De Nueva York a la loma
Exhaustiva entrevista donde el músico cubano, como en el escenario, toca clarinete o saxo y se mueve por diferentes registros.
En una casa de ladrillos rojos que cuelga de los acantilados del río Hudson, vive, compone, escribe, y se esconde (a veces) Paquito D’Rivera. Pero, hoy me espera.
La puerta la abre Irene, su asistente. Paso a la sala. En las paredes no hay espacio vacío: óleos de Portocarrero, Villaró, Spitzer; fotos de Tito, el padre de Paquito, sosteniendo su saxo; de Maura, su madre, elegantísima; de Brenda, su esposa, en el papel de Reina Isabel; de Paquito niño, en bombachos; de Paquito con Dizzy Gillespie, con las Hermanas Márquez. Sobre repisas de madera, junto a un viejo gramófono, nueve Grammy, la National Endowment for the Arts, la National Medal of Arts, y doctorados de varias universidades. Aquí, los premios al artista compiten con saxofones de juguete y escarabajos Volkswagen de juguete: autos fosforeras, autos lámparas, autos radios. Hay un orden desordenado en esta casa donde todo se usa: el piano de cola para las descargas con los amigos, las tumbadoras, el atril, los sofás a rayas, las mesas con recuerdos de sus presentaciones en todas partes del mundo. Los mejores conciertos de Paquito se dan aquí, cuando agarra el clarinete (casi siempre) o el saxo, y lo mismo toca a Mozart, a Lecuona, que a Matamoros. De pronto, una perra grande, negra, loca, llega como un ciclón, tumbándolo todo, y detrás de ella Paquito: “¡Brenda, saca a Goldie de aquí!”. Comenzamos:
Fuiste un niño prodigio. ¿Crees en los niños prodigio o en los padres que los fabrican? ¿Estás resentido con Tito, tu padre? ¿Sientes que te robó tu infancia?
Mi padre tuvo un talento innato para la enseñanza. Yo acababa de cumplir los tres años cuando inventó un sistema para que yo aprendiera a leer música. Me ponía a tirar una pelota grande contra unos cartones con letras: “vamos a tumbar la A”, decía. Cuando yo tenía cuatro años comenzó a enseñarme la técnica de “hacer boca”. Cuando llegó el saxofoncito, a los cinco años, ya yo sabía soplar, y también sabía las notas musicales y leer música. Bastaba poner la boquilla en el saxofoncito aquel y soplar. Era como un juego. Yo tuve una niñez feliz (que todavía me dura), haciendo las cosas buenas y malas propias de la edad, más otras que no estaban al alcance ni de muchos mayores, como haber pasado gran parte de mi infancia en el cabaret Tropicana, a pocas cuadras de mi casa. Más que reprocharle, no me alcanzarían todas las palabras para agradecerle a Tito la carrera que puso en mis manos.
¿A qué edad tienes tu primera presentación?
Me paré delante del público a los seis años, en el Community House, del Candler College. La segunda fue con la orquesta Riverside, encaramado en un cajón para alcanzar el micrófono. Mi primer viaje fue a la República Dominicana. Luego, en Puerto Rico, trabajé con la orquesta de Machito, con Graciela y el cuarteto de Facundo Rivero. Ya por entonces tenía nueve años, me vestían con pantalones cortos y medias altas que casi me llegaban a la rodilla. Mi mamá, Maura, era quien diseñaba y cosía toda mi ropa.
Pero de ser un profesional, de eso nada. Mi papá no me dejaba. Tenía que estudiar. Hice la secundaria en Ciudad Libertad, frente al edificio de la Banda Militar, donde mi padre tocó durante veintidós años. Las giras las hacía en el verano, cuando estaba de vacaciones. Fíjate que no hice mi primer concierto serio hasta que cumplí los doce años, con la Banda Municipal que dirigía el maestro Gonzalo Roig, quien, por cierto, tenía muy malas pulgas, pero me hizo una dedicatoria que aún conservo.
¿Podías con la escuela, la música, las presentaciones?
Era muy mal estudiante, lo mismo en la escuela que en el conservatorio. Lo único en que me destacaba era en redactar, en contar una historia. Encuadernaba mis composiciones como si fueran un libro. Siempre quise escribir un libro. Me encantaba leer a Emilio Salgari. Soñaba con El buque fantasma, con Sandokan, el tigre de la Malasia. Después, leí a Julio Verne; Los Argonautas, de José Eustasio Rivera, que no entendí muy bien. Mi papá tenía un librero con cosas interesantes. Recuerdo un libro negro, El banquero del tercer Reich, pero a ese nunca le metí mano.
