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TOKIONOMA
Violento suspiro de un japonés. Todas las
noches lo veo. Viejo. Senil. Habitante de isla. La
mayor de las antiguas. Un ser que exhala su aire
como quien expira.
Casi cien años. Tiene. Nació a mediados del
XIX. Y sólo a mediados del siglo XX lo consigue
expulsar. Su aire. Se llama enfisema y no tiene
cura. Ni siquiera en Japón. Mucho menos en
pleno agosto de 1945. Un verano del mundo no
más infernal que el resto de la realidad.
En los suburbios de Tokio. Desde allí escucha
sus noticias en japonés. Literalmente. Porque son
suyas. Él las reinventa. El locutor comenta sobre
otra ciudad de isla enteramente borrada. Él
suspira. Ya va quedando menos del mapa. Falta
sólo el borrón atómico de la capital imperial. Y
luego llegaría por fin el turno del japonés, una
última oportunidad de tachar ese idioma no tan
retórico como reiterativo. Una lengua que
enfatiza a tiempo. Al principio muy complicada
pero, con la práctica de años, tan sencilla como el
arte de respirar.
Lo veo exhalar como quien expira.
Violentamente. De alivio. Anhela el fin de su
historia. Literalmente. Porque es la suya. Ansía el
vacío del mapa. Y teme que no le alcance el
tiempo para enterarse de la noticia, de ese
comunicado por radio en la locución eterna de un
vocero imperial.
—Ojalá que Tokio no tarde –pronuncia con
los ojos cerrados, aunque sus retinas hace
décadas que ya no ven. Nada.
Yo sí. Yo veo.
Veo aquella frase y suspiro violentamente.
Me falta el aire. Me parezco a un japonés. Viejo.
Senil. Habitante de otra isla. La menor de las
antiguas. Casi cien años. Tengo. Nací a mediados
del siglo XX y aún suspiro a mediados del XXI.
A estas alturas de la historia apenas me queda
tiempo para escuchar mis noticias. Literalmente.
Porque son mías. Yo me las reinventé.
Sólo que el idioma español es demasiado
retórico para reiterar. Y eso es lo más peligroso.
Habitamos una lengua que a nadie le avisa a
tiempo. Ni siquiera el locutor muestra algún
síntoma de preocupación. Ahora todo mapa
parece eterno, mientras sea narrado en español.
La historia traducida a este idioma es una estera
sin fin. La memoria se hace tan imborrable que
provoca dolor.
—Ojalá que Tokio no tarde –me escucho
doblando la misma frase del japonés.
Ojalá que Tokio no tarde, pronunciado en la
capital de ningún imperio. Ojalá que Tokio no
tarde, en un amnésico español que no anestesia ni
media palabra. Ojalá que Tokio no tarde, con mis
dos ojos tan abiertos como ceros atómicos, las
retinas tragándose y a la vez borrando hasta la
última frase de luz. Ojalá que Tokio no tarde, en
pleno agosto de 2045: un verano del mundo no
más infernal que los restos de la realidad.
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ENTRE UNA BROWNING Y LA PIEDRA
LUNAR
1
Recogimos una piedra lunar. Una de esas
piedras rosadas que caen de la luna atraídas por
la fuerza de gravedad. Una piedra del tamaño de
un puño. Áspera a sobrerrelieve, laberíntica. Una
piedra de luna fácilmente confundible con un
coral. De fuego, en estado de excitación o
extinción. Como un cerebro de miniatura. Por
supuesto, fue Ipatria quien la nombró:
—Se llamará Clito –nos dijo–. La diosa
solitaria y apócrifa de la historia y la sexualidad.
Y todos reímos de su ocurrencia al nombrar la
piedra.
Como de costumbre, no entendíamos ni una
sóla de sus palabras. Con el lenguaje nunca nadie
la superó. Con la lengua tampoco. Por eso Ipatria
tenía todo el derecho a nombrar. A ella y cada
miembro del grupo. Y también a tragarse cada
miembro de los cuerpos de cada miembro del
grupo.
Ipatria era una gran boca abierta al estilo de
un cero voraz.
2
Una Browning de 15 tiros. Una pistola
extranjera, como toda arma. Cargada, por
supuesto, como en aquel tema anglo sobre la
felicidad, cantado medio siglo o medio milenio
antes del nacimiento de Ipatria: la felicidad es
una pistola cargada, cansada.
