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Edgelit

Edgelit
Edgelit/Borde.de.luz

Adagio de Habanoni


Fotografías de Silvia Corbelle y Orlando Luis Pardo

mi habanemia

La Habana puede demostrar que es fiel a un estilo.

Sus fidelidades están en pie.

Zarandeada, estirada, desmembrada por piernas y brazos, muestra todavía ese ritmo.

Ritmo que entre la diversidad rodeante es el predominante azafrán hispánico.

Tiene un ritmo de crecimiento vivo, vivaz, de relumbre presto, de respiración de ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones.

Tiene un destino y un ritmo.

Sus asimilaciones, sus exigencias de ciudad necesaria y fatal, todo ese conglomerado que se ha ido formando a través de las mil puertas, mantiene todavía ese ritmo.

Ritmo de pasos lentos, de estoica despreocupación ante las horas, de sueño con ritmo marino, de elegante aceptación trágica de su descomposición portuaria porque conoce su trágica perdurabilidad.

Ese ritmo -invariable lección desde las constelaciones pitagóricas-, nace de proporciones y medidas.

La Habana conserva todavía la medida humana.

El ser le recorre los contornos, le encuentra su centro, tiene sus zonas de infinitud y soledad donde le llega lo terrible.

Lezama

habanera tú

habanera tú
Luis Trapaga

El habanero se ha acostumbrado, desde hace muchos años, a ese juego donde silenciosamente se apuestan los años y se gana la pérdida de los mismos.

No importa, “la última semana del mes” representa un estilo, una forma en la que la gente se juega su destino y una manera secreta y perdurable de fabricar frustraciones y voluptuosidades.

Lezama

puertas

desmontar la maquinaria

Entrar, salir de la máquina, estar en la máquina: son los estados del deseo independientemente de toda interpretación.

La línea de fuga forma parte de la máquina (…) El problema no es ser libre sino encontrar una salida, o bien una entrada o un lado, una galería, una adyacencia.

Giles Deleuze / Felix Guattari

moi

podemos ofrecer el primer método para operar en nuestra circunstancia: el rasguño en la piedra. Pero en esa hendidura podrá deslizarse, tal vez, el soplo del Espíritu, ordenando el posible nacimiento de una nueva modulación. Después, otra vez el silencio.

José Lezama Lima (La cantidad hechizada)

Medusa

Medusa
Perseo y Medusa (by Luis Trapaga)

...

sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir;
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

la maldita...

la maldita...
enlace a "La isla en peso", de Virgilio Piñera

La incoherencia es una gran señora.

Si tú me comprendieras me descomprenderías tú.

Nada sostengo, nada me sostiene; nuestra gran tristeza es no tener tristezas.

Soy un tarro de leche cortada con un limón humorístico.

Virgilio Piñera

(carta a Lezama)

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Luis Trápaga

ay

Las locuras no hay que provocarlas, constituyen el clima propio, intransferible. ¿Acaso la continuidad de la locura sincera, no constituye la esencia misma del milagro? Provocar la locura, no es acaso quedarnos con su oportunidad o su inoportunidad.

