9
NECESIDAD DE UNA GUERRA CIVIL
1
Bastardo. Bestia. Binoculares. Binomio.
Bochorno. Borrasca. Broma. Bromuro. Borra.
Brisa. Bruma. Bramar. Bronca. Báscula. Bártulo.
Báculo. Vecindad. Viento. Veneno. Vino.
Vernáculo. Velocidad. Venéreo. Brillante. Vello.
Verdad. Breve. Brebaje. Vital. Vitral. Virus.
Víctima. Victimario. Vómito. Victoria. Vil.
Violación.
En verdad, sospecho que mi padre se ha vuelto
loco.
O cuando menos se ha convertido en un
diccionario al azar.
2
Padre salió en el noticiero estelar de la 3Dvisión.
Vestía de traje y corbata, y usaba un gentil
bigotico alón. Parecía un héroe de Hollywood en
1942, acaso un espía falso de la posguerra mundial.
Padre rió ante las cámaras de la 3D-visión. En
medio siglo, en casa nunca antes lo habíamos visto
reír. De pronto arrugó su papelería de noticias y
comunicados. Los amasó como si se tratara de una
bola de nieve o tal vez una hogaza de pan. Entonces
se inclinó otra vez sobre los micrófonos y por fin
pudo recuperar la voz:
—Díscolo. Dédalo. Demoniaco. Demolición.
Dado. Duda. Disonancia. Desinencia. Dos. Día.
Diablo. Disidente. Diente. Demencia. Demérito.
Dar. Don. Dinero. Domingo. Dominó. Dominio.
Doblegar. Déspota. Doblón. Determinismo.
Detonación. Detención. Diálisis. Diáspora.
Defenestración. Defecto. Defección. Déficit.
Defecación. Dolly. Di. Dios.
Y en este punto de su discurso la transmisión se
cortó. Sólo llovizna y rayas y un agudo pitido
ensordecedor.
Imágenes de relleno primero (un musical
editado en provincia); después el escudo oficial con
las siglas de la 3D-visión. Nada más. Eso fue todo
lo que quedó de mi padre tras medio siglo de
locución. Loco, locuaz. Y ni siquiera media
diplomática palabra de adiós.
Definitivamente, mi padre se está portando muy
extraño para sobrevivir en esta época y lugar.
—Seamos condescendientes con él, madre –
dije, aunque yo lo odiara desde el inicio.
En definitiva, hasta el odio se llega a extrañar.
3
Mentira. Mierda. Miedo. Miércoles.
Metamorfosis. Mata. Metafísica. Mutar. Mosca.
Mezquita. Música. Mulo. Malo. Meloso. Macho.
Mecha. Mancha. Mendicidad. Muérdago.
Murciélago. Microscopía. Militancia. Médico. Mil.
Mina. Minoría. Mueca. Mucama. Mucho. Musgo.
Máscara. Misterio. Mente. Menta. Ministerio.
Manto. Maternidad.
Entonces mi madre hizo crac y comenzó a
llorar. Buh, buh.
Sentada en solitario sobre el sofá, la vi soplarse
los mocos y beber sus lágrimas. Por un instante,
pensé pensar en ella como si fuera mi madre y no la
palabra madre:
—Pobre de tu padre, hijo –repetía,
inconsolable–. Hacía ya medio siglo que se sentía
muy mal.
—¡Basta! –le respondí.
Sus lloriqueos no me dejaban concentrarme en
lo caricaturesco de nuestra emergencia pasada en
vivo por la 3D-visión.
En fin. Sospecho que una de estas noches,
como de costumbre, me pedirá edípicamente que
yo la vuelva a abrazar.
4
Pinga. Prosa. Prisa. Procaz. Proclama. Presa.
Prostíbulo. Perdición. Policía. Política. Péndulo.
Perro. Pena. Paranoico. Pánico. Pendenciero.
Pendejo. Pináculo. Payaso. Parlamento.
Prohibición. Paz. Pez. Pis. Prójimo. Paso. Pose.
Peso. Programación. Pomo. Porno. Pogrom. Parto.
Papagayo. Papaya. Piyama. Pum.
Y pasada la medianoche:
—Tun tún.
—¿Quién es? –mi madre y yo al unísono.
—¡Ábranme la puerta o la tapa de los sesos, por
favor!
Era mi padre allá afuera. En otra de sus crisis
mitad laborales y mitad suicidas.
Abrimos. Horror.
Papá venía descalzo, en calzoncillos de pata.
Con la oreja izquierda en la mano derecha, como
quien muestra un trofeo deportivo o su documento
de identificación personal. Lucía mucho más joven
de lo que no era, y recitaba de memoria el primer
artículo de la constitución:
[CENSURADO SEGÚN EL ARTÍCULO 1
DE LA CONSTITUCIÓN: 1.- NO INVOCARÁS
EN VANO EL ARTÍCULO 1 DE ESTA
CONSTITUCIÓN.]
Mi madre alzó las manos al techo. O al cielo.
Rodó fuera del sofá y se arrodilló, rezando,
arrepentida de todo y a todos pidiendo perdón.
Ya era demasiado para mi estómago. Fui hasta
el 3D-visor y comencé a vomitar. Adentro.
Entonces volvieron la llovizna y las rayas y el
agudo pitido ensordecedor. Aunque, hasta donde
10
pude fijarme, el aparato permanecía con su única
tecla en OFF.
