29
LES CHORISTES
En el edificio de enfrente, a las tres o tres y
media de la madrugada, cada noche se ponía a
cantar. Yo la oía:
—Debout, les damnés de la terre... Debout,
les forçats de la faim...
Es Madam Gaceñiga, la soprano políglota del
barrio. Probablemente, la única soprano loca de
la ciudad: un privilegio, un lujo, una exquisitez.
Madam Gaceñiga tiene más o menos cien
años, nadie lo sabe bien. Y vive, por supuesto, en
la más absoluta soledad. Su contacto con el resto
del planeta se realiza a través de los gatos.
Decenas, cientos, acaso miles de gatos. Políglotas
en su mayoría también, como ella. Y como ella,
insomnes y operáticos hasta la enfermedad. Es
decir, Madam Gaceñiga no vive sola en absoluto.
Al contrario: tal vez sea el ser más acompañado
del barrio, la ciudad, y hasta de nuestra desvelada
nación.
—Arise, you workers from your slumbers...
Arise, you prisoners of want...
Hace años que a Madam Gaceñiga le ha dado
por perfeccionar las notas iniciales de "La
Internacional". Como es sabido, se trata de un
arreglo musical de Pierre Degeyter (su
compositor favorito, por lo demás), quien al
parecer llegó a ser incluso su amante, en 1930 o
1932, siendo él mismo ya un anciano y ella una
solterona republicana de paso por París para
estudiar el belchant.
Hace décadas que, según dicen, con un fémur
humano (acaso del propio Pierre Degeyter), la
madam dirige a su coro de felices felinos (todos
machos, pero castrados) desde la medianoche
hasta el amanecer. Hace décadas que (y esto nos
consta a cada uno de sus vecinos) la madam
sacrifica a uno de sus vocales tras la velada: tal
vez al que peor desafine. Al parecer, de eso se
alimenta ella en su ostracismo. Y también el resto
de su tropita coral. Los huesos remanentes son
lanzados entonces desde una ventana hacia el
tambuche plástico de la esquina, aunque casi
ninguno acierta, y así se va creando un
cementerio fósil que nadie se atreve a limpiar por
miedo a que Madam Gaceñiga sea bruja.
—De pé, ó vítimas da fome... De pé,
famélicos da terra...
Este holocausto, por supuesto, implica
forzosamente cierta reposición. De ahí que los
vecinos ya no dejen salir nunca a sus gatos
machos sobrevivientes. Aunque en los consejillos
de vecinos se ha valorado denunciarla a alguna
instancia paramédica o parapolicial, la naturaleza
ideológica de la canción ensayada por la madam,
así como su relación afectiva con un ícono de la
izquierda internacional de la talla de Pierre
Degeyter, han votado a favor de Gaceñiga. De
hecho, todas las escuelas y empresas del barrio se
llaman desde hace décadas "Pierre Degeyter", y
en sus respectivos murales florecen la biografía
del músico plagiada de una enciclopedia digital.
—Ontwaakt, verworpenen der Aarde...
Ontwaakt, verdoemd in hong'ren sfeer...
En lo personal, he preferido aliarme a nuestra
soprano loca local. Supongo que no sea muy
elegante hacerle una guerrita fría a quien tiene
más o menos cien años. Así que, noche tras
noche, a las tres o tres y media de la madrugada,
cuando desde el edificio de enfrente ella y sus
pupilos se ponen a ensayar otra vez, en la
penumbra muda de mi apartamento yo comienzo,
también, y sin la menor ironía o parodia, a
tararear las notas iniciales de "La Internacional".
Sé que no afino especialmente y que Madam
Gaceñiga enloquecería de rabia si me escuchara
entonar: imagino incluso su fémur humano
chocando toc-toc-toc contra mi occipital. Sé que
mis amigos dicen que yo lo hago para paliar mis
persistentes temporadas de insomnio. Pero no es
así. En absoluto.
Resulta que siempre me han fascinado las
posibilidades creativas y clandestinas de los
idiomas extraños. Creo que en cualquier otra
lengua, que no sea la natal, es posible narrar
ciertas sutilezas secretas que, en este caso, se
escapan del universo físico de nuestro idioma
español. Asumo que esto no tiene mucho que ver
con la tan manoseada libertad de expresión, sino
en todo caso con la de inexpresión. Sé que no
puedo transmitir del todo mi idea. En fin, no sé.
Mejor óiganme interpretar estos floreos de
Madam Gaceñiga a ver si, mal que bien, me
ayudan a mostrar lo que les quisiera directamente
decir:
—Debout, les damnés de la terre... Debout,
les forçats de la faim...
—Arise, you workers from your slumbers...
Arise, you prisoners of want...
—De pé, ó vítimas da fome... De pé,
famélicos da terra...
—Ontwaakt, verworpenen der Aarde...
Ontwaakt, verdoemd in hong'ren sfeer...
30
IPATRIA, ALAMAR, UN CÓNDOR, LA
NOCHE Y YO
1
Hay exilios que muerden
y otros son como el fuego que consume.
Nos conocimos en la funeraria "Mártires de
Alamar". Su padre había muerto esa tarde, yo
había entrado a beber barato nunca menos de
diez cafés. Los necesitaba para paliar la ansiedad,
para paliar la ansiedad, para paliar la ansiedad.
