Canibalia: una estrategia de la heterogeneidad
Por Ariel Camejo
El uso del tropo "Canibalia" en Jáuregui comporta un diseño retórico emancipador. "Canibalia" le permite desplegar la mirada desde una abierta polisemia, desde un observatorio siempre cambiante; propicia la puesta en función de un dispositivo analítico —"estratégico", diría Derrida— allí donde la cartografía caníbal/Caliban se muestre. Canibalia se aleja de un uso discursivo que parte de la necesidad de conceptos, de formulaciones, metodologías, para aproximarse más a la idea, y la práctica foucaultina de una episteme.
Lo que acabo de decir inscribe el texto de Jáuregui como heredero de una tradición que parte de cuatro entradas teóricas muy claras: la genealogía de Michel Foucault; la deconstrucción de Jacques Derrida; el rizoma de Gilles Deleuze y Felix Guattari; y la crítica cultural poscolonial de Homi Bhabha.
Sin embargo la formulación "Canibalia" excede la plataforma de esa huella postestructuralista en tanto propicia un cruzamiento y un encuentro de esa tradición discursiva, esencialmente europea, con la del pensamiento cultural y sociohistórico latinoamericano y caribeño, un sendero pintoresco en el que coinciden transhistóricamente Las Casas y Bolívar, Ercilla y Martí, Rodó y Vasconcelos, Césaire y Retamar, Reyes y Canclini, Lamming y Martín Barbero, en una lista bien extensa.
Me he detenido en primer lugar en este bosquejo teórico del libro de Jáuregui pues creo que responde casi de manera perfecta a las exigencias que le plantea su problema de estudio: los presupuestos sobre los cuales se construye el discurso cultural/nacional latinoamericano frente al discurso eurocéntrico y colonial; dígase, por ejemplo, hasta qué punto esa construcción discursiva que intenta definir y proyectar un sujeto no recrea la imagen de su propio desencanto; en qué medida el cuerpo metafórico de Caliban/caníbal no contiene una opacidad conflictiva que hoy nos acerca todavía más al ciudadano abyecto que rechazan las leyes migratorias de la Unión Europea y los Estados Unidos, o por decirlo más shakespereanamente, si no ha aprendido Próspero nuevas formas de saciar el hambre de Caliban.
Las primeras páginas de Canibalia… me remitieron de inmediato a las de un texto relativamente reciente de Santiago Alba, La ciudad intangible. Allí se recuerdan dos mitos griegos que por caminos contrarios se encuentran en el motivo unificador del hambre, que es también uno de los núcleos discursivos para Jáuregui. El primero de los mitos refiere la muerte por inanición del rey Midas, a quien el dios Sileno concede el don de trocar en oro todo cuanto tocaran sus manos. En esta primera muerte ocurre una desnaturalización del mundo, todos los objetos son condenados a existir para que se les vea. Podría decirse pues, que Midas muere no solo de no comer sino también de "demasiado mirar".
En el segundo caso Erisictón, hijo de Triopas, rey de Tesalia, tala sin remordimientos el árbol sagrado de Ceres, quien le condena a la peste del hambre. Su insaciable apetito termina con la ingestión de su propio cuerpo, de manera que alimentándolo lo disminuía. Este segundo deceso invierte el destino del rey frigio pero coincide igualmente en la operación de sacar los objetos de su perspectiva habitual y someterlos a una homogeneización que pueda suplir los deseos de cada uno de estos sujetos. El hambre de Erisictón no distingue sólido de blando y para él todo escapa a la mirada.
Me remito brevemente a la lectura que Santiago Alba extrae de estos pequeños ejemplos:
- Si a Midas la Naturaleza le "recompensa" con una hybris de cultura, a Erisictón, que ha querido poner la cultura por encima de los dioses —la tala, no lo olvidemos, es una práctica de civilización, relacionada con el fuego y con la construcción— se le castiga con una hybris de Naturaleza: se le castiga, esto es, disolviéndolo enteramente en los procesos naturales de la vida, en el circuito angustioso de la reproducción animal, sin concederle jamás ese segundo que hace falta, que la Cultura precisa, para detenerse, levantar la cabeza, fabricar o reconocer un objeto y alejarse luego tanto como sea necesario para poder mirarlo. Erisictón, es decir, muere de no comer lo suficiente (o de comer demasiado), pero también de mirar poco o de no poder mirar.
