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CAMPOS DE GIRASOLES PARA SIEMPRE
1
Leían cosas más bien decadentes: novelitas de
personajes que se suicidan poco antes del autor
que los escribió, ediciones de uso rematadas
como papel reciclable, libros prohibidos,
panfletos inéditos, joyas en bruto, y etcéteras por
el estilo. Por supuesto, leer cosas más bien
decadentes les hacía pensar que vivían en "una
época absurda, de poca o ninguna acción, como
suele ocurrir después de las grandes revoluciones
o los pequeños naufragios": una cita que a los
dos les gustaba mucho y que seguramente salía
de Silvia, de Gerard de Nerval (la preferida de
Orlando), o de Orlando, de Virginia Woolf (el
preferido de Silvia). En cualquier variante, a ellos
les encantaba ser los protagonistas de tan
hermosa y triste desesperación. Así que ahora ya
sólo esperaban la menor oportunidad para actuar.
Cada noche, muy tarde, Orlando la llamaba
para decirle: "Silvia, no pasa nada, pero me
duele", ella en silencio. Cada noche, por teléfono,
Orlando le repetía: "Silvia, yo no soy yo, pero tú
tampoco eres tú", ella en silencio. Hasta que,
cada noche, Orlando la agredía para provocarla:
"Silvia, es inútil esperar que llegue el amor: ojalá
no te hubiera conocido jamás", ella en silencio,
sin prestarle demasiada atención a su patetismo.
"El miedo te mata, Orlando", era la voz en calma
de Silvia.
Y entonces él sentía la rabia. Un rencor que
taladraba todo por dentro: gusanos con pinchos
en su cerebro, chillando en un coro esquizo de
pésima afinación. Orlando temblaba de ganas de
asesinarla, sin advertírselo, por la espalda.
Deseos de rajarle en mil y un pedazos aquel
cráneo lúcido con el teléfono. Placer de escupirle
una obscenidad precisamente a su amor: ¡Silvia,
muérete!, por ejemplo, y colgar sin darle chance
de reaccionar. Y justo así Orlando lo hacía,
iracundo al punto de la imbecilidad: "¡Silvia,
muérete!", y le colgaba sin que, del otro lado de
la línea, ella tuviera chance de reaccionar.
Durante dos o tres minutos él cerraba
entonces los ojos y respiraba sensacionalmente
mejor. De pronto se sentía el ser más desolado y
sincero del universo. Durante dos o tres minutos
Orlando leía, tatuadas sobre su pecho, las siglas
de esa loca palabra: l.i.b.e.r.t.a.d. Por fin él
estaba libre de Silvia, y Silvia lo estaba de él. Sin
lecturas decadentes ni radicales libres en sus
neuronas: más allá del naufragio y el rescate, más
acá del estancamiento y la revolución. Por fin
Silvia estaba libre de Orlando, y Orlando lo
estaba de ella también.
Hasta que un frío le paralizaba los pulmones
y el estómago, al punto de retorcerlo de pánico y
dolor. Una úlcera mental, casi física. Un vómito
que le arrastraba los dientes de tan violento y
vacío. Entonces Orlando descolgaba el teléfono y
abría demencialmente los ojos, para captar todo
el desamparo de Lawton y marcar espantado el
número de ella en Guanabacoa, volando como un
poseso sobre los seis teclazos que lo separaban
de Silvia.
Y cuando la voz de ella le contestaba,
Orlando ya no podía decirle silvia. Ni sálvame.
Ni nada. Él sólo podía tragar una pasta muerta,
sin saliva, antes de arrojarle encima una especie
de llanto mudo, que era su infantil manera de
pedirle perdón: "Perdóname, Silvia", ella en
silencio. "Perdóname, Silvia, yo no quería que
fuera así", ella en silencio. "Perdóname, Silvia,
yo no quería que fuera así, ni tampoco de
ninguna otra forma", ella en silencio, ya lista para
ser dios y resucitar a Orlando con su
misericordia: los dos tocándose el sexo hasta la
náusea y el sobrevoltaje de aquel cable telefónico
propiedad de una empresa estatal.
Todas. Todas las madrugadas. Todas las
madrugadas de Lawton y Guanabacoa ocurría
así. Una tragedia en miniatura que acababa con
pucheros y risas y chillidos de placer. Todas,
todas, todas las madrugadas. Ellos querían flotar
en la nata de una época aburrida, y semejante
delirio les parecía entretenidamente genial. Ellos
querían hundirse en el tiempo cero de los años
dos mil. Y los dos sospechaban el fin de algo y el
comienzo de una nada que, de lectura en lectura,
Orlando y Silvia intuían que Silvia y Orlando ya
estaban a punto de protagonizar.