Mis noches eran largas, demasiado largas de
sobrellevar. Túneles ciegos hasta poco después
del alba, cuando conseguía por fin rendirme en
un parque. Sólo para que un enjambre de niños
con uniforme me zarandeara enseguida, haciendo
añicos mi único pestañazo del día, la semana, el
mes o tal vez el milenio.
Por supuesto, ese primer viernes ella aún no
se llamaba Ipatria. La vi, sentada mortalmente
sola en la capilla Ch, a escasos metros de la
cafetería donde mis nervios me recalaban. Ni
siquiera su padre muerto la acompañaba entre los
cirios y el apagón. Después supe que ella misma
había pedido una segunda y una tercera y una
quinta y una décima autopsia: Ipatria desconfiaba
o "no, ya no desconfío", me confesó: "ahora
estoy muy segura de lo que pasa..."
La ausencia de caja fue lo primero que me
llamó la atención. Luego su pelo de un negro
foráneo, cayendo al descuido sobre sus hombros
de pájaro: su pelo inmóvil de ébano o araucaria,
todavía no sé. Y luego fue su voz rajada, ríspida,
cuando me llamó sin mirarme, tajante: "Ven
aquí" (como a un perro). Y yo avancé hasta ella,
destruyendo así para siempre mi rutina
noctámbula, por primera vez obediente en la
medianoche anárquica de un cementerio obrero
llamado Alamar.
"Siéntate", me ordenó, y me puso frente a su
cara. Tenía unos ojos negrísimos, peores aún que
su pelo: de una noche sin noche, estrallada y
hecha jirones, y yo adoré aquel picotillo de
sombras en sus pupilas entre el espanto y el
apagón.
"¿Vienes de afuera?", me preguntó. "¿De
afuera de dónde?", le pregunté. "De la noche
cubana", me dijo. "Supongo que sí", le dije. "¿Y
lo has visto, lo has oído?", me zarandeó. "¿Visto
y oído el qué?", me retiré de su ataque.
"¡Chalado!", me empujó hasta casi tumbarme al
suelo: "el aleteo del cóndor, ¿qué más podría
ser?"
Entonces hizo una mueca y se tapó la cara:
estaba horrorizada por haber hablado de más.
Pretendió llorar pero tampoco lo consiguió. Me
miró con odio, como si yo acabara de traicionar
su secreto. Yo no atinaba a nada. Me gustó
imaginarla loca desde el inicio. "Por favor", la
calmé: "ya no hay cóndores en Alamar", y la
tomé por la cintura. "Se extinguieron por exceso
de carroña", y le di un abrazo. A ciegas. Ella
temblaba. Sus vibraciones se transmitieron a mí.
Yo temblaba también. Parecíamos un par de
epilépticos esperando la caja donde uno de los
dos se iba a tender.
Entonces se quitó las manos del rostro y me
separó de su cuerpo. Su voz volvió a ser ríspida,
rajada, y me despidió sin mirarme, tajante: "Rajá
de aquí" (como a un perro). Y yo me volví, por
segunda vez obediente, y eché a andar por el
pasillo, de vuelta a la cafetería de la funeraria
donde, a pesar de la triunfal carencia de
electricidad, los conserjes aún se empeñaban en
colar el café. Humo negro dentro de una
humareda mayor.
Lo cierto es que ese primer viernes Ipatria
nunca se llamó así. Ese 3 de diciembre me fui de
ella sin saber su palabra, clave terrible para
penetrar su cabeza, para colarme dentro de su
seso de fósforo rayado por la lija de la historia
chilena y sus tiranías: antesala húmeda de su
sexo ya anhidro tras tantas lágrimas repatriadas
en Cuba.
2
Devorando calles galopaban
miedosas manadas vestidas de terror y asombro.
La segunda noche fue en un camello M-1:
doceplantas rodante de lata rosada incluso en
pleno apagón. Ella iba sentada en los escalones de
la última puerta, las rodillas recogidas por el
círculo de sus manos y la maraña del pelo, en el
que esa noche cabeceaba una flor o una explosión
de blanco. Parecía un puño de pétalos con pistilo:
un marpacífico, pensé. Aunque enseguida supe
que no: "no está viva, tarado", se burló de mí, "es
sólo una patagua de plástico Made In Chile al por
mayor".
Me quedé mirándola un par de paradas del M-
1, durante tres o tal vez trece kilómetros de Vía
Blanca, recordándola otra vez en la funeraria,
reconociéndola por segundo viernes en el mes.
Cuando el metrobús comenzó a jadear en la loma
de Cojímar, me dejé caer junto a ella sobre los
escaños: entre jabucos, cigarrillos prendidos,
animales de crianza, pantorrillas al aire o sobre
puyas. "Me llamo Sagis", me atreví.
Ella me miró, acaso recordándome otra vez
en la funeraria o reconociéndome por segundo
31
viernes en el milenio. Entonces sonrió. "Sagis es
nombre de quiltro, no de gente", y me encañonó
con su índice izquierdo, arma larga rematada en
la bayoneta de una uña pintada de blanco, pétalo
no menos artificial que los de su flor importada.
"Mi nombre real es Salvador", admití. Pero
ella seguía implacable: "Salvador es mucho
peor". Y se puso seria: "seguro naciste después
del 73". Me dejó pasmado su adivinanza. "Casi",
le confesé, "el 10 de diciembre del 73: supongo
que hoy sea mi cumpleaños", y me sentí ridículo
de mi patetismo. Por suerte, ella me miró
compasiva. Con paciencia. Y volvió a sonreír
para mí.