Ipatria apuntó a lo lejos. Al vacío recóndito
de la noche. A nadie y nada en particular. Ipatria
apuntó en medio del parque de la Asunción. En
el medio de Lawton, La Habana, Cuba. En medio
de América y el planeta Tierra. Ipatria apuntó a la
luna, hacia arriba. O al menos eso nos pareció.
Entonces, de un súbito giro, se metió el cañón en
la boca. Esa era su especialidad: usar la boca
como amenaza inmediata de matar o hacerse
matar.
—No juegues que está cargada –le dije–. O
dinos dónde encontrar otra boca así.
Ipatria me miró. Desearía creer que sonrió.
Gélida. Sudaba bajo la luz blanca del parque,
filtrada entre los últimos pinos de la ciudad.
Sudaba hasta por los ojos. Puede ser que llorara.
Sudor frío, lágrimas adrenérgicas, entre otros
fluidos androides que ningún humano ha visto
jamás. Ipatria, la más solitaria y apócrifa de las
diosas de la historia y la sexualidad. Ipatria, la
madre de clito, browning, y el resto de las
palabras. Ipatria, orate y lúcida como un círculo
recortado de luminiscencia lunar. Ipatria se sacó
el cañón de la boca.
Bajó la Browning de 15 tiros. Bajó sus brazos
de neón anémico. Bajó las cejas, bajó los
párpados. Bajó los dedos y el arma cayó a tierra,
atraída por la fuerza de gravedad. La vimos rodar
por el césped hasta llegar al fango, donde se
encajó de cañón sin emitir quejido o disparo.
Nadie en el grupo se atrevía ahora a
reaccionar. Ipatria tampoco. Se nos habían
descargado en masa las baterías. La luna parecía
una lápida desteñida de coral. De fuego, pero ya
fatuo.
—Uno de estos días, ya verán –se alejó
protestando Ipatria hacia su banco eterno del
parque de la Asunción: el que no tenía respaldo.
De una u otra forma siempre todo empezaba
así: a través de Ipatria y sus amenazantes frases
que leíamos con imposible fascinación.
3
Una noche decidimos recorrer en ómnibus la
ciudad. Atrapamos al vuelo una 23, ruta
trasnochada a lo largo y estrecho de la avenida
Porvenir. Ya dentro, nos apilamos en la parte
trasera, aunque nadie más viajaba en la guagua.
Serían las tres o tres y media de la
madrugada. Y a esa hora el mundo casi no existe
en La Habana: La Hanada, según Ipatria. A esa
hora ya sólo existía Ipatria. Desnuda, como de
costumbre. Bailando en cámara lenta con su
piedra lunar. En público, en grupo. En un
ómnibus propiedad del Estado. Ipatria lunática.
Húmeda y ríspida, laberíntica. Ipatria petrificada
y calva, cerebral y afeitada. Pura piel sintética sin
accidentes. Ipatria, divino despilfarro desvelado
de la d y otros demonios antidiurnos.
La rodeamos para protegerla de los curiosos
que quizá en otro espacio-tiempo pudieran
aparecer. La rodeamos para ponerla a salvo del
paisaje irreal que corría a tope de velocidad al
otro lado de las ventanillas, película mal
fotografiada que íbamos dejando atrás: de
Lawton a Luyanó a Centro Habana al Vedado.
La rodeamos para verla, porque era ella el centro
de nuestras noches en grupo, fuera en ómnibus o
caminando: porque era ella nuestro eje
gramatical. La rodeamos para que fuera libre de
moverse al compás del motor, bailando sobre
infinitas ondas cuánticas de un solo tono. Blanca,
insonora, nano. Arcoiris monocromático de
ningún decibel.
Y entonces la vimos meterse ahí dentro la
piedra: a Clito, bien hondo por su entrepierna. Y
después meterse ahí dentro también un puño, el
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derecho: sus cinco dedos cerrados en forma de
arrecife coral. Nervaduras y venas, furia rosada,
piramidal. Y meterse ahí dentro el resto de su
brazo después, hasta quedar inválida, asimétrica.
Y meterse ahí dentro el resto de su cuerpo, hasta
casi desaparecer: medusa traslúcida a la altura de
la avenida 23, rampa de lanzamientos para
colocar su cuerpo invaginado en la luna, satélite
genital devenido ahora muñón.