Mi padre pasó a la sala y se dejó caer de bruces
sobre el sofá. Madre finalmente se desmayó. Y en
la pantalla en blanco y negro apareció de la nada
otro locutor, limpiando mi vómito de su traje y
corbata, a la par que se alisaba con dos dedos su
gentil bigotico alón.
Se parecía a mi padre en la remota noche de su
estreno como locutor (Hollywood, 1942). Y parecía
estar narrando las noticias sobrantes de alguno de
los noticieros de la posguerra mundial.
Hablaba de héroes falsos y de cierto lamentable
altercado civil.
5
Tul. Tullido. Tramoya. Tara. Tácito. Techo.
Tártara. Tortura. Tibia. Tuétano. Tarado. Tétano.
Toxina. Trizas. Trozos. Tensión. Trazos. Trazas.
Torsión. Taxidermia. Termómetro. Termita.
Tabulación. Terco. Terreno. Terror. Te. Tilo. Tesis.
Tumefacción. Tradicional. Trampa. Trompada.
Traducción. Tentación. Tecnología. Traición.
Sospecho que esta noche en familia no será
nada entretenido sentarse a consumir noticias, los
tres de cara al escudo oficial con las tristes siglas de
la 3D-visión.
Nos ahogamos de aburrimiento. Y ninguna
agencia reporta nada sobre la presunta firma de un
pacto bélico que consolide para siempre nuestro
estado de paz.
6
Mi padre se paró y penetró en la casa, dando
tumbos por el pasillo. Con él arrastró al sofá, sobre
el que recién yo había colocado a la palabra madre.
Muerta o algo por el estilo. Y, tras la carrocita
fúnebre improvisada, el que iba empujando era yo.
Llegamos a su cuarto. Entramos. Oí a mi padre
cerrar la puerta a nuestras espaldas. Apenas
cabíamos allí. En medio siglo de convivencia,
nunca habíamos reparado en lo reducido que era su
espacio. Ojalá no la haya pasado tan mal.
Veo a mi padre ordenar su colección de
diccionarios y revólveres cargados. Es muy
meticuloso: toda una vida de experiencia, casi
desde que nació. Lo veo sacar un lápiz de la gaveta,
también colocar allí dentro su oreja devenida trofeo
o documento de identificación. Veo una libreta
gorda que dice por fuera COPIA DE LA
CONSTITUCIÓN. Y entonces lo veo hojearla
despacio, con la mirada en blanco, extraviada en el
blanco todavía más puro de aquel papel.
Es una señal inequívoca de que mi padre
pretende escribir. De hecho, así lo está haciendo ya.
Como siempre, con un vocabulario opresivo por la
demasiada repetición del grafito romo del lápiz:
Ósculo. Oscuro. Obtuso. Orate. Ominoso.
Obcecación. Odio. Oreja. Océano. Óseo. Hospital.
Hombro. Homónimo. Honra. Hostil. Hostal.
Homagno. Onanismo. Oficial. Oficina. Ofidio.
Hocico. Óxido. Ojiva. Ovario. Ovación. Ojo. Hoja.
Holocausto. Hogar. Ogro. Hospicio. Orfelinato.
Oposición. Horror. Hoz. Oh.
7
Sobre la necesidad de una guerra civil. Sobre la
necesidad de la conquista de la 3D-visión. Sobre la
necesidad de arrebatarle la oreja a mi padre y cargar
con ella uno de sus revólveres y dispararle a la sien.
Sobre la necesidad de los acuerdos de paz para que
no aborte la guerra. Sobre la necedad de la
necesidad.
Ha pasado el tiempo. La desmemoria pesa,
incluso a destiempo. Mis padres roncan la pesadilla
de los justos, cada cual en su propio cuarto. Cuesta
creerlo, pero es así. Son un par de sobrevivientes,
egresados de esa escuela eterna de sobremurientes
que, tarde o temprano, a todos nos va a graduar.
Los tres estamos condenados a persistir:
mártires gagos de la enunciación y ciber-prodigios
de la mera enumeración. Aunque ya sospecho que
el peligro tampoco es tanto. El orror bien podría ser
sólo un herror. Por ahora, basta con evitar el
contratiempo de invocar en vano el artículo 1 de la
constitución, incluso de la copia en blanco en poder
de mi padre. Por ahora basta con no involucrarse en
ningún subversivo golpe de diccionario, incluso
cuando se trate de un efecto al azar del tipo:
Abismo. Abulia. Acéfalo. Anomia. Animal.
Anemia. Anagnórisis. Apatía. Angustia. Apenas.
Artefacto. Artículo. Artero. Adicción. Abdicación.
Ahíto. Ahora. Aherrojar. Agobio. Ademán.
Alevoso. Alfabeto. Asesino. Atmósfera. Asfixia.
ADN. Antes. Afta. Adónde. Asta. Amor. Amnesia.
Anestesia. Abierta. Al. Azar. Ah.
11
LUGAR LLAMADO LILÍ
1
Yo empujaba mi coche. A mano, a pie:
cuando las bujías se emperran, es mejor no
insistir. Hay que saltar del asiento al asfalto, y el
resto ya depende de tus pulmones y de la fuerza
de gravedad, según el lomerío del barrio en que
te quedes botado. En este caso, a cinco o seis
cuadras de mi casa. No más. Pudo haber sido
peor (de esto no estoy muy seguro al ahora), pues
yo venía manejando desde Alamar, al otro lado
de la bahía y el túnel, y puede incluso que al otro
lado de lo real.