Lezama

Luis Trápaga Dibujos

Luis Trápaga Dibujos
Dibujos de Luis Trápaga

#VJCuba pond5

Pingüino Elemental Cantando HareKrishna

Elementary penguin singing harekrishna
o
la eterna marcha de los pueblos victoriosos
luistrapaga paintings
#00BienaldeLaHabana (3) #activistascubanos (1) #art-s (6) #arteconducta (3) #artecubanocontemporáneo (2) #arteespinga (1) #arteindependiente (2) #artelibre (5) #artelibrevscensuratotalitaria (2) #artepolítico (5) #artículo13 (2) #casagaleríaelcírculo (2) #censura (2) #censuratotalitaria (2) #Constitución (1) #Cuba (2) #cubaesunacárcel (1) #DDHH (1) #DDHHCuba2013 (2) #DDHHCuba2015 (3) #DDHHCuba2017 (2) #disidencia #artecubano (1) #ForoDyL (1) #FreeElSexto (1) #historiadecuba (1) #labanderaesdetodos (1) #laislacárcel (1) #leyesmigratoriascubanas (3) #liavilares (1) #libertaddeexpresión (1) #libertaddemovimiento (2) #luismanuelotero (3) #miami (1) #MINCULT (1) #museodeladisidenciaencuba (2) #perezmuseum (1) #periodistasindependientes (1) #pinga (1) #PornoParaRicardo #UnDiaParaCuba #YoTambienExijo #FreeElSexto (1) #restriccionesmigratorias (1) #RevoluciónyCultura (2) #TodosMarchamos (3) #UnDiaParaCuba (1) #yanelysnúñez (2) #YoTambienExijo (6) 11 bienal (11) a-mí-no-pero-a-ella-sí-compañero (43) Abel Prieto (1) abogados cubanos (1) acoso policial (1) activismo (1) Adonis Milán (2) agitprop (1) Ahmel Echevarría (3) Ailer Gonzalez (9) Ailer González (1) al derecho o al reVes? 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Libertad para Danilo

Mar 16, 2009

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37

TOKIONOMA

Violento suspiro de un japonés. Todas las

noches lo veo. Viejo. Senil. Habitante de isla. La

mayor de las antiguas. Un ser que exhala su aire

como quien expira.

Casi cien años. Tiene. Nació a mediados del

XIX. Y sólo a mediados del siglo XX lo consigue

expulsar. Su aire. Se llama enfisema y no tiene

cura. Ni siquiera en Japón. Mucho menos en

pleno agosto de 1945. Un verano del mundo no

más infernal que el resto de la realidad.

En los suburbios de Tokio. Desde allí escucha

sus noticias en japonés. Literalmente. Porque son

suyas. Él las reinventa. El locutor comenta sobre

otra ciudad de isla enteramente borrada. Él

suspira. Ya va quedando menos del mapa. Falta

sólo el borrón atómico de la capital imperial. Y

luego llegaría por fin el turno del japonés, una

última oportunidad de tachar ese idioma no tan

retórico como reiterativo. Una lengua que

enfatiza a tiempo. Al principio muy complicada

pero, con la práctica de años, tan sencilla como el

arte de respirar.

Lo veo exhalar como quien expira.

Violentamente. De alivio. Anhela el fin de su

historia. Literalmente. Porque es la suya. Ansía el

vacío del mapa. Y teme que no le alcance el

tiempo para enterarse de la noticia, de ese

comunicado por radio en la locución eterna de un

vocero imperial.

—Ojalá que Tokio no tarde –pronuncia con

los ojos cerrados, aunque sus retinas hace

décadas que ya no ven. Nada.

Yo sí. Yo veo.

Veo aquella frase y suspiro violentamente.

Me falta el aire. Me parezco a un japonés. Viejo.

Senil. Habitante de otra isla. La menor de las

antiguas. Casi cien años. Tengo. Nací a mediados

del siglo XX y aún suspiro a mediados del XXI.

A estas alturas de la historia apenas me queda

tiempo para escuchar mis noticias. Literalmente.

Porque son mías. Yo me las reinventé.

Sólo que el idioma español es demasiado

retórico para reiterar. Y eso es lo más peligroso.

Habitamos una lengua que a nadie le avisa a

tiempo. Ni siquiera el locutor muestra algún

síntoma de preocupación. Ahora todo mapa

parece eterno, mientras sea narrado en español.

La historia traducida a este idioma es una estera

sin fin. La memoria se hace tan imborrable que

provoca dolor.

—Ojalá que Tokio no tarde –me escucho

doblando la misma frase del japonés.

Ojalá que Tokio no tarde, pronunciado en la

capital de ningún imperio. Ojalá que Tokio no

tarde, en un amnésico español que no anestesia ni

media palabra. Ojalá que Tokio no tarde, con mis

dos ojos tan abiertos como ceros atómicos, las

retinas tragándose y a la vez borrando hasta la

última frase de luz. Ojalá que Tokio no tarde, en

pleno agosto de 2045: un verano del mundo no

más infernal que los restos de la realidad.

