Sherlock Holmes en La Habana
Paquito narra su primer encuentro con Dizzy Gillespie. Pasan por estas páginas los músicos de Irakere, Juana Bacallao, Bola de Nieve, Stan Getz, los gemelos Plácido y Domingo, y varios oficiales del Ministerio del Interior, en un arco que va desde Villa Marista, centro de interrogatorios de la policía secreta cubana, hasta el club “Birdland” de Nueva York
Abrí mi sarcófago en miniatura[1], y dentro de la campana del saxofón logré colocar, primero, una cebolla picada por la mitad y unos dientecitos de ajo que me regaló Andrés, y después, envuelto en otro papel de periódico más fresco, metimos el filete entero; de modo que, ahora, el peso de aquello era como para que Charles Atlas hiciera sus ejercicios. El cuello y la boquilla del instrumento tuve que acomodármelos en los bolsillos traseros del blue jeans, ya que en los delanteros llevaba el pomo de colonia y el tubo de pasta que me vendió la gorda, junto a un trozo de plátano verde y un cartuchito de frijoles que Elisa me dio. El pantalón, que era más bien ajustado, parecía que iba a reventar de un momento a otro.
(…)
Ya con los sesos a punto de ebullición, al llegar a casa, sujeto con el aldabón de bronce que cuelga de la alta puerta de madera pintada de blanco, encontré un papel muy raro. Escrito a lápiz, sobre un cartucho o bolsa de papel de estraza de los que aún se usaban en las tiendas de víveres (esto, antes de que se acabaran los cartuchos, el papel, los víveres y todo lo demás), el escueto mensaje venía firmado nada más y nada menos que por Dizzy Gillespie. Desde niño venía yo escuchando historias fantásticas sobre el legendario trompetista; como cuando decían que había perseguido a Cab Calloway con una navaja por las calles de Nueva York, y, en otra ocasión, cuando apareció montado a caballo y vestido de gaucho en un lujoso restaurante de Buenos Aires. Cualquier cosa podía esperarse de un personaje tan impredecible y excéntrico, pero la verdad es que aquello del mensaje a la puerta de casa me agarraba totalmente desprevenido.
Escrita en una especie de spanglish, la extraña nota decía más o menos así:
Hola Paquito, Vine lookin’ for you, pero no estabas.
See ya soon!
Dizzy Gillespie
Desprendí el papel de la puerta y, con cierta desconfianza, miré a mi alrededor. ¡Hmm!… nada… nadie… silencio total. Entre incrédulo y sorprendido, volví la vista al inquietante papel de estraza. “¡¿Y esto qué carajo es!?”, pensé yo tratando de explicarme tan insólita carta, mientras caminaba bajo el implacable sol hacia la bodega El Cedro, en la esquina de mi casa de 41 y 94, en Marianao, al oeste de Centro Habana. Recostado al murito se encontraba mi amigo Pichilingo, el perro flaco y sarnoso que siempre estaba allí rascándose y lamiéndose los huevos. (…) No acababa de entrar al establecimiento cuando Jesús Cañón, el bodeguero, me dice con una sonrisita irónica:
––¿Recibiste la nota?
Jesús el bodeguero era un guajiro campechano, cincuentón, de amplia sonrisa y espesa cabellera gris, al que le encantaba irse largas temporadas al campo y levantarse al alba a tumbar caña en cualquier central azucarero de la lejana provincia camagüeyana. La época de zafra era como una liberación para él. Parece que, al menos, esa actividad ardua y agobiante en los cañaverales lo mantenía alejado de los chismes de la cuadra, las guaguas repletas, los apagones cada vez más largos y los constantes reclamos de los clientes por la eterna escasez de artículos de primera necesidad que jamás llegaban a las bodegas de barrio. El guajiro vestía una blanquísima camiseta “de manguitas”, como las que usaban los guapos habaneros, y un pantalón gris de kaki, que seguramente había agarrado “por la libreta”. Un par de alpargatas de lona y suela de soga y el lápiz detrás de la oreja completaban el uniforme típico del bodeguero cubano de pura cepa. Su padre, quien llevaba el mismo nombre, era veterano de la guerra de independencia de 1895. En pleno combate había perdido una pierna, nada menos que bajo el machete de un soldado cubano, voluntario al servicio de los españoles. Desde entonces, usaba una pata de palo que manejaba con sorprendente agilidad.
––Y el muy hijo de puta, cuando ya hacía tiempo que se había acabado la guerra, una vez, hasta se me apareció en la primera bodeguita aquella que abrí allá en mi pueblo. ¿Y tú sabes lo que hice? —dijo el cojo con una chispa de audacia en su mirada—. Salté el mostrador como si fuera un chivo y le metí una puntapié por el culo, que le puse la pata’e palo de supositorio… ¡Coñooó, y salió echando de allí como un venao el muy condenao! —contaba con gracia el viejo mambí.
Desde hacía unos cuantos años, Cañón había dejado a sus hijos Jesús y Adán a cargo de aquella pequeña empresa que fundara y echara a andar con mil sacrificios al final de la guerra contra España. Ahora que los comunistas habían nacionalizado su establecimiento, él se había convertido en un anciano con un retiro miserable y un sentido del humor a prueba de balas, y su hijo mayor, en un modestísimo empleado del Gobierno que, debido a la ausencia de productos de consumo, trabajaba poco y ganaba menos, vendiendo nada (“o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual”, diría Silvio Rodríguez), en su otrora próspero negocio de víveres y licores.
