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ISLA A MEDIODÍA
1
El camión se detuvo en Imías. Una carreterita
de cal entre la blanca arena del desierto y la sal
blanca del mar. Todo bajo el sol blanqueante de
julio. Una luz roñosa que evaporaba las nubes tan
pronto como se formaban, destiñéndolas sobre el
telón óseo del cielo. Pregunté la hora y una niña
me aseguró que recién eran las doce en punto del
mediodía oriental.
—¡Hasta aquí llegamos...! –nos gritó el
chofer. Y bajó.
Estábamos estupefactos. Pero igual bajamos
tras él. El peor sitio del mundo era entonces el
tejado de cinc fumante de aquel camión. Un ZIL
ruso dado de baja de sucesivos ejércitos: de
Moscú a Kandajar a La Habana a Imías a quién
sabe qué pueblo más. Ahora simplemente
funcionaba como transporte público
interprovincial.
Era 1999 y nosotros íbamos hacia Maisí,
desde la capital. Confiábamos en que Maisí no se
pareciera en nada a aquel Imías, aunque las dos
palabras luzcan como anagramas. A Maisí lo
imaginábamos de color terracota: cota de tierra
donde se acaba el país. Imías no sería eso jamás.
Imías era blanco reconcentrado, acaso un
kandinsky candente. Un puro iceberg de verano,
con las gotas de sudor rodando gruesas desde
nuestras cabezas. Como grasa o acaso leche
cortada: una muy mala coartada para narrar nada
allí.
Un oficial uniformado de blanco se nos
acercó. Debía ser de la Marina de Guerra, no sé.
Igual tenía el ceño fruncido por el fastidio o tal
vez el odio: un odio sin rastro ni rostro hacia
ninguno de nosotros en especial («los del
piquetico ése que vienen de la capital», nos
identificó).
Enseguida nos repartió a cada cual una hoja
en blanco y señaló una larga banqueta pintada de
cal. Hasta allí fuimos y nos sentamos, codo a
codazo y machetín con mochila. A pleno sol de
plomo. Entonces un segundo oficial vino hasta
nosotros y repartió, uno por uno, unos finos
bolígrafos plateados de importación (made in
China, leímos). Al final de tan laboriosa faena
nos indicó, por señas, que todo estaba en orden y
que ya sólo debíamos guardar silencio y esperar.
Y lo guardamos. Y esperamos. Sudados y
jadeantes: un poco nerviosos ante aquel trámite
en la última jornada del viaje. El mediodía se
dilataba, fuego vertical al blanco vivo. Pero nadie
se atrevía a cuestionar nada. Las autoridades
sabrían cómo y por qué ejecutaban semejante
ritual. Además, siendo 1999, muchas cosas raras
nos habían pasado a lo largo y estrecho de
nuestro periplo, desde La Habana a Maisí.
La niña del reloj comenzó a llorar, con sus
diez o nueve años desfigurados por el horror. Era
evidente que quería cambiar de puesto para
quedar más cerca de su mamá. Las dos parecían
medio extranjeras o enfermas. ¿Cómo distinguir
bajo la demasiada luz? Lo cierto es que nadie
hizo nada para calmarla o cederle el puesto a la
niña. Mucho menos su madre o lo que fuera de
ella, concentrada más que el resto en el conjunto
de la planilla en blanco más el bolígrafo de falsa
plata internacional.
Largos minutos o breves horas: igual pasaba
pesadamente el tiempo municipal. El sol
permanecía estático en el cénit. No teníamos
sombra. Sobre la espuma blancuza del mar
cruzaron unos katamaranes con las siglas del
Ejército Oriental. Entonces, como en una
coreografía mar-aire-tierra, zumbó un MIG-15 en
el cielo, que rajó en dos mitades aquel silencio
tan teatral, y ante nosotros reapareció el primer
uniformado con apariencia de La Marina: ciclo
cerrado en vano, en blanco.
