Jeanne Moreau
por Marguerite Duras
—Y escribir ¿sigue pareciéndole tan extraño?
—Sí, es muy... ¿Cómo lo diría yo? Me pregunto cómo puede ser posible... No hay nada y de pronto hay una página escrita.
—¿Cómo se lo explicaría a un niño de siete años?
— No puedo explicarlo.
—¿Qué? ¿No?
— No, no puedo. ¿Cómo quiere saber eso?
—No lo sé, no tengo ningún interés personal.
— Creo que no hay ningún escritor que se libre de esta ignorancia.
(De una entrevista con Pierre Dumayet)
-Un actor -dice- está hecho para proferir, es una boca que se abre para decir palabras que otras personas han escrito. Un actor, está hecho para ser visto.
Esto es una diferencia esencial entre los escritores y los actores.
Los escritores lo ignoran todo de esta participación física total del actor. Comprenden, se sirven de su cuerpo, de su rostro y de todo lo que les ha sido dado de antemano
para ser actores. Un actor tiene que gustar. Tiene que seducir a quien le mira, antes que nada.
Es así como empieza.
No es muy alta. Es muy delgada Cuarenta y cinco kilos. En todas las estaciones del año tiene la piel dorada, de una finura extraordinaria. La boca parece un gajo de naranja. Los ojos castaños. Tienen la suavidad de una dseda. La mirada es de una inteligencia que no conoce tregua. Inteligente como antes de la gloria, lo será siempre. Ella, ella se atreve a hablar de todo sin ninguna hipocresía.
-Cuando se es una actriz -dice-, se está siempre en la situación sentimental de una mujer que está a punto de vivir el mayor amor de su vida. Una actriz pone en juego todas las armas amorosas de una mujer.
Ella misma lo dice: nunca está sin amor en la vida. Que el amor sea futuro, o sea presente, que esté en la fuerza de su descubrimiento o en su decadencia, está siempre en su vida.
-Cuando vivo un gran amor, desde luego, influye en mi éxito al actuar -dice-: Entonces tengo una especie de sensibilidad viva y alerta. Pero ya ve, el amor que interpreto en las películas es siempre ejemplar en relación con el que vivo.
En estos momentos, si hace teatro, ¿siente que actúa para "él"?
-Nunca. Nunca actúo para él solo. Experimento este estado de sensibilidad extraordinaria gracias a él, pero al mismo tiempo le rehúyo aún más.
Añade:
-La traición del actor, sabe, es esto.
Tiene las manos pequeñas, de un modelado admirable. A veces, "lleva anillos en cada dedo", entre la primera y la segunda falange, anillos de niña. Louise de Vilmorin, su amiga, le ha enseñado cómo.
-Anillos de niña, dice, demasiado pequeños, ¿por qué tirarlos? Se ponen más arriba, casi en la punta de los dedos Así.
¿Qué hubiera hecho de estas manos si la gloria no las hubiera preservado hasta este punto?
-Si a causa de una guerra -dice-, o a raíz de cualesquiera acontecimientos imprevisibles, no pudiera seguir siendo actriz, sabía, me encontraría trabajando en el campo y haciendo la comida.
Me lo ha dicho con frecuencia. Los oficios que le hubiera gustado hacer son oficios manuales, y nada descansados. A veces, hablamos juntas, de las bodas y de los banquetes de los restaurantes de aldea, de la profundidad del sueño y de la calma que sigue a las comidas tradicionales..., de la felicidad de alimentar al mundo, de la nostalgia que arrastramos tras nosotros de una vida familiar vivida dentro de las reglas tradicionales.
Admirada como ninguna y rodeada como ninguna, plantea el problema de la soledad de la mujer.
Vive sola, en la pequeña calle de Missionaires de Versalles, en este recinto de residencia, entre Anna, su ama de llaves, y Albert, su chófer. Jêrome, su hijo, sólo viene aquí en vacaciones; el resto del tiempo está interno en Suiza.
¿Dónde está el criterio de la soledad? Quizás es minúsculo. ¿Es el hecho de estar sola, en el fondo de su "Rolls Royce", en esta autopista del Oeste que toma para volver a su casa, o para cenar, o avanzada la noche?
¿Es el espanto frente al único cubierto en la mesa puesta?¿El espanto ante el viaje de verano?
Hemos hablado juntas de ello.
-¿Ir a Grecia sola? Prefiero quedarme en mi habitación.
Nos hemos reído. No estar ya sola, decíamos, es "también" no estar solos en el pago del teléfono, el alquiler, en hacer que se lleven a cabo las reparaciones del coche. ES "también" estar vinculado económicamente con un hombre.
Sin embargo, la ilusión sigue siendo perfecta. Jeanne dice:
-Permanecer en la soledad, jamás podría.