De la música que escuchabas, ¿a cuál prestabas atención?
Yo no puedo oír música sin prestarle atención. Y eso no es bueno. Mucha gente pone música suave para dormir. Yo he visto a Rafael Somavilla dormir en el suelo con la música altísima. Pero yo no puedo, porque comienzo a oír la armonía. Yo oía todo, le hacía caso a todo. Y resultó esto que soy. Hago música sin importarme si es culta o popular, si es jazz, si es cubana, argentina, o brasileña; para mí es música y nada más. Claro que si mezclo a Chapotín con Benny Goodman y un cuarteto de Mozart se arma un arroz con mango. ¡Pero riquísimo! Mi mamá tenía una costurera, Justina, a quien le fascinaba Barbarito Diez, y a mí también. Y en el pasillo de la casa, entre Barbarito y el ruido del pedal de Justina y mi mamá, se aparecía Mozart. De ahí surgió mi dedicación a toda la música.
¿Cómo fue tu paso a la adolescencia?
Nunca fui adolescente. Tuve que ser adulto antes de tiempo, asumir toda la responsabilidad desde los ocho años. Y fui hombre con sólo trece años, porque mi papá le dio cinco pesos a Amadito para que me llevara al barrio de La Victoria. Era mi primer sexo en serio. Había una mujer muy linda allí, pero no me atreví a dispararle. Me fui con una fea. Afuera, me esperaban, con tremendo choteo, Rembert Egües y Fabián García Caturla. Nos fuimos a tocar con Los Chicos del Jazz, mi primer combo.
¿Tu primer salario como músico?
Al actor Alfonso Arau le habían dado el teatro Alcázar (en Consulado y Virtudes, donde estuvo el Alhambra), para crear el Teatro Musical de La Habana, y agrupó a la crema de los músicos bajo la batuta de Tony Taño, que se fue a ver a mi papá y le dijo: “vengo a llevarme a Paquito, para que toque junto a los mejores músicos de Cuba y, además, le pagan”. Pero a mi papá, un tacaño raro, no le interesaba el dinero. Dio tremenda batalla, porque no quería que yo dejara el conservatorio. Pero, al fin, cedió. Allí estaban Leo Brouwer, escribiendo la música; Chucho Valdés, al piano; Carlos Emilio, en la guitarra, y el mejor trompeta de Cuba, Nilo Argudín. Ensayábamos en el convento de Santa Clara, un sitio de fábula. Estábamos haciendo Mefistófeles, con Alden Knight, cuando me llegó el telegrama para el Servicio Militar. Me cayó la peste. Literalmente, porque el uniforme verde olivo olía a rayos.
¿Tuviste que cargar un rifle tres años?
Eso es lo menos que se hacía en el Servicio Militar. Te metían ahí para esclavizarte por siete pesos al mes. La primera vez que me puse las botas rusas, me escondí en un cuartico a llorar. Una sola vez me llevaron a tirar con rifle. Ese es un ejército sin armas, por miedo a que los reclutas se amotinen. Corté caña hasta que me trasladaron a la banda del ejército. Llevaba dos años y medio en la banda, cuando me llamaron para grabar un disco con música de Juan Almeida. El productor era Tony Taño y convenció al mayimbe para que me licenciara. En 1967, pasé a integrar la Orquesta Cubana de Música Moderna, bajo la dirección de Armando Romeu, una big band elefante que llegó a tener nueve trompetas. Ahí me encontré de nuevo a Chucho. Estrenamos en Guane, el pueblo que dio uno de los mejores flautistas de Cuba, el guajiro Pagán. Grabamos un álbum: ¿te acuerdas de “Pastilla de menta”.
¿Desde cuándo conocías a Chucho? ¿Cómo surge Irakere?
Desde niño, porque es el hijo de Bebo, que era amigo de mi padre. Pero la amistad con Chucho comenzó porque Samuel Telles, el pianista de ojos saltones, me invitó a tocar en el Habana 1900, frente a Montmartre. Yo estaba nervioso, porque allí tocaba un piquete durísimo: Papito Hernández, Armandito Zequeira y el hijo de Bebo. Yo me quedé loco con Chucho, porque tocaba como Oscar Peterson. Cuando él me llama para formar Irakere, me advierte “la palabra jazz no existe aquí”. Le respondí que eso era lo que yo había tocado toda mi vida, y me aclaró: “Y lo seguirás tocando, pero sin nombrarlo”. Medardo Montero, el director de la EGREM, nos acusaba de pro imperialistas: “Estos son unos jodedores, que disfrazan el jazz con música cubana”. Y Chucho, indignado, lo negaba: ”Eso es una calumnia, a nosotros no nos gusta el jazz”. ¡Qué lucha! Llevábamos dos meses ensayando para ir a tocar a la Expo 67 en Canadá, y nos bajaron del avión a Chucho, a Plá, a Cachaíto, a Varona y a mí, con el cuento de que iban a mandarnos a Polonia y, claro, no fuimos a Canadá, ni a Polonia, ni a ninguna parte.