Ahora lo acompañaba el chofer del ZIL ruso.
Secreteaban y sonreían, sus dentaduras de platino
duplicando la luz del sobreiluminado escenario.
Tal vez todo no había sido más que un error: el
horror siempre lo es. Creí notar cierta semejanza
entre los pómulos de ambos, y pensé que ellos
recién habían descubierto ser parientes lejanos o
de la misma región natal. En cualquier variante,
fue el chofer quien habló:
—¡Arriba, que ya seguimos para Maisí...! –y
se metió de cabeza en la cabina de su camión.
Por supuesto, nos quedamos tan estupefactos
como al inicio. Igual nos paramos al unísono de
aquel largo banco. En una mano, los bolígrafos
plateados sin estrenar. En la otra, las hojas
todavía vírgenes en su perfecto blanco
institucional. ¿Quién se hubiera atrevido a narrar
por escrito algo allí?
—Los que quieran, pueden secarse con ellas
–nos invitó el segundo oficial, cortante pero
cortés, señalando las hojas que aún sosteníamos
como salvoconductos contra nadie sabía qué.
Y justo así lo hicimos, como en un ballet
plañidero. Cada cual usó su hoja para secarse la
cara. Y la tráquea. Y la nuca. Y el seño. Y el
entreseno. Y las manos. Y los antebrazos. Y los
codos. Y los codazos. Y las mochilas. Y los
machetines. Y las rodillas. Y las pantorrillas y las
entrepiernas, hasta que, en fin, la niña de diez o
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nueve años se secó los mocos y las lágrimas sin
la ayuda de nadie, menos aún la de su presunta
mamá. Aunque, por supuesto, el vapor era tanto,
que igual nos quedamos tan enchumbados como
al inicio, ahora con un ovillo de papel crispado
entre nuestras manos, goteante.
En este punto nos recogieron los bolígrafos y
los boliches de celulosa y sudor, y los fueron
echando en un enorme saco de nylon blanco,
también rotulado con las siglas del Ejército
Oriental. Entonces oímos el ronroneo del ZIL y
un humillo blanquecino comenzó a ascender
desde el tubo de escape. Así que saltamos sobre
la cama fumante bajo el techito de cinc, y ya
estábamos otra vez en marcha a lo largo y
estrecho de nuestra ruta rota desde La Habana
(dos días atrás) hasta Maisí (esa misma
tardenoche, con suerte).
Adiós, Imías. Adiós blanco mar, blanca arena,
sal blanca, nubes blancas explotadas por el
blanco sol de plomo allá arriba, sobre el blanco
pavimento reverberante aquí abajo. Adiós a la
patria y al planeta difuminados por los destellos
de plata de aquel falso nylon que iba quedando
atrás, entre las manos de los dos oficiales
uniformados con la misma ausencia de color.
El camión se alejaba a tope de velocidad,
zigzagueando como un incivil borracho por
aquella carreterita de julio, y yo al rato volví a
preguntar la hora. Por supuesto, la niña de diez o
nueve años fue quien sació mi curiosidad: según
me aseguró por segunda vez, todavía eran las
doce en punto del mediodía oriental.
2
Cuando por fin llegamos hasta Maisí
(viajábamos en botella desde La Habana), nos
topamos con un velorio en la calle principal.
La descripción es somera (parca): incontables
viejitos sentados en cada acera (en comadritas de
guano), entre termos de chocolate (con motivos
árabes o japoneses), oscilando abanicos de paja
(con motivos bucólicos de la región: el Faro y el
Yunque), luciendo guayaberas de mil
novecientos algo (amarilleadas por la cercanía
del año dos mil), y mascando unos cucuruchos de
cierta masa fangosa que ellos pronunciaban
guassspé.
Todo amigablemente animado a la par que
literariamente tedioso. Como una tertulia que
igual funcionaría sin necesidad de cadáver. De
hecho, nunca vimos la caja. Estaría dentro de la
funeraria, eso no importa ahora.