Y a la vez que dice eso, está en la soledad que denuncia. La "soledad a dos" de la pareja. Con frecuencia angustiosa, pero de la que una hace la costumbre insustituible, Jeanne la ha conocido. Ha estado casada. Tuvo un niño de este matrimonio. Jean Richard -que sigue siendo su mejor amigo- era pobre. Se amaron en la dificultad, el trabajo encarnizado, la pasión común por el teatro, su oficio.
Pero, eran demasiado jóvenes. La gloria cayó sobre Jeanne como el rayo. Esto les ha sucedido a las actrices de todo el mundo.
Sin embargo, ¿se pueden tener tantos amigos y estar sola? Sin duda. Jeanne tiene amigos. Nos llama "su mundo".
-Siempre -dice- necesito sentir a mi mundo alrededor. Tiene que estar ahí, cerca o lejos, siempre tiene que existir. Hay una sola excepción: unas semanas antes del rodaje de una película. Entonces, tengo que dejar a mis amigos, convertirme en alguien extraño, alguien distinto, entregado a una existencia diferente de la mía.
Entrevista a Jeanne Moreau
por Octavio Martí
"Marguerite Duras era imparable"
Jeanne Moreau viaja hoy a Madrid para inaugurar en el Instituto Francés los actos de homenaje a su gran amiga la escritora y cineasta Marguerite Duras en el décimo aniversario de su muerte. "Hay gente que escoge escribir como oficio. Para ella, era su modo de vivir", dice la actriz francesa. Mesas redondas, conferencias, exposiciones y encuentros, en los que participarán escritores franceses y españoles, cineastas y estudiantes, celebran la memoria de la gran creadora.
La actriz y ocasional directora Jeanne Moreau (París, 1928) conoció a la escritora Marguerite Duras y trabajó con ella en diversas oportunidades. Cuando se cumplen 10 años de la desaparición de Duras (Gia Dinh, Indochina, en la actualidad Vietnam, 1914-París, 3 de marzo de 1996), la actriz francesa recuerda a la autora.
Pregunta. ¿Cómo se conocieron?
Respuesta. Fue en 1957. Fui a verla a su casa. Quería comprarle los derechos de uno de sus libros, Los caballitos de Tarquinia (1953), para llevar el libro al cine. En esa época yo hacía sobre todo teatro, pero ese día era lunes y no había función. En su casa me encontré con el escritor René Louis de Forets, con su marido Robert Antelme, con el padre de su hijo, Dionys Mascolo, con Florence Malraux -después hemos sido inseparables- y con mucha otra gente. Abrimos varias botellas de vino. Marguerite aún tenía la máquina de escribir en la cocina. Bajamos a una charcutería vecina, a comprar ensaladas y salchichón. Hoy, la charcutería es la boutique de Sonia Rykiel. Acabamos la noche en una sala de fiestas en la que bailaban flamenco. Los caballitos de Tarquinia nunca se hizo, ni cuando más tarde Romy Schneider retomó los derechos, pero Marguerite y yo nos convertimos en grandes amigas.
P. Su relación con el mundo del teatro influyó en el destino profesional de Duras.
R. Cuando nos encontramos yo estaba interpretando La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Tennessee Williams, en una puesta en escena de Peter Brook. Hice que Marguerite y Peter se conociesen; de ahí nació el filme Moderato cantabile, escrito por ella, dirigido por él y conmigo como protagonista. Años más tarde, convencí a Tony Richardson para que adaptase otra novela de Duras, El marino de Gibraltar. Cuando ella se puso a hacer cine, me propuso que interviniese junto a Lucía Bosé en Nathalie Granger. Yo le presenté a Gérard Depardieu, con el que entonces estaba haciendo una pieza de Handke en el teatro. Luego hubo unos años en que nos vimos muy poco, en que intercambiábamos mensajes, pero Marguerite estaba como raptada por un círculo de admiradores que parecía tener celos de los viejos amigos, de Alain Resnais, de Florence Malraux, o de mí misma.
P. ¿El alcoholismo de Marguerite Duras era ya manifiesto a finales de los cincuenta?
R. No. Entonces bebía, como yo bebía también, pero sólo cuando queríamos. No había dependencia. A veces salíamos juntas, de noche, en coche, y nos recorríamos todas las entradas de París, parando en bistrots muy populares, conociendo hombres increíbles. Nos lo pasábamos bien. En esa época también conocimos a Lacan y nos íbamos de juerga con él. Aún recuerdo que tomábamos notas para futuras novelas u obras de teatro, escribíamos en medio del campo, de noche, cerca del puente de Suresnes, en una zona hoy edificada, viendo cómo se apagaban las luces de París y se levantaba el día. Era magnífico.