Entre las patadas de la muchedumbre, lucía
aún más hermosa que en la caja negra de la
capilla. Anochecía. Habían pasado ya siete
madrugadas insomnes desde aquella otra en que
me la topé. Para entonces yo pensaba no verla
más. Tal vez por mi estúpida costumbre de seguir
rondando la funeraria "Mártires de Alamar",
como si su padre pudiera morir dos veces en una
semana y tras una paranoia de autopsias.
Había un ruido infernal bajo nuestros pies,
humo blanco de motor incluido. Yo no podía
dejar de mirarla mientras ella me sermoneaba:
"En diciembre del 73 yo también hubiera tenido
tu nombre, pero nací meses antes", encogió las
clavículas, como alas. "Nuestros padres estaban
obsesionados por la presencia o la presidencia de
algún Salvador", dijo para azoro y diversión del
público en penumbras del metrobús.
Y yo amé tanto tanto su vocabulario de
evangelista política que no sé... Me hechiza la
vehemencia del brillo orate. Atiné a decirle lo
mucho que me intrigaba el sentido de nuestros
encuentros por puro azar, y que ya no quería
perderla otra vez. Porque, además, desde
entonces yo dormía menos y, en consecuencia,
mi ansiedad estaba peor, mi ansiedad estaba peor,
mi ansiedad estaba peor.
"Feliz cumple y adiós, viejo", me dio un beso
en cada mejilla. Y enseguida me dijo que no: que
no me era posible verla y que ella lo sentía de
corazón, pero repudiaba la casualidad y el azar.
Y yo encarnaba exactamente la casualidad y el
azar: lo cual era demasiado sospechoso para su
intuición. "Un poder con memoria puede usar a
cualquiera para detectarte", dijo. Ella
desconfiaba. O no, ya no desconfiaba: "ahora
estoy muy segura de lo que pasó", dijo en un
susurro. Y mi ignorancia no le garantizaba mi
inocencia: que alguien de la Junta Militar, por
ejemplo, me estuviera manipulando como a un
títere de civil. Conmigo ella nunca estaría a
salvo: "lo siento mucho, seas Sagis o Salvador",
fue su remate.
"Pero, ¿a salvo de qué?", me impacienté. Y
ahora casi me miró con lástima. "Por favor, a
salvo de patria: de Alamar, de un cóndor, de la
noche y de ti", dijo y saltó con la puerta a medio
abrir, todavía frenando nuestro M-1. Se fugó
entre rendijas, entre los ecos de su propia
enumeración. Como una de esas alimañas de la
noche, criaturas angélicas y escalofriantes, sin
darme tiempo de actuar: de cazarla y amenazarla
realmente de muerte, a ver si entonces ella
reaccionaba realmente a mí.
Miré afuera un instante. La vi corriendo. Vi
sus espaldas a punto de despegar, recortada
contra un paisaje lunar en permanente
revolución. Estábamos en el antiguo barrio de los
chilenos: un páramo aún más desierto que el
resto de Alamar y acaso también del país. Chile,
Cuba, Santiago de La Habana: ¿cómo diferenciar
bajo la mirada muerta del desamor? Además, en
esa parada nunca subía ni bajaba nadie, por
temor a las leyendas que, desde hacía más de diez
años, asolaban esos edificios tras aquella súbita
repatriación: fuga masiva y clandestina sin causa
aparente, lo que invisibilizó a todos los chilenos
cubanos en pocas horas, días, semanas o tal vez
siglos.
3
Extrajeron la sombra de la sombra,
dibujaron un viento con colmillos.
Sin embargo, el viernes siguiente me bajé
justo allí, después de mis cafés baratos en la
"Mártires de Alamar". Necesitaba ver a Ipatria,
aunque sólo fuera para perderla otra vez. Su zona
era un desierto pétreo de alta salinidad, entre
doceplantas roñosos en ruinas y murales
desteñidos: en todos el mismo anciano miope, en
traje y corbata pero con casco de constructor y,
en la mano izquierda, una metralleta apuntando al
cielo, en señal de redención o tal vez rendición.
Atravesé la cancha de baloncesto arrasada de
la escuela "XI Festival". Atravesé el terreno de
beisbol enyerbado junto al paradero de los
camellos. Y atravesé el ghetto desertado por los
chilenos a finales de los ochenta, de vuelta en
estampida hacia su islita continental entre el
desierto de Atacama, el hielo de la Antártida, el
filo de los Andes, y la voracidad del Pacífico.
Sólo inmigrantes ilegales, llegados desde el
Santiago cubano, residían ahora allí. Sin luz ni
gas ni teléfono ni documentos de identidad. A la
espera de la delación que los regresara a su
provincia natal para, como muelles, reorganizar
32
las huestes familiares y reinstalarse en la capital:
entre buches de prú y toques de batá.
Me la tropecé enseguida. Ipatria permanecía
inmóvil, hablando en voz alta para nadie:
discurseando sobre los hombros de aquel viejo
busto carcomido por el salitre, del que todos
alguna vez nos burlamos de niños, sin que ninguno
luego de adulto se preguntara qué tipo tan solitario
tendría que ser aquel. La falta de alumbrado los
reducía a ambos a una sombra chinesca o, mejor,
chilesca: a la estatua de pie y a Ipatria sentada
encima, declamando a horcajadas.