A Adán, el bodeguero menor, ya no le permitían trabajar en la antigua bodega familiar ni en ninguna otra unidad de abastecimientos, así que andaba por ahí como un paria, sobreviviendo como podía, y huyéndole a la temible Ley Contra la Vagancia. Después de varios intentos de salida ilegal del país y algunos períodos de rehabilitación en cárceles y granjas por toda la Isla, en 1975, logró por fin llegar a la Florida junto con Evaristo García, un amigo de la infancia que se había hecho ingeniero. Evaristo fue el padrino de su boda, y cuando nació su hijo, exactamente nueve meses después de la ceremonia, Adán le pidió a Evaristo que fuera el padrino de bautismo de Abel. Un atleta formidable, el hijo único del matrimonio de Adán y Marta Yanes no había podido aspirar más que a un puesto de salvavidas en las playas del este de La Habana, debido a su absoluta apatía a participar en ninguna de las actividades políticas del gobierno castrista. Un buen día, el muchacho desapareció, y corría la voz por la playa donde trabajaba que Abelito había realizado la increíble hazaña de llegar hasta Cayo Hueso surfeando en una vela deportiva que un turista canadiense que venía todos los años había traído desde Hawai. Después, se formó un tremendo titingó, porque quisieron meter preso al turista, que no tenía ni la más puta idea de qué se traían aquellos “aborígenes”, acusándolo de algo tan inverosímil como ayudar a alguien a atravesar el Estrecho de la Florida encaramado en una vela. Pero la Embajada canadiense intervino, sacaron al hombre de chirona, y nunca más le volvieron a ver el pelo por allí. (No más así, a la mala, aprenden los canadienses que hay otras islas en el Caribe más seguras que la nuestra. Amén).
––La vida sin ti no está completa. Te esperaremos siempre. Marta y Abel ––decía el telegrama que llegó a la semana de la desaparición del intrépido chico.
Poco antes, y tras varios años de espera de visas y documentos, Marta, la madre de Abelito, había obtenido por fin su permiso de salida definitiva hacia Estados Unidos, junto a Marcos, su padre, gracias a que éste era uno de los presos políticos más antiguos de Cuba. Pero la cosa no fue así, tan fácil. Al viejo Yanes casi hubo que darle candela como al macao pa’que saliera de atrás de la reja, cuando se enteró de que había sido el escritor colombiano García Márquez —uno de los más allegados simpatizantes de Castro— quien había tramitado su liberación.
Después de la partida de sus dos seres más allegados, Adán se aferró a la idea de reunirse con ellos como una obsesión, y lo logró de forma tan espectacular como lo hiciera antes su hijo Abel, a bordo de un complicado vehículo anfibio ideado por él y su amigo Evaristo.
Para armar el singular aparato, Adán y Eva, como llamaban a los inseparables amigos desde su más tierna infancia, usaron el casco de un Chevrolet de 1948, sellado por debajo y montado sobre cuatro bidones de 55 galones cortados por la mitad. El ingenioso artefacto, que, además, podía andar por tierra sobre sus cuatro ruedas, al entrar al agua era propulsado por la hélice de un enorme ventilador General Electric que encontraron cubierto de polvo en la trastienda de la bodega El Cedro. Dicha hélice iba sujeta por un tubo al motor de cuatro cilindros que le desmontaron al auto Moskovich de un cierto teniente Mayedo, muy odiado en el barrio. Mayedo era un tipo abusador, bocón, y tan paranoico que siempre andaba con su pistola al cinto, aun en pijama, o hasta en calzoncillos, dentro de su propio hogar. Cierta vez, el muy degenerado se subió a la azotea con una silla de playa y una heladerita llena de cervezas a contemplar cómo moría, entre horribles dolores, el perro de la jamaiquina que vivía detrás de su casa, al que había echado previamente un trozo de carne contaminada con veneno para ratas. Nada, un verdadero marrano (sin ofender a los marranos) el tenientico de marras.
Se contaba que Adán y su amigo ingeniero construyeron “de oído” el aparato anfibio en el garaje de la casa de Evaristo, que vivía frente a la playa, en Jaimanitas. Y para vengarse de los desmanes y abusos de Mayedo, no se robaron el motor y las ruedas del coche del impopular teniente hasta la misma madrugada en que salieron rodando en el viejo Chevrolet hacia los cayos de la Florida. El militar se levantó aquella mañana, tempranito como siempre, pero en vez de su automóvil Moskovich parqueado en la rampa del taller, junto a su casa, en su lugar encontró (ironías de la vida) un grueso y maloliente mojón de perro rodeado por un centenar de moscas verdes. Entonces, Mayedo metió tal escándalo que despertó a todo el vecindario. Después de todo, fue un despertar feliz viendo rabiar a aquel miserable que con su sola presencia hacía sufrir a todo la cuadra.
Pasaron unos cuantos días, hasta que la policía, por fin, localizó el carro ruso sin motor, ni ruedas, ni gasolina en el tanque. Montado en cuatro burros de madera frente a la casita de Cojímar, sobre la pizarra, encontraron una nota dirigida a su dueño que decía:
Querido teniente Mayedo:
En cuanto los yankis levanten el cruel bloqueo imperialista, te devolveremos tu motor y cuatro Firestones nuevas de paquete para tu “rusomóvil”. Mientras tanto, gracias por tu cooperación y que te diviertas mucho paseando La Habana en guagua.
¡Patria o Muerte!
Adán y Eva
Al cabo de unos años de lucha en Nueva York, Adán Cañón abrió El Cedro-Bodeguita Hispana, en el alto Manhattan, pero después de un par de asaltos y unas cuantas nevadas, Marta lo convenció de que se mudaran a Miami. Allí abrieron The Mahogany (El Cedro) Grocery Store en la zona de Miami Beach. Evaristo García revalidó su título de ingeniero mecánico y consiguió un estupendo empleo como ejecutivo en la planta central de la General Motors en Detroit. Todavía hoy, Adán insiste en trasladarse cada día a su bodega en el mismo Chevrolet 48 azul cielo que lo trajo a Estados Unidos, porque cree que el anfibio le trae suerte en la vida. Cuando su fiel amigo Evaristo lo viene a visitar a Miami, es en ese estrafalario vehículo (ahora equipado con estéreo y aire acondicionado) en el que, ante las atónitas miradas de la gente, va a darle la bienvenida al aeropuerto. Abelito estudió oceanografía, pero se aburrió y, poco después, con la ayuda de su madre y del abuelo Mario, puso un lucrativo negocio de artículos de playa al que llamaron precisamente Adán y Eva.
El rugido feroz de la moto de Tarzán me sacó de mis cavilaciones.
—Consiguió gasolina de contrabando el hombre mono ––pensé en alta voz, y el calor sofocante me hizo correr por la espalda una espesa gota de sudor bajo la camisa. Me imaginé a Dizzy Gillespie en un traje de baño de colores vivos, paseando por Varadero, tocando su trompeta que apuntaba al sol, disparando notas de durofrío que caían por toda la playa, refrescando a la gente que yacía sobre la cálida arena.
