62
WUNDERKAMMER
Cuando mi padre murió, después de una
imperiosa agonía que desvarió todo el tiempo entre
el sentimentalismo y el miedo, Ipatria y yo pudimos
entrar por fin a su habitación. Hacía medio siglo
que mi padre gentilmente nos lo impedía.
Por supuesto, allí dentro no encontramos tesoro
alguno, como secretamente hubiera sido nuestra
ilusión. Tan sólo vimos papel periódico. Cajas.
Cajones. Contenedores. Mi padre, también en
secreto, en las últimas cinco décadas se dedicó a
recopilarlos. Titulares de la prensa plana, recortados
de su nicho de texto original. Ése había sido su
hobby, redescubríamos ahora: su manera de
hibernar cuando se aburría de sobrevivir en familia,
en una realidad no tan doméstica como
domesticada a los ojos de él.
Por supuesto, todo esto lo sospechábamos desde
mucho antes de su enfermedad, por el cada vez más
intenso tráfico en uno y otro sentido: papá
importaba publicaciones hacia su habitación,
mientras hacia afuera exportaba los residuos de
tanta tonta recortería. En los últimos tiempos, no
podía ser más evidente su clandestinaje.
Ipatria y yo decidimos quemarlos. A los
titulares de la prensa plana, combustionando uno a
uno en la azotea del edificio. Aquellos ripios ya no
tenían, para nuestra generación, ni siquiera un valor
documental. Esas líneas discontinuas eran la
prehistoria analfabeta del mundo. Tedium vitae
reconcentrado, mímesis mala: una parodia no tan
simpática como patética, cuyo mejor destino sería
su conversión en ceniza, peste y vapor de agua.
De vez en cuando leíamos alguna tira en voz
alta, antes de echarla a la pequeña fogata. Lo
hacíamos como quien se empeña en descubrir una
joya de diamante o al menos de amianto: alguna
frase que se resistiera a nuestra pulsión de pasarla
por el fuego, pirómanos improvisados. Pero nada.
Dentro de aquella hojarasca era imposible salvar
nada. De hecho, los recortes no eran más que
tópicos típicos al peor estilo periodístico de:
—La Habana es la mayor galería –Ipatria.
—Atraso pudiera beneficiar –yo.
—Construcción y voluntad ahora se parecen –
Ipatria.
—Combustible para avanzar hacia el futuro –
yo.
—La Habana habla alemán –Ipatria.
—Vuelo terrestre nacional –yo.
—Crean un programa audiovisual de lenguaje
de señas –Ipatria.
—Estrellas saldrán por el día –yo.
—Tres F cosechan papa –Ipatria.
—Isla perfecta para el arte –yo.
—Un país enteramente pedagógico –Ipatria.
—Aprender con monedas –yo.
—No existe un país que haya dejado una huella
tan grande –Ipatria.
—Remeros con buenos planes –yo.
—¿Debe Cuba bombardear a Estados Unidos?
–Ipatria.
—Presentará Cuba Resolución para
determinación de la muerte –yo.
—Pólipos del endometrio –Ipatria.
—Inseminarán vaquitas en miniatura –yo.
—Los cuenteros mentirosos son gente de bien –
Ipatria.
—¿Y los cubanos dónde están? –yo.
—Una ciudad para ciegos –Ipatria.
—La Habana contada por sus fotos –yo.
—En Cuba la mayor manada de leones en
cautiverio del mundo –Ipatria.
—Llueve menos en Cuba que 46 años atrás –
yo.
—El difícil arte de convencer –Ipatria.
—Un pelotero, una científica y un trovador
tuvieron algo en común –yo.
—Socióloga, karateca y campeona –Ipatria.
—¿Cuba Postcastro? –yo.
—Inclinación positiva de la Copa Cuba –
Ipatria.
—El récord de lo absurdo está vencido –yo.
—Un monumento para el rascacielos pinareño
–Ipatria.
—Cuba, firme y de completo uniforme –yo.
—Teatro para todos los tiempos –Ipatria.
—El protagonismo para los protagonistas –yo.
—Tiempo de receso –Ipatria.
Y así, entre otras menudencias por el estilo. Por
el hastío. Todas tranquilamente trocables en
dióxido de carbono y vapor de agua: titulares
transparentes, ingrávidos, más gaseosos que
graciosos, como el supuesto sentido de aquella
galería curada por mi padre durante cincuenta años.
En cualquier caso, Ipatria y yo no supimos
hallar ni media joya atesorada en su medieval
cámara de las maravillas.
O cualquiera sea el nombre del acto paterno de
narrar por corte y compilación.
Acaso también ahora por cremación.
63
HISTORIA PORTÁTIL DE LA
LITERATURA CUBANA
1
Ipatria piensa que evitar la ficción es lo
mínimo para no hacer el ridículo. A propósito del
canon local, carraspea, y garrapatea en su diario:
Cualquier raicilla de ficción es suficiente para
que retoñe ese rastrojo estético que los peritos
llaman una "literatura mayor".
2
El campo labrado se hundía en el cañón de la
montaña y lindaba con un maniguazo tupido
donde el marabú se enlazaba con el limón y el
limón con el almácigo y el almácigo con la
enredadera y la enredadera con la marihuana y la
marihuana con el cigüelón y el cigüelón con el
cafeto y el cafeto con el marabú. El trillo roto a
filo de machete enlazaba el campo de labranza
con la casa del capitán: una casita pulcra de
mampostería obrera, a medio kilómetro de
Condado.
Escupió. Miró la tierra coagulada de rojo
sobre el escupitajo. Miró sus botas de
octogenario: aún nuevas, sin estrenar, frente a sus
descomunales pies desnudos de capitán. Y tocó
entonces el filo de su machete. Lo acarició, se lo
pasó con cuidado por el cuello y sintió el
cosquilleo de su mala circulación, liberada ahora
por el tajo epidérmico. Todavía aquel acero
cortante era un Collin, el muy condenado, pensó:
con el gallo y las siglas del que fraguó su metal.
La sangre brotó muda como una fuente de
alivio y el capitán descalzo no hizo nada para
evitarlo. Se reclinó en el taburete. Cerró los ojos.