Parecían versos. Ella los pronunciaba sin
importarle su ausencia de público. Presté atención:
"En la región profunda de la patria", todavía
acercándome al conjunto, "donde gime el puma y
grita el cóndor", sus dedos crispados como garras,
"heridos por los hierros y la pólvora", me paré
junto al pedestal, "las piedras, los muertos, las
vasijas", tapó los ojos del busto y lo sostuvo por el
mentón, "cubriéndose de polvo y raíces negras",
como protegiéndolo o buscando ser protegida por
él, "mientras la bandera está tendida entre dos
edificios", reparé en que su cuadra estaba escoltada
entre dos doceplantas vandalizados, "y se infla su
tela como una barriga ulcerada, una teta o una
carpa de circo", y entonces Ipatria se ovilló sobre
la cariada cabeza del mártir, como si finalmente
fuera a parirlo o tal vez a abortar.
Yo aplaudí. Lo hice solemnemente, tratando de
no parecer sarcástico. Estaba fascinado ante
aquella puesta en escena y también por el ángulo
recto en que se abrían sus piernas sobre el cogote
metálico de la estatua, fuera cobre o latón. Al
parecer, ella estaba decidida, porque enseguida me
agredió. "Te esperaba, Sagis o Salvador, y
acostumbrarme a una persecución es lo mismo que
dejarme atrapar", dijo entre la rabia y la queja:
"Así le ocurrió a mi padre y, ya sabes, la
consecuencia ha sido fatal".
Yo no entendía ni me importaba entender. Me
bastaban los hechos. Estábamos allí, coincidíamos:
¿no era perfecto? Y se lo dije sin pensarlo ni media
vez: "Estamos aquí, coincidimos: ¿no es perfecto?"
"No: primero es patético y después es muy
peligroso", se desesperó: "Tú no sabes nada y no te
importa saber". "La vida es hoy", me justifiqué con
una seguridad que yo no tenía. "Mira, cholo", la
voz se le rajó: "mataron a nuestros padres, mataron
a nuestros hijos, mataron las calles, los caminos, la
tierra silenciosa", a mí me parecían versos otra vez,
"mataron a los que son, a los que saben, a los que
sienten, mataron la casa, el cajón, la frente del
presidente, me van a matar a mí que no sé nada y
no me importa saberlo, ¿al menos sabías eso?" Por
mi expresión era evidente que no. "¡Ellos ya están
aquí...!", aulló al borde de la histeria. "El poder
rastrea por telepatía. Desde el Valle de Elqui lo
saben todo: desde ese ombligo espiritual nos
olfatean como a lauchas, hasta aplastarnos la
memoria primero y el resto de la cabeza después".
Para mí era suficiente. Exploté: "¡¿Pero ellos
quién, coño?!", me pegué al busto y la cogí por las
pantorrillas, intentando bajarla de su tribuna sin
cordura pero con tanta cuerda. Ella intentó
defenderse con aquella mirada suya tan vaciada de
caos y de significado. Mas no me importó. De un
tirón la bajé. Y con el impulso de tumbarla,
rodamos juntos sobre las piedras de lo que, más de
diez años atrás, pudo ser el jardín de lujo de algún
miembro mediocre del PCChile. Quedamos a los
pies de un tronco con tarja. Era un álamo de
importación, leí en el oxidado metal, sembrado en
mil novecientos setenta y algo por no sé cuál poeta
antifascista, si bien el monumento ya era sólo una
tarja sobre el tocón.
"¿Qué te pasa, loca?" Ella en silencio. "¿Qué te
pasa, Ipatria?" Ella en silencio. "¿Qué te pasa, mi
amor?" Ella en silencio. Y entonces salté sobre sus
caderas y allí me instalé: ella todavía en silencio. Y
la estremecí como a un animal rabioso,
maniatándola bajo mi peso y moviéndome casi al
galope contra una resistencia que al final nunca
surgió: ella siempre en silencio.
Tuve una erección obscena y no la disimulé,
sino que hinqué aún más mi bulto en su
entrepierna. La fui a besar en la boca y ella me
escupió. Le grité: "¿qué te pasa, chiloca, te da
pánico la tortura?" Ipatria rechinó los dientes, yo
amé su absoluta vulnerabilidad. Tuve ganas de
penetrarla allí mismo. "¿Qué te pasa, chiloca, no
quieres que te delate yo?" Y entonces ella por fin
reaccionó: simplemente tuvo un desmayo. Aquel
era el triunfo de su defensa. Y también mi
humillación de imbécil verduguillo nacional.
Perdí la erección y mis músculos todos se
relajaron, también mi cerebro saturado de ganas,
lástima y café funerario. Me dio pena: me di pena.
Hubiera podido correr, pero la vergüenza me
paralizó. Me di cuenta de que el único loco de
aquellas escenas de viernes era yo, que casi
destruyo al único ser que en mis noches de
insomnio alguna vez me miró. Tuve deseos de
cantar para pedirle que me perdonara. Y canté para
pedirle perdón. Le susurré nanas infantiles bien
tiernas: son las únicas letras que recuerdo, aunque
con erratas. "Dame la mano y danzaremos, dame la
mano y me amarás", canté para Ipatria tan
desafinado como no pude evitarlo: "porque
seremos en la danza como un horror y nada más".
33
Un pájaro nos pasó por encima y graznó. O un
murciélago: ¿cómo distinguir a mitad de apagón?