––Que si recibí la nota… ––repetí la pregunta.
(…)
––Anjá ––asentí a secas, tratando de desentrañar el misterio o la broma de que me creía objeto. Como ya me pesaba demasiado en la espalda, puse el sarcofaguito en el suelo, pero sólo por unos segundos, pues Pichilingo, moviendo la cola y olfateando algo que seguramente no veía desde sabrá Dios cuánto tiempo, no despegaba su hocico indiscreto de mi maleta.
(…) Jesús el bodeguero terminó por decir desde el otro lado del mostrador:
––Aquí estuvo buscándote un negro gordo, jodedor, hablando en jerigonza y disfrazado de Sherlock Holmes.
––¿Cómo?
––Elemental, Watson; con capa de cuadros, altas botas marrones, gorra de doble visera ¡y en la boca traía hasta la cachimba esa que fumaba Sherlock en las películas! ––completó la escena el flaco de la gorra sucia alzando las cejas y haciendo un gesto como encendiendo con una cerilla una pipa imaginaria.
La motoneta del hombre mono rugió de nuevo en la distancia y el flaco aguardentoso cantó por lo bajito otra de las guarachitas que le gustaban al difunto Chicharito: Pican, no pican, los tamalitos, de Olga…. ¡¡¡¡mulataaaa!!!!
––Y, antes de irse, se puso a pujarle gracias a los nietos de Cachita la China, y a inflar los cachetes que parecía que iban a explotar ––sentenció una voz de miel a mis espaldas, y dándome una palmadita en el hombro derecho, terminó diciendo––: Así como lo oyes, músico. ¡Qué payaso el moreno ese, ¿no?! ––Era la inquietante mulata Olga, que entraba en ese momento en la bodega, risueña, bamboleante y jacarandosa, atrayendo las miradas lascivas de los hombres y la envidia de las féminas.
––Sí, pero venía con Orlandito Valdés, el percusionista ese que dicen que es de la Seguridad del Estado. Pa’mí que ese no es americano na’, y que en algo misterioso andan los dos ––opinó el bodeguero, y alguna razón tendría, pues no había forma de imaginarse qué demonios hacía semejante personaje en un barrio de los suburbios de La Habana. Aquello estaba fuera de la zona de los lujosos hoteles y tiendas de área dólar. Los extranjeros no llegaban hasta allí.
––Bueno, tú ándate con cuatro ojos, porque aquí la “concomitancia” con extranjeros está muy mal vista por la Revolución, y eso tú lo sabes muy bien ––me dijo la vieja Cheché a modo de advertencia.
No la mandé pa’la mierda por respeto a sus años, pero ganas no me faltaron.
En aquel momento, se escuchó el insistente sonido de la bocina de un auto, y alguien gritando mi nombre al borde de la acera. Al darme vuelta, pude ver un vehículo oficial del Ministerio del Interior con un hombre al volante y otro fuera, ambos vestidos de completo uniforme, con todo y pistolas al cinto.
––Sube, que tenemos que hablar contigo —ordenó el de afuera, mientras abría la puerta trasera del Volga soviético color gris ratón. El que me llamaba era un hombre alto, blanco, muy fornido, de negrísimo cabello cortado a lo militar, de gesto severo y con una voz de matices tajantes, como cortada a la medida para la vida en los campamentos. Era aquel, claramente, uno de aquellos hombres que creen que el mundo entero no es más que una gran base castrense. Lo que se veía del otro tipo era lo que llamamos en Cuba una especie de mulato “guayabú”, regordete, cabezón y de mirada lejana. De menos rango que el de afuera, con el rostro redondo cubierto de gotas de sudor, llevaba la gorra verde olivo ladeada sobre su cabeza de buey de carreta, y un brazo colgándole fuera de la ventanilla. En la mano izquierda humeaba un puro a medias.
––¿Quién? ¿yo? ––pregunté.
––Te lo estoy diciendo, musiquito, que aquí lo que es bolsa negra y traqueteo con extranjeros... ––Y no pudo terminar la frase la vieja Cheché, pues un violento ataque de tos nicotínica le interrumpió el discurso ideológico. A ver si se ahoga de una vez esta vieja chivata, pensé yo vehementemente, bendiciendo por primera vez en mi vida la perniciosa industria del tabaco, nefasto hábito del cual había estado tratando de deshacerme infructuosamente durante años.
––Sí, tú mismo, el de la maletica al hombro ––ratificó el cabeza de buey.
––Bueno, pero aunque sea permítame dejar el instrumento en casa un momentito, ¿puedo?
––¿Dejar el qué? De eso nada, compa, si precisamente lo que hay en esa caja’e muerto es lo que más nos interesa a nosotros ––guiñó un ojo el de afuera, acercándose y señalando hacia mi estuche. Y yo que suponía ser el único en saber que contenía algo más que un inofensivo saxofón–– Pesa la caja, ¿verdad? ––agregó esta vez en forma casual, dando unos golpecitos al estuche. Yo asentí con tristeza, y por la senda contraria vi acercarse el carretón de Yayo el mudo.
––Bueno, pues andando, que se hace tarde ––pronunció el hombre recuperando su tono marcial, y tomándome del brazo con autoridad.
Los cascos del mulo repiquetaban rítmicos sobre el asfalto ardiente y yo, resignado a esperar lo peor, obedecí y, sin mirar hacia atrás por vergüenza, abordé a regañadientes el vehículo oficial. El motor del Volga roncó al encenderlo, y aquel olor que había en el ambiente, a goma y a hierba seca quemándose, se hacía cada vez más penetrante. Sin ofrecer más explicaciones, los militares partieron raudos por la avenida 41 hacia el oeste, dejando una estela de polvo amarillo por las calles de mi barrio. El perrito Pichilingo dejó de rascarse y lamerse los huevos y ladró tras el carro oficial durante unos metros. Tarzán me lanzó un saludo afectuoso desde su motocicleta en marcha, y los vecinos salían a las puertas de sus casas a ver cómo la policía se llevaba al músico detenido: ¿por trato con extranjeros, tráfico de mercancías controladas, tenencia ilegal de divisas?... ¡quién sabe! Ya se enterarían por “radio bemba”, pues ese tipo de sucesos no salían casi nunca en Granma, el periódico oficial del Partido Comunista. Me atreví a mirar por la ventanilla trasera del coche y todavía pude ver a la vieja Cheché, que, aún tosiendo, señalaba hacia mí, agitando un amenazador dedo índice en alto.