38

ENTRE UNA BROWNING Y LA PIEDRA

LUNAR

1

Recogimos una piedra lunar. Una de esas

piedras rosadas que caen de la luna atraídas por

la fuerza de gravedad. Una piedra del tamaño de

un puño. Áspera a sobrerrelieve, laberíntica. Una

piedra de luna fácilmente confundible con un

coral. De fuego, en estado de excitación o

extinción. Como un cerebro de miniatura. Por

supuesto, fue Ipatria quien la nombró:

—Se llamará Clito –nos dijo–. La diosa

solitaria y apócrifa de la historia y la sexualidad.

Y todos reímos de su ocurrencia al nombrar la

piedra.

Como de costumbre, no entendíamos ni una

sóla de sus palabras. Con el lenguaje nunca nadie

la superó. Con la lengua tampoco. Por eso Ipatria

tenía todo el derecho a nombrar. A ella y cada

miembro del grupo. Y también a tragarse cada

miembro de los cuerpos de cada miembro del

grupo.

Ipatria era una gran boca abierta al estilo de

un cero voraz.

2

Una Browning de 15 tiros. Una pistola

extranjera, como toda arma. Cargada, por

supuesto, como en aquel tema anglo sobre la

felicidad, cantado medio siglo o medio milenio

antes del nacimiento de Ipatria: la felicidad es

una pistola cargada, cansada.

Ipatria apuntó a lo lejos. Al vacío recóndito

de la noche. A nadie y nada en particular. Ipatria

apuntó en medio del parque de la Asunción. En

el medio de Lawton, La Habana, Cuba. En medio

de América y el planeta Tierra. Ipatria apuntó a la

luna, hacia arriba. O al menos eso nos pareció.

Entonces, de un súbito giro, se metió el cañón en

la boca. Esa era su especialidad: usar la boca

como amenaza inmediata de matar o hacerse

matar.

—No juegues que está cargada –le dije–. O

dinos dónde encontrar otra boca así.

Ipatria me miró. Desearía creer que sonrió.

Gélida. Sudaba bajo la luz blanca del parque,

filtrada entre los últimos pinos de la ciudad.

Sudaba hasta por los ojos. Puede ser que llorara.

Sudor frío, lágrimas adrenérgicas, entre otros

fluidos androides que ningún humano ha visto

jamás. Ipatria, la más solitaria y apócrifa de las

diosas de la historia y la sexualidad. Ipatria, la

madre de clito, browning, y el resto de las

palabras. Ipatria, orate y lúcida como un círculo

recortado de luminiscencia lunar. Ipatria se sacó

el cañón de la boca.

Bajó la Browning de 15 tiros. Bajó sus brazos

de neón anémico. Bajó las cejas, bajó los

párpados. Bajó los dedos y el arma cayó a tierra,

atraída por la fuerza de gravedad. La vimos rodar

por el césped hasta llegar al fango, donde se

encajó de cañón sin emitir quejido o disparo.

Nadie en el grupo se atrevía ahora a

reaccionar. Ipatria tampoco. Se nos habían

descargado en masa las baterías. La luna parecía

una lápida desteñida de coral. De fuego, pero ya

fatuo.

—Uno de estos días, ya verán –se alejó

protestando Ipatria hacia su banco eterno del

parque de la Asunción: el que no tenía respaldo.

De una u otra forma siempre todo empezaba

así: a través de Ipatria y sus amenazantes frases

que leíamos con imposible fascinación.

3

Una noche decidimos recorrer en ómnibus la

ciudad. Atrapamos al vuelo una 23, ruta

trasnochada a lo largo y estrecho de la avenida

Porvenir. Ya dentro, nos apilamos en la parte

trasera, aunque nadie más viajaba en la guagua.

