Tom Waits, el poeta del ruido
Es un músico de culto que, como todos los de su estirpe, arroja semillas extrañas que luego crean escuela. Tom Waits saca un nuevo disco de canciones, Real gone (2004), en el que lleva la música al terreno de la cruda poesía de lo cotidiano.
escrito por Diego A. Manrique
en El país, Babelia, octubre 2, 2004
El cantante californiano profundiza en su “maravillosos caos” con Real gone, un disco feroz donde integra técnicas del hip hop, “que es lo que escuchan mis hijos”. Hecho de modo casero, Real gone es descrito por su autor como “un universo alquímico de ruido de sillas, ritmos oscilantes y martillos de nueve libras”. Una especie de “funk cubista”, en el que la voz rasposa de Waits ha ido determinando la forma de las canciones a medida que las componía.
Cuesta atrapar al lobo fugitivo. Al menos, hemos convivido con dos Tom Waits (Pormona, 1949). El primero, el vecino de Los Ángeles, era una simpática impostura: un cantautor que parecía retomar la onda beat, como si los sesenta jamás hubieran existido (aunque grabara para Asylum, gran hotel para el hipismo dorado de Californa. Era un filósofo con piano, una versión evolucionada de los personajes de Bukowski, un Louis Armstrong filtrado por las páginas de Jack Kerouac. Su biografía oficial de aquel entonces contenía tantas (bonitas) mentiras como la del primer Bob Dylan.
Hacia finales de los años setenta, nuestro hombre comprende que va camino de convertirse en una parodia de sí mismo, una tópica banda sonora para los cuadros de Edward Hopper, un chiste del que muchos conocen el desenlace. Lanzaba un disco por año y su cuidado traje de hipster parecía desgastarse, a punto de estallar por las costuras. Se había casado en 1981 con Kathleen Brennan, una dramaturga con sangre irlandesa que se convertiría en cómplice creativa, a la vez que frenaba su ingesta de alcohol.
Nace entonces el segundo Waits. Se trata de un parto traumático: cambia de mánager, de productor, de discografía. De hecho, el vuelco estético es tan brutal que pasa una humillante temporada haciendo la tournée de las compañías con un nuevo disco bajo el brazo, hasta que encuentra acomodo en Island, entonces todavía guiada por su visionario fundador, Chris Blackwell. Swordfishtrombones (1983) es punto de partida para el segundo Tom Waits, que se instala en New York.
El anterior era una figura reconfortante, bañada por la luz de la nostalgia: el humano cronista de perdedores. El nuevo Tom se sitúa radicalmente fuera de la corriente principal. Los ochenta son años de plástico, de coge-el-dinero-y-corre. Por el contrario, él sube el listón. De la épica del outsder, salta a la construcción de un mundo paradógico, donde la excentricidad es la norma. Waitslandia linda al norte con lo trágico y al sur con lo grotesco.
Los materiales con los que trabaja parecen provenir de un desguace, de una cacharrería, de una tienda de empeños. Mientras sus colegas descubren las maravillas de las máquinas digitales, Waits desecha las superficies relucientes. Sus grabaciones tienen perfiles primitivos, una cruda intemporalidad. Tom y sus acompañantes no sólo tocan sucio: descubren la tímbrica de instrumentos arcaicos, reinventan el libro de los arreglos, manipulan los sonidos.
La ruda asimetría del segundo Tom Waits funciona como eficaz purgante frente a la belleza convencional de los discos de tantos cantantes-compositores. Su voz intimida: ha adquirido los ecos pantanosos de Howlin´Wolf. Un Lobo Aullador distorsionado, distante, amenazador: igual que un actor se caracteriza, Tom usa sus peculiares técnicas de grabación para entrar en sus personajes.
Todavía puede ejercer de romántico crepuscular –su famoso Downtown train data de 1985- pero la temática se ha agriado: la soledad cósmica, las incertidumbres de la amistad, la amargura del amor, la tentación del suicidio, la furia ciega, la muerte como redención. El ser humano es, como dice el título de su áspero disco de 1992, una “máquina de huesos”, abandonada a sus recursos en un páramo hostil.
En los ochenta, se convierte en “paterfamilias” y diversifica su actividad laboral. Aunque la película fuera un pinchazo, la banda sonora de One from the heart (1982) le coloca en las agendas de holliwood; su director, Francis Ford Coppola le ofrece trabajos de actor y, de rebote, van cayendo papeles apetitosos con Jim Jarmusch, Hector Babenco, Robert Altman o Wayne Wang. Sus canciones se cuelan hasta en productos-para-el-gran-público, como Shrek 2.