P. En Cet amour-là, usted encarna a Marguerite Duras.
R. Supe de la existencia del texto de Yan Andrea sobre Marguerite y tras leerlo le dije enseguida a Josée Dayan que había que convertir aquello en película. No se podía utilizar ni una sola palabra escrita por Marguerite, pues hay un litigio entre su hijo y heredero y su ejecutor testamentario que hace que ahora sea difícil encontrar muchas de sus obras, pendientes de reedición. En Cet amour-là no intento imitar a Duras, que nunca iba con pantalones. Estaba muy orgullosa de sus piernas, las tenía muy bonitas. Y llevaba siempre jerséis de cuello alto. Mi personaje es una suerte de destilado de todas las heroínas durasianas. Espero que las celebraciones del décimo aniversario de su muerte servirán para resolver el litigio entre herederos y todo el mundo pueda descubrir que Duras es la mejor escritora de los últimos años del siglo XX.
P. Cuando conoce a Marguerite Duras es también cuando entra en relación con Louis Malle.
R. ¡Ella me acompañaba mientras yo le buscaba por todo París! Estaba enamoradísima de él. Louis era un tipo formidable. Ha hecho películas que parecen muy distintas, pero hay una corriente de fondo que las atraviesa todas, la obsesión por la primera vez, por la primera mujer, por la revelación de la sexualidad. Era el opuesto perfecto de François Truffaut. Recuerdo que, en 1963, fuimos juntos a Osaka y yo salía cada día a descubrir la ciudad y él se quedaba en el hotel, leyendo libros sobre el Japón. Luego, cuando yo regresaba de mis paseos, François me interrogaba, quería saber si se parecía lo que él había leído. A Louis le faltaba tiempo para perderse por la ciudad. François escribía muy bien. Era muy posesivo. Todos sus amigos hemos recibido una vez una carta de François devastadora. Cuando dirigí mi primera película -Lumière- no soportó que pasase al otro lado de la cámara. Poco antes de morir, me dijo: "Jeanne, tenías razón, hay más rivalidad entre los cineastas que entre las actrices".
P. ¿La obra cinematográfica de Duras le parece de igual valor que su obra literaria?
R. Como cineasta tuvo audacia, la audacia de la libertad. Supo hacer películas con presupuestos minúsculos. Supo ir hasta el final en la prosecución de sus deseos. Es como una piedra que cae, la fuerza de la inercia, era imparable. Hay gente que escoge escribir como oficio. Para ella era su modo de vivir. Toda su obra está marcada por ese hálito de sensualidad que es misterioso, húmedo, que viene de lejos, de la Indochina natal, sin duda. Ella resumía todo eso de una manera muy simple y magnífica: "Un tipo al que no le apetece acostarse conmigo no me interesa".
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La demencia senil de Marguerite Duras Duras: «Me gusta América y soy de Reagan»
- Un libro rescata las cinco entrevistas que la escritora mantuvo con François
Mitterrand - Los textos se recopilan justo cuando se cumple el décimo
aniversario de la muerte de ambos y con el título de «La oficina de correos de
la calle Dupin»
Javier Gómez
París- Ella, escritora, quería hablar de política. Él, político, prefería
divagar sobre literatura. Cinco veces intentaron enhebrar sus soliloquios,
cruzar sus afilados floretes de esgrima dialéctica; explosiva y naïve, la de
Marguerite Duras; meditada y áspera, la de François Mitterrand. Cinco intentos
fallidos por conversar. Cinco monólogos dictados que, sin embargo, dejan hoy,
cuando se cumplen 10 años de la muerte de ambos, una obra original, «Le bureau
de poste de la rue Dupin». Un caótico concierto con dos partituras sonando a la
vez.
La lucha de egos tuvo un primer encuentro en julio de 1985, en la casa de la
escritora en el centro de París, y prosiguió en el Palacio del Elíseo, donde
Mitterrand había llevado a la izquierda en 1981, por primera vez en medio siglo.
Fue el editor de la revista «L’Autre Journal», Michel Butel, quien tuvo la idea
de proponer a Marguerite Duras, ya entonces consagrada y reciente vencedora del
premio Goncourt con «El amante» (1984), que entrevistara al presidente de la
República. Pero dejemos sonar ambas partituras...
Preludio. Mitterrand y Duras reanudan, con estas entrevistas, una amistad que
nació 40 años antes a la sombra del peligro nazi. Fue en el piso del presidente
socialista en la calle Dupin donde la Sicherheitsdienst, servicio de espionaje
nazi, detuvo en 1943 la red de resistencia organizada por Mitterrand. Él se
salvó por sólo unas horas, pero en aquella operación cayeron dos amigos. Uno no
volvería nunca del campo de concentración. El otro se llamaba Robert Antelme,
marido de Duras. A quien el propio Mitterrand ayudó a encontrar en el campo de
concentración de Dachau en 1945. Una carta escrita por el político a ambos
amigos en 1946, para comentarles su visión de la Liberación, contrasta con el
tono más distanciado que guiará sus encuentros: «Lo aburrido es que todo el
mundo baila sin cesar [...] el placer termina por agotarse. Espero que Robert
siga engordando y retome sus hechuras de benedictino que conoce el pecado».
