué. Seguí por el pasillo a lo largo del
paredón transparente. La palabra paredón me
paralizó. Miré adentro a través del vidrio,
girando la cabeza a un lado y al otro: como un
morro reumático, risible en su patética función
ancestral. Vi camas, comas. Vi cuerpos
atiborrados de cables, candilejas titilantes en
digital, y sábanas verde oliva para lograr un
decorado homogéneo, impersonal. ¡Así que este
era el color de la muerte sufragada con el budget
estatal!, pensé. La esperanza también era verde,
pero se la comió una vaca: recordé el refrán.
Vaca o vaco, en Cava o en Cuva. Me daba
fuckingly igual.
Por primera vez en la vida pensé: "de aquí
nadie se escapa". Ni Cuba, ni Lianet, ni la muerte
ni yo. This is it. Koniek, Fin, Kapput, The End.
Yo era un vahído, un vacío implume
desequilibrado en dos pies. Otro eco de un hueco.
Metafósica. Al carajo todo mi vocabulario o
vocubalario. Lianet, please, no te conozco en
medio de la muerte pública de este gidantesco
país, al que desde niños nos inculcaron amor.
Incrustaron, cabrones. No te reconozco, Lianet,
en ninguna biografía arrastrada desde aquel
onanesco país, al que desde niños, también, los
muy cabrones nos inculcaron amor. Incubaron.
Mierda santa, y todavía no te conté mis
sueños contigo, Lianet. Que son todos el mismo
sueño y es otro y son ninguno. Cuban American
Bullshit. Comma American Bubble. En una
burbuja de mascar. Goma estéril por los nueve
agujeros del cuerpo, directo a tus venas o
arterias, no sé. Y de ahí straight a tu cerebro
cerrero de fiscal pornostar. Como si fuéramos
parte de un experimento a sottovoce: secreto a
voces, carne de estadística legal. ¿Acaso no lo
somos ya? De todo aquí queda un record. De
todo allá ha quedado un recuerdo. El paraíso no
es más que la capacidad de almacenar
desmemoria. El infierno es precisamente la
cubacidad de invocarla. Cuban American Byte:
@rrobas de azúcar ácida tras tan poca imagen y
tanta tonta imposibilidad.
La vi. Era ella. No era ella. Todos los cuerpos
en comas se parecían al de Lianet. Y ninguno.
Las cejas arqueadas, sobre todo la izquierda, en
una especie de contraseña gremial. Guiño
intelectual o guiñol mortis, qué funny felicidad.
Lianet no tuvo necesidad de tomar las 1984
píldoras antidepresivas. Ni de vaciar su sangre de
hembra histórica en alguna solitaria y pulcra
habitación de motel. Los únicos taconazos o
aldabonazos que sonaban ahora dentro de aquella
pecera eran los tictacs electrónicos de este o
aquel contador. Hay un tiempo para vivir y un
tiempo para morir: miente el Eclesiastés.
Entonces, entre la retahíla de tubos y electrodos,
busqué el brillo de tu Cristo de las Entretetas: 24
kilates de silicona oropel. Tú ganas, pal. Padre,
eres muy mal perdedor. En dos milenios todavía
no te animas a dejarte ganar. It´s Your fair play,
supongo: Tu rejuego de feria con nuestro destino.
O desatino. Qué sé yo, qué me importa además.
¿Y a Ti?
Tragué en seco. Sabor a esputo. Cerré los
ojos y volví a tragar, en ciego. Sabor a pus, a pis.
The show must go on, pensé: Ça suffit! Y me
recosté al paredón de cristal. La palabra paredón
cimbró en mi memoria como una orden. Vale,
vale, vale: no es necesario que nadie me vele
ahora. No pierdan más tiempo conmigo y
váyanse temprano a casa, cubanos, a lavarse los
anos y acaso a echar una siestecita tras leer el
51
Eclesiestás. "Será casi lo mejor para todos,
Lianet", ella hubiera bajado la mirada al constatar
mi derrota: "siempre vale la pena sobrevivir, pero
no siempre vivir". Así que ni reparen conmigo,
right? Sólo preparen y disparen sin apuntar
cuando les salga de la pinga, compingriotas. Para
mí ya es hora: Lianet, jolongo, llorando en el
balcón, nos embarcamos. Las balas serán mis
velas. Desdolor, desdolor infinito debiera ser,
incluso volver a ser, el nombre de estas páginas.