Estiró sus pies de bestia noble y exhausta. Aquel
acero nunca le había fallado, pensó: un acero
coagulado del mismo rojo que la tierra sobre su
escupitajo. Un Collin justiciero al punto de lo
criminal, capaz de tajasear lo mismo la mano
asesina de un bandido que la tráquea octogenaria
de un capitán.
3
Para Ipatria la traqueotomía es un "túnel entre
texturas irreconciliables", un "poro de diálisis
contra el vacío de la ficción", un "cortocircuito
de lo verosímil que abole las fronteras de la
verdad". Y así mismo, con aire de monje
franciscano y entre comillas, deja constancia
escrita en su diario de estas teorías a medias.
4
El acero recién cortado es suave, ásperamente
resbaloso al tacto, como una callosidad en la
lengua de un león. Esa mañana el hornero se
había quitado los guantes. Prefería palanquear a
mano. Era un torete mulato, recónditamente
chino, de violenta mansedumbre en cada gesto y
mirada.
Fue sólo un instante. Una visión fugaz. Un
resbalón al rozar el alero del transformador. El
vapor coagulado en la atmósfera del taller,
incluida su piel sudada de macho magnífico,
provocó un rayo en los cables de la 220, y esa
descarga mortal se encargó de ahorrarle
patetismo a la escena. Apenas se notó un olor a
cuero tatuado al rojo vivo: eran los vapores
chamuscados de aquel hombre bueno y bestial.
Después del torbellino de ayes y el correcorre
ya inútil, el proceso termodinámico siguió
indetenible en su maquinalidad, convirtiendo el
líquido gris en una pasta aceroplasmática que
escupía fogonazos débiles, incomparables, y
millones de chispas hacia lo alto: fuego fatuo de
volatinería chinesca con que el horno se despedía
esa mañana de su más fiel hornero.
5
Ipatria se pone las gafas de sol (o de
soldador) y se acerca al micrófono. Pronuncia un
discurso en la Academia sobre la ficción en tanto
fracción: limalla que se proyecta y perfora la
garganta y la córnea del metamorfoseado lector.
Entonces oye los aplausos y deja que un
funcionario muy triste le imponga la letra K,
acaso como estigma ante su condición de
Miembro.
6
La casa decía por fuera Boarding Home, pero
yo sabía que sería mi tumba. Era uno de esos
tugurios a donde van a inmolarse los
deshauciados de ojos fríos y mansos como el
acero, mejillas secas, piel con rosales de pústulas
y boca sin dientes: viejos puestos a morir lejos de
su familia, tulliditos políticos de la patria, artistas
y escritores tan prolíficos como frustrados,
prostitutas y homosexuales que entristecieron de
tanto mentir, mierda cubanoamericana venida a
mierda, presidiarios cogidos fuera de cárcel,
gente sin amor y perdedores kafkianos de toda
ralea social. Un verdadero fresco de nuestra
subnacionalidad.
Llegué al Boarding Home hace años, entre
turulato y tarado, huyendo de la amorfa cultura
cubana, de la vulgar música cubana, de la
64
envidiosa pintura cubana, del tedio de la radio
cubana, del complot de la televisión cubana, de la
ñoñería del cine cubano, del triunfal deporte
cubano, de la barroca historia y la barrueca
discursofía cubana. Y no es Cuba, por supuesto,
soy yo: me siento un exiliado total. Sobro de
todas partes, ya no quepo en ninguna palabra o
silencio. Cuba no ha sido más que mi
circunstancia clínica terminal.
A los 15 años me sabía al dedillo a
Hemingway, Proust, Nietzsche y Martí: yo
disfrutaba de mi estúpida voracidad. Luego me
volví loco en los 60´s y todavía hoy veo diablos
con uniforme y oigo voces en una lengua verde
de sintaxis militar. Dejé de leer. Me fui de Cuba
con tal de irme de mí y llegué a América, donde
logré recluirme en esta casa que, diga lo que diga
por fuera, yo sé que será mi tumba. Pero no me
quejo ni me arrepiento, simplemente me narro
mientras hojeo al azar revisticas literarias Made
in USA, como The Revolution Evening Post. Es
un alivio saberme fuera de la maquinaria.
Debería estar agradecido por darme cuenta de
todo con suficiente ecuanimidad. Con esa misma
ausencia de estilo ojalá pueda alguien narrarme
ahora.
7
Ipatria cree que el deseo de ficcionar es
perverso, pero no implica carencia edípica
alguna: no hay trauma, sino puro placer. Al
cerrar el manualito de difusión sicoanalítica, una
idea persiste: No hay otro closet que el watercloset,
no hay otro closet que el water-closet. Y
ya es sabido que de ahí no se sacan cosas: por ahí
sólo se descargan los detritus domésticos antes de
que implosionen la casa. Esto último no lo anota.
8
En familia. La mesa de comedor recostada a
la luna del espejo. Los comensales sentados sin
barrera visible a cada lado del vidrio: los vivos
aquí y los muertos allá. Lo importante es
conservar la familia en pleno sentada, asentada.
Vivos y muertos son igualmente incapaces de
distinguir quién es quién, dónde radica la
realidad y dónde su invertido reflejo. Familiares
y fantasmas, personajes y pesadillas: a la hora de
la cena todos convergen entre la mesa llana y el
espejo oval.
Parece una película mortecina. Cada día la
misma secuencia de movimientos nebulosos y su
parsimonia represiva: tedio mudo y escandaloso,
agorero e ignorante. Entonces sobreviene el
milagro, la fulminante descarga o machetazo
argumental que desequilibra la descripción. De
pronto un comensal (vivo o muerto) se pone de
pie y, atravesando el vidrio invisible, extiende su
fuente de ensalada a un segundo comensal
(muerto o vivo) que con gusto la acepta del otro
lado.
El gesto constituye una flagrante violación
del contrato. Acaso todo un complot: el estallido
de la tan largamente anunciada revolución
familiar. En cualquier variante, a partir de ahora
el resto de los comensales no logra una cena en
paz. Saben que las fronteras están muy frágiles a
cada lado del vidrio. Saben que en algún
momento les tocará a ellos la fuente de la
ensalada. Saben que entonces tendrán que elegir
entre extender o aceptar. Y ese no ignorar en
familia los aterra o atora, según las dimensiones
traqueales de cada cual.