Así que mi tragedia parecía más bien sencilla.
Yo empujaba mi coche, a mitad de madrugada, y
ella empujaba el suyo: ella, la niña que apareció
en sentido contrario al mío, empujando su
cochecito sobre la acera, a mitad de madrugada
también. Como si le costara un esfuerzo
sobrehumano para la hora y la edad. ¿Y cuál
sería la hora, por cierto? ¿Y cuál podría ser
entonces su edad: la de aquella niña noctámbula
que apareció para cruzarse en mi insomnio como
una pesadilla de la que todavía no logro
despertar?
Aunque resulte increíble, ella no hacía más
que repetir su recorrido habitual: una suerte de
rito, donde la bebé de carne empujaba a duras
penas a una bebé de plástico, o de algún polímero
sin fórmula química que yo supiera nombrar. En
efecto, dentro de su coche roncaba sonoramente
una de esas muñecas que han invadido las tiendas
de medio país: mujercitas semiautomáticas de
importación, con voz y pasitos de robot, barbis
repatriadas con leche en el biberón y a veces
hasta en sus pechitos de sílica-gel. Vi a la niña
consultar su reloj y no me dio tiempo ni de
preguntarle la hora:
—Son las tres y cuarto –detuvo su
trasnochado paseo–. Señor, ¿usted cree que una
de estas noches ya nunca amanecerá?
Hice una pausa. Respiré hondo. Descansé las
manos sobre el maletero de mi Impala cola-depato:
un cohete con alas pero sin motor de
arranque para echar a volar. Su lenguaje era el de
una alumna sumisa, mas su tono coqueto tenía las
inflexiones de una mujer. ¿A quién de las dos
responderle ahora: muñeca o mujer?
—Te lo explico según tu edad –me rasqué la
calva para ubicarme mínimamente en la
situación.
—Por favor, no me trate como a una bebé –
protestó ella–. Tengo siete años pero, como ve,
también he sido mamá. Y no una, sino muchas
veces mamá. Miles de veces mamá. De hecho,
millones de veces mamá –y se acarició la batica
con orgullo de cheer-leader local–. Le repito,
señor, es muy importante saberlo a tiempo:
¿usted cree en esos que dicen que una de estas
noches ya nunca amanecerá?
Temblé. Tenía ante mí la tozuda insistencia
de una niña o monstruo o mujer, de ser posible
una distinción. Le miré al rostro en detalle: era
bello, en realidad. Mucho. No del todo maduro,
mas ya con los rasgos típicos de un ser sexual:
género F, una hembra. De manera que simulé
encontrarme en absoluto control. No quería ni
pensar qué sucedería si me descubriese algún
vecino del barrio. O peor: un policía de ronda. O
todavía peor: algún vecino con vocación de
policía de ronda. ¡Solos en alta noche y nada
menos que con una menor!
—¿Eso dicen? –fingí sorpresa–. ¿Quiénes lo
dicen?
Ella al parecer se ofendió. Sus cejas
arqueadas la delataban al borde mismo de la
indignación, como aquella mueca despreciativa
en su boca: unos labios carnosos sobremarcados
de rojo punzó, el mismo color de los labios
sintéticos de su nené.
—¿Cómo quiénes, señor? –gesticulando
como un tribuno que no alcanza aún al
micrófono–. Ellos, ¿no se da cuenta? ¡Ellos! Los
que se sientan en masa en el parquecito del
paradero. Los que cantan salves y glorias y
aleluyas y avemarías. Los que anuncian una
nueva luz y un avivamiento. Los que me han
asegurado que primero vendrá una noche sin fin
para este país. Por favor, no se haga usted de
rogar y dígame: ¿no le parece esto, cuando
menos, una flagrante contradicción?
Recliné la cabeza contra el maletero. Sentí su
fría lata importada a La Habana medio siglo o
acaso medio milenio atrás: una aleación eterna.
Recuerdo alguna vez haber pedido ser enterrado
dentro de mi Impala ´59, en una mala época en
que me dio por asegurar a diestra y siniestra que,
más temprano que tarde, en su cabina yo me iba a
matar: bravuconerías baratas de cuando uno es
demasiado joven y borracho y despechado por
una rubia de rabia que se hacía llamar Lilí y que,
para colmo, cantaba para los niños en la TV
nacional.
—No les hagas caso a esos fanáticos: son
como niños malos que se entretienen jugando al
buen dios –intenté una ironía, y levanté la vista
del maletero para comprobar si todo no habría
sido una alucinación.
12
La niña madre calló. Durante largos segundos
pude oír su silencio sobre el ronquido musical de
la otra muñeca. Entonces los ejes del cochecito
comenzaron a rechinar: fuiii-fuiii, y la vi alejarse
en sentido contrario al mío. Tal vez se había
hartado de mí. De mi ignorancia al punto de la
ridiculez. Pensé que ella podría ser una niña
genial o una enana caprichosa, o quizás al revés,
pero nuestra historia no merecía quedarse allí,
bajo aquel spotlight hepático de Vía Blanca: el
único poste con luz de la avenida y tal vez de
todo el país. De pronto temí quedarme solo a
mitad de noche: la madrugada hueca de Palatino,
La Habana, América. Temí que algo pudiera
pasarle a ella, y que algo que no fuera ella no me
volviera a pasar a mí. No sé si me logro explicar.
Lo cierto es que comencé a alejarme, yo también,
en sentido contrario al mío, hasta darle alcance
sobre la acera.