Los dos hombres permanecieron en total silencio durante todo el trayecto. Hicieron una derecha en la avenida 31, y al llegar a la esquina de la inoperante gasolinera, bajo el letrero flechado que decía “Tropicana, un paraíso bajo las estrellas”, se internaron calle arriba hacia los jardines del centro nocturno. Subiendo por la rampa que conduce al “Cabaret mas bello del mundo”, se escuchó el practicar de varios músicos en los camerinos, camuflados entre la vegetación. (…) Me imaginé un coro fantástico formado por las disparatadas voces de Olga Guillot, Nat King Cole, Carmen Miranda, Yma Sumac, Celia Cruz, Sara Vaughan, Bola de Nieve, Steve Allen, Benny Moré, Xiomara Alfaro, Paulina Álvarez, Desi Arnaz, Cab Calloway, Elena Burke, el Trío Matamoros, Edith Piaf, Merceditas Valdés y Pedro Vargas. Los vi salir cantando en medio de la estrellada noche cubana, desde la espesura, junto a las tumbadoras de Los Papines. Y allí estaba también Lupe la ballerina, haciendo una increíble pirouette sobre la larga cola del piano blanco de Felo Bergaza, que emergía de entre una nube de vapor y burbujas de colores, sobre aquella plataforma giratoria que subía y bajaba.
La música coral se iba extinguiendo en mi mente junto con la orquesta, los tambores, el piano y las lentejuelas de Felo Bergaza. La nube, las luces y las burbujas de colores se desvanecían, mientras el auto policial se iba deteniendo justo frente a la entrada principal del cabaret al aire libre. El hombre alto se bajó, saludó militarmente al miliciano a cargo de la recepción, y tras intercambiar unas breves palabras con él, entró por la puerta de gruesos cristales. No sé si sería mi paranoia, la sed, el hambre o el calor sofocante que hacía dentro de aquel automóvil, pero comencé a sentir un olor muy presente a bife tártaro, esa carne cruda marinada con sal, cebolla y perejil. Puse mi mano izquierda sobre el pequeño ataúd que había colocado a mi lado sobre el asiento trasero, y temí que las ocho o diez libras de filete que permanecían allí ocultas empezaran a descomponerse, a apestar, y se fuera a destapar allí mismo la caja de Pandora. Eso, si es que los policías no lo sabían todo, y me habían arrestado ya con las manos en la masa o, más bien, con la masa en la maleta. Me dieron ganas de confesar, arrepentido, pero no me atrevía a contestar una pregunta que ni siquiera había sido formulada por mis captores, quienes, francamente, tampoco me habían arrestado abiertamente. “Sube, que tenemos que hablar contigo”, era todo cuanto habían dicho. Aunque más tarde habían agregado que lo que más les interesaba era lo que tenía en mi maleta. Preocupante. ¿A qué parte de lo que había en mi maleta se referían?, ya que, por lo general, los polizontes de Cuba no son tan aficionados a la música que digamos. ¿Y qué hay de lo que llevaba fuera de la maleta, que también había comprado en el mercado negro?, pues, para colmo, hasta aquel saxofón nuevecito había sido sustraído de los almacenes del Ministerio de Cultura, y yo lo había cambiado por otro de inferior calidad dando unos cuantos pesos encima. Pocas semanas más tarde, cuando se descubrió la desaparición del instrumento, tuve que desarmarlo todo y darle lija y ácido para que pareciera viejo y gastado, ya que lo que ellos andaban buscando como locos era un pito nuevo y brillante. De modo que haciendo un repaso mental, un inventario de lo que había dentro y fuera de la dichosa maleta, lo único legal que llevaba encima era la camisa que había cogido en Flogar hacía un par de semanas por la libreta de racionamiento, y unos calzoncillos que me había cosido mi tía Josefa con la tela de una sábana vieja que encontramos en un escaparate de mi abuela. Por lo demás ¿qué tenía yo?: un saxofón robado, la mitad de una cebolla, un cartuchito de frijoles colorados, un trozo de plátano verde, media docena de dientes de ajo, un pomo de colonia Bebyto y un tubo mediano de pasta dental Perla. Todo ilegal, ¡qué horror! Y no había forma de justificar de dónde había sacado yo toda aquella mercancía. Inclusive el bluejean Wrangler que llevaba puesto me lo había vendido un cocinero que lo había pescado del balcón de un turista italiano en el Hotel Nacional. Y la tapa al pomo se la ponía la misteriosa nota firmada por un músico extranjero: Dizzy Gillespie.
––Estoy frito ––concluí con agonía infinita, y tuve pensamientos encontrados entre el Conde de Montecristo, Valeriano Weyler y la saturación de ácido úrico en las carnes rojas––. De ésta no me salva ni el médico chino ––balbuceé en voz muy baja–– ¡y con lo saludable que es comer verduras, frutas y ensaladas! ––Sí, ¿y de dónde vas a sacar las frutas y los vegetales, comemierda? ––contestó mi otro yo en un tono más audible.
––¿Qué decía, compañero? ––preguntó el cabeza de buey al volante, girando el torso hacia mí y mirándome con sus ojos ausentes de res cansada.
––Nada ––contesté––. Comentaba que si este calor es ahora en abril, en agosto nos asaremos en la calle.
El hombre contestó con un mugido y, por fin, el otro policía salió con paso apresurado. Traía un cigarrillo entre los labios, un sobre marrón en la mano y montó en el asiento junto al chofer.
––Vamos pa’ la unidad ––dijo secamente, y el otro echó a andar el motor y salió a toda velocidad del cabaret.