9
Ipatria cree que el deseo de ficcionar sí es
perverso, pero no le debe nada al deber. Antes
bien, el deber sería su tumba (además de, por
supuesto, la cuna de todo realismo social). Y por
esta vez se ahorra humildemente las comillas:
Ipatria ha abandonado su diario para practicar
esas modas endémicas de la autocensura y el
síndrome de Bartleby.
10
Fue al varentierra tapiado bajo los rastrojos
cardosos. Se asomó y vio a su caballo entiesado,
robado hacía ya dos años, todavía de pie, tan
inerte. Entonces dio un paso adentro y le gritó a
aquella momia:
—¡Caballo!
Y el caballo, estremecido entre la obediencia
y la rebelión, se desmoronó en una cortina fósil
de polvo.
11
Ipatria abre la boca y se mira con un espejo
estomatológico. En días divertidos la imagen le
devuelve esta visión: la ficción como nacimiento
o big-bang (aom). En días difíciles, el espejo
refleja sólo la biología cariada de sus dientes
deciduos: la ficción como accidente galáctico sin
sobrevivientes o big-boeing (aborto ab ovo). Al
cerrar la boca, sin querer muerde el vidrio y
sangra. Entonces Ipatria escupe esquirlas de
cuarzo y coágulos y, mientras hace gárgaras de
miel con epinefrina, reflexiona sobre las
consecuencias hemorrágicas de elegir entre uno u
otro tipo de ficción.
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12
La mano premonitoria de la criada separó los
tules del mosquitero por miliunésima vez. Hurgó
dentro a ciegas, tanteando el bulto y apretándolo
como si fuera una esponja y no un bebito de
cinco meses. Le abrió la bata y sólo entonces se
atrevió a contemplar aquella masa epicena en
todo su retórico horror: volutas de ronchas que
raspaban como una lima, labios de un violento
violeta, ojos de vidrio tras los párpados crispados
de par en par, tórax inmóvil y hundido, piel de
mármol ya a punto de congelación, penecillo
erecto en un rictus, pulso cero, y cierto rigor
mortis medio fétido y medio fetal.
En ese momento, las doce de la noche del
primer aguacero de octubre, se apagaron las luces
de las casas de los oficiales y se encendieron las
postas fijas del campamento. Justo cuando las
linternas de la ronda militar se convertían en
monstruos errantes entre la ventisca y los
charcos, la mano de la criada se retiró a su propio
rostro para santiguarse bajo unas greñas de
espanto, incapaz de articular el grito coagulado
en su tráquea octogenaria: alarido árido como
toda aliteración. Era inútil: a pesar de su desvelo,
ella había llegado tarde en aquella competencia
contra Dios. Ahora la criatura dejada a su cargo
en la cunita paradisiaca, por primera vez en cinco
meses de asma, descansaba ya para siempre de la
tortura sinusoide de su propia respiración. El
bebé no había muerto: Dios lo había liberado a
tiempo de su novela vital.
13
De entrepierna en entrepierna, Ipatria trata de
redactar unos consejillos prácticos para cada
situación ficciogenital. Su faena no es fácil: sobre
todo si se quiere evitar el lenguaje manido y la
ramplonería del pensar común. En este punto
decide recuperar su diario pues ya se siente
estilista otra vez. La escritura está en todo, anota
como subtítulo antes de entrar de plano en la
materia genitoficcional.
14
El sexo está en todo. Un hombre privado de
mujer acaba por descubrir en otro lo que echa de
menos: eso que, aún en sueños, le hace bullir la
sangre, amasando sus pensamientos en un
mazacote hincado por su aguijón viril. El sexo
está en todo: es un recluso más de la galera. El
sexo está percudido en un par de calcetines sin
dueño. En una rata domesticada por la paciencia
célibe de algún interno. En las cajetillas de
cigarros autografiadas con citas apócrifas de
Hermes Trismegisto y Allan Kardec. En la locura
colectiva del penal, que pasa por una violencia
excitante y repulsiva de gestos que pasan, a su
vez, por el cuerpo de un hombre hacinado entre
hombres. El sexo está en cada una de las
represivas palabras del Reglamento del Reo, y en
cada uno de los exultantes silencios de la
madrugada cubana en prisión. El sexo está en
todo, pero el penado 2506 se resistía a su influjo.
Por eso, entre otras barbaries a lo largo y
estrecho de una década en prisión, hasta los
guardias lo llamaban ahora El Incorruptible.
Entonces sobrevino el azar: un nuevo ingreso
en el patio, casi un niño. Tenía dieciocho años,
facciones de ángel de la perdición, pelo amarillo
muy corto, y un lunar en una tetilla: la del
corazón. Fue tanto el vicio lascivo en las miradas
que, para protegerlo al menos en un inicio, el jefe
de galera ordenó ubicarlo en el camastro vecino
del Incorruptible: aquel torete mulato,
recónditamente oriental, de mansa bestialidad en
cada uno de sus gestos nobles y exhaustos. Esa
misma noche, bien pasadas las doce, el 2506
despertó al joven ingreso con un susurro de boca
a boca:
—No temas –le dijo–: te voy a matar. No
duele y es por tu bien –y con una de sus manazas
le cubrió completamente la rubia cabeza, y con la
otra inmovilizó los coletazos de aquel frágil
adolescente aún no decidido del todo a vivir.
En una década de internamiento, no era la
primera vez que el Incorruptible lo hacía. Se
consideraba un justiciero providencial. Nadie lo
sospechaba, pero nadie como él sufría los
horrores patrios que caen sobre una aparición
angélica en el infierno de la galera. Era por su
bien, estaba convencido: ¿por el bien de quién?
Entonces el penado 2506 volvió a tenderse
bocabajo sobre el camastro y metió ambas manos
en el monte negro de su pubis proteico. Así se
dormía desde pequeño, aunque él nunca había
sido pequeño. Y, como cada noche en que su
misericordia había tenido que intervenir, la lona
estaba ahora a punto de reventarse bajo el
pinchazo abstinente de su aguijón viril.