2
Para Orlando, sentarse en el parquecito de la
calle B era la más cruenta manera de
experimentar el horror. En Lawton siempre iban
hasta allí, entre flamboyanes y gorriones abatidos
por el sol nacional. Era un área agujereada por
los refugios en tiempos de paz, pocetas antiaéreas
inundadas por décadas de lluvia y fermentación.
Una manzana arrasada por el incivil combate de
los vecinos contra sus bancos, faroles y
caminitos. Más los serpenteantes ríos de brujería
albañal. Más el óxido y el comején de sus
cachumbambés y columpios. Más los pinos
raquíticos por el exceso de luz cubana. Más
Silvia recién llegada en camello desde
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Guanabacoa, con la mirada desenfocada de tanto
Lawton.
Para Silvia, sentarse en el parque B era la más
amable manera de experimentar el horror,
sintiéndose menos sola abrazada a él: casi dentro
de Orlando. Y hasta allí se dirigían los dos,
mediodía tras mediodía. A hacer nada. A mirarse.
A matar el tiempo y el perenne estado de nervios
en que sobrevivían los dos. A temblar y dar
vuelta a las páginas. A leer tomitos de papel tan
calcinado como el paisaje, o paraje. A sentirse
perdidos en la lectura, héroes anónimos de los
que ningún suicida escribió. Allí dejaban correr
los nombres patrióticos de los años. Sin historia y
sin tiempo, Orlando y Silvia sin apellidos, sin
pasado ni futuro: criaturas de un puro presente
reconcentrado, boqueando al aire preso de la
ciudad. Y nada les parecía más excitante que ese
día a día sin reglas ni consecuencias, ese amasijo
de historias compradas al por mayor entre las
polillas y el tedio de una librería estatal.
Desde la calle B, ellos veían pasar a los
camellos por la avenida Porvenir, pabellones
entre apestados y hepáticos. Desde allí iban
contando, como si estuvieran en un mirador a ras
de tierra, a los borrachitos sin patria que nunca se
acababan de suicidar. Desde allí Silvia y Orlando
se admiraban mutuamente, casi agradecidos a
dios, o a la carencia crónica de dios, de tener
aquel banquito aburrido donde leer y amarse
entretenidamente y, con suerte, de mes en mes y
de milenio en milenio, resistir en privado la
experiencia cruenta y amable de tanto público
horror.
3
Manejaban entre los autos, toreando cláxones
y frenazos, burlándose de los semáforos
descolgados por la nuca allá arriba, sin creer del
todo en ningún mensaje o señal. Habían decidido
que para ellos ya había sido suficiente lección.
Por eso odiaban tanto aquella entrañable ciudad:
por su estilo de eterna aula, de claustro
uniformado, de escuelita disciplinaria imposible
de ignorar o dinamitar. Ellos esperaban el
instante justo de cada uno, antes de emitir un
aullido y saltar, como fieras arteras, sobre no
podrían decir todavía qué. O quién. Y mucho
menos para qué o por qué.
Por el momento manejaban a ciegas sobre la
moto de él, una Júpiter canibaleada con piezas de
Harley-Davidson. Iban fundidos en un solo
cuerpo, clavándose las uñas alternativamente
según estuviera Orlando o Silvia al timón,
penetrados en la promesa de hacerse libres antes
de hacer por fin el amor: la promesa de esperar
con tal de no sentirse culpables bajo la inercia
fofa de lo repetitivo. Por el momento manejaban
de noche, comentando aquellos sitios que
llamaban su atención a esa hora, cuando les
parecía más verosímil inventarse, de barrio en
barrio, la barbarie de un mapa no tan tétrico
como teatral: un libro abierto abandonado incluso
por su anónimo autor.
"Silvia, de esa azotea saltó la amante de
Virginia Woolf", dicho en Ñ y 23. "Orlando, en
ese solar se fundó el Partido Nazi Cubano", dicho
en San Lázaro y Lealtad. "Silvia, ese edificio
curvo es una hoz y su torre sería el martillo",
dicho en Línea y L. "Orlando, bajo esos zapatos
de bronce enterraron la rótula rota de Gerard de
Nerval", dicho en Avenida de los Presidentes y
Malecón.