Según los comentarios cazados al vuelo
(mientras buscábamos un alquiler por la
izquierda para cubanos), nos dio la impresión de
que tales eventos eran los más reales que
ocurrían en aquel pueblito limítrofe, a punto de
salirse ya de la isla: velorios públicos.
Y esa fue toda la bienvenida que nos tenía
preparada Maisí como colofón.
Velorios públicos. Sólo eso. Velorios
públicos bajo un eterno mediodía.
Lo demás es historia, tiempo muerto ilusorio:
agua o tierra pasada que ninguno de nosotros ha
dejado del todo atrás.
20
IMITACIÓN DE IPATRIA
1
Ipatria y yo. El odio. Los himnos agresivos y
hermosos de la revolución. Un adiós sin adiós. Una
despedida laxante. Estúpidos y clandestinos, no nos
dimos cuenta de nada a tiempo. Pero, ¿darnos
cuenta de nada a tiempo de qué?
Ipatria y yo. La ira. Las banderas zigzagueantes
en el cauce inmóvil del pavimento: luego barridas
con inercia de asalariado por una anciana de
uniforme y escobillón. Geniales y genitales, fuimos
amantes espectaculares y un poco cursis,
atragantados entre la apoteosis política y un dolor
visceral.
Ipatria y yo. El tedio. Estábamos locos, por
supuesto. De atar, de matar. Y tal vez por eso
mismo ignorábamos que aquel viaje sería nuestra
última oportunidad. Tal vez la única. Un viaje de
bahía presa a bahía libre, por una carretera siempre
al borde del mar. Un viaje desde La Habana hasta
la ciudad de nombre más sangriento de América.
Un viaje a Matanzas.
Ipatria y yo, sin pasaje de regreso. Una ruta rota
desde el inicio. Decisión de desafiar al destino.
Desatino y decepción. Delirio, deleite, casi delito.
2
Cogimos un taxi particular. A cinco dólares por
persona. Toda nuestra fortuna secreta. ¿Valdría la
pena arriesgarlo todo? Supongo que sí. Lo valía.
Infinitamente. Y en hora y media llegamos.
De La Habana a Matanzas en un Chevrolet
Impala ´59. Un Cola de Pato. Un prodigio. Una
herejía viviente del paleolítico republicano de este
país. Una máquina del tiempo a 110 km/h. 110
metamorfosis de kafka en cada historia. A tope de
velocidad.
Al otro lado de la ventanilla, 110 millones de
palabras y culpas se iban quedando detrás, al ritmo
del rockasón con timba en la reproductora del
chofer. Ipatria y yo nos apretamos las manos.
Afuera hacía un solecito monocromo invernal. La
temperatura era agradable, la brisa bien podía ser
eterna. Y, por un instante de hora y media, Ipatria y
yo nos imaginamos como dos inmortales.
Comenzaba el mes y el año: primero de enero
del 2000. Comenzaba un falso siglo XXI y su
milenio de miniatura. Comenzábamos, también,
Ipatria y yo. Aunque fuera sólo para no aburrirnos.
Sinceros al borde mismo del suicidio,
comenzábamos por fin ahora a terminar. Pero, ¿por
fin ahora a terminar qué?
3
Matanzas a las nueve y media de la mañana. Un
privilegio, un primor, una pena. Nos sentamos en la
baranda del puentecito metálico sobre el Yumurí.
Equilibrados sobre aquel río o masacre. Sin miedo,
sin abismos, si ninguna memoria del terror.
Ipatria me dijo:
—¿En esta ciudad amaste a una mujer?
Y yo le dije:
—A dos. Incluida ahora tú.
Con 23 años ella no era una mujer, por
supuesto, pero igual nos dimos un largo beso en la
boca. Todavía equilibrados sobre el cauce inmóvil
del Yumurí. Todavía confiados, ignorantes.
Todavía todo ternura y ganas de hacer el amor.