15
Ipatria le ha preguntado al hombre que lustra
sus zapatos si conocía la historia del hombre que
preguntó al hombre que lustraba sus zapatos si no
tenía miedo de sí. El hombre, viejo y prieto como
sus zapatos, lo miró sorprendido con un rencor
de enemigo infantil: en su cara la intuición de
cierto choteo intertextual que no va con él. Tras
66
un par de minutos al borde de las lágrimas o la
agresión, el zapatero le respondió:
—Yo no como mie´o, ¿y utté? –y recogió sus
cepillos y betunes para largarse precipitadamente
de allí, dejando a Ipatria plantado a mitad de
lustre, convirtiéndolo de hecho en el heredero de
aquel no menos viejo y prieto sillón.
Ahora Ipatria mira desde abajo a la clientela
en su trono, y le pregunta a cada cual si por
casualidad conoce la historia in crescendo del
hombre que preguntó al hombre que lustraba sus
zapatos si conocía la historia del hombre que
preguntó al hombre que lustraba sus zapatos si no
tenía miedo de sí.
16
Él pensaba morirse en el invierno de 1987.
Desde hacía meses tenía unas fiebres terribles,
alucinantes. Consultó a un médico y el
diagnóstico fue SIDA. Como cada día se sentía
peor, compró un pasaje a Miami, y decidió morir
cerca del mar: en una de sus playas albinas, entre
aburguesados poetas y blanquísimas mofetas de
la política posnacional. Pero todo lo que él deseó
en vida, acaso por un burocratismo diabólico, se
demoró. Incluida la muerte.
Allí, a ras de mar, él otra patria esperaba: la
de su locura, trágico mamotreto entre las aguas
del que cuenta el terror y el terror que ha de ser
contado. El hedor de un caballo muerto para él
fue siempre el mejor testimonio de la primavera:
su tétrico trabalenguas como colofón de una
historia armada al estilo de un carnaval o timo
colectivo de cachiporras, medallas oxidadas,
restos de esperma, naufragios de neumáticos
sobre la espuma, leprosorios, héroes y pueblos
devastados, centrales de reconcentración obrera,
épicas tradiciones de la traición y otras
superficiales-inconstantes-perezosas estafas de
difusión popular, donde Dios era un estruendo de
hojalata y Cuba una obligatoria ristra de mítines
y un tedioso velorio triunfal. Barroco barrueco.
De manera que él no murió en el invierno de
1987, sino tres diciembres quisquillosamente
exactos después, baleado y con la lengua afuera:
la lengua manipulando el paisaje ficticio de su
país; la lengua ensanchándose sin tiempo,
cubriendo el horizonte, supurando al cielo y
señalando lombrices; su lengua deslenguada de
ahorcado, colgándole de boca para afuera como
un rabioso rabo, como un pendenciero penecito
de niño solo y airado, más bien gris, hosco y
repulsivo hasta lo inoportuno, un niño que
proyecta el insulto de su cara redonda y sucia
ante la cara cuadrada y pulcra de la
revolucioncita mundial.
Con su muerte por lengua propia, él
consiguió fugarse incluso de él. Así enmudeció
su escritura de corre-corre, castañeteante,
ennegrecida y maldita, contaminada de virus,
bacterias, resoluciones, pastillas y propaganda,
asaltos, caries y cárceles, resentimientos,
espantos y pantanos, lepras y piojos incubados
con un odio fútil pero fértil, portentosos porteros
y notas de suicida que envejecieron antes de que
a sus cenizas las solvatara en una playa el NaCl
nacional. La suya fue una escrituragonía
hirviente y supurante que pateaba estatuas, a la
par que renunciaba a todo perdón o consuelo o
paraíso perdido. Lo suyo fue un furor
obscenamente moral de vivir manifestándose
como voluntad volátil y represiva representación.
Él escribía, en fin, como un santo nefando entre
sus fiebres terribles y alucinantes, iluminado por
los destellos sin párpados de los ojillos de las
ratas: con esa fatua claridad ancestral, ya casi
afásico de forzar tanto los fueros de la ficción.
Por supuesto, semejante testimonio inaudito
ha de ser inédito. Tal es nuestro homenaje
póstumo para con él: la ignominia de la
ignorancia es su más merecido altar. Por eso le
echamos tierra y marchamos grotescamente sobre
el mojoncito de arena que en ninguna caleta lo
cubre. Por eso coreamos esas aberrantes
resoluciones vigentes que todavía nos atañen a
todos. Por eso lo sepultamos insepulto bajo la
luna loca y la estrella más brillante que sale justo
antes del alba. Hemos apisonado bien los
cimientos de su sementerio y lo hemos dejado
descansar en pus. Tal vez él no pensaba resucitar
en el invierno de 2007, pero ahora es su
momento: nosotros ya somos libres, él nunca lo
fue.
17
Ipatria se queda dormido en la sala a oscuras
y sueña con la ficción como biografía anónima:
parching de fotogramas mal editados en una
suerte de biopics que no regala pero tampoco
disimula su cicatriz, sino que deja leer los
mecanismos quirúrgicos bajo el trapito estéril de
toda intervención o acaso invención técnica.
Después de los créditos y el copyright, a Ipatria
siempre lo despierta la misma acomodadora
mulatica, con su decimonónica cara de yosífui.
18
Hacia el oscurecer luminotécnico de un día de
noviembre de 1982, subiendo por la calle
67
Compostela en dirección al norte de la ciudad, un
travelling de cine seguía a una calesa de museo
tirada por dos mulas mal adiestradas para la
escena, sobre una de las cuales, según el guión,
cabalgaba un extra que sobreactuaba vilmente su
rol como calesero negro en "Cecilia Valdés".
El vestuario del conductor, las guarniciones
de la calesa y sus ornamentos de oropel,
mostraban a las claras que era más bien pobre la
producción cinematográfica que movía los hilos
de aquella ficción. Como también, por supuesto,
era excepcionalmente paupérrimo el concepto
mismo de filmación, pues de él chorreaban
cloacas de pleitesía y solemnidad ante el gran
relato fundador de lo que los peritos llamarían
una "novelística nacional".