Cuando tu madre se fue a Estados Unidos en el 68, ¿nunca se lo reprochaste? ¿No te sentiste abandonado?
Me sentí muy triste, como cualquiera que tiene que separarse de su familia sin saber cuándo los volvería a ver, pero entendí que mis padres tenían que sacar a mi hermana menor de aquel infierno mientras fuera posible. De todas formas, Tito se quedó dos años más, hasta finales del 70, para ayudar a mi hermano y a mí a encaminarnos. Años después, esa salida anticipada de ellos allanó el terreno para cuando salimos mi hermano y yo en el 80. Mi vieja estaba clarísima en aplicar la teoría de que “la luz de alante es la que alumbra”. Fue de ella, de Maura, la idea de espantar la mula el mismísimo día de “¿Voy bien, Camilo?” del primer discurso habanero del Atorrante en Jefe, el 8 de enero.
Ya en Nueva York, ¿por qué no bajaste a Miami como la mayoría de los cubanos?
Admiro lo que han hecho los cubanos en Miami; algo parecido, aunque a menor escala, a lo que han logrado los judíos en Israel, rodeados de enemigos. A mí me encanta ir de vacaciones a Miami o a trabajar, encontrarme con viejos amigos en las calles, por la madrugada en el Versailles… pero, para vivir, aunque odio el frío, Nueva York, la ciudad de mis sueños desde aquella tarde en la casita de La Lisa, cuando mi viejo trajo aquel LP de Benny Goodman grabado en vivo en el teatro Carnegie Hall… (¡yo entendí “Carne y Frijol”!). Lo que pasa en esta ciudad en un solo día, pasa en cualquier otro lugar del mundo en un año entero. Por eso vivo en esta jungla maravillosa en la que he logrado abrirme paso y labrarme un lugar en sus instituciones culturales.
En tu música, en tu literatura, revelas al niño que quiere jugar. No te dicen Paco, sino Paquito. Hay mucho de niño en ti. ¿No te gustaría crecer?
Una vez, mi madre mandó unos jugueticos para mi hijo Franco, que eran para usar en la mesa, como para entusiasmarlo a “comerse toda la papita” mientras jugaba. Por un momento, el niño se quedó muy quieto y callado mirando fijo la bandejita de colores, con el platico de luces que se encendían y apagaban y el vasito con ojos rojos y su tapita amarilla que cantaba una cancioncita. Después de un rato observándolo, Franco, sin apartar la vista de todo aquel microcosmos infantil dijo: “Yo no quiero crecer nunca”, y al preguntarle por qué, nos contestó: “Para que me sigan gustando estas cositas de niños”. Desde entonces, perdí el complejo de “hombre-niño” que me asediara hasta aquel día.
En 1991 grabaste con Arturo Sandoval, ¿por qué no han vuelto a grabar juntos?
Arturo y yo tenemos algunos puntos geográficos comunes en nuestras respectivas carreras, pero eso no quiere decir que tengamos mucho en común, musical o personalmente. Esto es bastante obvio, no es nada nuevo, y cada minuto que pasa, nuestros conceptos éticos se separan más y más. Trabajar juntos, aunque sería seguramente un éxito inmediato de taquilla, no lo veo como un evento feliz por la abismal disparidad de caracteres, estilos de vida e intereses. Él debe sentir lo mismo, supongo.
¿En conciertos y clubes de jazz, muchas veces invitan a las orquestas cubanas? ¿No ves contradicción entre las claves de la música nuestra y la libertad del jazz?
Hay muchos elementos afines entre la música cubana y el jazz, como mismo sucede con la música brasileña y, después de Astor Piazzolla, con el tango rioplatense. Esa es la razón por la cual los jazzistas no protestan cuando esto sucede. Mucho más se molestan cuando les encajan un grupo de rock, pop, ¡y ni hablemos de reggaeton! No es extraño encontrar entre los jazzistas a gente que admira a Cachao, a Hermeto Pascoal y, por supuesto, a Piazzolla. Y más de uno se vuelve loco con los Van Van.
Grandes intérpretes, como Juan Pablo Torres, se quedaron en el mercado hispano; tú, en cambio, desde que llegaste, comenzaste el cross over. ¿Debes agradecérselo al jazz?