De alguna forma Caliban/caníbal reúne esta coincidencia o este doble camino que contiene una sola ruta, la ruta mortal del hambre que lleva a la antropofagia del Otro pero también a la del propio cuerpo. En Caliban/caníbal, y en su, digamos, topos/tropo "Canibalia", parece tejerse también esta metáfora de la Relación del hombre con el mundo a través de las cosas: las que se miran, las que se usan, las que se comen; de alguna forma esa Relación se modeliza y pasa a ser en algún momento la Relación entre los hombres y entonces el hambre se transforma en hambre de sí mismo o hambre del mundo.
Canibalia intenta pues, situar históricamente la imposibilidad de una perspectiva en Caliban/caníbal, en tanto ese sujeto metafórico responde sólo a su hambre y su mirada carece de horizonte. Precisamente con esa visión finaliza el texto de Jáuregui, haciendo partir a ese sujeto desde la coordenada onomatopéyica del hambre, el jocoso ñam ñam de Palés Matos:
- Quisiera (...) insistir (...) en la utilidad del Calibán-caníbal como dispositivo anticipatorio de la imaginación política, como una forma de imaginar las otredades indecibles que esperan su hora desde algún lugar oscurecido para el tipo de análisis que hacemos y de la institucionalidad de nuestro trabajo. El Calibán-caníbal, en tanto Otro —con toda su carga de peligro— no está en la universidad; es exterior al Estado y a las instituciones del saber. Por eso, después de fatigar las cartografías de la Canibalia, fatalmente se nos escapa. Lo imagino como un amenazador ñam ñam... en la exterioridad que la posmodernidad niega, en las resistencias no sistémicas al capitalismo, como formas de alteridad inasible, de las cuales nuestros personajes conceptuales son —como los "indios" de Sor Juana— pálidos reflejos e ideas vestidas de "metafóricos colores". El caníbal-Calibán que imaginamos es apenas una manera en que nosotros, moscas-Arieles en medio del desencanto, cortejamos el esquivo lugar de la utopía.
Me interesa por último resaltar algunas ideas o focos de discusión en el texto de Jáuregui:
1- "Canibalia" como tropo desestabliza la noción del caníbal unidireccional, es decir, del caníbal americano y lo sitúa en el margen de un discurso que va y viene, hacia y desde, el occidentalismo y el discurso colonial/poscolonial para instaurarse en la red discursiva del latinoamericanismo (dígase arielismo, postoccidentalismo, negritud, etcétera).
2- Canibalia propone una estrategia de la heterogeneidad frente al concepto homogeneizador del Caníbal en su formulación colonial. Ello fragmenta la construcción modélica y especular del discurso cultural latinoamericano y caribeño que se construye frente a más que para sí.
3- El caníbal-Calibán permite ejecutar un trazado que va del consumo metafórico al consumo fáctico. Esa misma distancia que separa al sujeto de su hambre nos interpela hoy como tránsito obligatorio de nuestra contemporaneidad, en la que nos reconocemos y de la cual participamos.
Confluencias fílmicas de Canibalia
por Frank Padrón
Justamente por los días en que finalizaba la apasionante, pero no por ello menos agotadora y extensa lectura de Canibalia, (Canibalismo, calibanismo, Antropofagia cultural y consumo en América Latina), del colombiano Carlos Jáuregui, Premio Casa de las Américas 2005, la Cinemateca de Cuba programaba una retrospectiva del cineasta brasileño Joaquim Pedro de Andrade (1932-1988).
Andrade llevó al cine una de las novelas emblemáticas de la llamada «Antropofagia»: Macunaíma, de Mario de Andrade, además de otras piezas fílmicas relacionadas de un modo u otro con el movimiento paulista, por lo que —siendo el capítulo a este dedicado de los últimos del libro— prácticamente coincidía la lectura (que más bien debiera llamar estudio) con las proyecciones cinematográficas, en una de esas felices confluencias culturales, interartísticas, que complementando ambos medios (el referente literario y su lectura en la pantalla) enriquecían mi visión del fenómeno.