El libro no es sino una fuga de dos voces, que se dan replica en tonos
diferentes. «Me gusta América y soy de Reagan. Su lenguaje es claro como el
campo. Representa un poder primario», le espetó la escritora. Mitterrand, apenas
disimulando su disgusto, replicó: «La idea imperial es un mal que corroe» y
«Reagan no es Estados Unidos».
Uno es contrapunto del otro. Duras se había convertido en una ardiente defensora
del idealismo anticomunista del conservadurismo norteamericano. «La actitud de
Gadafi es una mentira [...] y una llamada al asesinato. Él es el responsable del
bombardeo norteamericano en Libia». La flema de Mitterrand no podía aceptarlo:
«Hay que destruir al terrorismo, pero ni por instinto ni por razón amo las
represalias colectivas que golpean a gente sin culpa».
Encuentro imposible. Los textos son imprescindibles para entender la pugna
ideológica entre ambos. Duras encarnaba a la izquierda que combatió a la Francia
colaboracionista, fue expulsada del Partido Comunista, se ilusionó con mayo del
68, idealizó a Mitterrand y terminó desencantada en medio de un pastiche
ideológico próximo a la derecha pero que seguía reivindicándose progresista.
Mitterrand era el arte de lo posible, la contradicción, el cinismo del poder.
También hubo momentos distendidos. Mitterrand descuelga el teléfono en presencia
de Duras. «No, señora, su falda plisada no estará lista para el lunes». Ante las
cejas arqueadas de su interlocutora, la sonrisa del jefe de Estado: «Es que mi
número directo difiere sólo de una cifra con el de una tintorería de la calle
Faubourg Saint-Honoré».
Conclusiones: «¡Usted siempre se niega a hablar del poder político!», llegó a
encresparse Duras, quien decía de sí misma que era «sólo una escritora. Nada más
que valga la pena recordar». Probablemente, Mitterrand también; y su mejor y
único personaje, él mismo. Quizá por eso, cuando Duras quería hablar de
política, desvestir sus contra dicciones y recordarle un idealismo que él
también compartió, Mitterrand resoplaba. Él prefería divagar sobre literatura.
Jeanne Moreau, embajadora de la autora en España
Pocas semanas antes de que estallara la Primera Guerra Mundial, el 4 de abril de
1914,
una pareja de franceses daba a luz en Gia Dinh, cerca de Saigón, a Marguerite
Donnadieu. El 4 de abril de 1914, París lloraba la muerte de la misma Marguerite
que había abrazado el apellido Duras en homenaje al pueblo donde pasó los
veranos de su niñez, tras haber dado su primeros pasos en Vietnan. Un decenio
después de su muerte, el Instituto Francés de Madrid rememora a aquella
escritora, directora, guionista y crítica con un ambicioso ciclo tan
multidisciplinar como su carrera. Jeanne Moreau abrirá mañana la puerta al
homenaje con la presentación del largometraje «Cet amour-lá», de Josée Dayan
(2001). La actriz francesa participará también en la mesa redonda «Donnadieu,
Duras, Andesmas», junto a Laure Adler, Adolfo Arrieta, Josée Dayan y Vicente
Molina Foix. Hasta el 30 de marzo podrán verse en la sala de proyecciones todas
sus películas como directora -«Nathalie Granger» (1972), «India song» (1975),
«Le camion» (1977)- y guionista -«Hiroshima mon amour» (1959), de Alain Resnais,
«L´amant» (1991), de Jean Jacques Annaud-, así como diversos documentales que
giran en torno a su figura:- «J´ai vu tuer Ben Barka» (2005), de Serge Le
Péron-, entre otras. Grandes nombres de las letras y las cinematografías
españolas y francesas aportarán su visión sobre el «universo Duras». Edgar
Morin, Juan Goytisolo, Soledad Puértolas, Claude Regy y Benoit Jacquot, entre
muchos otros, profundizarán en la importancia de oriente en la obra de Duras,
así como la relación que mantuvo con distintos directores, sus creaciones para
la escena y aportaciones como crítica. Por último, los archivos conservados en
el Institut Mémoires de l´edition contemporaine y las fotografías de Jean
Mascolo permitirán realizar, a través de una exposición, su recorrido vital y
profesional, desde la infancia en Indochina hasta los platós de cine.
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