La palabra “unidad” me produjo un efecto de vértigo y unos deseos de saltar de aquel coche en marcha y acabar de una vez con mi comprometedora carrera delictiva; pero no tuve valor para hacerlo, y tuve que aliviar mi sufrir respirando el aire tibio y contaminado que entraba por la ventanilla. Ni siquiera me atreví a pedirles un cigarrillo a los oficiales. En aquel tiempo, aún tenía el hábito de fumar. Desde hacía varios días ya había agotado la magra cuota que me tocaba por la libreta, y no había podido conseguir ni una cajetilla en la bolsa negra. ¡Menos mal!, pensé para mis adentros, porque entonces tendría un agravante más.
Después de dar mil vueltas por los suburbios de la ciudad, el auto oficial llegó por fin a la garita principal del sitio más tenebroso, sórdido y temido de todo el país: Villa Marista, el cuartel general de la tristemente célebre Seguridad del Estado. Entonces sí que me arrepentí de no haber saltado del auto en marcha cuando pasábamos sobre el puente del río Almendares.
(…)
––¡Ay carajo, esto me pasa por tragón que soy ––me lamenté amargamente cuando me vi sentado en aquella pequeña habitación toda pintada de blanco, donde sólo había una mesa de madera oscura, dos sillas, un cenicero metálico lleno de colillas, un teléfono y el ridículo estuche del saxofón entre mis piernas, que temblaban ahora de miedo y de frío. El aire acondicionado estaba muy alto, y, como a los diez o quince minutos, entró una mujer uniformada que, sin pronunciar palabra, dejó sobre la mesa una jarra de aluminio con agua helada y dos vasos de cristal. Casi enseguida hizo su entrada el oficial de más alto rango, de los dos que me habían ido a buscar a la casa. En la mano traía el mismo sobre marrón que había recogido en Tropicana. Sirvió agua en los dos vasos, pasándome uno.
––Bueno, aquí estamos más fresquitos que allá fuera, ¿no? ––comentó, sentándose sobre la mesa, frente a mí. Sacó del bolsillo de su camisa una cajetilla de cigarrillos H.Upmann de exportación. La abrió y me brindó uno, se puso otro en los labios, sacó un encendedor y encendió ambos. Fumamos en silencio durante unos minutos. En la distancia, me pareció escuchar unos golpes secos y los gritos ahogados de alguien a quien trataban de amordazar. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral de abajo hacia arriba, pero no dije ni pío. El hombre ignoró los espeluznantes ruidos, se cambió a la silla que quedaba vacía, la acercó a la mesa, y sobre ella colocó una de las fotografías que había sacado del sobre marrón.
––¿Conoces a este elemento? ––preguntó señalando la foto de una bailarina japonesa muy pintarrajeada, con adornos en la cabeza, una pierna en alto y un abanico en cada mano. Traté de fijarme bien, pero le contesté que con todo aquel maquillaje sería muy difícil identificar a nadie.
––¿Y ésta?
––Ah, esa es Juana Bacallao ––contesté, fingiendo una alegría que cada vez se alejaba más de mi alma.
––Con el embajador de Ghana, a la salida del hotel Capri ––añadió el oficial, identificando al hombre negro que, tocado con un fez turco, lucía un típico dashiki africano hasta el suelo. El diplomático hacía una gentil reverencia hacia Juana, quien, a su vez, con los brazos enguantados en alto, ensayaba una de sus poses teatrales.
–– Y ese es el peluquero de ella ––aseguré, al mostrarme una foto del chinito que andaba con la vedette aquel mismo mediodía.
––Pues éste es el mismo chino cundangón de la primera foto que te enseñé, que se dedica a organizar fiestecitas de mariconerías disfrazadas de “artísticas” ––regañó el esbirro— pero se van a joder, porque hay unos cuantos turistas y hasta diplomáticos de países socialistas participando en toda esa pendejada “artística”, ¿qué te parece?––. Hizo una pausa para darle una larga chupada al cigarrillo antes de espachurrarlo casi con rabia en el cenicero que tenía al lado. Yo no supe qué contestar, y aproveché para apagar el mío en el mismo cenicero, ya repleto de malolientes colillas de otros interrogatorios. Ahora, la habitación se había llenado de un humo pegajoso, el aire que respirábamos estaba viciado y la atmósfera se tornó asfixiante.
El hombre me hizo seña de que me acercara a la mesa, y él hizo lo mismo desde el otro lado. Me llegó un vaho denso del aliento apestoso a nicotina de mi interlocutor, y me imaginé que el mío no olería mejor. ¡Cuándo lograría librarme de aquel vicio inmundo!
––Y aquí todo el mundo sabe que lo que es contrabando de carne y juntamenta con extranjeros sí que no camina, ¿me sigues?... a menos que esté autorizado de arriba ––Terminó el oficial un poco más calmado, mientras ponía sobre la mesa otra foto de las que sacaba del sobre marrón.
Esta vez se quedó callado, y se dedicó a observarme mientras yo miraba atónito la imagen de aquel personaje único e inconfundible que aparecía en la instantánea. Más bien grueso, de piel oscura, debajo de la amplia carcajada se dibujaba un abultado “gotee” sin bigote, y sobre su nariz chata y de amplias ventanas galopaban unos pesados lentes de ancho marco. Vestía pantalón y botas de montar, capa inglesa a cuadros y gorra de doble visera del mismo material. En una mano sostenía una trompeta de forma característica, y en la otra, humeaba una enorme pipa de marfil. Súbitamente, mi cerebro se convirtió en una máquina del tiempo, y regresé mentalmente a mi niñez, cuando mi padre apareció en casa con nuestro primer disco de be-bop, que era como llamaban a aquel excitante estilo musical que, a finales de los años 40, revolucionó la música en todo el mundo.
––Compañero, no me va usted a decir que Dizzy Gillespie anda metido en orgías y fiestas de perchero aquí en Cuba ––me aventuré a decir, levantando la vista tímidamente, aún sintiendo en mi bolsillo trasero la nota que apareciera misteriosamente a la puerta de mi casa.
––Yo no tengo nada que decir, eso tú lo sabrás mejor, pues tú conoces a estos ciudadanos que tienen tratos raros con extranjeros, y a ese músico yanqui que se bajó de un barco preguntando por ti. De ahí que Orlandito Valdés lo recogiera en el muelle y lo llevara directamente en su motoneta hasta tu casa de Marianao, donde te recogimos, ¿o no?