Como sabemos, el mega-ensayo de Jáuregui, resultado de algo que Retamar llama con su habitual sentido del humor «erudición adiposa», emplea el tropo caníbal para emprender un recorrido por la literatura y la historia latinoamericanas donde las apropiaciones, el engullimiento, los sincretismos, las ósmosis, las sumersiones interculturales entre centro(s) y periferia(s), han dado como resultantes expresiones literarias y, en general, estéticas, de una singularidad a toda prueba; en especial, el motivo shakesperiano que involucra a los personajes de Calibán, Próspero, Ariel y su evolución según las aplicaciones de ensayistas, historiadores y analistas políticos a la realidad latinoamericana desde la Conquista hasta hoy mismo, dentro de un auge cada vez más arrollador e indetenible del consumo, dan médula a un libro desde ya imprescindible para cualquiera de los abordajes centrados en nuestra América.
La legendaria figura del caníbal en sus diversas construcciones de(/por/para) nativos y europeos, partiendo de la colonia hasta los estudios pos-coloniales y posmodernos y recorriendo diversos países donde los míticos seres se han corporizado en importantes movimientos artísticos y sociales (el romanticismo americano, el barroco mexicano de Sor Juana Inés, las revoluciones de México, Haití y Cuba, la aludida Antropofagia brasileña…), encuentran en la afilada pluma de Jáuregui motivos para disecciones documentadas, agudas y respetables; no siempre, por supuesto, compartibles por sus lectores, pues tampoco, como intelectual abierto y culto, impone «últimas (ni únicas) verdades», pero sí propiciadoras del diálogo, convidando siempre a nuevas confrontaciones y análisis, y como decía, generando confluencias en otros terrenos del arte, la sociedad y la historia por parte de quienes, con él, descodifican estos o semejantes fenómenos.
Él mismo lo deja bien claro cuando en la Introducción comenta:
- El canibalismo ha sido un tropo fundamental en la definición de la identidad cultural latinoamericana desde las primeras visiones europeas del Nuevo Mundo como monstruoso y salvaje, hasta las narrativas y producción cultural de los siglos XX y XXI (…) El tropo del canibalismo cruza históricamente —en sus coordenadas de continuidad y de resignificación o discontinuidad— diferentes formulaciones de representación e interpretación de la cultura y hace parte fundamental del archivo de metáforas de la identidad latinoamericana.[1]
Algunas de esas metáforas se hallan, como ya decía, en parte de la obra del cineasta Joaquín Pedro de Andrade, muy vinculado al movimiento antropofágico, piedra angular del Modernismo en el Brasil de los años 20 del pasado siglo. «Propuesta de formación de lo nacional por el consumo o la digestión de bienes simbólicos»,[2] como lo define el propio autor del libro, el realizador recrea en pantalla, de modo inolvidable, la novela Macunaíma (1969), escrita por el controvertido pero respetado escritor Mario de Andrade, uno de los cultores del movimiento tropicalista, que ha hecho extender por tanto, según el criterio de más de un estudioso, ese importante torbellino de las letras y el arte brasileños al que, en las imágenes móviles, lideró Glauber.
Sí: para algunos (dentro de los que no vacilo en incluirme) ese filme representa la línea tropicalista del Cinema Novo de los años 1960, ya en sus finales, caracterizada por un estilo barroco y altamente metafórico: todo él es una gran alegoría sobre los impulsos devastadores del capitalismo, para lo cual se basa ciertamente en el tropo caníbal mas también en las transiciones raciales, en los contrastes civilización/ barbarie dentro de una suerte de Odisea brasilerísima (el avatar del antihéroe transcurre desde la selva a la gran ciudad, uno de los grandes temas de discusión de la intelectualidad que abrigó esa tendencia estética). Narración onírica y caótica donde los límites son muy borrosos, Joaquim parodia aquella superada etapa de la chanchada y nos recuerda la edad dorada de su actor protagónico (ese mito llamado Grande Otelo); juega con los acontecimientos políticos del momento y trastoca las figuras mitológicas de la cultura popular, aplicándoles una delirante y muy sui géneris visión.
Sin embargo, siendo esta la más conocida pieza del realizador, esa que se coloca en el paréntesis que sigue al nombre de todo artista, no fue la única que se movió dentro de los linderos antropofágicos.
Como también nos advierte Jáuregui, dentro de esa primera fase modernista (1922-1927) donde se inserta el movimiento, no es precisamente el canibalismo el definidor de la identidad brasileña, su «tropo maestro», sino «ciertas metáforas futuristas asociadas al progreso tecnológico, y más tarde, una mercancía de exportaçao con reminiscencias coloniales: el pau brasil»,[3] propuesta por el líder del movimiento y redactor de su manifiesto: Oswald de Andrade para definir un tipo de poesía realizada por él y otros seguidores, que intentaba diferenciarse radicalmente de lo que llamaban poesia de importaçao, y que por tanto sería, como la madera emblemática, exportable, ajena al lenguaje afectado, la cultura libresca y el arte, como copia de la realidad, en lo cual coincidía con otras vanguardias tales el creacionismo.