Manejar juntos los animaba, espantando el
tedio de manejar. La Habana se les llenaba de
imágenes tontas y respirables, y les parecía
divertido y rebelde contarlo todo de nuevo para
ellos dos, desde cero y todavía menos, sin
detenerse nunca en ningún decorado, y sin
recordar a la noche siguiente cuál detalle era
falso y cuál sería verdad.
"Silvia, en ese asilo murió Orlando, la mejor
personaje de Virginia Woolf", dicho en Dolores
y Acosta. "Orlando, en las ruinas del restaurant
Moscú funciona en secreto el reactor atómico de
Juraguá", dicho en Infanta y P. "Silvia, hay una
noche del mundo en que el túnel de la bahía te
conecta dos veces con el mismo lugar", dicho en
Prado y La Punta. "Orlando, en esa iglesia hay un
cáliz con la sangre que no coagula de Silvia, el
peor personaje de Gerard de Nerval", dicho en
Novena y 84.
Manejaban alternándose el timón, hasta
agotarse, hasta caer rendidos sobre el exagerado
tanque de gasolina. Entonces tiraban la moto en
cualquier parqueo estatal, tomaban un taxi en
dólares, y en veinte minutos cada uno estaba de
vuelta en su cuarto: tendidos sobre la cama sin
destender, los dos ya listos para el teléfono, con
aquel terrible y tierno ritual de ofensa, llanto,
perdón y placer a través de un cable.
Todas las madrugadas ocurría así. Todas las
madrugadas. Todas. En Guanabacoa y en Lawton
y en todo el planeta: ellos resistían o jugaban a
resistir. Hasta que una mínima variación fue
suficiente para que Orlando y Silvia destejieran
esta historia tejida únicamente para ser
protagonizada por ellos dos.
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4
Silvia se apareció con un revólver en el
mediodía líquido del parque B. "Es de mi
bisabuelo", dijo, "mira la fecha en el cabo:
MCMX". Orlando se motivó: "El año del cometa
Halley. En 1910 el siglo XX debió desaparecer".
Silvia lo haló hacia ella sobre el banco. Puso
la cabeza de Orlando en sus piernas y se echó
hacia delante para taparle el sol cenital. Orlando
cerró los ojos. Igual el resplandor era demasiado,
y atravesaba los pelos de Silvia como si fueran
una palmera de gasa o una pirámide de cristal.
Todo el año hacía el mismo calor. La realidad se
les evaporaba, y a ellos les daba ira tener que
existir así, húmedos y humillados: sin la ilusión
de esos noviembres descritos en cualquier libro
abierto y cerrado al azar.
Orlando le pidió el revólver. Lo lamió. Sabía
a hemoglobina ferrosa, a salitre seco de yodo por
alejarse demasiado del mar. Sopló
tangencialmente aquel cañón casi centenario,
improvisando una flauta fúnebre: "como tallada
en tibia de puta o de fusilado", dijo él sin abrir
los ojos. El sonido remitía a los acordes letales de
una marcha nupcial. Y ese silbido silvestre
despertó algo en Silvia pues, al devolverle su
reliquia de muerte, él la oyó tomar una decisión:
"Es ahora o ahora, Orlando, no perdamos por
miedo esta oportunidad".
Y, sin necesidad de descorrer sus párpados,
Orlando supo que ella sonreía magníficamente
doblada sobre él: la boca abierta como una gruta,
como el cráter rajado de un manantial. Para
Orlando era muy fácil darse cuenta de la alegría
de Silvia porque, desde donde él estaba, casi
podía masticar el vapor cálido de su risa. Y el
aliento de Silvia era el de frutas inexistentes bajo
este clima feroz: uvas, peras, manzanas, y esas
raras almendras sin carapacho. Orlando jugó a
ser catador de vinos y pronunció en voz inaudible
para el mundo, pero todo un grito de guerra para
su amor: "Lo haremos porque hoy Silvia me sabe
a cometa asesino, cosecha frustrada de 1910".
5
Fueron a las minas a ras de tierra de
Guanabacoa. Cargaron con una enorme mochila
donde el revólver iba escondido, flotando como
un bebé secuestrado en una placenta de balas:
cien, mil, cien mil proyectiles de calibre ligero.
Por un costado del cementerio se internaron hasta
la autopista nacional, tira infinita de ocho vías.