Yo tenía el estómago revuelto y la cabeza hecha un bombo. No podía explicarme la relación entre Juana Bacallao, el chinito transformista y el famoso trompeta estadounidense que andaba en la motoneta de Orlandito buscándome por las calles de La Habana. Los golpes y los gritos ahogados habían cesado y se formó un incómodo silencio, que yo aprovechaba para organizar mentalmente la forma en que confesaría mi “fileticidio” junto con los agravantes de los demás productos, a la vez que, honesta y sinceramente, negaría y repudiaría implicaciones de tipo homosexual, o vínculos personales con Dizzy Gillespie o cualquier otro músico norteamericano.
––Mire, compañero, las tentaciones capitalistas, la glotonería… ––comencé diciendo, con la vista clavada en la caja negra entre mis piernas. Pero en eso sonó la campanilla salvadora del teléfono, que hasta entonces había permanecido mudo sobre la mesa de madera. Yo di un respingo de sorpresa, y el hombre, que todo este tiempo me miraba fijamente, me detuvo con un gesto de su mano derecha, y con la otra levantó el auricular.
––Ordene ––y se dedicó sólo a escuchar con atención, con el ceño fruncido, mirándome al rostro y, a veces, en dirección a mi maleta.
––Bueno, pues ni hablar; habrá que llevarlo para allá ahora mismo ––fue todo lo que dijo antes de colgar el aparato, levantarse, dar media vuelta y salir disparado por la puerta sin despedirse.
Sobre la mesa, junto a la de Gillespie y las otras, quedaba por ver una foto de Yudislexis, la gordita de la cafetería, bailando en bikini con un par de jóvenes, también ligeros de ropas, que no eran otros que Plácido y Domingo, los gemelos traficantes (y para nada Santos) del solar del Trueno. Muy cerca de ellos, luciendo un turbante emplumado y lo que parecía ser como un blúmer de mujer con vuelitos de encaje y todo, estaba Kemal Kairus sentado al piano. A ambos lados del árabe, se veía claramente a Juana Bacallao cantando a dúo con una geisha japonesa. Al fondo, podían distinguirse a Andrés Castro, padre e hijo, disfrazados de cazadores de fieras, tocando sendas trompetas junto a quien se daba un aire al diplomático africano de la foto anterior.
––Aquí vamos a caer toditos envueltos en llamas. El único que no está en ninguna de estas fotos soy yo, pero ni falta que hace, con toda la candela que traigo encima ––pensé convencido.
––Agarra tu cornetica, que nos vamos echando ––ordenó abriendo la puerta súbitamente el gendarme regordete que manejaba el auto que nos trajo. Del otro lado de la pared, se escuchó nítidamente el sollozar de una mujer, y el eco de una voz masculina cuyas palabras no pude entender. Me eché el pesado estuche al hombro y salí a un pobremente iluminado pasillo, larguísimo y estrecho, con muchas puertas. De las puertas salían y entraban constantemente hombres y mujeres vestidos de completo uniforme. Por doquier, se escuchaban órdenes, voces de mando y ruidos lejanos e indescifrables. Esquivando a todos y sin saludar a nadie, delante de mí, iba, abriendo brecha, el hombre-buey. La mano derecha descansaba sobre la culata de su pistola al cinto. Veía la espalda y los hombros de su camisa militar, manchada de sal por el sudor que se secaba una y otra vez sobre su lomo de bestia de tiro uniformada. En la boca llevaba un habano recién encendido, que con su paso agitado y aplastante, lo hacía lucir como una locomotora de carbón que corriera enloquecida sobre unos rieles invisibles, seguida por el solitario vagón que era yo. Un deslumbrante sol me encandiló al salir al aire libre.
(…)
El auto pasó frente al hospital Clínico Quirúrgico, brincó sobre la línea del tren, cruzó la calzada del Cerro y continuó por la calle 26 hacia abajo. Al pasar junto al Parque Zoológico, frente queda el club Barbarán, en el mismo edificio donde vivía Bola de Nieve. “No se puede hacer más con una canción”, había escrito cierta vez Pablo Neruda, conmovido por el arte incomparable del chansonnier guanabacoense.
A mi mente acudieron gratos recuerdos de las muchas ocasiones en que actuamos juntos, y de aquella vez que fuimos con Varona, el trompeta, y su colega, el Guajiro Mirabal, a comer un arroz moro que hacía el Bola, sin frijoles (al menos visibles), que él molía antes de echárselos y camuflarlos con el arroz. Al llegar aquella noche, vistiendo una fina bata de casa de pura seda japonesa, nos abrió la puerta Heriberto Carrión, un trompetista que había sido el amante oficial del divo por muchos años. Bugaberto, lo llamaba el Guajiro Mirabal.
El Volga seguía volando bajito por las calles, ignorando luces y señales de tránsito. Aquel tipo manejaba como un loco, pero llegó un momento en que estaba yo tan extenuado, física y mentalmente, que me quedé dormido, ni sé por cuanto tiempo, usando de almohada la dura superficie del sarcofaguito que me construyera el judiíto rumano.