De entrada no me atreví a tocarla. Sólo le
hablé. Pronuncié varias veces la palabra
"disculpa", caminando a medio metro de la
menor, aunque nunca le dejé saber disculpas de
qué y por qué. Yo tampoco lo sabía. Ni lo sé
ahora, por cierto. Por su parte, ella le restó
importancia a mi exabrupto y a mi confesión:
—Por favor, no se quede atrás –me advirtió
sin volver la cabeza–. Señor, esta parte es muy
oscura y no quisiera que algo le pase ahora a
usted.
Sonó a amenaza. ¿Cómo iba a seguirla sin
más ni más? ¿Y mi Impala ´59?
—¿Y mi Impala ´59? –soné perfectamente
estúpido al pedirle consejo a ella.
—Ya usted no lo necesitará –sonaba muy
convencida–. Serán cinco o seis cuadras, se lo
prometo. Es mejor que nos acompañe hasta allí.
Sonaba a arresto esta vez. Fue entonces que
me percaté de que ella y su progenie se parecían
bastante. Y recordé por inercia la fábrica
abandonada de muñecas de plástico, no muy
lejos de aquella esquina: entre el paradero y el
acueducto. Y sentí un frío de pánico sobre mi
nuca, pues hacía varias décadas que nadie
entraba ni salía de allí: se sobreentendía que, a
estas alturas del siglo XXI, ya nadie necesitaba
juguetes para sobrevivir.
¿Qué otra cosa podía yo hacer? De manera
que la seguí. Y, por supuesto, en este punto no
me arrepiento. Igual la hubiera seguido hasta el
final de la noche de ser necesario, sosegándome
los nervios entre el fuiii-fuiii de los ejes y el fuacfuac
de mis botas, que esquivaban a duras penas
la hidráulica desbordada de baches y
alcantarillas. Porque recién había llovido (de
hecho, ya otra vez lloviznaba) y los ríos albañales
de la ciudad trataban de impedir nuestro viaje a
dúo o acaso doble visión.
2
La luna era un agujero blanco sobre nuestras
siluetas en contraluz. La de ella, con siete años
perfectamente afilados por la tijera de su
blablablá. La mía, de cincuenta rasgados a mano
por mi excesivo titubeo y elucubración.
—Señor, yo amo la luna. ¿Y usted?
Tras dejar atrás la Vía Blanca, esa noche más
oscura que de costumbre, doblamos por un
callejón abierto entre el marabú y los tanques de
basura, una cuadra antes de salir a Santa
Catalina. Rápidas nubecillas rojizas corrían a
muy poca altura, bajo el telón cóncavo de la
madrugada. La llovizna presente permitía oler el
aguacero futuro. Los instintos se me aguzaban en
un deplorable estado de excitación.
—Señor, yo amo la lluvia. ¿Y usted?
A cien metros de distancia, por ejemplo, y sin
ninguna visibilidad, yo podía distinguir entonces
el frufrú de los carros por Santa Catalina. De
pronto, hubo un chirrido escalofriante y después
un sonido seco: un crounch de guitarra eléctrica
sin baterías. A los pocos pasos, me crispó el
ulular de una sirena. Una ambulancia, los
bomberos, la policía: ¿accidente o fatalidad?
Igual ella me tomó de la mano y me la apretó con
la fuerza de un aparato mecánico, de una prensa
o un torno que quisiera imprimirme forma: su
forma.
No me resistí, ni tampoco demostré asombro
o dolor. De hecho, no estoy seguro de haber
sentido sus dedos. La rareza me entumecía, a
pesar de poner de punta a mis cinco, cinco mil o
cinco millones de sentidos. Me di cuenta de que
avanzábamos como una vieja pareja de vuelta al
barrio tras una noche de tedio social.
—No tengas miedo –le dije, más pedante que
paternal–. Nada malo nos ocurrirá.
—Todos dicen lo mismo, pero es incierto –
me cortó ella, cortés–. Señor, al final siempre
algo se nos ocurrirá: no me engañe ni se engañe
tampoco usted.
En este punto sentí deseos de auparla. De
taparle la boca de un manotazo. A ella y a la que
roncaba en su coche. Darles una nalgada a cada
una y someterlas a mi voluntad: "¡a domir, coño,
que ya es muy tarde para tanta cháchara!" O,
llegado el caso, como en un cruel juego de roles,
fungir de verdugo y echarlas a ambas en algún
tanque rebosante de gatos y de basura: únicos
sobrevivientes de aquel paisaje lunar.
13
—¡Es aquí, ya llegamos! –señaló con su
mano libre–. Gracias, ¡puede pasar!
Nos detuvimos. Miré. La arquitectura era un
casco: una mole venida a nada, como los restos
de un naufragio ocurrido en otro tipo de realidad.
Era un residuo fabril de la etapa posproletaria del
barrio: un edificio art-decó más allá de cualquier
posible arreglo o demolición. Un equilibrio
imposible, un colofón. Bajo la luz cenital de la
luna, las alambradas que lo rodeaban tejían una
espinosa tela que se proyectaba, acera afuera,
casi al nivel del contén. Nos detuvimos en la
cuneta, enchumbados por el goteo de la llovizna:
chinchín de agujas que me estimulaban los
nervios.
—Señor, no alcanzo –me haló–. Ayúdeme a
saltar la cerca, por favor –y alzó los bracitos y
con ellos también su bata de parturienta.