Serían las tres o tres y media de la

madrugada. Y a esa hora el mundo casi no existe

en La Habana: La Hanada, según Ipatria. A esa

hora ya sólo existía Ipatria. Desnuda, como de

costumbre. Bailando en cámara lenta con su

piedra lunar. En público, en grupo. En un

ómnibus propiedad del Estado. Ipatria lunática.

Húmeda y ríspida, laberíntica. Ipatria petrificada

y calva, cerebral y afeitada. Pura piel sintética sin

accidentes. Ipatria, divino despilfarro desvelado

de la d y otros demonios antidiurnos.

La rodeamos para protegerla de los curiosos

que quizá en otro espacio-tiempo pudieran

aparecer. La rodeamos para ponerla a salvo del

paisaje irreal que corría a tope de velocidad al

otro lado de las ventanillas, película mal

fotografiada que íbamos dejando atrás: de

Lawton a Luyanó a Centro Habana al Vedado.

La rodeamos para verla, porque era ella el centro

de nuestras noches en grupo, fuera en ómnibus o

caminando: porque era ella nuestro eje

gramatical. La rodeamos para que fuera libre de

moverse al compás del motor, bailando sobre

infinitas ondas cuánticas de un solo tono. Blanca,

insonora, nano. Arcoiris monocromático de

ningún decibel.

Y entonces la vimos meterse ahí dentro la

piedra: a Clito, bien hondo por su entrepierna. Y

después meterse ahí dentro también un puño, el

39

derecho: sus cinco dedos cerrados en forma de

arrecife coral. Nervaduras y venas, furia rosada,

piramidal. Y meterse ahí dentro el resto de su

brazo después, hasta quedar inválida, asimétrica.

Y meterse ahí dentro el resto de su cuerpo, hasta

casi desaparecer: medusa traslúcida a la altura de

la avenida 23, rampa de lanzamientos para

colocar su cuerpo invaginado en la luna, satélite

genital devenido ahora muñón.

Más que desnuda, Ipatria bailó invisible en la

parte trasera de la 23. Rodeada por nosotros, que

de pronto ya no rodeábamos a nadie. Y todos

sentimos nuestros sexos duros y babeantes, por la

excitación de esa misma nada. Y ya no pudimos

o no quisimos o no supimos evitar que su cuerpo

se nos esfumara hasta quedar a flote como una

niebla transnacional. Aire y asma y asfixia: smog

del subdesarrollo, somnomemorias tatuadas en el

hielo sucio de un cometa que nadie en el grupo

supo si volvería a bailar. A brillar. Ni siquiera el

chofer de la 23 que, por supuesto, en todo el

viaje no se dio cuenta de nada: zombie

institucional de correcto uniforme y reloj.

Esa noche nos despedimos sin rozarnos

apenas. Ni el grupo ni Ipatria. Ni un beso. Ni un

chiste. Ni una nalgada. Pero tampoco ni un sólo

anuncio del fin. Cada cual solitario a su apócrifo

hogar. A rebajarse el alma retorciendo los

cuerpos sobre la cama, pensando en Ipatria:

hedonistas y hastiados, onanismo autista. Siendo

todos un poco Ipatria a esa hora sin hora.

Rezando mientras nos veníamos con tal de que,

por favor, Ipatria, ojalá reaparezcas la próxima

noche en el parque de la Asunción. Ojalá que

surjas de la nada, como siempre, tan lustrosa de

blanco y sin un sólo pelo en el cuerpo. Con tu

boca y tus manos ya listas para la acción que

cada miembro del grupo imita ahora en su cuarto.

Y, como siempre también, Ipatria, ojalá que en tu

cintura refulja un arma sin alma llamada

Browning, mientras en tu pecho plano pendule el

puñetazo rosado de Clito, nuestra piedra lunar.

4

Otra noche bajamos hasta el estadio, en la

recurva de las líneas del tren. Nos tumbamos

sobre la grama, a ciegas, y oímos en primer plano

los pitazos de las locomotoras. Locas, locuaces.