Tal vez lo menos ridículo hubiera sido
encuadrarlo todo en un dolly-back: que desde el
mismo primer plano o párrafo de "Cecilia
Valdés" se vieran los rieles del travelling y los
camiones de luces y el papeleo de las scripts y el
boom metido en cámara al menor descuido y la
meriendita obrera de todo el staff y la repetidera
de escenas por la amnesia de los actores y la
medidera de foco con una cinta de costurera y el
claqueteo con tiza de cada toma y la aspaventosa
soledad general de su director (interpretado, por
ejemplo, por el extra negro de la calesa), y
entonces sí comenzaría a rodarse lo que los
peritos podrían llamar una "peliculística
nacional": ese delirio entre el deleite y el delito
que todavía ningún cirilo cinéfilo en Cuba rodó.
19
Ipatria no tolera los derivados de la
penicilina, pero sí la ficción que simula un
remake. Ipatria no hace rechazo a la noción de
una nación letrada como sucesivas capas de
cebolla sin corazón (mascarada en perpetuo
espionaje de xerografías, el making-of de un
make-up), pero sí reacciona a todo discurso que
no pueda traducirse con un diccionario de
bolsillo para turistas. Como una vez estuvo al
borde de la anafilaxis, en alergiteratura Ipatria
prefiere ahora un neo-habla que a ratos sea nohabla:
incluso así le parece clínicamente
peligroso experimentar en letra propia esta teoría.
20
—Trínquenme bien a ese hombre:
¡amárrenmelo ahí! Está loco: de atar, de matar.
Con su traje de lino podrido, calvo y sin dientes,
el índice imperativo en alto, regalando puchas de
flor de muerto a choferes y peatones: ¡no se
confíen! Lo ven mansito como gallo con
moquillo, con su donaire de loquito incivil, pero
puede pegar un brinco. No colabore con el orate
cubano: ¡amárrenmelo bien! ¡Qué loco y qué
malo este capitán! En plena luna nona ponerse a
pelear y correr y fajarse y matar sin importarle la
gente ni dios ni nada. ¡Cójanlo, atájenmelo ahí!
Patrón de falucho de cabotaje y contrabandista en
carraca del golfo: ¡miren estas manos, miren esta
cara! ¿Quién me lo amarra ahora, que voy
huyuyo con mi embrague de botero y no parqueo
más hasta Cuba y Desamparados...?
Era entretenida su retórica rota, pero allí
nadie quería oír a nadie disparatando a esa hora.
Mucho menos a él, con su traje de lino podrido,
calvo y sin dientes, el índice imperativo en alto, y
regalando puchas de flor de muerto a choferes y
peatones. No sería extraño que una de esas
madrugadas aquella algarabía insomne le costara
un coro de palos o la anagnórisis trapera de algún
puñal. Definitivamente, en aquel barrido barrio
ya estaban aburridos de cualquier vocabulario
con ínfulas de vocubalario, por más entretenido
que a primera voz pareciera.
23
En esos trenes interprovinciales de óptima
muerte, Ipatria ha coincidido sin saberlo con
ciertos teóricos del siglo XX acerca de la ficción
como un viaje: viraje del movimiento browniano
que tiende a cero y al infinito. Ipatria comienza a
dejar entonces frasecitas de reconciliación para
con su diario o "maquinita de guerra portátil":
microficción meganarrativa, gigantextografía
nanoscópica, alef maléfico, parto panóptico,
entre otros piropos conceptuales más o menos
apócrifos.
24
Bajo la empinada escalera del sótano de
nuestra antigua casa de Piazza Morgana, vi el
alef. O casi casi. El local era apenas más ancho
que los peldaños y, de niño, siempre se me
confundía con un pozo ciego: el poro de un pelo
por donde penetrar en mí mismo y recorrerme
por dentro. Allá abajo la única luz era un
bombillo neorrealista de veinte watts, y así era
imposible distinguir ninguna imagen fija entre
tanta transparencia y superposición: entonces
todo era muy fluido.
Fue tumbado de espaldas sobre aquellas
baldosas húmedas donde vi el descarnado tejido
de mi estómago infantil, cruzado por venas y
arterias, segregando sus jugos a la menor
provocación. Vi los duros tendones de mi mano
izquierda y el blanco íntimo de la espina dorsal,
68
estallando en el arcoiris monocromático de mi
cerebelo, tierno y palpitante en aquella década
fabulosa y fatua. Vi tímpanos con témpanos de
cerumen, mi rótula rota el primer día de clases,
estuve un prolongado verano en el mastoides y di
un oloroso safari por mi flora intestinal. Bebí de
vasos linfáticos en las parótidas. Esquivé el
escudo interno de mis pezones y me perdí en un
laberinto suicida que, en definitiva, no era Roma
ni Londres, sino La Habana. Cogí por la vena
porta y por atajos del mesenterio abiertos a
pliegues semilunares de opalescente luz. Me
asomé a la traqueotomía que no me hicieron a
tiempo. Vi el revestimiento externo de mis
dientes deciduos, de esmalte pálido y seda. Vi
aftas sin cura en la mucosa palatina,
incrustaciones pétreas en mi lengua de anciano, y
los cartílagos asexuados de mis cuerdas vocales
de adolescente. Vi glándulas rebosantes de
gelatina genital, puré de nieve en la punta
invaginada del glande, y un tumor necrosado en
la carne senilmente infante de mi corazón. Vi a
mis propios ganglios replicar el cromosoma
mortífero de un retrovirus de siglas aún por
clasificar. Vi un paro respiratorio y los aullidos
tragicómicos de mi hemoglobina cuando no pudo
quelar más oxígeno en sus átomos de hierro,
carbono y acero. Me vi morir por dentro y la
certeza de mi deceso biológico me liberó.
Conseguí lo que todo sistema político siempre ha
soñado en vano: ser libre completamente de mí,
sin culpas ni temores ni fronteras ni límites a la
hora de recorrer nuestra terrible y vergonzosa
soledad interior. Ver a priori la causa etiológica
de mi fallecimiento borró eones de búsqueda y
burla sin encontrar. La muerte me restauró por
fin a ese estado de fe prefetal que todo espíritu
intuye. No me quise marchar nunca de allí, pero
mi familia cayó en desgracia con el Estado y
rematamos todas nuestras propiedades al peor
postor o impostor.