Aquí. Bien lejos de nuestra ciudad de memoria
muerta. La Hanada. Y nos dimos otro largo beso en
la boca.
Entonces nos hicimos una foto. Un encuadre
magnífico. Nos la hizo una adolescente de saya
escolar mostaza que cruzaba por el puentecito con
su cuerpo limpio y tajante, de recién nacida. De
hecho, nos hubiera gustado retratarla nosotros a
ella. Pero se negó. Hubiera sido una imagen
propicia para jugar en nuestra cada vez más
invisible intimidad.
—Llévame a verla –me pidió Ipatria.
—¿A quién? –le dije.
—A tu antiguo amor –me respondió–. Llévame
a verla ya.
—Ipatria, mon amour –acaricié su cabeza
ovoide–: para eso vinimos, ¿no?
Imposible borrar aquella geometría cerebral
cuya oscuridad interior yo siempre adoré. Adoré de
verdad. Hasta las lágrimas y el asesinato. Hasta el
ridículo patetismo de escribirlo ahora con esas
mismas palabras: hasta las lágrimas y el asesinato.
Una joya: la cabeza de Ipatria.
4
Y fuimos. A verla. A mi antiguo amor. Ian.
El barrio de La Marina arrastraba eones de lodo
y manantiales de agua albañal. Excepto uno. Aún
quedaba un manatial cristalino y potable. Con
cangrejos y clarias y camarones.
Y hasta allí fuimos, Ipatria y yo, a contemplar
los restos de mi antiguo amor: Ian. A bautizarnos
en las aguas mitad milagrosas y mitad mortíferas de
su manantial. A beber de ellas mientras nos
zambullíamos o flotábamos. Y también, por
supuesto, de ser posible, a restregarnos desnudos de
madrugada. Ipatria y yo, por primera vez en el año
cero o dos mil.
Era una sensación triste y genial. Un sentirnos
hermosos y libres y muy cansados de tanto habitar
21
en otra lejanísima ciudad. Aunque en Impala ´59
Matanzas y La Habana quedaran al doblar de la
esquina. Era sólo una ilusión dolorosa y fallida:
toda ciudad es antípoda de la otra. Igual fue un
buen intento de no pronunciar la palabra adiós.
Como nos mereciéramos una isla de silencio
después de tanto deseo loco y toneladas de diálogo
por imitación. Igual era un augurio: la certeza de
que ya habíamos acumulado suficientes odio, ira y
tedio intentando precisamente no pronunciar la
palabra adiós.
5
Yo llevaba mi cámara. Canon semipro. Cañón
analógico para explotar los encuadres intestinos de
la vida provincial. Matanzas: La Tenia de Cuba,
nos reíamos subiendo por Milanés hasta el Parque
de la Libertad, donde retraté los pezones parados de
una estatua desnuda que huía de otra estatua en
saco, acaso para evitar algún intento de violación,
nos reíamos todavía más.
Al rato doblamos por el cine en ruinas hacia el
Yumurí, Ayuntamiento abajo. En cinco o seis
cuadras agotamos un rollo Lucky, Made In China.
Lo más barato y súperamateur. Matanzas tampoco
se merecía mucho más que 36 chasquidos de una
Canon semiprofesional, todo ligeramente
sobreexpuesto y desenfocado a través de mi
objetivo zoom Made In Japan. Así me gustan las
fotos. Así cada recorte de la realidad me luce un
poco menos real.
Cuando llegamos a la orilla mohosa del
Yumurí, vimos peces, crustáceos y aves
pudriéndose al por mayor. Era un cementerio
fétido. Los botes de los pescadores parecían
panteoncitos flotando en el fuel. Yo no lo recordaba
así. En menos de un año el río se había
contaminado. De pronto me dio alegría de no haber
visto la metamorfosis, sólo la barbarie final. Abracé
a Ipatria por detrás.
—Es allí –le indiqué, y señalé la casa de Ian.