Igual fue escalofriante. Dejé de cantar y me senté a
su lado a esperar que volviera en sí. Tuve miedo
de que se estuviera asfixiando y le di un boca a
boca desde el fondo de mis pulmones. Ipatria
comenzó a respirar mejor, recuperó el descolor de
su piel perfecta, y al poco rato se incorporó, casi
abrazada a mí. Su larga bata de tela blanca, como
de nylon, le quedaba preciosa. Parecía un ave de
rapiña a la que hubieran obligado a volar hasta
caer abatida. Tenía saliva alrededor de la boca. Se
la quitó, y también descorrió un mechón de pelos
que le borraba los ojos. Me miró desde una
recóndita paz. Su frente sudaba, a pesar de que
hacía frialdad. Y entonces no sé si me lo ordenó o
me lo imploró: "Por favor, Sagis o Salvador,
llévame ahora al mar".
Y yo la cargué hasta la costa: el estéril
dienteperro cubano de La Playita de los Chilenos.
La luna salía entre las azoteas y rebotaba
enseguida en el cenit, tras las nubes de guata y
algodones de rojo rubí. Me arrodillé con Ipatria en
brazos, si es que Ipatria se llamaría por fin, incapaz
de lanzarla y lanzarme al agua con ella, hasta
desempercudir su pánico y mi ansiedad. La
deposité con cuidado sobre la línea de espuma. La
sombra fatua del pájaro todo el tiempo nos
acompañó. Tenía un cuello larguísimo, al estilo de
un cañón, y se movía en círculos cada vez más
abiertos, en contra de las manecillas del reloj, hasta
diluir sus giros en contra de la madrugada,
retrasando así el final de aquel viernes 17 que en
mi memoria nunca llegó a hacerse sábado del todo.
Volví a besar a Ipatria, en la boca. Fue apenas
un roce. O aún menos: una premonición. Su
aliento era tibio y gentil, pero también muy tajante
y gélido, sin paradoja ni contradicción. Le estreché
las manos en un gesto de adiós con el que en
realidad le pedía que, al menos por una noche,
ninguno dijera de nuevo adiós. Pero la vi sonreír
sin mover un solo músculo de la cara. Algo
siniestro hacía evidente que, sin necesidad de
palabras, su cuerpo le estaba imponiendo al mío
que ya no siguiera allí.
4
Me detuve en el capítulo de tus héroes,
en voz alta dije la página de tus vinos.
El 24 fue nuestra noche peor. El fulgor de
tantas fogatas por cuadra, inútilmente pujando
contra el apagón general, casi me conmovió: la
angustia se me coagulaba en los pómulos y no
me dejaba participar de aquel espectáculo. Yo
caminaba bajo el semáforo ciego de Vía Blanca,
a esa hora devenida Vía Oscura, y pensaba en el
destino de Ipatria una semana atrás: gata
combada entre mis brazos y el dienteperro, tensa
como una lira desafinada de música y de pavor,
con los puños y el rostro crispados por quién
sabe cuál pesadilla mitad insurgente y mitad
oficial.
En la caseta de tráfico roncaba un policía. Lo
iluminaba sólo una vela y usaba un periódico de
letras rojas en lugar de una manta: "El Mercurio",
pude leer. En su radiecito de pilas, aún se
malescuchaba un juego de beisbol. Desde el
Estadio Nacional, único escenario con luz del
reparto, el equipo Metropolitanos perdía, como
de costumbre, por un denigrante score. El
narrador hablaba de una "última oportunidad para
la esperanza roja de la capital" y yo seguí de
largo hacia La Siberia, la zona cero de Alamar:
por esta vez quería volver a mi escondite antes
que la medianoche me sorprendiera tan triste en
medio de la alegre Nochebuena popular.
"¡Ellos están aquí!", fui recordando entonces
los barboteos de Ipatria siete noches atrás, donde
"ellos" eran los "provocadores del VOP y el
MIR", me dijo, "y los cadáveres del Caleuche
resucitados en Villa Grimaldi", me dijo, "y el
Cochero de la Muerte paseando a los agitadores
del Radical y a los del Plan Zeta y el Alfa", me
dijo, "de la mano con los momios de la
Concertación y los Chicago Boys del Senador
Vitalicio", me dijo, "y los monjes de Colonia
Dignidad y los de la Recta Provincia y los de
Patria y Libertad y los del FPMR y la Escuela de
Mecánica", me dijo, "y los buitres del tacnazo y
los del tancazo", me dijo, hasta que me fue
literalmente imposible retener tantos nombres,
alias y apellidos entresacados de sus dientes de
piedra lunar: "Veaux, Mongliocchetti, McAntyre,
Lotz, von Schouwen, Ayrwin, Edwards,
Salvattori y Superonfray", entre tantos y tantos
de aquella Primavera Rota o Roja, ya no entendí
muy bien, en lo que parecía ser una tétrica rimita
infantil al estilo de "dame la mano y matarás".
Pero igual no había nada que entender en Ipatria,
que tal vez nunca se llamaría Ipatria del todo:
bastaba respirar su aliento cetónico para
comprender el brillo desesperado de sus nervios,
acaso tan largos y frágiles como sus
extremidades. Y tan fríos.