Juanito fue un gran trombonista que nunca aprendió el idioma inglés, y eso es lo que más ayudó a su aislamiento musical, pues ese es el idioma que hablan todos los jazzistas del mundo. La música de jazz es una cultura, un lenguaje, una forma de vida, como lo es el tango, la rumba o la trova. Juan Pablo nunca vivió esa vida, quizás porque lo atraía más el son montuno y el cubaneo de Miami, que es para mí muy válido si ahí estaba su felicidad. Para mí, el mundo del jazz y la música clásica ––por llamarle de algún modo–– es como un trampolín que ofrece un horizonte mucho más amplio, que incluye también ––por qué no–– la música popular.
¿A tu llegada a Nueva York tuviste que tocar en grupitos, en restaurantes? ¿Cómo era el Nueva York musical latino de los años 80?
Escribía música sobre la máquina de coser de mi mamá, en Union City, y estaba feliz, porque Pi Ferrer me había encargado unos arreglitos para King Record. Toqué bailes y shows, muy al principio, muy poco, sólo un par de meses quizás. Una vez, acompañé a Orlando Contreras con la orquesta de Carlos Barbería, donde coincidí con Regino Tellechea (que nunca recibió el reconocimiento que merecía como gran cantante todoterreno que era). Con la charanga Novel hice varios after-hours que empezaban a las 5 a. m., y le hice un par de suplencias a Fajardo con su propia orquesta típica, pues era tan solicitado que, a veces, tenía hasta tres orquestas regadas por la ciudad. Eso lo hacía con una flauta que me prestaba Rafael, el abuelo de Jorge Luis Prats, que vivía en Nueva York. Después, enseguida me encaminé en lo del jazz, que era lo que más me gustaba. La música de cámara vino con Pablo Zinger, el pianista uruguayo que dirigía en el teatro Repertorio Español. También hice algunos conciertos sinfónicos con David Amram, Tania León y la Brooklyn Philharmonic.
¿Y Dizzy Gillespie no te nombró su heredero musical, o algo así?
Sí, a Dizzy lo conocí en Cuba en el 77, cuando el crucero Daphne fondeó en el puerto de La Habana sin que los medios noticiosos del régimen dijeran ni pío. Sobre ese encuentro se basa mi cuento “Sherlock Holmes en La Habana”. Hice mi primera gira europea como artista invitado de su cuarteto en noviembre de 1981, ocupando el lugar del gran Toots Thielemans, que sufrió una embolia. Y en el 88, cuando Gillespie creó su orquesta United Nation (sin S final), Slide Hampton y yo fungíamos como directores musicales.
Musicalmente, ¿qué ha sido Nueva York para ti?
Digamos que esta ciudad ha influido y modificado completamente el rumbo de mi vida y, por lo tanto, mi quehacer profesional. Este es mi hogar y mi base de operaciones. Un día, salgo con Brenda y David Oquendo a dar clases voluntarias en una escuela de música en Etiopía; mañana, me piden escribir un artículo para una revista o las notas para el nuevo disco de Yo Yo Ma o Eddie Daniels, y pasado mañana estoy en Canarias estrenando mi concierto para contrabajo y orquesta sinfónica. Aunque los años me han obligado a trabajar muy organizadamente, la agenda es flexible, y en el camino hay siempre muchas sorpresas, casi todas (no siempre) muy agradables. Así que, como dicen los gringos: “Never a dull moment”.
¿Quiénes te han influido como intérprete?
“Cualquiera que toque bien”, hubiera dicho Ron Carter.
¿Quiénes como compositor?
Son tantos, que no me atrevería a señalar a nadie en particular, pero entre otros (muchos), admiro a Lecuona por su sencillez, a Stravinski por su complejidad, y a Tom Jobim por todo. Si me condenaran a tener que tocar la música de un solo compositor hasta el día de mi muerte, sin pensarlo escogería a Antônio Carlos Brasileiro de Almeida Jobim (su nombre completo), y estoy seguro que habría vivido feliz mis restantes años.
¿Qué edad tenías cuando compusiste por primera vez?, ¿qué fue?
Creo que tenía como doce años, y fue una pieza para tres clarinetes llamada “Habanera”, dedicada a Maurice Ravel. Aún conservo el manuscrito de la copia que le hizo mi padre. Fueron las hermanas Irma y Emma Larín, compañeras del conservatorio Caturla quienes me entusiasmaron para estrenar la obrita en uno de aquellos “conciertos relámpago” que se organizaban en el patio de la escuela. Aunque no me pagaron nada, lo considero mi primer trabajo por comisión. Hoy es parte de mi suite de cámara más popular, que son los “Aires tropicales”, que poco a poco se ha ido convirtiendo en un standard del repertorio universal para quinteto de vientos.