Más que desnuda, Ipatria bailó invisible en la
parte trasera de la 23. Rodeada por nosotros, que
de pronto ya no rodeábamos a nadie. Y todos
sentimos nuestros sexos duros y babeantes, por la
excitación de esa misma nada. Y ya no pudimos
o no quisimos o no supimos evitar que su cuerpo
se nos esfumara hasta quedar a flote como una
niebla transnacional. Aire y asma y asfixia: smog
del subdesarrollo, somnomemorias tatuadas en el
hielo sucio de un cometa que nadie en el grupo
supo si volvería a bailar. A brillar. Ni siquiera el
chofer de la 23 que, por supuesto, en todo el
viaje no se dio cuenta de nada: zombie
institucional de correcto uniforme y reloj.
Esa noche nos despedimos sin rozarnos
apenas. Ni el grupo ni Ipatria. Ni un beso. Ni un
chiste. Ni una nalgada. Pero tampoco ni un sólo
anuncio del fin. Cada cual solitario a su apócrifo
hogar. A rebajarse el alma retorciendo los
cuerpos sobre la cama, pensando en Ipatria:
hedonistas y hastiados, onanismo autista. Siendo
todos un poco Ipatria a esa hora sin hora.
Rezando mientras nos veníamos con tal de que,
por favor, Ipatria, ojalá reaparezcas la próxima
noche en el parque de la Asunción. Ojalá que
surjas de la nada, como siempre, tan lustrosa de
blanco y sin un sólo pelo en el cuerpo. Con tu
boca y tus manos ya listas para la acción que
cada miembro del grupo imita ahora en su cuarto.
Y, como siempre también, Ipatria, ojalá que en tu
cintura refulja un arma sin alma llamada
Browning, mientras en tu pecho plano pendule el
puñetazo rosado de Clito, nuestra piedra lunar.
4
Otra noche bajamos hasta el estadio, en la
recurva de las líneas del tren. Nos tumbamos
sobre la grama, a ciegas, y oímos en primer plano
los pitazos de las locomotoras. Locas, locuaces.
Formidables máquinas de importación, tan
pesadas que las vibraciones rebotaban en
nuestros pulmones a través de la arcilla y la
clorofila dormida de la hierba profesional.
Daba la sensación de que los trenes
avanzaban sobre el estadio. Que el terreno de
béisbol estaba siendo bombardeado. Que no nos
daba tiempo a una fuga. Que nos veníamos de
miedo y frío entre los raíles, de puro pánico en
paralelo, mientras una rueda aceitosa y bufante
nos clavaría por detrás, placenteramente
enterrando el dolor de nuestros esqueletos en la
grama vegetal. Entonces Ipatria se paraba y
comenzaba a dar gritos.
Eran chillidos de animal rebanado: partido
por la mitad o abierto en canal. Ipatria, hembra
desesperada que estalla por la boca con un
hambre fónico, de piedra de amolar: laberíntica
lija de gritos obscenos, acordes palatinos sin más
armonía que el eco y la distorsión. Ipatria mal
afinada bajo la carpa de estrellas ya muy
aburridas de sus elipses y órbitas. Ipatria
despertando a los vecinos al otro lado de las vías
del ferrocarril.
Y entonces, para eludir la furia de las
primeras luces encendidas y ventanas abiertas, el
grupo completo interrumpía su sexo contra la
tierra y nos perdíamos esa noche de allí. Con
Ipatria a la cabeza, todavía estentórea: en estéreo.
Faro de luminiscencia blanca en un pentagrama
de clave sostenida menor. Todos otra vez con
unas ganas cósmicas de regresar a nuestros
apócrifos cuartos y, cada cual en solitario,
revolvernos rabiosamente en la cama hasta
eyacular o morir. Por más que la frase parezca
una consigna sin misterio del peor ministerio
estatal.
5
A veces Ipatria usaba la Browning para hacer
prácticas de 15 tiros. Con Clito. La zona del
paradero de guaguas era la más apropiada, por
remota y por el exceso de iluminación. Todos los
postes del alumbrado público funcionaban allí, si
bien la policía nunca se atrevía hasta esa zona de
Lawton. Tampoco quedaban muchos vecinos.