Formidables máquinas de importación, tan

pesadas que las vibraciones rebotaban en

nuestros pulmones a través de la arcilla y la

clorofila dormida de la hierba profesional.

Daba la sensación de que los trenes

avanzaban sobre el estadio. Que el terreno de

béisbol estaba siendo bombardeado. Que no nos

daba tiempo a una fuga. Que nos veníamos de

miedo y frío entre los raíles, de puro pánico en

paralelo, mientras una rueda aceitosa y bufante

nos clavaría por detrás, placenteramente

enterrando el dolor de nuestros esqueletos en la

grama vegetal. Entonces Ipatria se paraba y

comenzaba a dar gritos.

Eran chillidos de animal rebanado: partido

por la mitad o abierto en canal. Ipatria, hembra

desesperada que estalla por la boca con un

hambre fónico, de piedra de amolar: laberíntica

lija de gritos obscenos, acordes palatinos sin más

armonía que el eco y la distorsión. Ipatria mal

afinada bajo la carpa de estrellas ya muy

aburridas de sus elipses y órbitas. Ipatria

despertando a los vecinos al otro lado de las vías

del ferrocarril.

Y entonces, para eludir la furia de las

primeras luces encendidas y ventanas abiertas, el

grupo completo interrumpía su sexo contra la

tierra y nos perdíamos esa noche de allí. Con

Ipatria a la cabeza, todavía estentórea: en estéreo.

Faro de luminiscencia blanca en un pentagrama

de clave sostenida menor. Todos otra vez con

unas ganas cósmicas de regresar a nuestros

apócrifos cuartos y, cada cual en solitario,

revolvernos rabiosamente en la cama hasta

eyacular o morir. Por más que la frase parezca

una consigna sin misterio del peor ministerio

estatal.

5

A veces Ipatria usaba la Browning para hacer

prácticas de 15 tiros. Con Clito. La zona del

paradero de guaguas era la más apropiada, por

remota y por el exceso de iluminación. Todos los

postes del alumbrado público funcionaban allí, si

bien la policía nunca se atrevía hasta esa zona de

Lawton. Tampoco quedaban muchos vecinos.

Por lo demás, desde allí se oía el rumor del río

Pastrana, que dispersaba el eco hueco de

cualquier disparo. Incluidos los de la Browning

de Ipatria.

Ella colocaba la piedra a casi una cuadra de

distancia: algunos pasos de menos, rara vez

medio paso de más. Ipatria apuntaba entonces

durante largos minutos, horas enteras tal vez,

hasta poco antes del amanecer. Lo hacía siempre

desnuda, sus nervios tiritando bajo el falso

invierno nocturno y el peligro imaginario de

aquel rincón muerto de la ciudad.

El grupo se limitaba a hacer silencio a su

alrededor. La rodeábamos hasta hacer inservible

su desnudez. Todo para que, de pronto, en 15

segundos de gloria, Ipatria descargase la ira

40

automática de su cargador. 15 tiros con

silenciador: 15 fogonazos de muda rabia. Y

llegaba entonces el ritual de presenciar cómo

Ipatria se volvía a vestir. Botines de plata, un

vestido ancho y una bufanda de papel periódico

sin imprimir. Todo blanco excepto la Browning,

aquella pistola parda.

Era sobrecogedor verla empujar su piel

dentro de la tela, como si no cupiera

completamente en la ropa. Y tal vez por eso

Ipatria se quejaba. Bajito: susurros y ayes.

Apretaba los labios. Se olía las manos: sudor a

punto de condensación. Intentaba introducirse de

nuevo un milímetro más. Contorsionaba, luego

ya en calma, y se relamía para ayudarse a enropar

con su propia saliva. O con el rocío de su frente.

O acaso fiebre. Hasta que Ipatria parecía quedar

conforme de su apariencia vestida y taconeaba

entonces la distancia que la separaba de su diana

o víctima o piedra lunar.