Entonces le vi los blumers, casi transparentes
o del color de su piel. Sin nada que contrastara
debajo. Ni por la forma. Ni el color. Ni el olor.
Justo como en las muñecas sintéticas. O
sintácticas, ya no sé: territorio en blanco de mi
lenguaje, borrado por lo que pasó. O no tanto. Y
acaté su orden de meterla dentro de aquel lugar.
De meternos, incluido de pronto yo.
Miré hacia afuera por última vez. Respiré el
aire libre de aquel barrio, ciudad y país: a esa
hora difuminados en un sólo vaho. La lluvia
desplazó por fin a la llovizna y la luna se
escondió tras una gasa rojiza, algodón
sanguinolento que todo lo coloreó. Hacía
frialdad. Intuí que el peligro se condensaba en la
púa oxidada de los alambres, pero ya era muy
tarde para reaccionar. Sentí una opresión en el
pecho: un peso muerto a ras de esternón. Como
un augurio. Literalmente, una corazonada: pura
reacción muscular.
Pensé en mi Impala ´59, en sus puertas y
ventanillas abiertas de par en par, abandonado a
la buena suerte de los rateritos del barrio. Pensé
en Lilí, entre cómica y sádica, cantando para los
niños en la TV nacional de veinte o veinte mil
años atrás. Lilí, rubia de rabia hasta la demencia,
usando vestiditos cada vez más osados, con los
que después de filmar nos metíamos en cualquier
posada para hacer el amor: dos cuerpos locos,
eso éramos hasta que se aburrió. Lilí desnuda,
cabalgando sobre mí y repitiendo las mismas
letras de aquellas tontas canciones, usando ahora
a mi cuerpo como un micrófono a punto de
reventar en feedback. Y recordé entonces a esta
otra niña de ahora, que tal vez hubiera visto
alguno de aquellos Shows de Lilí, tratándome
todo el tiempo de "señor" y de "por favor" y de
"usted".
Me ajusté el pitusa a la altura de la
entrepierna y me dispuse a cargarla: a complacer
su deseo de que penetráramos allí, fuera fábrica o
funeraria. Su cochecito se desbordaba de lluvia,
como un inodoro, y la muñeca de importación
seguía roncando pero haciendo burbujas: glu-gluglu.
Agarré por el talle a mi niña madre y sentí el
elástico de su ropa interior. Estaba húmeda y se
me resbalaba. Yo tenía que ser cuidadoso.
Mucho. Así que la trabé mejor, mis dedos
clavados tan hondo como pude dentro de su piel.
La alcé por el aire y le dije:
—Vamos –y la lancé sobre la cerquita de
espinas.
Cayó bien. El colchón de hierba guinea que
crecía al otro lado la protegió. Enseguida se
incorporó, muy contenta, y no pareció reparar en
que yo dejaba atrás a su coche con su cadáver
bebé. Entonces yo también me volé la cerca,
aunque no tan alto como traté, pues largué
muchas tiras de piel sobre los pelos de púa de la
alambrada.
El descalabro ni siquiera me llamó la
atención. Un imán me halaba tras ella y, si algo
recuerdo nítidamente en medio de aquella niebla,
es la total imposibilidad de asumir el dolor. El
deseo me hacía sentir mitad inmune y mitad
inmortal. Me sentía muy vivo y por eso mismo
no me importaba sobrevivir.
3
Avanzamos unos metros hasta guarecernos
bajo el alero. La puerta principal estaba cerrada
con un candado estilo colonial, pero los vitrales
que la enmarcaban no tenían ni un vidrio sano.
Así que entramos al lobby como si de verdad
regresáramos al hogar después de un largo viaje
desde otra época.
Las astillas crepitaron bajo nuestros pies:
crich-crach. Bajo mis botas, en realidad, pues al
mirar los de ella caí en la cuenta de que iba
descalza. Aunque no se cortaba. O de sus heridas
no brotaba la sangre. O a los siete años la sangre
es de una tonalidad invisible para la hora y mi
edad. Mejor así: el color de la sangre diluida
siempre me da arqueadas.
Por las paredes del lobby se filtraban las
consecuencias del aguacero. El resplandor de la
luna ausente rebotaba del piso al techo por las
paredes y, en una de ellas, vi uno de esos murales
típicos del siglo XX. Una epopeya de leyendas
urbanas y guerrilleras, verdadero memorándum
contra la necia amnesia del XXI.
14
Quedé hechizado con aquella obra maestra
del irrealismo social: era fascinante. Allí, algún
obrero del arte había reunido chimeneas
ecológicas de humo verde, ríos de leche
pasteurizada, pirámides fraguadas con hojas de
tabaco y caña, bosques intraurbanos y ciudades
intraforestales, cielos bíblicos del posproletariado
mundial, enormes manazas protectoras pero
inflexibles: como las manos callosas de dios o
acaso las del administrador general. Y también
había flores rojas, desteñidas a rosa por el peso
del tiempo y la humedad, y una manifestación
popular con los brazos en alto: entre el júbilo y la
rendición. Y, en lugar de sol, vi una estrella con
sus cinco puntas afiladas en forma de lápiz labial.
Estaba, además, la risa de una mujer de
dentición perfectamente podrida por un
desconchado de la pared: en su espalda un fusil
de calamina y en su pecho un bebé, al parecer de
plástico o de algún polímero ya en desuso. Noté
que su rostro era idéntico al de la niña madre a
mi lado y al de su bebé fallecida allá afuera.