Ella se estremeció levemente. Por un instante,
supongo, intuímos lo que hubiera sido de nosotros
en La Habana si antes no hubiera fallado en
Matanzas mi antiguo amor. Yo recordé una línea
del padre poeta de Ian: Aquí, bajo estas aguas,
están todos dormidos. Y, rebasado este punto de la
historia, el resto es muy probable que esté de más.
O sea sólo eso: restos.
Mejor así. Que sobre: sobras nada más entre su
ipatría y la mía, hicimos un último intento por no
dejar de sonreír.
6
Yo tenía 36 años, ella 23. Y entre los dos
acumulábamos suficiente cultura fósil como para
matar o hacernos matar.
El Aullido de Ginsberg nos divertía, por
ejemplo, como una chiquillada gringa de
homosexual incivil mansamente deportable de
Cuba. El Grito de Munch, por ejemplo, no era más
que un susurro puesto de moda por la culpa de una
generación que llegó muy tarde al horror. El
Paradiso de Lezama, por ejemplo, no era tanto el
infierno como una carcajada cubana que nadie
quiso nombrar como Ipatria y yo: un fiasco
innombrable.
Alto arte. Mentiras por lo bajo. Detritos del
intelecto. Ipatria y yo huíamos como extranjeros en
nuestra tierra natal.
Yo tenía 36 años, Ipatria 23. Y nuestra suma
nos permitía saber sin saberlo que todo debía estar
ya de más. Que no valía la pena ese viaje. Ni
siquiera por el Impala ´59 que casi logra remover
nuestra inercia entre dos bahías vacías como
palabras armadas sólo con a.
7
Esa noche nos quedamos los tres en el cuarto y
la cama de Ian. Fue una madrugada incesante,
insaciable. Un signo de pornoinfinito, no acostado
sino de pie. Porque justo así lo hicimos Ipatria y yo,
bajo un falsotecho abofado de La Marina. De pie.
Ella, asomada al persianal abierto sobre el
último manantial potable del Yumurí; yo, asomado
a su espalda y a su interior. Lo hicimos durante
horas. Sin movernos apenas. Sin sudar, hacía
frialdad. En paz. A ratos húmedos y a ratos en seco.
Sin jadeos ni asfixia, casi sin excitación. De ahí lo
angustioso del desmayo final. A dúo, todavía de
pie. Los dos otra vez tendidos sobre la cama, donde
Ian dormía o fingía dormir desde muy temprano.
El pelo de Ipatria olía a no podría nombrar
ahora qué. Olía a algo indefinible y tan definitivo
que, esa misma noche, estuve seguro que sería lo
último de ella que se me iba a olvidar.
Tal vez sólo por eso lo hicimos. Para conservar
un impronunciable detalle. Para esquivar durante
un instante las rachas de odio-ira-tedio con que nos
bombardeaba nuestro foráneo país: funéreo paisaje
de estatuas desnudas que huyen de estatuas en saco,
mientras un antiguo amor se abraza a la pared con
unos ronquidos tan mal actuados que parecían un
llanto amateur.
Yo, 36. Ipatria, 23. Ian sin edad, sin sumarse ni
restarse a la orgía más solitaria y muda del
universo. Ahora y por el resto de los Impalas ´59 en
aquel mes de enero del año cero o dos mil.
22
8
Amanecimos. Los tres. Desayunamos. Los tres.
Nos zambullimos en el manantial. Los tres. Con esa
gentil cortesía de los cuerpos extraños que se
conocen demasiado entre sí.
Hablamos en un español amable y decrépito,
tres remotos conocidos que el azar reúne en el
exilio de un barrio donde se ha hecho de pie el
amor.
Ipatria, Ian y yo. Mitad cansados y mitad
clandestinos. Como si no nos diéramos cuenta de
nada a tiempo. Pero, ¿darnos cuenta de nada a
tiempo de qué?