Tac-tic, reloj en contra de las manecillas del

tiempo, tac-tic, anacrónica sin salvación: algunos

taconeos de menos, rara vez medio taconazo de

más. Así avanzaba hasta alcanzar el blanco de su

puntería. Y recogerlo. Lo alzaba como si fuera un

animalito cadáver, una mascota caída muerta del

cielo, tan sólo para voltearse enseguida y

mostrarnos su piedra convertida ahora en trofeo.

Por supuesto, las 15 monedas de plomo

siempre estuvieron en su lugar. Ninguna bala de

Ipatria jamás falló. Eran 15 marcas

microvolcánicas sobre la superficie de Clito,

puño pétreo y herido. Eran 15 punzonazos

circulares: flor fornicada por 15 balazos o

meteoritos de miniatura. Exactamente 15 infartos

sin coágulo y 15 chapillas como centavos de

importación. Una violación pedestre a disparo

limpio, con humo remanente de lunar coralino:

con olor a pólvora de Ipatria y su sabor a metal.

Entonces, antes de retirarse a quién sabe

dónde en la ciudad, la oíamos silbar

altaneramente aquel aire lánguido y anglo de la

felicidad es una pistola cargada, cansada. Y, por

más que lo hacía casi a quemarropa del grupo,

Ipatria nunca estuvo más distante de todos que

cuando acababa de disparar. Era imperdonable

que, después de esperar por ella tantas y tantas

madrugadas, Ipatria siempre nos abandonara así,

en el clímax.

6

Poco tiempo después comenzó la moda de los

apagones. Los vecinos o los policías o ambos se

robaron los bancos del parque y hasta los

peldaños de las escalinatas de Lawton. Se

robaron postes, farolas, cables, y talaron los

últimos pinos para hacer leña en comunión.

Levantaron aceras para construir túneles o

catacumbas. Se emborracharon fermentando la

clorofila del césped y, para colmo de

información, de punta a punta del barrio clavaron

dos mil pancartas a mano alzada: NO PASE,

TERRITORIO MILITAR.

Ipatria se puso triste. O impávida. No parecía

entender el espíritu épico de la época. Quería

oponerse y no sabía qué hacer. Ni por qué hacer.

Había extraviado su intuición planetaria. Se

deprimía y ya no nombraba nada. Ni a nadie. Ni

a ningún miembro de nadie. Incluso su cuerpo en

público la aburría. Ya nunca se desnudaba

rodeada por ningún otro cuerpo que le prestara

atención. Hasta que a todos se nos fue olvidando

aquella lengua rugosa y lisa que Ipatria tampoco

ya usaba: se fue borrando su fonía de vocablos y

gestos de cuando Lawton aún no era un

cementerio de símbolos, sementerio en blanco

donde lo único que persistía eran las esporas

cactáceas del argot militar.

Era muy cruel ver así a nuestra Ipatria: los

brazos caídos, las cejas caídas, los párpados

caídos, la Browning de 15 tiros y Clito caídas

también. La fuerza de gravedad era un telúrico

telón que taponeaba su antiguo apetito. Por eso

una noche en grupo lo decidimos. Sin Ipatria,

contra Ipatria. Era necesario por todos: no hay

grupo humano que sobreviva a semejante estado

de compasión. Nosotros amábamos a Ipatria en

su borrosa nitidez. Y lo criminal hubiera sido

dejarla sobremorir así, como una mediocre más

en las madrugadas inciviles del apagón.

7

La amarramos. Aunque fuera el fin. El

nuestro, el de ella. El de Lawton, el de La

Habana. El de Cuba y América también. O tan

sólo el final de Ipatria. No importa, es igual: la

amarramos y ella no hizo el menor intento de

resistir. Tal vez hacía mucho que se esperaba

algo así.

Desearía creer que sonrió al verse prisionera,

libre por fin, acaso burlándose en secreto de tanto

pánico alrededor de su paz. Nuestra impotencia

la fascinaba: marca defectuosa de fábrica de un

grupo tan fracasado como toda nuestra

generación. Desearía también creer que al final

no fuimos más que conejillos de Ipatria, que fue

ella quien desde el inicio así lo planificó.