"El 8 es un infinito de pie", Orlando oyó a Silvia
gritarle en el sillín de atrás: "y también una S
cerrada".
Anochecía, y ellos dejaban atrás los rabiosos
repartos de nombres mártires y vulgares. Pasaron
vaquerías, fundiciones, torres de alto voltaje y de
extracción de fuel, y también desesperados
campos de flores para vender: la mayoría de
girasoles, cabezas crispadas como puños a esa
hora. Finalmente, la Júpiter-Davidson estuvo en
la boca cariada de las canteras, con la luna
rebotando entre los farallones hasta caer en una
laguna de plata. De lejos aún se veía el desfile
inmóvil de los campos de girasoles, que a la
mañana siguiente alguien vendría a decapitar.
Entonces Orlando dudó: "¿Lo hacemos ahora,
Silvia?", y ella le contestó quitándose la ropa allí
mismo, a horcajadas sobre el rugiente motor.
Orlando seguía agarrado al manubrio cuando
Silvia le apuntó a la nuca con su revólver. Puso
en el tambor las primeras diez o diez mil balas, y
rastrilló o algo por el estilo: clic-clac. Entonces
ella le ordenó desnudarse él también. Y, después,
le bastó con una frase de burla para echar a rodar
la escena que echaría a rodar al resto del film, sin
doblaje ni traducción: "Run for your life", rió
Silvia, y comenzó a disparar.
Orlando corría desnudo como una astilla de
luna. Huía por su vida, pero sin miedo, tal como
había sido acordado, sintiendo los zumbidos
picoteándole alrededor: gorriones nocturnos en
picada mortal. Bajo sus pies, los alfileres de
cuarzo se le clavaban hasta el hueso con cada
pirueta, y las gotas de sangre ya entibiaban aquel
escenario bello al punto de lo criminal: de
Orlando manaba un fluido rojo convertido en
escarcha por el frío de su sudor.
Pasaron muchos minutos de fuga. Media
hora, o una hora y media tal vez. Él cayó
finalmente exhausto. Respiraba gracias a los
sibilantes. Silvia le había hecho poco más de dos
mil disparos, como la fecha, y ahora la mochila
parecía vaciada tras aquel ensayo de guerra
antipersonal. Orlando jadeaba, el esternón se le
quería partir, y su asma eran las cuchillas de
viento que se afilaban en los acantilados,
rasurando el cuarzo hasta dejarlo en diamante.
Él se arrastró unos metros hasta el borde
mismo de la laguna. Miró arriba. Vio una luna
metálica, doble. Y dos veces entonces bebió. El
agua o la luz eran salobres. Sintió náuseas, pero
volvió a tragar ese fluído de moho, oleoso y
puro, seminal más que sideral. Y entonces se
introdujo completo en aquel mar sólido, sin
soltarse de una piedra rematada en forma de asa.
Enseguida sintió la silueta de Silvia, que le daba
una mano y le advertía a Orlando: "Ven, de
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noche el agua es más traicionera que el resto de
lo real".
Y él salió afuera y comenzó a besarle toda la
piel, deteniéndose en las axilas de Silvia primero
y en su ombligo felpudo después: crin hirsuta que
le tatuaba la pelvis. Se dieron un abrazo
tembloroso, mitad fiebre y mitad frialdad. Se
manipularon con cinismo los sexos bajo el cielo
célibe de Cuba, pero ni siquiera intentaron hacer
el amor. Esa noche todavía no. A los dos aún les
faltaban demasiadas palabras para un acto así:
lujo luctuoso y liberador. A los dos aún les
sobraba pánico. De manera que allí
permanecieron hasta poco antes del amanecer,
vírgenes onangélicas, cuando el cosmos entero se
puso malva y después naranja, y después
amarillo y después blanco, y después sin color y
después azul: un aqua-cyan con tiras necróticas,
donde ni el día ni la noche se borraban del todo
entre sí.
La idea era recuperarse y hacer entonces lo
contrario a plena luz: que Silvia practicara su
mejor estilo de fuga, el cuerpo desnudo bajo los
rayos del sol, mientras Orlando le apuntaba con
las balas restantes, siempre listo para fallar. Pero,
según amanecía, les fue llegando más y más alto,
desde el otro lado de los farallones, el aullido
histérico de los altavoces y las sirenas. Había
comenzado el asedio, o ya el asalto quizá.