¿Has vuelto a tocar con Chucho Valdés? ¿Qué hay de esa composición tuya que titulaste “Chucho”?
Hace pocos años, grabamos un disco en Los Ángeles que se llama 90 millas, en el que participamos él y yo con Bebo. Y a la salida del estudio, en el momento en que Chucho declaraba a un periodista “mi carrera se la debo completa a la Revolución”, Bebo venía saliendo, lo oyó, y le dijo “coño, yo pensaba que el que había comprado el piano era yo”. El tema “Chucho” lo compuse en Canadá, en 1981. Me gustaba una pieza de Chucho que se llama “Mambo influenciado”. Yo estaba acabado de salir de Cuba y necesitaba un mambito así. Y lo que hice fue reescribir la melodía sobre la armonía de “Mambo influenciado”. Y como tenía cargo de conciencia, se la dediqué a él y le puse su nombre. Luego, la grabé con la orquesta de Mario Bauzá en el disco The Legendary Mambo King, de 1991.
¿Cuántas obras has compuesto? ¿Prefieres el pequeño formato? ¿Te complica componer para gran orquesta?
Como escribo cosas tan diversas, no le pongo Opus a mis piezas; así que ni sé cuánto he compuesto, pero puedo decirte que, en comparación con otros autores, no soy demasiado prolífico; a lo mejor, porque hago demasiadas cosas a la vez. Disfruto tanto el pequeño formato como la composición jazzística y el sinfonismo. Es como las rubias, las chinas y las negras (y, para algunos, los negros), que cada espécimen tiene su encanto.
Te han seleccionado entre los cien compositores de la ciudad de Nueva York; que es mucho decir, porque aquí vive medio mundo, y, recientemente, te dieron el doctorado de Penn University, en Philadelphia, junto a Michael Bloomberg.
No me dejo engreír demasiado por los premios, pues muchos grandes artistas no han recibido los honores que merecen, pero agradezco humildemente que mis colegas se acuerden de mí. Recuerda que Maurice Ravel nunca recibió el Premio del Conservatorio de París.
¿Cómo ocurre en ti el proceso de composición? ¿Te baja la musa o la llamas?
El compositor americano Milton Babbitt dijo una vez que, no porque uno amanezca poco inspirado, lo que escriba deba ser necesariamente malo. Por otra parte, Fidel Castro dijo en cierta ocasión que “Las máquinas vendrían un día al rescate de la tradiciones”; cosa que hasta ahora no sucedió. Pero, en el caso de la composición, muchas veces la técnica viene a echarle una mano a la inspiración, y yo soy un ferviente defensor de ambas.
Escribes música y literatura. ¿Según te lo pida el cuerpo? ¿Cómo pasas de un proceso creativo al otro? ¿Se complementan?
Pues, sí que se complementan. Las artes se interrelacionan. Yo uso muchas técnicas y, por supuesto, vivencias musicales, en mis escritos, y también disfruto mucho musicalizando textos de escritores buenos, pues, al mismo tiempo, mejoro mi escritura literaria. Ahora mismo trabajo en mi ópera Cecilio Valdés, Rey de La Habana, con textos de Enrique del Risco y canciones de Enrique y de Alexis Romay. ¡¡¡Me estoy divirtiendo un mazo!!!
Tu generación relacionaba a Fidel y Revolución con Patria. ¿Es por eso que en la Isla rechazabas todo lo cubano, hasta la música?
¿Por qué crees que me decían Paquito el gringo? Comprenderás que todo lo que te imponen lo odias y tratas de quitártelo de arriba. Llegué a odiar la música cubana. Los funcionarios del régimen prohibían todo lo que sonara extranjerizante. Todos los dictadores son iguales. Lo mismo hizo Trujillo, en República Dominicana, que puso el merengue en las salas de concierto. Pero todo eso desapareció cuando llegué a Nueva York.
Cirilo Villaverde escribió Cecilia Valdés, la más cubana de las novelas, en Nueva York. Tu compusiste “Danzón” y “Lecuonerías” a orillas del Hudson. ¿Por nostalgia?
La nostalgia es una buena fuente de inspiración. Lydia Cabrera descubrió Cuba a orillas del Sena, y yo, a orillas del Hudson. Anteriormente, en Cuba, yo decía que el mejor cantante de punto guajiro era Nat King Cole; el pueblo más lindo de Cuba, Nueva Orleáns, y la mejor orquesta típica, la de Count Basie; pero la patria se agiganta en la distancia. Sobre todo, lo que ya no existe. Es como un familiar muy querido al que han asesinado y ni siquiera puedes asistir a su funeral.