Ya amarrada, la bajamos al túnel menos

accesible del parque de la Asunción: el de los

escalones de madera a medio construir. Allí la

41

depositamos delicadamente en la galería, como

una pucha de flor de muerto. Entonces la

desnudamos y uno a uno le pedimos perdón.

—Ipatria, perdónanos –repetimos hasta que

su mirada en blanco nos absolvió:

—Los perdono porque saben muy bien lo que

van a hacer –pronunció desde su cuerpo tendido

entre los cirios de bodega que nos robamos

especialmente para el ritual.

Yo era el último en la fila. Me doblé sobre su

silueta tumbada, recta como la manecilla ausente

de ningún reloj, y vi cómo los alambres le

cortaban la piel y la circulación. Ipatria tenía

marcas profundas, pero no sangraba. De su

vestido tan blanco aún le colgaban ripios que se

confundían con las piltrafas blanquísimas de su

piel. Blanco sobre blanco, una fuente de luz muy

viva en aquel hueco negro. Y ese era todo su

vestuario de cara al bestiario de nuestro grupo.

Le puse una mano en la frente. El sudor me

quemó. Fiebre fría. Superficie de luna tras una

explosión atómica cenital. Hongo lunático antes

que alucinógeno. Se me hacía intolerablemente

agresiva la belleza de una muerte en libertad, y

no pude evitar escupir sus labios y abofetearla.

Le di dos o doce o doscientas veces. Y entonces

me despedí pegado a su oído al pedirle, por

supuesto, perdón.

—Ahora te toca a ti –me respondió Ipatria

para mi asombro, y deslizó su piedra roseta en mi

mano, justo cuando el grupo ya se le avalanzaba.

La despatarraron. El olor de su sexo

compactó todo el espacio y expandió un apetito

animal, atávico. Cada cual hurgaba en Ipatria

iluminándose con su propio mochito de cirio,

cera tibia y goteante. Cada cual ávido por

extraerle la rebanada mejor, la más nutritiva

alícuota de su ahora muda locuacidad.

Tratábamos de triturarla. De diluirla en

nuestros líquidos sin sentido, aseminales. De

halarla cada cual hacia su propio delirio, deleite,

delito. De ser posible, descuartizarla sin otra

coartada que no fueran nuestros deseos de

fragilidad. Al fin y al cabo, nosotros estábamos

tan tristes o impávidos como Ipatria, y nunca

entenderíamos tampoco el espíritu épico de la

época, a la que queríamos oponernos sin saber

por qué ni para qué: habíamos extraviado a

Ipatria como ella a su intuición planetaria,

supongo.

Hundí en ella mi mano hasta el antebrazo. En

la derecha, yo aún sostenía su piedra de fuego

coral. Tanteé órganos a ciegas, por su textura. El

olor a víscera comenzó a dializarse dentro de mis

pulmones y sentí náuseas: un vahído, una súbita

erección. Quise callarme de una vez en silencio,

sin énfasis ni reiteración. Quise llorar en seco,

aguacero anhidro, y no lo logré. Ningún gesto

mecánico debía distraerme de hurgar en ella: no

quería perderme ni un sólo resorte interno de

Ipatria, muñequita de guata célibe bajo el trapo

pornográfico de su piel.

No sé. Tal vez fuera un riñón. O el páncreas.

O un feto. O un lóbulo de su intestino con heces

petrificadas. No me importaba saber. Halé hacia

afuera y se lo saqué: en mi puño izquierdo, el

arma parda chorreaba vapores de óxido. Fue un

parto fluido, ilegible y denso como la leche, sin

sangre ni pus.

Mientras, el grupo entraba y salía de Ipatria.

Sin puntería, al azar: sus detritos eran nuestro

trofeo de caza. Inánime, ella parecía una estatua

caída del cielo a la tierra por la fuerza de

gravedad. Nunca se resistió ni quejó, dejándonos

desamparados con nuestro pedestre ritual:

violación sin víctima. El refugio entero comenzó

a temblar. El amasijo de túneles y laberintos

uteriformes parecía cambiar de mapa mientras el

olor a pólvora y vísceras dinamitaba la atmósfera.