Silvia y Orlando se vistieron antes de
asomarse al acantilado y ver la aparatosa
caravana policial, que venía describiendo eses a
campo traviesa entre los surcos de girasoles,
chapeando cabezas de óleo, raspando un vangogh
desenfocado que, desde la altura en que él y
ella se atrincheraban, les pareció mejor que
cualquier pintura o pintor. Los disparos de
madrugada probablemente habían delatado su
juego: algo así dijo Orlando, y Silvia asintió con
un bostezo que él convirtió en beso, justo cuando
los labios de ella estaban en el punto máximo de
tensión. Orlando pensó que, ciertamente, el vaho
de aquella boca era más eterno que la palabra
silvia con que ella se indefinía.
Se tomaron de la mano. La respiración
paradójicamente se les frenó, también el pulso y
el nerviosismo en que sobrevivían. Y lo
decidieron al unísono con la mirada, sin
necesidad de verse otra vez, los ojos extraviados
en el horizonte, desde donde la autoridad ya los
instaba a rendirse sin fuga y sin resistir.
Era la hora sin hora, la de Orlando y Silvia, la
de Silvia y Orlando: en cualquier orden de
anarquía y desesperación. Ninguno de los dos
quería borrarse las siglas de aquella súbita
l.i.b.e.r.t.a.d.: puzzle del que nunca se
arrepentirían, sólo de eso estaban seguros bajo la
amenaza del amanecer. Además, hacía tanto que
esperaban una brecha así, que ya no tenía sentido
ni olvidarlo ni volverlo a pensar. Les bastaba
ahora con un primer gesto de reacción. Un acto,
un ademán, un golpe: tras tanta decadente cultura
pasada por escrito en un borrador, actuar era para
ellos el único verbo que valía la pena leer y
limpiamente protagonizar.
6
Huyeron en moto por las canaletas del fondo,
por ese archipiélago de pueblitos floridos y sosos
que a la postre desemboca en Tarará. Y de ahí
recto por Vía Blanca, con dirección a Matanzas o
al puente póstumo de Bacunayagua: altar de
suicidas locales, escribieran o no libros donde los
personajes se matan poco antes o después de su
autor.
Orlando manejaba furibundamente,
proyectando piedras de asfalto a tope de
velocidad, mientras Silvia le daba ánimos
encajada entre sus riñones y vértebras, sentada
abierta en tijeras sobre el sillín de atrás. Estaban
un poco mareados, pero con una calma muy
eufórica por la estampida. Huían: eran prófugos
capaces de alguna acción. Y esa energía vital les
insuflaba el vértigo de una caída libre. Por fin
eran ellos los que hacían las cosas pasar. Por eso
en ningún momento pudieron callarse,
atropellando planes al unísono que ni él ni ella
comprendían muy bien, pues el viento en ráfagas
de 200 o 2000 km/h les secuestraba la voz.
El motor reverberaba, como todo el resto de
la realidad: sus restos de irrealidad. Una cosa sí
entendieron y les dio mucha risa, carcajadas de
locos que escapan en una ambulancia estatal: a
partir de ahora él sería siempre Orlando Woolf –
"lobo orondo en honor a Virginia", dijo él–, y
ella sería siempre Silvia de Nerval –"vaga visión
de uves que tuvo Gerard", dijo ella–.
Renombrarse les parecía el mejor síntoma clínico
de las infinitas ocho siglas de una palabra:
l.i.b.e.r.t.a.d.
Y fue rarísimo. El paisaje no avanzaba.
Palmas, algarrobos, ceibas y flamboyanes
salpicados con los colores primarios. Vacas y
caballos, arados y tractores, ancianos de siglos y
niños de semanas, mujeres y militares, con las
líneas del pavimento homogenizando su
recorrido. Todo volaba ante los ojos de ambos,
pero el paisaje completo no parecía avanzar.
Orlando Woolf y Silvia de Nerval se revolvían en
una burbuja de excepción cinética, en un
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fotograma congelado de cualquier película de
carretera: extrañísima inercia que a los dos les
parecía un milagro ancestralmente habitual.