Soñé que me encontraba en el famoso club Birdland, de Nueva York. A mi lado, estaba Sherlock Holmes tocando una cachimba gigante en forma de saxofón, y yo era Dizzy Gillespie soplando mi trompeta jorobada. Kemal Kairus estaba casi desnudo, sentado al piano con su turbante emplumado, y Juana Bacallao era realmente Ella Fitzgerald luciendo una peluca verde metálico y vestida de miliciana. Andrés y Andresito Castro, disfrazados de cazadores de fieras selváticas, con bermudas y cascos de safari, tocaban sendas trompetas hechas de carne y, entre ellos dos, el embajador de Ghana daba manotazos a un gran tambor batá que sostenía sobre sus poderosas piernas. El decorado del club, que ahora se llamaba El Cedro, como la bodega de mi barrio, consistía en estantes polvorientos, repisas rotas, un destartalado sillón de limpiabotas y largas hileras de botellas vacías y latas oxidadas. Diseminados entre el público, se encontraban los nuevos dueños del club, Jesús y Adán Cañón y, con ellos, su viejo amigo Evaristo con su esposa y el hijo salvavidas. En un pullman cerca de la pared, cenaban románticamente, a la luz de los candelabros, la despampanante mulata Olga y el jabao Chicharito, elegantísimo en su negro smoking. En una mesa de pista, muy acaramelada con su novio Mongo Mandarria, la gorda Yudislexis exhibía un atrevido bikini amarillo con lunares diminutos. En la misma mesa, su hijo, Pepe el Soviet, sacaba unas complicadísimas ecuaciones físico-matemáticas en su cuaderno, a la vez que se comía, relamiéndose de gusto, un tubo de dentífrico Perla con un vaso grande de “líquido de frenos”. Hacia un rincón muy oscuro y apartado, el hombre-buey se besaba apasionadamente con el alto y apuesto oficial de superior graduación, cuya mano derecha había desaparecido dentro de la portañuela de la res humana. ¡Madre mía, ya aquí no se puede creer en nadie!, pensé sorprendido.
En la zona más animada del cabaret, alborotaban los gemelos Plácido y Domingo Calzadilla, acompañados de su padre, el tenor operático, junto al chinito peluquero, caracterizados de capitán Pinkerton y la Cio Cio San de Madame Butterfly. Haciendo contraste con el rústico decorado, a un lado del salón se encontraba la iluminada barra de cristales, llena de estrellitas rutilantes, vasos y botellas de todos colores. Tras ella, quien atendía a los clientes era Drácula, que entre uno y otro pedido, sorbía un bloody mary. Luisa Fernández (que no Fernanda), la avejentada madre de los jimaguas, se alejaba del grupo, tejiendo y chachareando sin parar, sobre una de las altas banquetas del bar. Su dentadura dorada resplandecía cada vez que abría su boca. Los chismosos aseguraban que ella misma había echado a andar el rumor de que estaba de nuevo encinta; esta vez de un gallego buhonero de otro barrio. En la banqueta contigua, la escuchaba impasible el galleguito Yayo (¡hhmm, qué casualidad!) con su inseparable mulo y la boina de medio lao.
Desde la puerta de entrada en penumbras, se movían las siluetas vigilantes y siempre alertas de Cheché, la del comité, y del tenebroso teniente Mayedo. El rencoroso militar nunca olvidó completamente la mala pasada que Adán y Evaristo le jugaron dejándole su carrito montado sobre cuatro cajones en la playa de Cojímar; pero tuvo que sacar bandera blanca cuando estos, en desagravio, le devolvieron un carro americano del año y las cuatro gomas Firestone que le habían prometido en la burlona nota que le dejaron sobre la pizarra del “rusomóvil” aquella memorable madrugada en que partieron por carretera hasta la Florida.
––¡¡¡Mantecaaaa!!!–– pidió Jesús el bodeguero, levantando un brazo desde su mesa, y arrancando un aprobatorio aullido del público. Sherlock Holmes entendió el mensaje, marcó cuatro y la sección rítmica comenzó a tocar el vamp de introducción con que comienza la famosa pieza de Chano Pozo.
Fuera se escuchó el vigoroso rugido de la motocicleta de Tarzán que, incapaz de adaptarse a los giros angulares del be-bop, prefería pasearse ante los chicos que lo vitoreaban a su paso por las calles de Manhattan.
La música iba en crescendo, y el ritmo era cada vez más excitante, y ya cuando iba a comenzar mi solo, desperté de mi sueño con la sacudida, un encontronazo y el estruendo de algo pesado al caer. Era que habíamos llegado a nuestro destino y los militares abrieron la puerta trasera sin avisar. La caja del saxofón que usaba de almohada cayó al suelo del parqueo subterráneo donde nos habíamos detenido. Instintivamente, me agarré del marco de la puerta del auto para no caer junto con el estuche que, al golpear contra el piso, se abrió, dejando al descubierto el instrumento que escondía el cuerpo del delito. El gordo me ordenó bajar. Obedecí inmediatamente y, luego de cerrar la tapa y echarme el sarcofaguito al hombro, los dos hombres me condujeron por varios pasillos de servicio, de lo que, al poco rato, reconocí como la cocina y los vertederos del Habana Libre, antiguo hotel Hilton. Finalmente, entramos por una puerta lateral que salía a los camerinos que tan familiares me resultaban. Olía a perfume barato, a café, a cerveza fría y a rumbera sudada. En fin, que olía a night club, a cabaret, una fragancia que había aprendido a amar casi desde la cuna. El hombre alto abrió uno de los cuarticos y trató de explicarme algo, pero lo interrumpí diciéndole que mi padre había trabajado en aquel lugar muchos años con la orquesta de Fernando Mulens, y que me sentía allí como en casa. Los gendarmes se miraron encogiéndose de hombros. Era que, obviamente, el nombre del ilustre compositor matancero no decía nada a los militares y, entre tanto, yo, con esa tendencia a abstraerme que he tenido siempre, me fui a muchos años atrás, y me pareció estar contemplando la elegante y amable figura de Mulens dirigiendo desde el piano de cola la orquesta del Hilton. Allí estaba también mi padre, con uno de los saxofones, y Juan Formell, quien a la sazón tocaba el bajo en la orquesta del show. Me reí acordándome de lo entretenido y despistado que era Mulens, y de la noche que se sentó al piano, listo para dirigir la orquesta del show del Casino Parisienne del hotel Nacional. ¡Y él ya no trabajaba allí desde hacía muchísimo tiempo!
La voz del hombre-buey me volvió a la realidad:
––Okey, entonces, cuando termines de preparar tu cornetica, sales a la pista del cabaret, que ahí te están esperando. Vete a poner el nombre de la Revolución bien alto, que hay que ganarle esta batalla al imperialismo en su propio terreno. Ah, y date prisa que estás tarde.
––¿Tarde para qué cosa, compañero? ––pregunté inútilmente, pues tras un breve saludo militar, los dos hombres desaparecieron rápidamente por la misma puerta de servicio por donde entráramos poco antes.