El grupo seguía ripiándose los despojos de

Ipatria, tan energúmeno como de costumbre, pero

yo entendí que sobrevendría un colapso, que ya

era hora de huir y salvar de aquella podredumbre

los dos atributos ipatrios que yo heredaba del

parto.

Y así lo hice: huí, tropezando de peldaño en

peldaño por las escaleras de palo. Golpeándome

hasta perder el sentido, sin inconsciencia ni

dolor. Exiliado total sin otra patria que Ipatria.

En mis manos empapadas de zumo lunático iban

la piedra Clito, aún tibia de nieve, y la Browning

suicida de 15 tiros, tan mortífera y melodiosa

como en aquel tema anglo, cantado medio siglo o

acaso medio milenio antes del nacimiento y

muerte de Ipatria: la felicidad es una pistola

cargada, cansada.

8

NO PASE, TERRITORIO MILITAR, se lee

aún en la pancarta a mano alzada del parquecito

de la Asunción. Un paisaje devastado a ras de

tierra. Con surcos de camiones y pisadas de

pelotón. Todavía sin postes ni farolas ni cables.

Sin pinos ni bancos. Sin aceras ni césped de

clorofila amateur. Sólo quedan túneles

abandonados y galerías subterráneas ya inútiles

excepto como cadalso: catacumbas colectivas de

nueva y última generación.

42

Ha pasado el tiempo, tal vez demasiado. Del

grupo sólo sobrevivo yo y mis peregrinaciones al

cenotafio de Ipatria, en pleno parque de la

Asunción: monumento ignorado por los vecinos

y policías de este barrido barrio. Las sicopastillas

de importación, las inyecciones fumantes en

vena, cierto indolente dolor político terminal, el

sexo a solas como homenaje póstumo desde mi

cama, y las retrobacterias asesinas caídas tal vez

de la luna, se han encargado de diezmarnos. Mi

misión ha sido sobremorir más allá de la desidia

y la desmemoria. Y acaso ahora contarlo.

Desde entonces siempre cargo con el

contrapeso de Clito y la amenaza de Browning,

sin saber cuándo o cómo o con quién o por qué

usar esas dos palabras. Pero igual sé que Ipatria

tenía razón en aquel instante eterno de nuestra

orgía funeraria: ahora me toca a mí.

Y así será mientras duren mis noches sin

noche en este relato lato que ya a nadie cautiva

en las madrugadas de Lawton, La Habana, Cuba

y América, donde han taponeado todo nuestro

vocabulario hasta trocarlo en un vocubalario de

asfixia. Pero ahora me toca a mí. Y así será

mientras no aparezca nadie capaz de nombrar a

una piedra caída del cielo como un puñetazo

lunar. Alguien que después practique a tiro

limpio contra esa piedra, vistiendo únicamente la

pistola desnuda de su propio cuerpo, como si en

verdad fuera ella la diosa más solitaria y apócrifa

de la historia y la sexualidad.

 

 

 

 

1

Boring Home.

Orlando Luis Pardo Lazo.

Ediciones Lawtonomar, 2009.

2

 

 

 

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Los objetos de la vida cotidiana están relacionados con todos los hábitos y las necesidades humanas que definen el comportamiento de la especia.Nosotros dejamos en lo que nos rodea recuerdos, sensaciones o nostalgias, y a nuestra clase le resulta indispensable otorgarles vida, sentido y unidad (más allá de la que ya tienen) precisamente por el grado de identificación personal que logramos con ellos; un mecanismo contra el olvido y en pos de la necesidad de dejar marca en nuestro paso por la vida.La cuestión central es, ¿Cuánto de ellos queda en nosotros? ¿Cuánto de nosotros se va con ellos? (fragmentos de la tesis de grado de Rafael Villares, San Alejandro, enero 19, 2009)

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