La Júpiter-Davidson rugía como una garganta
de dragón. Escupía chispas por las cuatro bocas
del tubo de escape, arrastrando un cordón de
humo más turbo que turbio. La Vía Blanca lucía
irreconocible esa mañana. Orlando Woolf sintió
los labios de Silvia de Nerval sobre su nuca, justo
donde horas antes ella había clavado el cañón
mortífero de 1910: "Qué lenta es Cuba", la oyó:
"¿no puedes acelerar?" Y él le explicó a gritos
que los pistones estaban ya a punto de hacer
explosión. Entonces doblaron la curva de Santa
Cruz y, aunque no vieron nada, los dos sintieron
aquel golpe seco que hizo añicos los focos y los
lumínicos, y cuyas esquirlas los recubrió de una
pasta o polvillo raro.
Miraron atrás por instinto, sin detenerse. Y
vieron una especie de títere azul, zigzagueando
entre las ocho sendas, a la par que lanzaba
chorros de tinta roja por las extremidades,
dibujando un grafiti ilegible sobre la carretera.
"¿Le dimos a un policía?", dudó Orlando Woolf
ante una imagen tan obvia. Y Silvia de Nerval
esperó varios segundos o kilómetros antes de
responderle: "Da igual".
Porque ya no tenía sentido frenar la escena,
mucho menos por un accidente. El caucho de las
gomas se hacía viscoso y, a partir del choque,
manejaban sin que ninguno estuviera seguro de
retroceder adelante o continuar marcha atrás. De
hecho, Orlando Woolf arañaba ahora la espalda
de ella, y Silvia de Nerval era quien guiaba el
timón sobre unas huellas frescas de moto que, sin
dudas, eran las de su Júpiter-Davidson unos
minutos o kilómetros atrás: el paisaje estático les
daba la impresión de volver sobre sus propios
frenazos.
Así cruzaron las líneas férreas y reconocieron
el perfil en contraluz de los pinos raquíticos y los
flamboyanes sin pájaros, recortados sobre aquel
mismo césped sin vecinos ni bancos ni faroles ni
caminitos: una ciénaga infectada de aparatos de
diversión infantil, amenazantes como saurios
prehistóricos. Era, otra vez, el provinciano
parquecito de la calle B, apenas a un par de
cuadras de la avenida Porvenir.
Silvia de Nerval no se detuvo. Ni se inmutó.
Ni tampoco se lo hizo notar a Orlando Woolf,
que de todas formas ya lo sabía, y a su vez
luchaba contra su asombro para no hacérselo
notar a ella, trepidante ahora al timón, cortando
camino por la escalinata del convento estatal. No
era necesaria otra explicación: Lawton reaparecía
mientras más se alejaban de él. Entonces Silvia
de Nerval cruzó tangente al estadio de béisbol, y
enseguida recuperaron la visión en ángulo ancho
de esos campos de flores para vender que pululan
en las afueras de Guanabacoa: girasoles
desesperados en su mayoría, con las marcas aún
babeantes del asalto policial del que ellos querían
o creían huir.
Unos metros más, y la Júpiter-Davidson
estuvo de vuelta en la boca cariada de las
canteras, con la luna rebotando entre los
farallones hasta caer en una laguna de plata. De
pronto ellos intuían que toda aquella fuga era
sólo ilusión, porque el tiempo cero de los años
dos mil les devolvía las cuatro siglas más
fulminantes del siglo: c.u.b.a. por todas partes,
c.u.b.a. para todas las épocas, c.u.b.a. como
libertad gratuita y obligatoria, c.u.b.a. como
ubicua ubicubidad.
De hecho, de nuevo estaban rodeados por la
autoridad y así les era imposible distinguir. Ni
resistir, ni fugar, ni nada. Las ansias de
protagonismo de Orlando y Silvia habían
abortado, como sus apellidos de último minuto.
O precisamente al revés: gracias a seguir
rodeados es que Silvia y Orlando podían ejecutar
ahora su parto de muerte, o tal vez su pacto de
vida. Un acto no tan tétrico como teatral. La
debacle de volver a ser ellos mismos les parecía
el camino más corto para ser otros por fin.
7
Las canteras rielaban. El cuarzo patrio
restallaba rabiosamente en las pupilas de ambos.
Desde el agujero lechoso de la luna, una calavera
de conejo les hacía una mueca obscena, a pesar
de que ya había salido el sol. Ellos se sentían tan
ajenos y tan parte de todo: tan ambiguos, tan
distantes, tan definitivos y tan cercanos que aquel
tendría que ser el fin.