Ipatria, Ian y yo. Entre la nata de la nada y un
dolor político un poco cursi que como siempre nos
humilló. Como si no supiéramos que en cualquier
tiempo y teatro del mundo nadie escapa nunca de
escenas así. Como siniestros Ginsberg de
pacolírica. Como efectistas Munch. Como Lezamas
ya limados por una retórica retruécana.
Ipatria, Ian y yo. Estábamos locos, por
supuesto. De atar, de matar. Y ya queríamos
regresar de una bahía libre a otra bahía presa, en
una fuga por carretera siempre al borde del mar, sin
voltear la cabeza hacia aquel nombre sangriento
para una ciudad de América. Sin pasaje de regreso
a Matanzas, yo recordando o rumiando otra línea
del padre poeta de Ian: Ninguna ha tenido nombre
más perverso.
Ipatria y yo le dimos un beso a Ian. Le pedimos
diez dólares prestados hasta la próxima ocasión.
Era un gastado gesto de confianza en que muy
pronto volveríamos a coincidir. Los tres. Era una
mala suerte de pacto con el futuro. Era un acto de
fe: una tragicómica manera de despedirnos para
siempre sin necesidad de decirnos adiós.
9
Volver. Alquilar un Chevrolet Impala ´59, pero
en sentido contrario. Un prodigioso Cola de Pato a
cinco dólares por cabeza y 110 km/h.
La boca del túnel nos resultaba siempre un
misterio. Una luz que te ciega y atrae. Edificios,
árboles y señales de tráfico que se sumergen y
emergen y nunca sabes del todo en qué ciudad vas
a desembocar. La Habana, La Hanada.
En hora y media emergimos en Prado. Nos
quedamos en el Capitolio, con sus estatuas tan
desnudas como las de un provinciano Parque de la
Libertad. Le dimos el dinero y también las gracias
al chofer. Por suerte viajamos sin música. Sólo la
brisa repiqueteando fuerte en los tímpanos.
El cielo estrenaba su mejor color gris militar.
Encapotado de oliva. Una gasa enchumbada en
sepia. Una monocromática aberración. Nos
sentamos en la escalinata del Capitolio y nos
pusimos a contemplarlas. Nubes, humo. A
contarlas, si es que se podían diferenciar entre sí.
Era lo mejor que podía hacerse a esa hora, poco
antes de nuestro mediodía mediocre en la capital.
—Me gustaría hacer un viaje a otra ciudad –
pronunció sin mirarme Ipatria.
—Podríamos ir a Matanzas –pronuncié sin
mirarla yo.
Un policía nos hacía gestos obscenos desde la
acera. Con su silbato nos indicaba que estaba
prohibido sentarse en la escalinata del Capitolio a
contar las nubes. Cualquiera fuera el
incomprensible razonamiento de la autoridad, a
Ipatria y a mí su despotismo nos parecía que era la
pura verdad. Una certeza desacelerada a 110
kilomentiras por habana.
Obedecimos la bulla del policía. Dejó de
rechinar su silbato. Bajamos sin tocarnos y nos
retiramos cada cual por su lado favorito de la
escalinata. Sin odio, sin ira, sin tedio. Sin adiós.
Por supuesto, no las volví a ver. Ni a Ipatria ni a
Ian. Y el rollito Lucky Made In China ni siquiera lo
revelé. Sus 36 fotos aún esperan por otro siglo y
otro milenio, entre otros himnos agresivos y
hermosos de otra revolución, y otras banderas
zigzagueantes en el cauce inmóvil del pavimento:
acaso luego barridas con inercia de asalariado por
otra anciana de uniforme y escobillón.
No sé. En ocasiones pienso que si hubiéramos
retratado a la escolar de saya mostaza que nos
retrató en el puentecito del Yumurí, con su cuerpo
limpio y tajante de adolescente que se nos resistió,
tal vez esta imitación de historia a trío no hubiese
abortado tan indolentemente aquí.
1
Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
2
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