Ese viernes 24, los doceplantas sin luz
parecían mogotes de la era jurásica: geometría
elemental sin memoria ni amnesia. Media cuadra
antes de llegar a mi refugio la vi, sentada sobre el
contén, bajo una pancarta de fe o al menos de
fidelidad al futuro. Iba pelada al rape, calva de
34
remate, y al parecer esperaba por mí. La reconocí
al vuelo: el color de su piel lánguida la delataba,
como una explosión de neón importado desde
algún pico cianótico del Cono Sur. Sentí euforia
al verla: una alegría imposible de reprimir medio
paso o medio silencio más. Y reí, llegando de un
salto hasta ella, que me extendió un papel muy
seria, como si nuestro azar no significara nada
precisamente por tanto significar. Así, por primer
y único viernes pude recorrer el mapa neurótico
de su caligrafía mínima, de criatura que cabe
adorablemente dentro de una mano. Ipatria me
había escrito: "un pájaro echado a la intemperie
se convirtió en un bosque suave y nada ni el
asombro y nunca ni la duda y nadie ni la noche
destrozó aquel aire".
Era bello. La agarré. Quise darle un abrazo.
Oler sus poros. Que me pasara una parte de su
locura esplendente: la mía se iba haciendo tan
pobre que... Sentí su mano fría en la mano aún
más fría con que yo sostenía la suya, solitarios a
dúo en un contén de La Siberia cubana. Con mi
frente acaricié su cabeza de huevo y me pareció
que ese cráneo andino bien podía estallar como
una granada: pedazos de piel entre pedazos de los
edificios sin Alamar. Era obvio que no nos
quedaba nada. Ni nadie. Y que nunca iba a ser
nuestro último viernes para coincidir por
casualidad en un dormitorio obrero llamado La
Habanazar.
Entonces me lanzó un reto y una profecía: "El
próximo viernes te espero en el bloque Ch-73". Y
lanzó un beso al aire casi rozando mi boca.
Tragué su hálito dulzón y fétido, como la
respiración asmática de los 666 volcanes que
recortan a Chile del resto de América: de los
restos de América. Y se paró de un salto y, por
supuesto, de otro salto se fue, devorada por la
incipiente madrugada y por mi indecisión al
borde de la indolencia: ella siempre partiendo y
yo sin atreverme nunca a partir. Ni a romper
algo. Aunque no fueran más que las tres sílabas
de aquella palabra: I-pa-tria...
5
Pero la sangre era árbol vestido de piedra.
Pero la mano era ala nacida en la piedra.
Pero la noche era fuego apegado a la piedra.
Cogió el cinturón y se lo abrochó a la cadera,
desnuda. Entonces colgó la afilada hoja a su
izquierda, adoptó una cómica pose de caballero
andante del siglo XXI ("caballero andino", según
ella), anunció solemnemente que "mi patria es la
espada inglesa de América", y comenzó a
marchar con estilo de cadete republicana. Iba de
una pared a otra de su habitación, abriendo en
ángulo recto las piernas, como tijeras de
jardinería militar.
Yo sólo miraba, sin interferir con aquel alef
maléfico. Veía sus músculos tensos, tironeando
la piel blanquísima y su sexo invisible en el
medio: estaba depilada con precisión citostática.
Veía sus senos, dos círculos dobles tatuados a
cada lado del esternón. Veía la punta del desnudo
metal, rozando a ras del tobillo y raspando un
crucigrama de tajos que adornaba su pie: las
cuentas de sangre goteando sobre las frías
baldosas. La veía a ella y me veía también a mí,
tiritando: a un tiempo títeres y titiriteros, sin
retablo ni indumentaria. Y vi el discurso
imposible con que ni ella ni yo alcanzaríamos a
describir todo aquello: escenario molecular
dispuesto para ningún espectador adentro o
afuera. Para nuestra historia de dos ya no
quedaba público. Acaso el público para cualquier
historia siempre había sido eso: una confortable
ilusión.
Estábamos en su sala, en un duodécimo piso
indistinguible de los duodécimos pisos del
Reparto Chileno: desde 1989, un suburbio
secreto dentro de Alamar. Me esperó sentada en
los escalones y me invitó a subir con un gesto.
Yo la seguí medio metro detrás, por las escaleras
tachadas bajo el impoluto apagón: aguinaldo
estatal por ese día 31 en que se acababan el mes,
el año y también el siglo y el milenio. Me
guiaban sus pisadas y el blanco fosforescente de
su chamal: telilla fantasmagórica como la huella
de una flor o un pájaro que nadie nunca
terminará de nombrar.
Empujó la puerta y entramos: estaba
entreabierta. "¿Te convences ahora, Sagis o
Salvador?", parecía complacida con la supuesta
demostración: "ellos estuvieron aquí", y se alejó
para regresar enseguida con un gran mazo de
velas. Las encendió, una a una, durante cinco o
cincuenta o cinco mil minutos, hasta que el humo
casi nos asfixió. Comencé a toser ridículamente y
ella misma me condujo al balcón. Respiré.
Hondo, hondo, hondo. Y desde allí noté que
adentro no había muebles, excepto el televisor o
una sombra sin patas que simulaba ser un
televisor: el piso, las paredes y el techo parecían
de attrezzo, utilería removible para dejar que la
casa flotara de cuando en cuando en el aire.
Desde mi altura vi nuestra propia sombra
proyectada al vacío. En el cuello sentí el fragor
tibio de las velas. En la cara me golpeaba la
frialdad de un fin de año asomado al borde del
planeta. Ipatria se había desnudado sin
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pronunciar palabra y se sentó sobre la barandita.
Me asustó su desequilibrio y quise sostenerla al
menos por el talón, pero ella me rechazó con una
patada de juguete, y al tacto noté el duro
postillaje, o tal vez ya espuela, que crecía en su
tobillo izquierdo.