Por lo demás, desde allí se oía el rumor del río
Pastrana, que dispersaba el eco hueco de
cualquier disparo. Incluidos los de la Browning
de Ipatria.
Ella colocaba la piedra a casi una cuadra de
distancia: algunos pasos de menos, rara vez
medio paso de más. Ipatria apuntaba entonces
durante largos minutos, horas enteras tal vez,
hasta poco antes del amanecer. Lo hacía siempre
desnuda, sus nervios tiritando bajo el falso
invierno nocturno y el peligro imaginario de
aquel rincón muerto de la ciudad.
El grupo se limitaba a hacer silencio a su
alrededor. La rodeábamos hasta hacer inservible
su desnudez. Todo para que, de pronto, en 15
segundos de gloria, Ipatria descargase la ira
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automática de su cargador. 15 tiros con
silenciador: 15 fogonazos de muda rabia. Y
llegaba entonces el ritual de presenciar cómo
Ipatria se volvía a vestir. Botines de plata, un
vestido ancho y una bufanda de papel periódico
sin imprimir. Todo blanco excepto la Browning,
aquella pistola parda.
Era sobrecogedor verla empujar su piel
dentro de la tela, como si no cupiera
completamente en la ropa. Y tal vez por eso
Ipatria se quejaba. Bajito: susurros y ayes.
Apretaba los labios. Se olía las manos: sudor a
punto de condensación. Intentaba introducirse de
nuevo un milímetro más. Contorsionaba, luego
ya en calma, y se relamía para ayudarse a enropar
con su propia saliva. O con el rocío de su frente.
O acaso fiebre. Hasta que Ipatria parecía quedar
conforme de su apariencia vestida y taconeaba
entonces la distancia que la separaba de su diana
o víctima o piedra lunar.
Tac-tic, reloj en contra de las manecillas del
tiempo, tac-tic, anacrónica sin salvación: algunos
taconeos de menos, rara vez medio taconazo de
más. Así avanzaba hasta alcanzar el blanco de su
puntería. Y recogerlo. Lo alzaba como si fuera un
animalito cadáver, una mascota caída muerta del
cielo, tan sólo para voltearse enseguida y
mostrarnos su piedra convertida ahora en trofeo.
Por supuesto, las 15 monedas de plomo
siempre estuvieron en su lugar. Ninguna bala de
Ipatria jamás falló. Eran 15 marcas
microvolcánicas sobre la superficie de Clito,
puño pétreo y herido. Eran 15 punzonazos
circulares: flor fornicada por 15 balazos o
meteoritos de miniatura. Exactamente 15 infartos
sin coágulo y 15 chapillas como centavos de
importación. Una violación pedestre a disparo
limpio, con humo remanente de lunar coralino:
con olor a pólvora de Ipatria y su sabor a metal.
Entonces, antes de retirarse a quién sabe
dónde en la ciudad, la oíamos silbar
altaneramente aquel aire lánguido y anglo de la
felicidad es una pistola cargada, cansada. Y, por
más que lo hacía casi a quemarropa del grupo,
Ipatria nunca estuvo más distante de todos que
cuando acababa de disparar. Era imperdonable
que, después de esperar por ella tantas y tantas
madrugadas, Ipatria siempre nos abandonara así,
en el clímax.
6
Poco tiempo después comenzó la moda de los
apagones. Los vecinos o los policías o ambos se
robaron los bancos del parque y hasta los
peldaños de las escalinatas de Lawton. Se
robaron postes, farolas, cables, y talaron los
últimos pinos para hacer leña en comunión.
Levantaron aceras para construir túneles o
catacumbas. Se emborracharon fermentando la
clorofila del césped y, para colmo de
información, de punta a punta del barrio clavaron
dos mil pancartas a mano alzada: NO PASE,
TERRITORIO MILITAR.
Ipatria se puso triste. O impávida. No parecía
entender el espíritu épico de la época. Quería
oponerse y no sabía qué hacer. Ni por qué hacer.
Había extraviado su intuición planetaria. Se
deprimía y ya no nombraba nada. Ni a nadie. Ni
a ningún miembro de nadie. Incluso su cuerpo en
público la aburría. Ya nunca se desnudaba
rodeada por ningún otro cuerpo que le prestara
atención. Hasta que a todos se nos fue olvidando
aquella lengua rugosa y lisa que Ipatria tampoco
ya usaba: se fue borrando su fonía de vocablos y
gestos de cuando Lawton aún no era un
cementerio de símbolos, sementerio en blanco
donde lo único que persistía eran las esporas
cactáceas del argot militar.