Guiado por su esposa, ingresa en el circuito de vanguardia: conciertos guionizados, encargos para festivales europeos, el espectáculo The black rider con William Burroughs y Bob Wilson. Simultáneamente, lucha contra la trivialización de su música. Prohíbe que se usen sus canciones en publicidad; consigue que Levi Strauss muerda el polvo y tenga que disculparse públicamente en 1995 por haber utilizado su Heart attack and Vine, en la truculenta versión de Screaming´Jay Hawkins, para vender vaqueros. También logra que se reconozca su estilo lobuno como parte de su patrimonio artístico: los fabricantes de Doritos deben pagarle dos millones y medio de dólares por usar un imitador; recientemente, una agencia barcelonesa también comprobó que los trucos habituales –variar mínimamente una melodía, duplicar descaradamente sus manierismos- no valían con Waits.
La (meditada) estrategia de supervivencia pasa por dosificar su mercancía. Tom tiene muy presente el destino de Don Van Vliet, alias Captain Beefheart, clara influencia en su obra, que se desgastó espiritualmente en el intento de rebajar su nivel para vender más discos y que terminó abandonando su música para dedicarse a la pintura, no muy lejos de donde vive Waits. Así, no saca discos de canciones nuevas entre 1993 y 1999: Island ha dejado de funcionar como refugio, tras ser absorbida por una multinacional, y Tom termina fichando por Epitaph, discográfica punk que no tiene inconveniente en oficializar el contrato en un restaurante de camioneros en Pentaluna, cerca de su casa de Santa Rosa. Si alguien pensaba que grabar con Epitaph, una compañía de espíritu callejero, equivaldría a un Tom Waits más visible… vaya chasco. Waits coreografía encuentros con los periodistas en los alrededores de su casa, el condado de Sonoma, donde no se desvía de su imagen de glorioso excéntrico: uno de sus entretenimientos consiste en interrogar al plumilla sobre curiosidades zoológicas o anatómicas. Y Epitaph chantajea a los medios, exigiendo portadas a cambio del privilegio de entrevistarle. Al menos, no cabe quejarse de su actual productividad: tras Mule variations (1999), llegaron dos discos simultáneos en 2002, Alice y Blood Money. Ahora, golpea con Real gone: en la jerga del jazz, “real gone” describe a un músico arrebatado; en el habla coloquial, es una forma sarcástica de indicar que alguien ha muerto. El cuchillo de Tom Waits siempre tiene doble filo.
Traduciendo a Tom
Dentro de la industria musical, es un tópico afirmar que Tom Waits hace extraordinarias canciones pero que son saboteadas comercialmente por sus interpretaciones, sus hirientes envolturas. Algo muy parecido a lo que se decía de Bob Dylan antes de Like a Rolling Stone.
Varios artistas han grabado discos completos dedicados al cancionero lobuno: la canadiense Holly Cole hizo un Tom Waits de club nocturno en Temptation (1995) y John Hammond, amigo y colaborador, le moldeó en blues para elaborar Wicked grin (2002). Sin olvidar Step right up (1995), un homenaje colectivo realizado por figuras del indie rock.
Como todo gran repertorio, las canciones de Tom han servido para artistas tan opuestos como los Ramones (I don´t wanna grow up) y los Blind Boys of Alabama (Jesus gonna be here). Más allá de las celebradas interpretaciones de Bruce Springsteen (Jersey girl) y Rod Stewart (Downtown train), el cancionero de Tom Waits se ha multiplicado en el campo de las damas confesionales como Diana Krall, Norah Jones y Marianne Faithfull, y en el indefinido territorio del americana, con versiones firmadas por Johnny Cash, Lucinda Williams o Los Lobos.
Grabar a Waits tiene sus riesgos. Fue pionero Tim Buckley, con Martha, pero los primeros cheques carnosos llegaron con los Eagles, tras su lectura de Ol`55. Tom no se mostró agradecido: “Lo único que tiene bueno un LP de The Eagles es que evita que te entre polvo en el tocadiscos.
Diego A. Manrique
El país, Babelia, octubre 2, 2004
Frank`s wild years
Well Frank settled down in the Valley
and hung his wild years
on a nail that he drove through
his wife's forehead
he sold used office furniture
out there on San Fernando Road
and assumed a $30,000 loan
at 15 1/4 % and put down payment
on a little two bedroom place
his wife was a spent piece of used jet trash
made good bloody marys
kept her mouth shut most of the time
had a little Chihuahua named Carlos
that had some kind of skin disease
and was totally blind. They had a
thoroughly modern kitchen
self-cleaning oven (the whole bit)
Frank drove a little sedan
they were so happy
One night Frank was on his way home
from work, stopped at the liquor store,
picked up a couple Mickey's Big Mouths
drank 'em in the car on his way
to the Shell station, he got a gallon of
gas in a can, drove home, doused
everything in the house, torched it,
parked across the street, laughing,
watching it burn, all Halloween
orange and chimney red then
Frank put on a top forty station
got on the Hollywood Freeway
headed north
Never could stand that dog
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