Allí estaba Ipatria entera para mí, diáfana más
que desnuda. Ya era sólo cuestión de saber leerla
entre mi desidia y su desamor: enciclopedia del
vértigo y del naufragio. La única vida del paisaje
eran las luminarias con baterías del Estadio
Nacional, donde seguramente Metropolitanos aún
perdía jugando al beisbol. Ipatria lo señaló para
mí: "¿cuántos grimillones de cuerpos cabrán
allí?". "Ni uno solo", le dije, "se compite para
que existan la radio y la televisión". "Te confías
demasiado de tu ignorancia, Sagis o Salvador",
no le hizo caso a mi ironía, "pero tarde o
temprano, por la razón o la fuerza, en ese estadio
también..." y dejó la frase por la mitad.
Fue entonces cuando se armó de cinturón y
espada. Se lo abrochó a la cadera y se colgó la
hoja a la izquierda. Hizo un chiste sobre las
oscuras leyendas de un "caballero andino" que
vagaba sin pies ni párpados de un polo a otro de
Chile, según las madres se acordaban de él para
asustar a sus guaguas, y entonces Ipatria me
habló de la suya: "Es la luna quien succiona mi
cuerpo", declamó mientras aún marchaba. "Mitad
sombra, mitad grito: asciendo en espiral entre
viscosos líquidos que me perfuman". Me miró
orgullosa: sus labios una línea apretada, sugerida
apenas, como la tábula rasa de su entrepierna.
"Son versos de mi madre, tarado", se cuadró en
firme: "todas las palabras mi madre las ha dicho
antes por mí".
Y enseguida me contó detalles de aquella otra
mujer, su madre mártir, mientras volvía a
recorrer en círculos la habitación: sus piernas, un
par de tijeras sobre la bisectriz de su sexo; sus
tobillos sangrantes a la luz de las velas que
simulaban un estudio paleolítico de televisión.
"La espada es mi patria inglesa de América",
repitió pervirtiendo la frase, y se subió otra vez
en la barandita. Yo me puse igual nervioso, pero
no intenté sujetarla ahora. Ipatria cruzó ambas
piernas sobre el arma y se acarició contra el filo
fácil de aquel metal. Movía la espada en uno y
otro sentido, en un abrazo cada vez más estrecho
y rápido. Al final la hundió dura y mansamente
en su sexo y gritó: "¡Algo así fue lo último que
mi madre sintió: el frío de los milicos por
dentro!"
Estaba loca. No entendí ni pretendí
comprender. Yo estaba loco también, ¿y qué?
Igual la deseaba con toda su desidia y mi
desamor, en cualquier orden y en ninguno. Tuve
una erección clínica. Como en la funeraria al
tomar café y oír los gimoteos de los dolientes de
los mártires de Alamar. Como en la noche de la
estatua. En un arranque de acción pura, me saqué
la ropa y se la entregué: quería decirle algo con
aquel gesto, pero aún no imagino qué o para qué.
Que me viera convertido en mi propia bestia,
quizá. Que supiera cosas dolorosamente reales de
mí. Que no me expulsara este viernes a la
soledad popular que lo rebosaba todo allá afuera,
rebasando mi resistencia para sobremorir. Que
me amara, supongo, hasta que yo pudiera
resucitar para amarla, supongo, y resucitarla a
ella después. Que bebiera de mí y me hiciera
reventar, la muy puta de importación Made In
Chile en 1973. Que se alimentara de mis líquidos
coagulados y de mi carne insomne ya a punto de
incendio como un palacio presidencial. Que fuera
un poco yo para siempre y yo ser siempre un
poco de Ipatria. No sé. El lenguaje por momentos
no alcanza.
Pero ella no pareció notarlo. Nada de nada.
Su única reacción fue oler mi bulto de zapatos y
ropas durante el minuto más eterno de América,
antes de lanzarlo en parábola hacia afuera, en
picada libre al otro lado de la barandita, donde lo
vi flotar inútilmente en la brisa marina hasta ser
tragado doce pisos más abajo por la fuerza de la
gravedad. Así mismo voló mi madre", me apuntó
con el índice izquierdo: "así los peritos la volaron
encima del mar, y desde aquella primavera de
septiembre nadie nunca la vio", dijo arqueando
las cejas. De manera que ella y su padre aún más
huérfano que ella salieron, a través del costurón
de montañas, hacia una pampa de gauchos
insufribles y pésimos aires. Y desde allí se
montaron en un carrusel de exilios que
desembocaría justo en aquel piso doce del bloque
Ch-73.
Entonces se tiró de la barandita, espada en
ristre, y me haló sala adentro hasta tumbarme en
el chasis sin patas del televisor, que no era un
televisor sino una maleta: ataúd de álamo o tal
vez araucaria. "La revolución portátil de mis
padres está presa completa aquí", sonrió Ipatria y
se me encimó. Se sentó a horcajadas sobre mi
cuerpo y crispó una mano en mi nuca. Enarcó las
piernas y se clavó, como hiciera una escena antes
con el mudo metal. De hecho, todavía sangraban
sus muslos, a cuentagotas. Con la otra mano se
dio impulso en mi pelvis, moviéndose
limpiamente dentro y fuera de mí, penetrada seca
y duro hasta bien abajo. Yo no intenté
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movimiento alguno: era tan excitante contemplar
en inerte su ejecución que... Además, tenía un
cuerpo bello y desesperado. Además, yo no la
conocía en absoluto y hacía mucho que ningún
cuerpo se me acercaba sin tasar un precio
primero. Entonces la madera crujió bajo mis
nalgas y la maleta cedió de súbito con un quejido
de ave rapaz.