8
Y no soñé más con Lianet. Por fin me había
convertido en un hombre sin sueños de donde
créese la palma. Sin embargo, Lianet estaba
difuminada como por todo el lenguaje. Héctor
me venía a ver a través del vitral de la Sala 0 y
me decía adiós, llorando y secándose los mocos
con un pañuelo de holán fino donde alguien, que
no formaba parte del sueño, había bordado dos
iniciales mudas que, a contraluz, me parecieron
la misma, a la vez que eran otras y no fueron
ninguna: HH. ¿Qué tal Heaven and Hell? Já. ¿O
Héctor Habana tal vez? Jajá. ¿O mejor Héctor y
Haquiles? Jajajá. En cualquier variante, igual no
llores por mí, Héctorina. Y él se ponía aún más
triste de verme carcajear así. Pensaba que yo lo
hacía para no preocuparlo más. Pero yo lo hacía
para no preocuparme yo. Para no soñar otra vez
con Lianet dentro del sueño, justo un instante
antes de caer en la cuenta de que, aún sin soñar
con ella, Lianet estaba como difuminada por todo
el lenguaje. Fotografiada por mí mientras
discurseaba en una plaza de Habanaville.
Despidiendo mi duelo, vestida del mismo color
que la cubría en aquella jaula o jauría de una
Intensive Care Unit de Orlandoville. Y
mirándome en sueños soñar con ella y conmigo,
en ninguna parte y en todas partes los dos.
Lianisciencia: estado de lianicuidad. Y en este
punto me despertaba en el camastro 666 otra vez,
por fin ya fuera del sueño y del lenguaje y de
ellas: Cuba, la muerte y Lianet.
"Dos patrias tengo yo: Cuba y Lianet",
escribiría alguna vez, si es que alguna vez
lograba salir de allí. Para esc-c-critor de d-ddiarios,
yo. Y me apuesto las nalgas de medio
mundo que es así como va a suceder. Sobre todo
ahora que ya me siento morir. Para suicida, no
cuenten conmigo. Supongo que al menos sí valga
el pene sobrevivir. Y así mismo saldré al carajo
de aquí. Aún con pánico pénico. Mírenme bien:
un ex ecce homo. Por muy jodido que esté:
estado de jodisprudencia. Por mucho que los
uniformes de uno y otro color me hayan falseado
con tanta disciplina y tanta ilusión de
historicidad. Yo sigo siendo un sobremuriente a
ultranza, incluso un inmortal innato: un inmune
inmoral.
Sé que, más temprano que tarde, alguien me
pondrá encima los bártulos –mis dos jabitas de
nylon con ropa vieja y el pequeño bulto forrado
con periódicos de la prehistoria– y me dará la
visa lottery para salir de alta de este Hospital.
Entonces iré corriendo y riendo de cabeza al
Hospicio, de la H a la H: hargot hilarante del
hexilio más horrendo y hermoso de una historia
sin histología. Y es que, en definitiva, entre el
sueño y la vigilia, entre la patria y la pared, ¿no
es acaso mi propia apatía de patria el mejor
antídoto contra ya no recuerdo qué...? Ojalá lo
llegue a escribir algún día para averiguar la
respuesta. Sea esta, por el momento, mi Cuban
American Boutade de repuesto: ¿a la belleza de
disponer de un hogar no habrá que sumar ahora
la belleza de deponer todo hogar? Haches como
hachas del huniverso, en fin: qué sé yo, qué me
importa además. ¿Y a ti?
1
Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
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