Reparé entonces en los trenes, barcos, aviones,
cohetes y demás medios de transportación (con la
excepción de, por supuesto, mi Impala ´59 y el
cochecito inundado). Y toda esta babel anónima
rematada por un cartel donde aún podía inferirse:
"Fábrca d Mñecas Lilí: Establcimnto 007,
Reynald Aulet Rdríguz dl Rey". Por mi parte,
intenté no hacerle caso a las dos sílabas
especulares de aquella palabra: Li-lí.
Al final, seguimos hacia dentro por el pasillo.
Cada vez yo veía peor. Tendría las pupilas
contraídas, no sé. Como las de un tigre en rapto
por el delirio de una madrugada rapaz: sexo y
combate, alarido y fuga, amor y criminalidad,
plenilunio y llovizna, parto, Palatino, lluvia, La
Habana, aguacero, América y una moral de
mural. De manera que para orientarme me
bastaba apenas con su respiración, la que olía
remotamente a acetona. Aquel aliento orgánico
delataba a mi niña. Por más que ella pretendiera
estar en control, la bioquímica de sus nervios
anunciaba que ambos estábamos igual: excitados
de remate.
Surgió una escalera súbita, de caracol, y por
ella subimos girando a la izquierda. Lo que vi
arriba escapa a toda posibilidad de enumeración
y tal vez incluso de enunciación. En ocasiones,
las palabras no alcanzan: son demasiado lineales
para tanta impaciencia y tanta simultaneidad. Me
arrodillé, junté las manos, aunque no creo en dios
ni siquiera en la carencia de dios: la portañuela
de mi pitusa queriéndose reventar con cada
invocación inventada. Yo había hecho crac,
como al inicio el motor de mi carro: alguna bujía
o resistencia interna se me fundió. Ya no me
quedaba aire ni para contar. Creo que todavía
ahora me falta. Es algo que, supongo, de palabra
en palabra y de silencio en silencio, enseguida
todo el mundo lo notará.
4
La planta alta era un taller de máquinas
importadas medio siglo o tal vez medio milenio
atrás. Hierros desvencijados como muebles fuera
de uso, pero funcionales: monstruos
antediluvianos, entre ronroneantes y a medio
agonizar. Parecían mogotes, tanques de guerra
emergidos del fondo de la madrugada o del mar.
Parecían cúpulas de reactores nucleares, a la vez
que observatorios del espacio estelar. Parecía una
exhibición de ataúdes: una feria fúnebre, un
mausoleo. Y volví a sentir el mismo pánico de
quedarme solo a mitad de calle. Es evidente que
todavía hoy no me consigo y acaso ya nunca me
conseguiré explicar.
Entonces la busqué con mis ojos, máquina a
máquina y rincón a rincón. No la vi. En efecto,
ella me había soltado el brazo y yo era el ser más
desolado de aquella fábrica, barriada, ciudad y
país: todavía de rodillas, con mi pitusa parado y
el zípper a punto de hacer explosión. Casi
jadeando, con ganas de maldecir. De gemir de
pánico o tal vez de placer y, con suerte, sin poder
evitarlo aunque me lo propusiera, de estallar en
un orgasmo diabólico contra la mezclilla y
largarme al carajo de allí, antes de volverme loco,
como era casi seguro que ya lo estaba, entre
tantas visiones y tantas sílabas recuperando la
fonía límite de li-lí.
Miré de nuevo y aún no la vi. Pasaron varios
minutos o noches. Corrió una brisa de lluvia y el
tufillo a acetona nuevamente la delató. Escudriñé
en el sentido del vaho. Enfoqué por fin su silueta
y la vi sentada sobre el cañón de un torno, que
giraba peligrosamente cerca de sus muslos de
siete años. La aparición estaba desnuda, la
piernas abiertas sin ningún blúmer ni batica de
maternidad. En posición fetal, muñeca
abandonada por su placenta de plástico: en
posición de matriushka sicópata que no le
importó que se ahogara en la lluvia su supuesto
bebé.
No pude más. Me paré. Le di un pequeño
grito y cerré los ojos. La llamé por el nombre
genérico del local: "¡Li-lí!", y la imagen de aquel
otro icono rubio, con el micrófono clavado hasta
la garganta, mientras canturreaba para los niños
ante las cámaras de la TV, me puso nuevamente a
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rabiar. Así que me abrí la portañuela y metí una
mano, pero justo en ese instante caí en la cuenta
de que no la había abierto ni la estaba metiendo
yo. Era ella, no sé bien cuál: en cualquier caso,
Lilí. Tampoco supe si actuaba a distancia o
directamente debajo de mí. La boca se me secó y
comencé a salivar: una flagrante contradicción.
Con la lengua saqué una baba tibia de mis
pulmones: espuma blanca, natilla de alveolo,
gelatina preseminal. Achiqué los ojos para forzar
los detalles y entonces vi su cuerpo cabalgando a
horcajadas sobre el rotor, destrozándose la carne
con las mil y una revoluciones del torno: silueta
puta y sin sangre, derritiéndose en un despilfarro
de aquellos costosísimos polímeros de
importación.
Y ya todo me daba igual. Yo era una bestia
abandonada a la intemperie bajo techo de la
madrugada patria. Me saqué el pene y con la
palma de mi mano derecha lo comencé a acelerar.