Nos revolcamos con la explosión, cuerpo a
cuerpo. El piso era hielo que hincaba y un
escalofrío me recorrió de las plantas a la columna
a los parietales al esternón. En uno de los giros,
sin querer empujé a un lado su cabeza de piedra
lisa y fue entonces que definitivamente lo vi. Lo
vi. Lo vi. Lo vi. Y pegué un chillido de pánico,
de pájaro: "¡allí!" Y ella saltó a mi cuello como
un bebé: "¿Allí qué, Salvador, allí quién, Sagis,
allí dónde, por favor?", y en la brusquedad de los
tironeos, su espada lasqueó mi pierna. Me doblé
de dolor. Abrí la boca en forma de letra O, acaso
de número 0, pero no pude pronunciar ni una
sílaba entre tanta imagen y tanta imposibilidad.
"¡Allí, un pájaro, o yo qué sé!", dijo al rato y
la desprendí de mi tráquea para que no me
asfixiara con su histerismo. Intenté pararme, mas
la rodilla cortada me lo impidió. Miré mejor y, en
efecto, sería un ave gigante o su silueta, en la
misma pose de Ipatria antes sobre la barandita.
Sería su madre mártir, no sé. Lo cierto es que
Ipatria ya rebotaba con rabia contra mi garganta,
muchacha de muelles retorcidos a base de miedo
y pavor. Así que tuve que pegarle en la cara y,
como aún seguía sin reaccionar, la empujé tan
lejos de mí como pude, como quien lanza al
infinito una bala o un balón. Y con el gesto sentí
que estaba desprendiéndome de algo que yo no
sabía cuánto me deshabitaría por dentro después.
Ipatria salió desprendida con demasiada
inercia por encima del balcón, como si fuera otro
bulto de zapatos y ropas. Como si fuera su madre
poeta tres o trece décadas antes, arrojada a ras de
la Antártida por un coleóptero artillado del
Ejército de Salvación Nacional. O como si Ipatria
fuera la sombra de aquel pájaro repentino que,
sin abrir las alas, también se dejó caer: los dos
cuerpos rebasaron la barandita que ya no
contenía al vacío del otro lado, y fueron tragados
en un pestañazo por el fin de año iluminado sólo
por las velas de su apartamento y las torres del
estadio de beisbol, donde Metropolitanos aún no
se aburría de agonizar bajo un denigrante score.
Me quedé hueco a mitad de sala. Mi rodilla
abierta de un tajo no me hubiera permitido
asomarme al balcón, pero el inminente cambio de
fecha tampoco me ilusionaba: de los mil
novecientos noventa y algo al dos mil nada, el
año cero. Casi me convenzo de que ese viernes
31 allí no había ocurrido absolutamente nada,
excepto la descripción de los incontables objetos
que la maleta había dispersado sobre las
baldosas. Eran iconos del holocausto mundial en
el que se sacrificaron los padres de Ipatria:
banderines, posters, recortes de titulares, fotos,
volantes, folletines y mamotretos, bonos, boletas
y brazaletes, pegatinas, entre otros objetos más
difíciles de identificar. Pero, por suerte, recorrer
con la vista aquella parafernalia de esquirlas me
sosegó: asumí que diciembre entero había sido
escrupulosamente real y que eso justificaba aún
más su verosímil irrealidad. Empezando por
aquel nombre de tres sílabas que yo acababa de
lanzar a la nada chilecubana de Alamar.
La vista se me nubló. Sentí frío, arqueadas,
náuseas. Después sólo ganas de dormir y de no
despertar hasta el próximo siglo veinte. Era
absurdo. ¿Me estaría desangrando, a cuentagotas,
como los muslos y el pie izquierdo de Ipatria? ¿O
mi cabeza de fósforo rayado por la lija de esta
historia me hacía trampas con tal de no regresar a
La Siberia ni a la "Mártires de Alamar"?
Respiré. Hondo, hondo, hondo. Aún tenía que
recorrer la madrugada infartada de América,
hasta ubicar un policlínico donde alguien me
deseara "feliz año nuevo" antes de fingir interés
en mi sutura. Aún tenía que arrastrarme piso a
piso por las doce escaleras, antes de encontrar
mis ropas alfombrando el jardín ruinoso allá
abajo, o tal vez guareciendo la desnudez mortal
de la estatua con gafas: cariada de óxido rojo,
pero alzando una metralleta no menos mortal.
Aún tenía que exorcizar sin tanto patetismo
retórico la mirada muerta del desamor: esa
angustia antigua que sedimenta en mis pómulos y
en mi tráquea, paralizando cualquier acto de
cercanía con alguien que no sea yo. Aún tenía
que alejarme de aquel reparto y ya ir pensando en
mi siguiente sesión de viernes, verdadera patria
extranjera de mis semanas tan largas como mis
noches, demasiado largas de sobrellevar: túneles
ciegos hasta poco después del alba, cuando
consigo por fin rendirme en un parque, sólo para
que un enjambre de niños con uniforme me
zarandee enseguida hasta hacer añicos mi
pestañazo y catalizar mi ansiedad, catalizar mi
ansiedad, catalizar mi ansiedad. Aún tenía que
decidir si Ipatria había sido en definitiva su
nombre, o si la palabra quedaba libre en mi
mente para cuando apareciera o desapareciera
alguien más. Aún...
1
Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
2
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