Así perdí no sólo la empinada escalera del
sótano de nuestra antigua casa de Piazza
Morgana, sino que perdí de súbito al alef. O casi
casi. Porque todavía lo veo: en sueños, aquella
sucesión caótica de palabras ordenadas aún
resuena tan visceral en mí como medio siglo o tal
vez medio milenio atrás. Y yo sé que ese eco de
morgue ha sido, es y será mi más auténtica voz.
25
Ipatria alega que no sabe leer. Pasa su índice
derecho sobre un mural y, en plena posesión de
sus facultades lectivas, se declara analfabeto:
alega nunca haber leído leyendo (es una cita de
su diario), sino por inercia espontánea de
imitación (es otra cita de su diario). Entonces se
mira el índice derecho lleno de polvo y sus
huellas digitales le parecen un criptograma de
autoría criminal.
26
Una película de polvo lo cubría todo,
abrasándole la garganta. Sintió sed. Una sed de
persistencia asombrosa que le perforaba la
tráquea. Alrededor ya nada tenía color. Excepto
el calor, que era blanco: arenoso. Le picaban los
ojos. Nada se distinguía de nada, excepto aquella
nube fósil de polvo que lo asfixiaba.
—Diosito Jesús –susurró para nadie en un
rafagazo de ira–, los días de polvo se
adelantaron.
Y así le era imposible orientarse. Nunca
llegaría a ninguna parte. A la vuelta de una o dos
temporadas, con suerte alguien encontraría allí su
cadáver: huesos mudos y polvorosos. Sintió
pánico. La sed arreció. Hubiera gritado pidiendo
auxilio aunque fuera sólo para entretenerse, pero
las palabras se le pulverizaban a la mitad. La
desecación le cincelaba ahora la lengua y le ardía
hasta la memoria.
—Jesús Diosito –se atragantó–: un año tan
duro como el anterior.
Y rezó en silencio para lograr, si no en paz,
por lo menos descansar en polvo.
27
Ipatria fuma un cigarrillo sin filtro y se siente
en rapto. Cree descubrir en las volutas de
nicotina y CO2 una cortina de humo no tan
carcinógena como un perito podría pensar. Al
contrario, Ipatria fabula con fe que esa amorfa
atmósfera sería respirable lo suficiente como para
que en ella hasta un perito pudiera pensar. A
Ipatria todo esto le parece un storyboard
excelente para no podría definir todavía qué.
28
Diego habla con flores en la cabeza, como el
niño aquel que todavía parece: rey ridículo en su
jardín ñoño de tan cultural. David lo mira con
admiración ignorante de que Diego lo mira como
una promesa de pugilato viril. Diego es lúcido y
mayor. David es joven y bruto: sonríe como los
ángeles, pero no sabe escribir. Diego es un
trabalenguas no tan común como ya obsoleto.
David es el alias guerrillero de todo mártir
suburbano del clandestinaje en acción. Diego
ansía un último combate antes de retirarse con
sus memorias anales a una suerte de paz senil.
69
David quedará solo, habitando una década doble
y decadente. Diego siempre lo estuvo, aunque
hubiera sido el novio perfecto para David. Pero
ninguno de los dos toca al otro. No hay corazón
para tanto. El abrazo de utilería que se dan es
sólo un aceptable montaje de posproducción, casi
un efecto especial. Las flores de Diego se
marchitarán sin trauma ni dramaturgia en su
cabeza lúcida y mayor. David jovialmente ha de
embrutecer mucho más. Los dos sobreviven
apolíticamente a ras de los años dos mil,
inconclusos para sentencia los dos. El diálogo
entre consonantes D desembocó en definitiva en
un decepcionante desastre, pero es sólo por este
detalle que el argumento se salva de ser tan fofa
ficción.
29
Ipatria teclea titulares para un supuesto
periódico oficial de millonaria tirada. Le gusta
ese ejercicio de masividad ficcional. A veces deja
caer las manos sobre el teclado y entonces
tamborilea sólo caracteres al azar: jklnhasd
yga1424sas, por ejemplo. O: oiouwer125
jknsdbcsc tt!!!, también por ejemplo. E incluso: q
werty06498 uiop dyqw¢£¥ §®rl6988269.bijconsTatering
jhcawj mdf=>a sjos643d5438*(
nhiuw ‡‰Šil.7948625,aanGiftegedaan iffff
/iuhasod lu wef_^0309^_wiw^_1210_^du wjer71+
84qjdkln aiuh vernieliNgenwordt `k, que
ya le parece casi una aberración. Por si acaso,
Ipatria siempre se toma el cuidado de conservar
estos resultados "ad random": puzzle que en cada
juego de manos caídas nunca resulta igual. Así
viaja por impredecibles idiomas y refresca un
poco el hobby que ya de por sí practica para
refrescar: teclear titulares para un supuesto
periódico oficial de millonaria tirada como
ejercicio de masiva ficcionalidad.
30
En 1969, el agente secreto Pável A.
Sudoplátov se entrevistó con uno de los
narradores de la muerte de Trotski: su
protagonista Ramón Mercader, con quien se
reunió en la Unión de Escritores de la CCCP.
Allí, mientras deglutían carnes más o menos
estofadas en vodka, puntualizaron los detalles
más o menos ficticios que deberían considerarse,
si es que aquel luctuoso martes 20 de agosto de
1940 se iba por fin a narrar.