Como Béla Bartók, partes de aires populares para escribir música, pero él trabajó sólo con melodías húngaras, tú, en cambio, escribes danzón, vals venezolano, merengue; hay en ti un proceso creativo abarcador latinoamericano.
Pues sí, me gusta explorar los géneros musicales del Nuevo Mundo, y para eso me rodeo de músicos que son especialistas y/o investigadores de esos estilos y, a su vez, saben cómo aplicarlos al idioma del jazz. Es un trabajo de pandilla, como una especie de “salvatruchos musicales”, pero sin violencia, navajas, ni tatuajes del Che Guevara o de Maradona.
Sobre tu quinteto, ¿por qué ese formato?
Me baso en el quinteto clásico de be-bop que popularizaron Dizzy y Charlie Parker en los 40; pero, en mi caso, es una “banda elástica”, que se estira y se encoje según las circunstancias. A veces, le añado un bandoneón, un percusionista (que no sea muy ruidoso) o hasta un violonchelo.
¿Puede un buen arreglo, una buena orquestación, salvar una pobre melodía, como un vestido de gala, un maquillaje, algo así?
Ja Ja Ja… qué pena que no le podamos preguntar al maestro Somavilla, que con sus arreglos y formidables orquestaciones le salvó tantas melodías horribles al comandante Juan Almeida. En esos casos musicales, la seda puede salvar a la mona, y yo aprovecho para mencionar y rendir merecido homenaje de recordación al maestro Rafael Somavilla, matancero ilustre, querido y admirado por todos; comunista y buena gente; algo tan contradictorio como Inteligencia Militar, Comida Inglesa o Cantos y Danzas Folclóricas del Canadá. ¡Increíble, pero cierto!
¿Qué estás componiendo?
Estoy en esto de Cecilio Valdés de que te hablé. En algún momento, tendré que detenerlo todo para acabar de una vez con esta pieza, para la cual pedí, y me concedieron, una beca Guggenheim; para parar de viajar y escribir, pero nunca paré de viajar, y ahora quiero meterle música a todo el libreto. ¡Una ópera de verdad!, ni más ni menos.
¿Estás escribiendo literatura? ¿Planes editoriales?
No tengo propuestas editoriales serias, pero trabajo, cuando tengo tiempo, en un libro de viajes que se llama: Paisajes y Retratos. Tengo un retrato de Lionel Hampton, fenómeno, y un pintoresco paisaje de Juana Bacallao en Centro Habana. Además de otros: Dizzy Gillespie, Fernando Mulens, Celia Cruz, Germán Pinelli y Astor Piazzolla.
Te he escuchado desbarrar contra los intérpretes que buscan impresionar con su técnica, en busca de aplausos fáciles. ¿No tocabas tú así en Irakere?
Eso y el volumen excesivo fueron mis luchas diarias en Irakere. Yo fui uno de los iniciadores de la “turbomúsica” en Cuba, pero me salí de esa tendencia desde temprano, pues eso tiene mucho de circense, que va en detrimento de la música. Es una tendencia que se le achaca a la juventud, pero no tiene que ver con edades; hay gente que llega a viejo y no madura en ese aspecto. Hay muchos otros que (felizmente) ni siquiera pasan por esa etapa. La técnica es como las armas defensivas, que son para usarlas en caso de emergencia, y no para andar por el barrio disparándole a los faroles del alumbrado público, al loro de la peluquera y a los gatos y ardillas del vecindario. Y no es un fenómeno solamente cubano. Cierta vez, leí un escrito sobre un dúo de (brillantes) músicos de jazz latinos, que comentaba: “Sonaban como dos locos encerrados en un cuarto a oscuras, tratando de encontrar la puerta de salida”. Y, a propósito, ninguno de los dos “orates musicales” era cubano. Ya ves que en todas partes se cuecen habas, ¿no es cierto?
¿Es Irakere, el antecedente directo de la timba que se hace en Cuba?
Van Van e Irakere, y, más tarde, NG La Banda (en ese orden), iniciaron ese movimiento.
¿La música cubana se ha quedado atrás de la brasileña?