Era muy cruel ver así a nuestra Ipatria: los
brazos caídos, las cejas caídas, los párpados
caídos, la Browning de 15 tiros y Clito caídas
también. La fuerza de gravedad era un telúrico
telón que taponeaba su antiguo apetito. Por eso
una noche en grupo lo decidimos. Sin Ipatria,
contra Ipatria. Era necesario por todos: no hay
grupo humano que sobreviva a semejante estado
de compasión. Nosotros amábamos a Ipatria en
su borrosa nitidez. Y lo criminal hubiera sido
dejarla sobremorir así, como una mediocre más
en las madrugadas inciviles del apagón.
7
La amarramos. Aunque fuera el fin. El
nuestro, el de ella. El de Lawton, el de La
Habana. El de Cuba y América también. O tan
sólo el final de Ipatria. No importa, es igual: la
amarramos y ella no hizo el menor intento de
resistir. Tal vez hacía mucho que se esperaba
algo así.
Desearía creer que sonrió al verse prisionera,
libre por fin, acaso burlándose en secreto de tanto
pánico alrededor de su paz. Nuestra impotencia
la fascinaba: marca defectuosa de fábrica de un
grupo tan fracasado como toda nuestra
generación. Desearía también creer que al final
no fuimos más que conejillos de Ipatria, que fue
ella quien desde el inicio así lo planificó.
Ya amarrada, la bajamos al túnel menos
accesible del parque de la Asunción: el de los
escalones de madera a medio construir. Allí la
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depositamos delicadamente en la galería, como
una pucha de flor de muerto. Entonces la
desnudamos y uno a uno le pedimos perdón.
—Ipatria, perdónanos –repetimos hasta que
su mirada en blanco nos absolvió:
—Los perdono porque saben muy bien lo que
van a hacer –pronunció desde su cuerpo tendido
entre los cirios de bodega que nos robamos
especialmente para el ritual.
Yo era el último en la fila. Me doblé sobre su
silueta tumbada, recta como la manecilla ausente
de ningún reloj, y vi cómo los alambres le
cortaban la piel y la circulación. Ipatria tenía
marcas profundas, pero no sangraba. De su
vestido tan blanco aún le colgaban ripios que se
confundían con las piltrafas blanquísimas de su
piel. Blanco sobre blanco, una fuente de luz muy
viva en aquel hueco negro. Y ese era todo su
vestuario de cara al bestiario de nuestro grupo.
Le puse una mano en la frente. El sudor me
quemó. Fiebre fría. Superficie de luna tras una
explosión atómica cenital. Hongo lunático antes
que alucinógeno. Se me hacía intolerablemente
agresiva la belleza de una muerte en libertad, y
no pude evitar escupir sus labios y abofetearla.
Le di dos o doce o doscientas veces. Y entonces
me despedí pegado a su oído al pedirle, por
supuesto, perdón.
—Ahora te toca a ti –me respondió Ipatria
para mi asombro, y deslizó su piedra roseta en mi
mano, justo cuando el grupo ya se le avalanzaba.
La despatarraron. El olor de su sexo
compactó todo el espacio y expandió un apetito
animal, atávico. Cada cual hurgaba en Ipatria
iluminándose con su propio mochito de cirio,
cera tibia y goteante. Cada cual ávido por
extraerle la rebanada mejor, la más nutritiva
alícuota de su ahora muda locuacidad.
Tratábamos de triturarla. De diluirla en
nuestros líquidos sin sentido, aseminales. De
halarla cada cual hacia su propio delirio, deleite,
delito. De ser posible, descuartizarla sin otra
coartada que no fueran nuestros deseos de
fragilidad. Al fin y al cabo, nosotros estábamos
tan tristes o impávidos como Ipatria, y nunca
entenderíamos tampoco el espíritu épico de la
época, a la que queríamos oponernos sin saber
por qué ni para qué: habíamos extraviado a
Ipatria como ella a su intuición planetaria,
supongo.