Lo primero es que Mercader, amante de los
perros y miembro mediocre del espionaje antitrotskista
en Latinoamérica, no contaba con ser él
mismo el motor actancial de la justicia obrera. Lo
segundo es que Mercader, su madre, Eitingon, la
mulata Caridad, y un equipo de cinco guerrilleros
suburbanos, planearon asaltar la vivienda de
Trotski una semana antes del acting. Pero, para
evitar excepciones morfológicas de mala suerte
(¡era martes 13!), este plot colectivo se desechó y
eligieron una táctica más personal. Lo tercero es
que, contrariamente a lo narrado en mil y un
mamotretos de historia, Mercader nunca cerró los
ojos para propinarle a Trotski su picacho en la
nuca: sencillamente falló porque estaba nervioso,
dado que en la escena del crimen jugaba el perro
de Trotski (este golpe en falso fue el gran fiasco
de la revolución proletaria mundial, ya que
Trotski, y no su perro, aulló entre torbellinos
tarantinescos de sangre, dejando así en visceral
evidencia la naturaleza dolorosamente humana
incluso de un traidor). Lo cuarto es que Trotski
habló antes de expirar: no culpó a nadie, pero sí
se lamentó de haber recibido su sentencia de
muerte mientras leía un artículo de arenga
archipanfletaria, redactado en español por el
propio Ramón Mercader, quien se lo llevó a
Trotski para que este se lo editara. Lo quinto es
que Mercader cayó en un rapto parecido al
pánico de ser interrogado por algún órgano de
seguridad y, aún portando una Browning cargada
con 15 tiros y una daga de marca Marat, no atinó
a rematar a su víctima sobre el buró: los escoltas
de Trotski enseguida se aparecieron en el local
(fumaban tabaco mientras leían un periódico
cubano en la habitación contigua) y noquearon
burocráticamente al espía que no ofreció
resistencia (en el juicio, este detalle salvó al
victimario de la pena capital). Lo sexto es que el
perro de Trotski lamió gentilmente el rostro en
coma de Ramón Mercader, aunque ningún
historiador ha recogido el nombre del can.
Tras tres tristes décadas de prisión, exilio y
olvido, almorzando desdentadamente en una
bandejilla de la Unión de Escritores de la CCCP,
el entrevistado dejó de chamuscar y por primera
vez miró de frente a su entrevistador.
—¿Quiere que le confiese lo peor? –cuenta el
agente secreto Pável A. Sudoplátov que en 1969
le contó Ramón Mercader–: tampoco ningún
editor se ha interesado nunca en publicar mi
artículo ajusticiador.
31
Ipatria asiste a una terapia de grupo donde se
reflexiona sobre las consecuencias catastróficas
de leer en el siglo XXI con demasiada tensión. Y
atención. Por supuesto, enseguida se aburre de
las monsergas kármasociológicas que les predica
70
un perito en siglo XXI. Sin suficiente
distanciamiento y mala intención, fue uno de los
escasos apuntes que Ipatria no borró de su diario
tras aquellas sesiones en un museo municipal, la
lectura es hoy un experiencia límite que pone en
la picota pública la cordura y la nuca de
cualquier lector.
32
Estoy hecho de versiones contradictorias de
mi entidad, de las grandes saguas donde me crié
a golpe de talismán y portento como un nudo en
la madera, de labradores y ruiseñores criollos de
importación, de cartas a la carta sin remitente ni
destinatario, de lomos deflecados de diccionarios,
de filos de compendios teologales, y de una
paciencia matemática para encuadrar sin
sufrimiento excesivo mi aire de cariada
curiosidad. Soy lengua del alba, carne
hambrienta y sangre de quimera: laberinto de mí
mismo cuya salida nunca busqué.
He tecleado sin vicio pero también sin
convicción, con pensamientos constantes en
torno a puntos inconstantes de lo real. Mi ficción
no conlleva placer ni oficio. He alentado ecos
interiores en tanto radista del soliloquio. Mi obra
salió culpable, lúcida, pesada, pensada, tonta,
inocente, indecente: bestia que regresa a destruir
la ciudad letrada con sus ansiedades y locuras,
sus rabias y fobias inexplicables, mientras el
desgano se la traga por las cuatro esquinas como
a una borrosa barra de pan pútreo, pétreo, patrio.
Escribí para dejar de lado un mundo idiota y
encerrarme en un búnker con periscopio a
inventariar la verdad: a inventarla. Aunque el
resultado sea un angurrioma de novelines
neblinosos y cuentería cubiche sin conclusión,
todo ya en fase terminal.
He sobrevivido a un tedio puntual. También a
fósiles con horribles caras de codicia, ojos de
águila y garras de león, sentados siempre en
oficinas ministeriales, despachos abogadiles,
laboratorios perversos, bancos del congreso,
aulas disciplinarias, tribunas como tribunales y
púlpitos púrpuras. En definitiva, he sobrevivido a
esta ciudad única y numerosa, múltiple e
indivisible, colonial y profuturista: Hanada
nuestra que estás entre el cieno y la finisterra,
entre lujos y habitaciones miserables, entre
fotutos de cacharros y quejidos de señoritas que
esperaban casarse con frenesí, entre conatos de
incendios y héroes mitad mentirosos y mitad
mártires, entre golpes de estado y murmuraciones
de gremio y esparadrapos de la amistad, entre
lechos revueltos y trenes quinqueniales de la
revolucioncita mundial, entre calcetines de marca
y lienzos dedicados por un genio alcóholico que
mea al público en su galería, entre boletines y
volantes, entre cuartillas en blanco y demás
trozos de cal caídos de la techumbre
infranacional, entre machetazos y accidentes
suicidas, entre asilos y exilios, entre las bestias y
el bodrio, entre el sabor del helado y el de mis
propias vísceras, entre familiares y enfermos y
demás parónimos parapléjicos: igual yo sólo
esperaba una hora sin hora para intuir justo eso
que no supe jamás.
Como un quíquiri de pelea fantasma, nunca
ningún espejo cubano me reflejó: en la finca de
los grandes cuadrúpedos testiculares, sólo
lamento no haber pinchado aún con más saña la
espuelita envenenada de nuestra insultante
insulsez insular.
33
Ipatria ha arrancado páginas de su diario
donde estigmatizaba a la ficción en tanto ciclo
cerrado, circo cínico, y cero clínico imposible de
empeorar o curar: la ficción como confetti y no
como confesión, como zigzagagueantes eses y no
como esencia, como traspiés a todo lo
trascendental, como fun antes que
fundamentalismo, como patogenia del pathos
(talar el telos y epatar sólo al epos), como plagio
o pliego palimpcestuoso sobre la plaga previa de
otra ficción.