En eso es mejor no hacer comparaciones, pero la verdad es que hay cierta tradición de “vagancia armónica” en la música cubana, empezando por Lecuona. Ese inmovilismo o aridez armónica tan frecuente en nuestra música, pudiera entenderse entre los rockeros, cuya formación técnica es, por lo general, pobre o nula; pero entre músicos con cierta preparación, como es nuestro caso, me parece simplemente facilismo y haraganería. El único escritor/músico que ha tenido los timbales de hablar de ese fenómeno abiertamente es Leonardo Acosta. Él fue el primero (y único, creo), que escribió que en Cuba se han hecho cosas más memorables que aquel tan cacareado Cuban Jam Session que hicieron en los estudios de la Panart en los 50, y que algunos historiadores y entusiastas se empeñan en compararlo casi con el lanzamiento del primer astronauta a la Luna. Y la verdad es que aquello es lo más parecido a un gallinero alborotado que yo he escuchado en mi vida. Omara chillando y toda aquella gente gritando encima y durante todos los solos de todo el mundo que, por lo general, son en uno o dos acordes. Vamos, señores, seamos serios. Yo no le regalaría ese disco a nadie que no tuviera una sobredosis considerable de nostalgia y media botella de ron bebida ya de antemano, que es la mejor fórmula para escucharlo completo sin ponerse suicida. Discos cubanos hermosos, los que le grabó Álvarez Guedes a Elena Burke y a Fernando Álvarez, los danzones de Aragón o aquel del Cuarteto D’Aida con arreglos de Chico O’Farrill.
Desde niño alternabas el saxo y el clarinete. Hoy eres más clarinetista que saxofonista. ¿Te sientes más cómodo con el clarinete que con el saxo?
Me siento cómodo en ambos instrumentos, que son primos, pero totalmente independientes. Es como tener esposa y querida, pero ambas en la misma casa y sin que se peleen entre ellas, ni se disgusten cuando atiendes a una más que a la otra. El saxofón es mucho más comprensivo y razonable, mientras que el clarinete necesita más concentración y trabajo. Es mucho más peligroso y menos expresivo y flexible que su primo. Con frecuencia, el saxo se considera el instrumento más sensual, pero ese concepto es contradictorio si tenemos en cuenta que ya viene jorobado de fábrica.
¿De tu vasta discografía, de qué discos te arrepientes?
De uno, el único que hice en Cuba, cuya grabación es horripilante. Un francés de Nueva York lo sacó aquí sin contar conmigo y me produjo un tremendo encabronamiento. El muy hijo de puta sacó otro al que llamó Cuban Revolution Jazz, y le puso al Che Guevara en la carátula.
Hay una exposición permanente en el museo Smithsonian de Washington sobre Paquito D’Rivera. ¿Tienes conciencia de tu trascendencia?
No tengo ni tiempo ni el ego suficientemente inflado como para detenerme a pensar en esas cosas, aunque no puedo negar que me enorgullezco de ellas.
Tienes la medalla de la Presidencia de Estados Unidos; te recibieron en la Casa Blanca. En la foto estás entre Bush y Laura, los tres sonrientes, pero no se ha publicado mucho. ¿La escondes?
Ja Ja Ja… no, no la escondo, pero tampoco hay que estar exhibiéndose demasiado con quien las encuestas han llamado el presidente más impopular de la historia norteamericana. ¿Lo haría él por mí?, no creo. Ya tengo bastante con nadar río arriba por denunciar diariamente los horrores del Che, los Castro, Ho Chi Minh, Allende y otras “Estrellas del Kremlin”, en un ambiente tan abiertamente rojo como es el show business.
¿Sufriste en Cuba, antes de la Revolución, la discriminación racial?
Era demasiado pequeño y no lo recordaría, pero esa lacra ha sido una constante en la formación del cubano de todos los tiempos. Es como una obsesión y, total, que no todos, pero la mayoría de las glorias que han dado a Cuba fama mundial han sido negros, desde los hermanos Maceo, José White y Claudio Brindis de Salas, hasta Bebo Valdés, Amadeo Roldán (que muchos no saben de su mulatez), Gastón Baquero y Celia Cruz. Eso, sin hablar de los blancos de negra alma, como Gilberto Valdés, Fernando Ortiz, Alejandro García Caturla, Lydia Cabrera y Ernesto Lecuona. Yo he escrito varias veces sobre el racismo, tema tan desagradable de nuestra historia. Chistes que son considerados vulgares, humillantes y políticamente incorrectos en casi todos los grupos sociales aún siguen usándose entre nosotros, y aún piensan que son graciosos e inofensivos. La respuesta que escucho desde niño es que los que no les ríen el pujo son unos “acomplejados”. Tú eres de Santa Clara, donde el parque estaba dividido entre blancos y negros, así que conoces el paño.
¿Y después de la Revolución?