Como si fuera un segundo rotor. Como quien
dobla el timón o embraga la palanca de cambio
de un Impala ´59. Como si se tratara del eje
asesino sobre el que estuvieran columpiándose
ahora las dos: las dos embarradas de aceite
grumoso o acetona volátil, voraz; las dos sin
dejar nunca de centrifugar.
Lilí apoyó un pie sobre la barra en rotación y
saltó como un proyectil desde su torno o trono
hasta mí. Casi rozó el falso techo tatuado de
filtraciones pluviales o subterráneas. Lilí
describió una parábola cóncava de varios metros,
tal vez en cámara lenta, y cayó encajada, aunque
ingrávida, justo encima de mí, izada por el otro
eje que rotaba en mi vientre: Lilí se hizo bandera
desesperada para que yo la hiciese batir.
La mujer me agarró por la nuca y la niña me
levantó la barbilla. Hizo palanca entre mi cabeza
y su entrepierna. Su cara tenía la fuerza infinita
de tanta y tanta inexpresión: deseo blanco,
obnubilado, desierto. Placer instantáneo en sus
dos acepciones: algo que ocurriría de inmediato y
duraría justo eso, un instante. Así que me vertí
dentro de ella sin ninguna prisa: un derrame largo
y sosegado, delicioso y obtuso, de la viscosidad
del plástico chorreado por el calor. Un flujo
constante y sereno de treinta y siete grados, la
temperatura del cuerpo humano ya a punto de la
infección. Una marea que manaba desde mi
cerebelo, vaciándose a lo largo y estrecho de mi
columna, hasta botarse finalmente a presión por
la punta roma de mi sexo clavado en Lilí.
Duraba. Y duraba. Y duraba. Temí que nunca
terminara de verterse aquel licor placentero y
mortal: que se diluyeran una a una mis vísceras y,
al final del orgasmo, Lilí tuviera en su mirada el
fulgor de la muerte. En este punto, un rayo de
luna le dio de frente en la cara y acaso de puro
milagro tomé una decisión: la primera
verdaderamente mía en la noche, y tal vez en los
cincuenta años de noches que sumaban mi vida.
No sé. Me sentí débil, anhidro. Flácido. Me
resecaba por dentro, y supe que al tono de mis
músculos le quedaba una última oportunidad para
actuar. Y ciertamente yo la iba a usar: aún sin
saber cómo ni cuándo ni por qué no debía dejarla
a ella protagonizar. Entonces Lilí cortó de un
topetazo el péndulo de sus caderas y el rostro le
cambió de inexpresión: se convirtió en un
tribuno, y su discurso polimérico remplazó
nuestra cadena de acciones y en este punto, con
un escalofrío de fiebre, se detuvo por fin la nieve
amorfa de mi eterna eyaculación. Al parecer,
para ella ya había sido suficiente fecundación.
En su arenga Lilí me dijo de todo,
pronunciando con tanta pasión y tantos "usted" y
"por favor" y "señor", que a ratos me deslumbró.
Habló del bien y del mal, del blanco sol y de la
blancura lunar, del mediodía estéril y de la noche
fértil. Armó tantas historias patrias como a ella le
vino en gana, contadas desde y para los títeres:
fueran muñecas de tela o de biscuit o de guata o
de yagua o de muelles o de cartón o de cuerda o
de bagazo o eléctricas o de plástico de
importación. Chilló que sin esa muñequería de
cuerpos ya no habría barrio, ciudad, ni nación. Y
en mis oídos retumbó el eco de una ovación
llegada de ninguna parte, que parecía aprobar por
unanimidad su chillido.
Lilí me relató otras noches de sexo y combate
ocurridas allí: alaridos de los recién nacidos y
fugas fallidas de sus estúpidos padres. Estaba
harta de su cansancio de madre y verdugo a la
par: de tanto amor precario y tanta criminalidad
seminal, pero no tenía otra opción. Miles y
millones de descendientes confiaban en su
vientre para salir a repoblar la nada allá afuera,
aunque enseguida todos se mataban o se hacían
matar: tan energúmenos como sus padres de
carne y hueso. Lilí se lamentaba de tanto
plenilunio y llovizna, de tantos partos y lluvia,
tan sólo para procrear ese gran coro o mural
donde coincidían, sin estorbarse, sin
transparencia ni superposición, toda la
desmemoria acumulada y toda la amnesia aún
por recuperar.
Ni ella misma lograba separar una frase de
otra, en medio de sus ráfagas de euforia y
lamentación. Menos lo lograría entonces yo:
tumbado ahora de espaldas, viéndola gesticular
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sin mover las manitas ni tampoco la boca,
arengando a nadie sobre la necesidad de generar
aquel ejército alien de marionetas. Tal era su
responsabilidad, parecía ser la conclusión de su
demagogia: tal era su mito y su meta, su tarea y
su tara. Y por eso yo estaba atrapado esa noche
allí, donante voluntario de genes, en el espejismo
de un taller en ruinas alguna vez llamado
"Fábrica de Muñecas Lilí: Establecimiento 007,
Reynaldo Aulet Rodríguez del Rey".
—Ya falta poco, señor: ¡por favor, usted no
tenga miedo al dolor! –me imploró o me impuso,
aunque a estas alturas de nuestra historia me daba
simétricamente igual: yo debía mostrar alguna
reacción.
Me di cuenta de que ningún hombre había
sobrevivido a sus partos o abortos, fueran reales
o imaginados: no dejar testigos era su garantía
para seguir repoblando los páramos de lo real,
más allá de la fábrica y su alambrada de púas.