También Ipatria ha anexado páginas a su
diario donde ensalza a la ficción en tanto ciclo
cerrado, circo cínico, y cero clínico imposible de
empeorar o curar: la ficción como confetti y no
como confesión, como zigzagagueantes eses y no
como esencia, como traspiés a todo lo
trascendental, como fun antes que
fundamentalismo, como patogenia del pathos
(talar el telos y epatar sólo al epos), como plagio
o pliego palimpcestuoso sobre la plaga previa de
otra ficción.
De manera que ahora Ipatria piensa que ya
sabe leer. Por eso se cubre la cabeza bajo un
almohadón de plumas y calla. Piensa que
deberían darle el Premio Nacional por tan
elocuente silencio. Algo que, por supuesto,
Ipatria no aceptaría. O en última instancia no iría
a recoger. O después lo devolvería en protesta
por... Y así hasta el infinito. Hasta que en algún
punto de sus matutinias mentales, Ipatria repasa
en off su monólogo portátil de la literatura
mundial:
—Hemingway escribía de pie: de ahí su
economía de estilo. Proust escribía acostado y de
71
ahí su pose lenta, memoriosa, prolija. Nietzsche
se exasperaba paseando y escribía como si le
mordiera el cuello a un caballo. De Martí es
mejor ni hablar. La mayor parte de los escritores
escriben ahora sentados: de ahí su magnífica
mediocridad. En ficción, como en todo lo fáctico,
hay que adoptar posiciones radicales: quod
scripsi is crisis, quod scripsi is crisis, quod scripsi
is crisis...
Y así hasta el infinito. Hasta que en algún
otro punto de sus matutinias mentales, Ipatria
saca la cabeza del almohadón de plumas y
carraspea. Ahora piensa en que no saber leer
hubiera sido lo mínimo para no hacer el ridículo
a propósito del canon local: para intuir qué evitar
y qué acatar con tal de que no retoñe ese rastrojo
estético que los peritos llaman una "literatura
mayor".
—Narres lo que narres te arrepentirás –Ipatria
garrapatea entonces en su diario, como un Séneca
sanaco a quien se le escapa con cada apunte la
raicilla secreta de una u otra ficción.
72
1
H
Habana
3
Li
Literatura
4
Be
Béisbol
11
Na
Nada
12
Mg
Música
Guajira
19
K
Kafka
20
Ca
Cuban-
American
21
Sc
Socioculturales
22
Ti
Tierra
23
V
Venceremos
24
Cr
Crisis
25
Mn
M.N.
26
Fe
Familia en el
Extranjero
27
Co
Comunidad
28
Ni
Nihilismo
29
Cu
Cultura
30
Zn
Zanjón
37
Rb
Rebelión
38
Sr
Seudorepública
39
Y
Isla
40
Zr
Zafra
41
Nb
Biblioteca
Nacional
42
Mo
Mesa
redonda
43
Tc
Tecnocracia
44
Ru
Rusia
45
Rh
Recursos
Humanos
46
Pd
Poder
47
Ag
Agricultura
48
Cd
Cadáver
55
Cs
Consigna
56
Ba
Baraguá
57*
La
Legalidad
72
Hf
Homofobia
73
Ta
Tribuna
Abierta
74
W
Washington
75
Re
Relaciones
Exteriores
76
Os
Orígenes
77
Ir
Irrealidad
78
Pt
Período de
Transición
79
Au
Autoridad
80
Hg
Hegemonía
87
Fr
Libertad
88
Ra
Resistencia
89**
Ac
Acción
104
Rf
Rastafari
105
Db
Debris
106
Sg
Sangre
107
Bh
Bomba de
Hidrógeno
108
Hs
Historia
109
Mt
Meteorología
5
B
Biotecnología
6
C
Cuba
7
N
Nación
8
O
Oposición
9
F
Fidelidad
10
Ne
Nueva
Era
13
Al
Alba
14
Si
Sistema
15
P
Política
16
S
Suicidio
17
Cl
Claudicación
18
Ar
Arte
31
Ga
Gusanos
32
Ge
Guerra
33
As
Antisocial
34
Se
Seguridad
del Estado
35
Br
Bolívar
36
Kr
Contrarrevolución
49
In
Intransigencia
50
Sn
Subversión
51
Sb
Síndrome
de Bartleby
52
Te
Terror
53
I
Imperialismo
54
Xe
Xenofobia
81
Tl
Tolerancia
82
Pb
Plebiscito
83
Bi
Batalla
de Ideas
84
Po
Policía
85
At
América
Latina
86
Rn
Renta
58
Ce
Consejo
de Estado
59
Pr
Propaganda
60
Nd
Navidades
61
Pm
Patria o
Muerte
62
Sm
Socialismo
o Muerte
63
Eu
Estados
Unidos
64
Gd
Dios
65
Tb
Tribunal
66
Dy
Diáspora
67
Ho
Holocausto
68
Er
Europa
69
Tm
Totalitarismo
70
Yb
Yerba
71
Lu
Lucha
urbana
90
Tk
Tokio
91
Pa
Parlamento
92
U
Utopía
93
Np
Nepotismo
94
Pu
Prostitución
95
Am
Atención
Médica
96
Cm
Comercio
97
Bk
Bloqueo
98
Cf
Conflagración
99
Es
Estudio
94
Fm
Fin de
milenio
101
Md
Medicina
102
No
Neoliberalismo
103
Lr
Lucha
rurual
TÁBULA HIPERIÓDICA DE LOS ELEMENTOS
Otra vez mi padre y su empeño loco de arreglar las palabras de manera que sirvan al menos para narrar.
*
**
2
He
Héroes
ÍNDICE
Decálogo del año cero / 2
Todas las noches la noche / 4
Necesidad de una guerra civil / 10
Lugar llamado Lilí / 12
Isla a mediodía / 19
Imitación de Ipatria / 21
Campos de girasoles para siempre / 24
Les choristes / 30
Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo / 31
Tokionoma / 38
Entre una Browning y la piedra lunar / 39
Cuban American Beauty / 44
Tao-Hoang-She-Kiang-Té / 53
Boring Home / 54
Wunderkammer / 63
Historia portátil de la literatura cubana / 64
Tábula hiperiódica de los elementos / 73
1
Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
2
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