Bueno, tuve un suegro obligado que no entendía que su hija se hubiera enamorado de un tipejo como yo que, además de negro, para colmo, también era músico.
¿Ser mulato es lo mejor de dos mundos?
Carlitos Puerto me dijo una vez que Hitler se equivocó con esa teoría de la raza aria; que la raza superior eran, realmente, los jabaos cubanos… ¡Qué clase de jodedor Carlitos! Cuando se lo conté a Jon Secada, se rió tanto, que usó la frase en un discurso de aceptación de un premio en Broadway.
¿Hubieras alcanzado el éxito sin Brenda, tu esposa?
Tarde o temprano, creo que sí, pues la hierba que está pa’ti, no hay chivo que se la coma, pero eso no le quita su mérito. Actriz dramática y soprano wagneriana extraordinaria, Brenda sacrificó gran parte de su carrera para estar a mi lado en las buenas y en las malas, como un ángel protector. Por eso mismo he escrito tantas piezas para ella. Entre ellas, el disco Música de Dos Mundos, grabado en Buenos Aires con el pianista rosarino Aldo Antognazzi, y que ganó una nominación al Grammy hace algunos años. (Plácido Domingo se llevó el premio). El rol de Mercedes, madre de Cecilio Valdés en mi ópera, está escrito especialmente para Brenda.
Dijiste que Mi vida Saxual sólo pretendía hacer reír. Pero Martí dijo que teníamos que sacarnos de las venas el Madrid cómico. ¿Ves lo bufonesco como un defecto del carácter del cubano?
Sí y no. También puede ser una virtud, pues, muchas veces, los comediantes dicen las cosas más tremendas en broma. Ahí tenemos los ejemplos de Chaplin, Álvarez Guedes, Woody Allen y Cantinflas. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar, sentenció Benjamín Franklin. Reír cuando hay que reír y llorar en su momento. El choteo constante no es bueno, pero, por mucho que admiro a Martí, el “Madrid cómico” es una de las cosas buenas que heredamos de los galifardos (que de las malas, pa’qué hablar).
¿Qué me dices del chovinismo cubano? ¿Casi inventamos el agua de coco?
Bueno, siempre hay, como dicen los argentinos, algún que otro “pelotudo” por ahí que porque nació en la misma Isla que Martí y Tres Patines ya se cree filósofo y/o gracioso. No quieren darse cuenta de que, como esos, sale uno solo en siglos. Si lo sabré yo que, con mis malas costumbres cubanas, creía que, como Einstein era alemán, todos los alemanes eran inteligentes, hasta que un día me percaté de que lo que tenían los muy cabrones no era nada más (y nada menos) que disciplina. Y un excelente sentido del humor, aunque muchos lo ignoren.
¿Qué opinas de los cubanos apolíticos, los que no quieren comprometerse?
Tienen todo su derecho a serlo, aunque una de las poquísimas frases válidas del Che Guevara es que “El ser apolítico no existe”. Yo agrego que la supuesta posición apolítica es, en sí, una posición política, y muy fuerte.
¿Crees que los cubanos lleguen a librarse de la sombra de Fidel Castro?
Yo creo que sí. Hace unos años, me encabronaba con los apolíticos, pero, ahora, creo más y más que las nuevas generaciones, muchos de ellos, ignorando la política, se van quitando a los Castro de encima. Tirarlos a mondongo es su forma de liberarse de ellos. Muchos de los jóvenes que salen de la Isla, después de tanto teque político, no quieren más de lo mismo del lado de acá. Es, quizás, una forma de irresponsabilidad que yo no practico, pero lo entiendo y lo respeto. La indolencia es un (vergonzoso) derecho.
En el escenario te comportas como en tu casa, y en la sala de tu casa tienes actitudes teatrales. ¿Puedes darte cuenta de dónde comienza la escena y donde termina?
Soy la misma persona en la bodega que en el escenario. La única diferencia es la vestimenta. Y es que yo viajo constantemente, apenas estoy en mi casa. Voy al Carnegie Hall, me pongo el smoking. Voy a la bodega, saco mi gorra de pelotero. A mis viajes, a mis presentaciones, me llevo a mi mujer. Es una pena que no pueda llevarme también a Goldie, mi perra, y a mis amigos.
¿Volverías a vivir en la Isla?
“Yo soy guajiro, vivo en el monte, y tengo un sitio en la loma”, dice el viejo montuno. En vez de meterme en un terrenito en Costa Rica o en Curaçao (como he pensado tantas veces), ¿por qué no comprarme un sitio en la loma?, aunque sea en la Loma del Burro.
Después de todo, nuestra loma no es tan alta, pero es nuestra loma, ¿no?
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