Hundí en ella mi mano hasta el antebrazo. En
la derecha, yo aún sostenía su piedra de fuego
coral. Tanteé órganos a ciegas, por su textura. El
olor a víscera comenzó a dializarse dentro de mis
pulmones y sentí náuseas: un vahído, una súbita
erección. Quise callarme de una vez en silencio,
sin énfasis ni reiteración. Quise llorar en seco,
aguacero anhidro, y no lo logré. Ningún gesto
mecánico debía distraerme de hurgar en ella: no
quería perderme ni un sólo resorte interno de
Ipatria, muñequita de guata célibe bajo el trapo
pornográfico de su piel.
No sé. Tal vez fuera un riñón. O el páncreas.
O un feto. O un lóbulo de su intestino con heces
petrificadas. No me importaba saber. Halé hacia
afuera y se lo saqué: en mi puño izquierdo, el
arma parda chorreaba vapores de óxido. Fue un
parto fluido, ilegible y denso como la leche, sin
sangre ni pus.
Mientras, el grupo entraba y salía de Ipatria.
Sin puntería, al azar: sus detritos eran nuestro
trofeo de caza. Inánime, ella parecía una estatua
caída del cielo a la tierra por la fuerza de
gravedad. Nunca se resistió ni quejó, dejándonos
desamparados con nuestro pedestre ritual:
violación sin víctima. El refugio entero comenzó
a temblar. El amasijo de túneles y laberintos
uteriformes parecía cambiar de mapa mientras el
olor a pólvora y vísceras dinamitaba la atmósfera.
El grupo seguía ripiándose los despojos de
Ipatria, tan energúmeno como de costumbre, pero
yo entendí que sobrevendría un colapso, que ya
era hora de huir y salvar de aquella podredumbre
los dos atributos ipatrios que yo heredaba del
parto.
Y así lo hice: huí, tropezando de peldaño en
peldaño por las escaleras de palo. Golpeándome
hasta perder el sentido, sin inconsciencia ni
dolor. Exiliado total sin otra patria que Ipatria.
En mis manos empapadas de zumo lunático iban
la piedra Clito, aún tibia de nieve, y la Browning
suicida de 15 tiros, tan mortífera y melodiosa
como en aquel tema anglo, cantado medio siglo o
acaso medio milenio antes del nacimiento y
muerte de Ipatria: la felicidad es una pistola
cargada, cansada.
8
NO PASE, TERRITORIO MILITAR, se lee
aún en la pancarta a mano alzada del parquecito
de la Asunción. Un paisaje devastado a ras de
tierra. Con surcos de camiones y pisadas de
pelotón. Todavía sin postes ni farolas ni cables.
Sin pinos ni bancos. Sin aceras ni césped de
clorofila amateur. Sólo quedan túneles
abandonados y galerías subterráneas ya inútiles
excepto como cadalso: catacumbas colectivas de
nueva y última generación.
42
Ha pasado el tiempo, tal vez demasiado. Del
grupo sólo sobrevivo yo y mis peregrinaciones al
cenotafio de Ipatria, en pleno parque de la
Asunción: monumento ignorado por los vecinos
y policías de este barrido barrio. Las sicopastillas
de importación, las inyecciones fumantes en
vena, cierto indolente dolor político terminal, el
sexo a solas como homenaje póstumo desde mi
cama, y las retrobacterias asesinas caídas tal vez
de la luna, se han encargado de diezmarnos. Mi
misión ha sido sobremorir más allá de la desidia
y la desmemoria. Y acaso ahora contarlo.
Desde entonces siempre cargo con el
contrapeso de Clito y la amenaza de Browning,
sin saber cuándo o cómo o con quién o por qué
usar esas dos palabras. Pero igual sé que Ipatria
tenía razón en aquel instante eterno de nuestra
orgía funeraria: ahora me toca a mí.
Y así será mientras duren mis noches sin
noche en este relato lato que ya a nadie cautiva
en las madrugadas de Lawton, La Habana, Cuba
y América, donde han taponeado todo nuestro
vocabulario hasta trocarlo en un vocubalario de
asfixia. Pero ahora me toca a mí. Y así será
mientras no aparezca nadie capaz de nombrar a
una piedra caída del cielo como un puñetazo
lunar. Alguien que después practique a tiro
limpio contra esa piedra, vistiendo únicamente la
pistola desnuda de su propio cuerpo, como si en
verdad fuera ella la diosa más solitaria y apócrifa
de la historia y la sexualidad.
1
Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
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