Para mí, ya había sido suficiente espectáculo,
supongo. Era ahora o nunca: yo o Lilí, la loca
locuaz o mi cordura sin cuerda, aquella puta de
poliestireno o mis ganas de sobremorir pero
quedando con vida.
Le agarré la cabeza y se la desenganché.
Extraje su cuerpo de mi pene y removí sus
extremidades sin articulación: ya había articulado
suficiente retórica para la hora y mi edad. Lancé
sus partes a diestra y siniestra por el salón,
zigzagueando a ciegas entre los tornos hasta
encontrar la escalera, y dejarme caer por el
pasamano girando a la derecha esta vez. Huía de
ella o de mí o no sé bien todavía de qué. Rebasé
el mural sin mirar atrás, por terror de que fuera
un espejo y ver mi cuerpo calcado allí, entre las
masas mitad bíblicas y mitad industriales:
condenadas al paraíso apocalíptico del
posproletariado mundial.
Salí a la hierba rompiendo los restos del
vitral. Del pánico, el vidrio ni me cortó. O, por lo
menos, yo tampoco sangré. Me subí la ropa, los
restos de la mezclilla aceitosa. Di un salto
inverosímil para mis fuerzas y volé por encima
de la cerca oxidada. Me asustó pensar que mis
habilidades repentinas fueran las de un orate.
Debía calmarme. Respirar. Tal vez ya estaba a
punto de amanecer y todo pronto recobraría su
embotado halo de normalidad.
Vi el cochecito en el fango. Seguí. Vi un
callejón no tan desierto como desertado y por él
seguí. Vi un mar de marabú y tanques plásticos
rebosantes de gatos y de basura, y entre ellos
también seguí. Vi el parquecito del paradero y lo
atravesé decidido, de ser necesario para mi
salvación, a cantar fanáticamente salves y glorias
y aleluyas y avemarías, incluso anunciando una
nueva luz y un avivamiento, tras una noche sin
fin que no fuera en absoluto una flagrante
contradicción. Yo huía de ella, supongo,
incluyéndome en ella a mí.
Oí el frufrú de los carros por Santa Catalina y
otro chirrido escalofriante y después seco: un
crounch de guitarra eléctrica en medio del
bostezante apagón, acorde rematado por el
crispante ulular de una sirena. Una ambulancia,
los bomberos: ¿accidente o fatalidad? En
cualquier caso, estaba seguro de que en aquella
escenita de barrio cualquier vecino o policía que
apareciera ahora, me estaría cazando
exclusivamente a mí.
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Rápidas nubecillas rojizas corrían a muy poca
altura, bajo el telón cóncavo de la madrugada. No
pude distinguir si iría a llover o si era sólo otra
amenaza: supongo que los instintos me
respondían ya menos y el insomnio tocaba por
fin a su fin.
Con un ramillete de periódicos pescado al
vuelo me limpié la cara y los brazos: aún olían a
acetona. Sentí asco, un hastío, también un poco
de pena. Me subí el zípper y metí parte de los
papeles en un bolsillo: más temprano que tarde a
alguien se los tendría que enseñar como prueba
de mi verdad.
Yo cojeaba un poco, recién lo notaba ahora.
Doblé hacia abajo en la esquina y me fui
acercando cautelosamente hasta la avenida. Pero
ningún vecino del barrio me descubrió antes de
salir a la Vía Blanca. Ni tampoco un policía de
ronda. Ni siquiera algún vecino con vocación de
policía de ronda. En definitiva, no creo que yo
tuviera nada específico que ocultar: me bastaba
con mi coartada coagulada por el horror.
Vi mi carro, allí estaba aún. Vandalizado,
como es pertinente cuando se deja abierto un
Impala ´59 en medio de la noche local. Ni
siquiera los rateros habían conseguido arrancarlo
de su posición, bajo el único spotlight con luz
entre tantos postes. Cuando las bujías se
emperran, es mejor no insistir. Y, por supuesto,
esos vándalos barrioteros no estarían dispuestos,
como yo, a empujar sus dos toneladas de lata de
importación: una aleación eterna que ha sido lo
único sólido de toda mi extraña anécdota o
ensoñación.
Me lo dejaron en el esqueleto: forros de
asiento, chapas, antenas, pedales, paneles de
vidrio, focos, alfombras, reproductora, cables,
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timón y palanca, ejes, gomas, cintillos metálicos,
pegatinas, y hasta la muñequita Lilí que siempre
viajaba ahorcada donde antes estuviera el espejo
retrovisor. Fue, en verdad, un trabajo perfecto.
Una magnífica contradecoración. 1959-Impala-
2000: sin revancha de mi parte pero sin ninguna
revelación, Rev In Peace.
Me senté adentro, en el hierro desnudo, a
esperar el alba o la autoridad, si es que en algún
momento se decidían a hacer irrupción. Yo
estaba en paz. Exhalé, como si esperar me costara
un esfuerzo sobrehumano para la hora y mi edad.
¿Cuál hora sería, por cierto? ¿Y cuál podría ser
en definitiva mi edad?
Nada, ninguna. Pensé en que, sílaba a sílaba y
silencio a silencio, en algún recodo de esta
historia sin histología, ojalá después yo me
consiguiera explicar. Pero mientras más he
intentado contarlo luego, se me hace más
evidente que es imposible. No sé. Supongo que
hay experiencias que no merecen explicación.
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Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
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