Coloqué el sarcofaguito sobre la larga tabla que había frente a los espejos de maquillarse, y trataba de armar el instrumento mientras elucubraba qué carajo hacer con el filete, la media cebolla y el ajo que tenía en la campana del saxofón; más el trozo de plátano verde, el cartuchito de frijoles colorados, la nota misteriosa de Gillespie, el pomo de colonia Bebyto, y el tubo de pasta Perla que llevaba en los bolsillos del blue jeans robado.
––Es mejor que te guarde eso en el refrigerador del bar ––dijo una voz detrás de mí. Agotadas ya todas mis reservas de miedo, con toda calma me di vuelta y era nada menos que Kemal Kairus, esta vez sin turbante y vestido de cuello y corbata––. A menos que quieras que se pudra esa carne ––masticó las palabras.
En la distancia se escuchaba el improbable e inconfundible sonido del tenor de Stan Getz, en lo que Kemal, mirando a ambos lados del pasillo, abría ante mí la bolsa roja con caracteres árabes de la que había hecho yo burla horas antes a la entrada de su edificio de la calle Ánimas.
––Yo trabajo aquí haciendo piano-bar y, además, creo que no tienes más remedio que confiar en mí ––dijo, encogiéndose de hombros–– y es más, que si me das la llave de tu casa, ahora mismo, Tarzán, que va con su moto en esa dirección, me tira por allá. De todas formas, yo tengo que ir a buscar una cosa a Tropicana, y no me es nada pasar antes por tu casa y meter los féferes en el frío. Así que elige tú que canto yo ––terminó citando el estribillo de Benny Moré.
––¿Y a santo de qué te arriesgas por mí, Kemal? ––quise saber, entre desconfiado y agradecido, mientras iba depositando los productos en la jaba roja, y le entregaba la llave de mi casa en Marianao.
El hombre, sin mirarme, se tomó un tiempo para contestar graciosamente:
––Nah’, mariconerías mías ––y con la misma soltó una risa cantarina, dio media vuelta y se fue por el pasillo que iba al cabaret––. Te dejo la llave con tu vecina Primitiva ––gritó alzando un brazo y sin mirar hacia atrás.
El bellísimo sonido de Getz seguía invadiendo la atmósfera, y yo, como quien se ha quitado un enorme peso de encima, terminé de armar mi instrumento y, resueltamente, dirigí mis pasos hacia donde dirigiera poco antes los suyos el pianista árabe, y de donde provenía el sonido que tanto me intrigaba. Jamás pude imaginar que aquel pasillo me conduciría a un increíble encuentro musical con algunos de los artistas que más había admirado desde mi niñez. Aquello parecía sacado de un sueño alucinante y fantástico.
La cosa era que aquel mismo día, inexplicablemente, había aparecido en la bahía de La Habana aquel crucero con Dizzy Gillespie, Stan Getz, Earl Hines y David Amram. Nada había salido en los medios noticiosos, y ningún músico sabía la valiosa carga que traía aquel barco; salvo Orlandito Valdés, que pasaba por allí y se topó casualmente con Dizzy Gillespie, que por una extraña razón mencionó mi nombre. Después me enteré que Mario Bauzá, viejo amigo de mi padre, le había hablado de mí. De pronto, por órdenes de ni se sabe quién, se forma por la tarde aquella jam session entre los músicos americanos y cubanos, en el cabaret Caribe del hotel Habana Libre, y por la noche, aquel concierto feliz y sorpresivo en el teatro Mella. En aquellos días tenía lugar en ese mismo hotel una especie de celebración con unos viejitos que cumplían 50 años de servicio en la industria azucarera, y sabrá Dios a qué cerebro enfermo se le ocurrió “castigar” a aquellos cientos de viejitos, enviándolos a dispararse aquel concierto de jazz que duraría muchas horas en el Mella, mientras que tantos músicos y fanáticos del género se quedaron fuera.
(…)
La Seguridad bloqueó como dos cuadras antes el acceso al teatro donde se presentarían los americanos, y no dejaron pasar a nadie que no estuviera autorizado de arriba, o mostrara su carnet de cañero cincuentenario. (¿Es realismo mágico o no?). Pero para los afortunados que logramos participar en el histórico evento, fue una experiencia hermosísima. Ahí alternamos con músicos que conocíamos y admirábamos a través de discos, como Rudy Rutherford, Ron McClure, Billy Hart, Ray Mantilla, John Ore, Mickey Rocker, Ben Brown, Joan Brakene y Rodney Jones.
A su regreso a Nueva York, el periodista Arnold Jay Smith y los músicos americanos le comentaron a Bruce Lundvall ––a la sazón presidente de la discográfica CBS–– lo que habían visto en La Habana. Esto hizo que el empresario se interesara tanto en nosotros, que se las arregló para llevar al año siguiente al conjunto entero a Estados Unidos. Veníamos con el grupo Irakere a grabar con CBS, y la poderosa compañía hasta logró que el empresario George Wein nos incluyera en un concierto de su Kool Jazz Festival en el teatro Carnegie Hall. Las estrellas de aquella noche eran el dúo de pianos de Bill Evans y McCoy Tyner.
En contra de los deseos de los “segurosos” que nos acompañaban, al final de nuestra presentación en el Carnegie se nos unieron en el escenario David Amram, Maynard Ferguson, Stan Getz y, por supuesto, el inefable Dizzy Gillespie, que venía desplegando su amplia sonrisa de niño travieso, haciendo payasadas, inflando los cachetes y “disfrazado de Sherlock Holmes… con capa de cuadros, botas altas, gorra de doble visera… ¡y en la boca traía hasta la cachimba esa que fumaba Sherlock en las películas!”. Igualito que aquella ventosa y soleada tarde de abril en la bodega del guajiro Jesús Cañón, allá en mi antiguo barrio habanero.
¡¡¡Elemental, mi querido Watson!!!
[1] Tal como cuenta en la primera parte de este relato (del libro en preparación Paisajes y Retratos) que, por razones de espacio, no podemos reproducir íntegro, se trata del estuche de su saxofón en forma de sarcófago que le fabricó un carpintero de origen rumano especializado en ataúdes, y es donde el protagonista va acomodando un gran trozo de carne y el resto de los productos que ha comprado en bolsa negra.
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