Se afincaron sobre la Júpiter-Davidson,
collage de caballo mecánico con piezas en
cirílico y en inglés. Orlando volvía a estar al
timón. Aceleró. Olieron la gasolina recalentada al
alba, con sus más íntimos aceites y alcoholes de
destilación casera. Él quitó el freno de mano y
Silvia se paró en puntillas sobre las cuatrobocas
del tubo de escape. La moto se encabritó, parada
haciendo maromas sobre la goma trasera. Y, sin
ponerse de acuerdo, Orlando y Silvia profirieron
un alarido seco que evaporó al rocío remanente
de la mañana.
Saltaron. Sólo entonces repararon en que, a
pesar de recordarlo a la perfección, aún no se
habían vestido. La moto comenzó a empinarse en
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una parábola loca sobre el precipicio y, ya en el
aire, ellos se descubrieron tan desnudos como en
la madrugada anterior. Abajo quedaba el
despliegue militar que casi logra atraparlos. Más
que leída, se trataba de una escena literalmente
sacada de un film: de dos mil películas baratas,
donde el guión al final da un salto sobre la valla
de lo verosímil. Orlando y Silvia bien sabían que
todo era sólo espectáculo. Silvia y Orlando bien
sabían que, precisamente por eso, ellos dos
manipulaban en ese instante los más recónditos
hilos de la realidad irreal.
Oyeron la fanfarria de los altavoces y la
histeria de las sirenas. Allá abajo sus
perseguidores parecían formados en un ejército
de juguete. Sobre el horizonte en forma de lazo
corredizo, las nubes se les antojaron cargadas de
agua y electricidad: ondas deslocalizadas en una
ecuación insoluble. La laguna de plata no era más
que "una moneda sin curso de 1910", dijo él: "el
escupitajo de un dios desterrado en cometa".
En algún momento Silvia dejó de gritar y
dijo: "No veo nada desde aquí atrás". Y Orlando
enseguida la consoló: "Tampoco hay mucho que
ver", con un tono jovial: "son canteras de cuarzo
muerto y campos de girasoles por ejecutar". A
cambio ella sólo emitió un brevísimo "da igual",
comprimido casi a una sílaba, y entonces los dos
rieron, flotando en el pico máximo de la
parábola, los dos ingrávidos pero ya a punto de
recuperar la masa perdida con el impulso.
Orlando sintió que Silvia se le encajaba con
mayor fuerza. Los senos de ella le barrenaban sus
pulmones y le salían a ambos lados del esternón.
Silvia lo amenazaba otra vez por la espalda: lo
estaría encañonando o devorando por atrás.
Orlando sintió las manos salvajes de Silvia,
colocadas como lentes opacos dentro de sus
párpados, metiendo los dedos-raíces hasta raspar
su retina. Ahora él tampoco podía ver, acaso
porque le daba también igual. La moto
recuperaba gramo a gramo su gravedad, y
descendía con avidez para hacerse añicos contra
un vocabulario de palabras pesadas, pasadas de
moda, comprimidas a una sola sílaba o a todo un
vocubalario oficial.
Y ahí se consumó la magia mojigata y la
trasnochada trascendencia de esperar meses o
milenios para hacer el amor. Ese salto mortal fue
el clímax de una caída presa de la que ellos
querían o creían huir. Esa fue toda la opción que,
los dos a ciegas sobre el barranco, él le dio a
escoger para por fin escapar: "¿Canteras de
cuarzo muerto o campos de girasoles por
ejecutar?" Aunque ella, como respuesta, sólo lo
penetró un poco más, hasta desbordarlo por
dentro y llenar ambos cuerpos de Silvia, tras
aquella vertiginosa y voraz elección: "Campos de
girasoles para siempre", pronunciado con calma:
"aunque el miedo te mate, Orlando, la eternidad
aún está por ejecutar".
8
A la medianoche siguiente, tras otra larga y
estrecha jornada de leer cosas más bien
decadentes y, en consecuencia, convencidos de
que vivían en "una época absurda, de poca o
ninguna acción, como suele ocurrir después de
las grandes revoluciones o los pequeños
naufragios" –una cita que a los dos les gustaba
mucho y que seguramente salía de Silvia, de
Gerard de Nerval (la preferida de Orlando), o de
Orlando, de Virginia Woolf (el preferido de
Silvia)–, él levantó el auricular y marcó
desesperadamente los seis teclazos de ella. Como
de costumbre, por el tono de la voz tejido por
uno y otra, era evidente que la historia destejida
por ambos sólo ahora estaba por comenzar.
1
Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
2
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