foto: Olpl
Réquiem por La Habana
crónica de enero de 2003
Jorge Alberto Aguiar Díaz
Miro a lo lejos la ciudad; Arcadia de postguerra, agujero negro en el mapa.
Cruzo la bahía en la vieja lancha de Regla. La Habana, más que nunca, parece una villa. No necesita el maquillaje barato de una noche ni los piropos de un extranjero ebrio, sino llenarse de vida, sacudir su largo encierro provinciano.
Uno recorre sus calles y no encuentra un café donde pueda sentarse a beber té o infusiones, citarse con los amigos, conocer gentes, como se estiló a mediado de los ochenta en las llamadas casas del té.
No existe tan siquiera una taberna para disfrutar de los vinos nacionales, ahora que el invierno azota con fuerza.
Todos los sitios para turistas están diseñados con la uniformidad y monotonía prefabricada de mesitas plásticas, música salsa y pollos fritos.
Los pocos servicios que se ofertan en moneda nacional tienen pésima calidad y en su mayoría son atendidos por un personal descortés y "buscavida".
Los jóvenes sienten (y sufren) la carencia de una libre y auténtica vida cultural. Desean algo que no se reduzca a las esquemáticas actividades oficiales de homenajes, recitales, peñas literarias, declamaciones, círculos de lectura (donde se les invita a leer pero, contradictoriamente, no existe la literatura más contemporánea). Necesitan los jóvenes de una vida cultural que no sea la del estilo pomposo de los llamados promotores culturales y sus tediosas improvisaciones que, tarde o temprano, terminan agradeciendo a la revolución nuestra "independencia" y "soberanía".
Cada vez que La Habana, por ejemplo, cumple un aniversario en el mes de noviembre, podemos testificar ese provincianismo patriotero vestido del más simplón de los historicismos, ya que siempre se enmarca la festividad dentro de la cronología de la fundación de la ciudad y de la Colonia. Se excluye de este modo la etapa republicana, se intenta borrar precisamente los años de mayor esplendor que tuvo la capital.
Apenas se habla de la expansión urbana y el eclecticismo arquitectónico que conoció su mejor momento justo antes de 1959. Nunca antes ni después La Habana fue tan joven y bella.
Entre las décadas del cuarenta y cincuenta La Habana quería ser moderna, despojarse de tanto criollismo aldeano. Su afán extranjerizante podía terminar en la pesadilla del vicio y la noche libertina pero también en el sueño de una ciudad cosmopolita, abierta al flujo cultural, al intercambio de las modas y las nuevas ideas.
¿Dónde están las surtidas librerías, las eficientes imprentas, las decenas y decenas de cines, las estaciones de radio que transmitían la mejor música cubana y mantenían informados de los ritmos foráneos a los oyentes? ¿Dónde están los carnavales de La Habana? ¿Dónde sus cafés, fondas y bares? ¿Y aquellos almacenes y tiendas para ricos y pobres, y no solamente para los que tienen dólares como ocurre hoy en día?
Aunque se organicen fiestas y bailes populares, expoventas, ferias de artesanías, recitales de poesía, exposiciones de pintura; en fin, a pesar de las buenas intenciones por parte de algunas autoridades y ciudadanos por inyectarle sangre nueva, sobre todo al casco histórico, casi nunca percibimos la alegría si no acompañada de ciertas tensiones provocadas por el malestar y la incertidumbre de la supervivencia cotidiana.
La Habana parece un cementerio en ruinas. Fosa común de sonrientes cadáveres que viven en la nadahistoria, para usar una frase tan cara a Virgilio Piñera.
Calles oscuras y llenas de baches, derrumbes, tanques repletos de basura, edificios despintados, parques destruidos, soportales anegados en aguas albañales; una vida diurna y nocturna reducida a la rutina de telenovelas, alcohol, suicidio físico y moral.
La Habana ha envejecido mucho en los últimos 44 años; ya es una anciana decrépita y famélica viviendo rodeada de prótesis y remedios caseros que de nada sirven.
Todas las noches, cuando la ciudad recuerda su infancia o ve sus fotografías de juventud, no puede dejar de llorar. "Lágrimas negras" como la canción de Matamoros llenan sus ojos y los míos, que cierro con fuerza para imaginar a una Habana que alguna vez nos perteneció más allá de cualquier soberbia personal y de todos los odios y desmanes oportunistas y politiqueros con que hoy pretenden educar a las nuevas generaciones.
Llego a mi destino, al antiguo Muelle de Luz que sobrevive en la penumbra de traficantes y prostitutas, de policías que entre columnas coloniales se deslizan en silencio.
Miro al cielo. Va a llover. Otra vez anunciaron un frente frío. Cruzo la calle. Tal vez sea la temporada invernal más larga del siglo. Respiro profundo y regreso a mi casa sin levantar la vista, como un fantasma solitario en medio de una solitaria ciudad.
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