Texto ( I )
Algunas tardes iba al parqueo, me metía en la cama de un camión, me tiraba ahí entre lonas, calor y oscuridad como si estuviese bajo tierra. Casi siempre lloraba. Y me sentía indigno. ¿No tenía fuerzas suficientes para vivir allí, darle cara a la vida militar? No, me dijo nuestro capitán una vez. Te faltan cojones, dijo, esto es para hombres de verdad, ¿a qué seguro te metes por ahí a llorar?
Encontré a H en un camión. Salió de entre las lonas como el cadáver que sería una semana después. ¿No me digas que vienes aquí a llorar? le dije.
Hay que ser fuertes, le dije, tener cojones y aguantar, ¿entiendes? le dije.
Me contó entonces lo del tío, el petróleo, las venas, mejorar la vida, escapar de allí. No tuvo pena de llorar delante de mí. Quise darle un abrazo pero me contuve. No podía, no debía.
Cuando llegó la noticia de que H había fallecido, el capitán se estaba desnudando para irse a las duchas. Lo sabía, me dijo, ese mariconcito no iba a aguantar.
texto ( II )
Dame sangre, dijo H.
Le dimos sangre. Le di cabeza reventada y mondongos como carne de primera.
Se inyectó petróleo como el tío en la cárcel para tener "mejores condiciones de vida". Así también el sobrino, años después, para que le dieran la baja del Servicio Militar, pinchó sus venas.
Dame sangre, dijo.
Le dimos sangre.
Una tarde entré al baño. Vi a Noda desnudo, sin uniforme verdeolivo, sin grados de capitán, sin las charreteras de la vanidad y el desprecio. Me di cuenta de que era un hombre como yo. Bastaba con ir al cuartel, buscar un fusil, y vaciarle el cargador en su panza de oficial de escuelita. Allí estaba, el gran jefe en pelotas, tiritando por el agua fria, hasta con la carne de gallina.
Nos decía gallinas si reclamábamos nuestro derecho al pase de doce horas a la semana.
Nos decía señoritas si nos lamentábamos de algo.
Nos decía maricones porque le gustaba decirnos maricones. Capitán Noda, ¿por qué no te abrí como sardina rusa?
Cuando llegó la noticia desde el Batallón Médico de que H. se había inyectado petróleo y estaba grave, Noda dijo que los médicos eran unos flojitos y ahora iban a consolarlo y creerle que estaba loco.
Soñé que H venía y me gritaba dame sangre. Y la sangre era el combustible que hacía rodar tanques y camiones que tiraban de obuses como brujas tiran de escobas en cuyas cerdas han quedado restos de ese mondongo humano que no sirve ya ni para dar de comer a los puercos
texto ( III )
La cabeza.
Siempre la cabeza.
La cabeza contra el muro (paredón con vidrios detrás de las duchas) por una broma. Ese tipo de bromas que en el Ejército cuestan caro: tú eres de los mariconcitos del parque de la fraternidad, yo te he visto.
La cabeza bajo la bota rusa.
Y la cabeza otra vez cuando te empujaron de la litera.
El Coba llegó, saco de carne musculosa, torpe aunque silencioso, y la cabeza contra el hierro crudo de la cama personal.
A los cinco años la cabeza rebotando en una caída (pérdida del conocimiento durante la digestión, dijeron los médicos); y a los siete, la cabeza contra un poste de electricidad, huyendo de tres niños que te buscaban para una paliza a las doce del día.
La cabeza. Golpes como piojos. Ranuras, canaletas, surcos, estrías de sangre y dolor.
En un albergue para inmigrantes y vagabundos, la cabeza abierta. Entra el africano y con un tubo, un golpe (que suena seco bajo el chorro de agua fría en una mañana a ocho grados), y la cabeza contra la pared.
Cabeza que chirría, cabeza con goznes, cabeza chatarra. Nunca preguntes por el precio de tu cabeza.
La locura es vieja usurera
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