De modo que esta poesía mezclaba, a su modo de ver, autenticidad y cosmopolitismo, mercancía y fetichismo, o para decirlo con palabras de Jáuregui, en ella «lo nacional emerge como valor de cambio en el mercado global de las identidades modernas»;[4] su universo, que tomando en préstamo una expresión de nuestra radio se consideraba «al ritmo de la vida», acudía a signos que podrían confundirse con mercancías (modas, electricidad, poesía vanguardista, dadaísmo, automóviles, etc.) y que, al decir de Roberto Schwarz intentaba «dar una interpretación triunfalista de nuestro atraso cultural».[5]
Al trasladar a la tela blanca este mundo, en otro de sus filmes: O homen do Pau Brasil (1982) el otro De Andrade, Joaquim Pedro, recurre creativamente a dos actores: una mujer y un hombre, mediante lo cual significaba las dualidades, ambigüedades y contradicciones de tal línea literaria y estética; no es una biopic al uso acerca de su fundador, sino una recreación libre y desenfadada de todo lo que significaron ambos en el universo cultural de la época. Para ello acude a un guión abierto, donde los actores, quienes por demás visten de modo extravagante y enfático, interactúan entre ellos y con los demás gritando sus poemas; se vale de una escenografía donde lo objetual, como decíamos caro a la tendencia, tiene una presencia destacada, y una fotografía rica en gamas chillonas y expresionistas.
La cinta finaliza precisamente con una escena en una isla desierta donde se sugieren próximas incursiones caníbales.
Como vemos, De Andrade (el cineasta) llevó a la pantalla muchas de las inquietudes e ideologemas de esa renovadora línea estética que podemos considerar legítimamente una suerte de prólogo a la posmodernidad latinoamericana, esa Antropofagia con la cual la intelectualidad paulista, brasileña en general, exhibía su hambre (mejor: su voracidad) cultural en busca de la definición identitaria, o para decirlo una vez más con palabras de Jáuregui, un «movimiento de vanguardia, atravesado ciertamente por el problema de la cultura nacional: definir una literatura o arte propio y a la vez hacer parte de una Modernidad que por momentos se sentía ajena; pero Antropofagia fue también muchas otras cosas. El movimiento, por ejemplo, releyó irónicamente el archivo colonial; enarboló el canibalismo como signo contra las academias y la literatura indianista, y como metáfora carnavalesca y de choque entre la modernidad y la tradición (especialmente en lo relativo a la moral y el catolicismo); asimismo… elaboró un tropo digestivo de la formación de una cultura nacional y a la vez cosmopolita y moderna.»[6]
Fuera del Modernismo y la Antropofagia, el célebre realizador brasileño facturó otras obras donde el alimento conecta con diversas zonas de la praxis humana, sobre todo esa otra esfera de siempre tan vinculada a lo digestivo: el sexo. Por ejemplo, en el excelente corto de ficción Vereda tropical (1977), nos enfrentamos a un joven que hace el amor sistemáticamente a… un melón, mas como si esto fuera poco, teoriza y diserta con la mayor seriedad del mundo ante una compañera de estudios, a la cual trata de involucrar dentro de una ampliación a una suerte de frutoerotismo.
La misma agudeza, sentido de la ironía y amplia imaginación asisten a esta pequeña joya dentro de la filmografía del carioca.
El cine latinoamericano no detiene sus procesos «digestivos»
Continuando sugerencias y confluencias que la «deglución» de Canibalia… me han estimulado, pretendo reflexionar un poco acerca de la presencia de lo propiamente digestivo dentro del cine latinoamericano, si tenemos en cuenta que, más allá del canibalismo (y el calibanismo), el alimento como tropo es una recurrencia en este arte todo.
En filmes que discursan en torno a colisiones interculturales durante la época colonial, encontramos en tanto motivos fundamentales ciertos rituales gastronómicos. Cuando se ha tratado de la lucha de un solo individuo o de toda una comunidad contra la pérdida de autoestima en tiempos de crisis, en no pocas cintas argentinas desempeñan un papel decisivo bares, cafés o restaurantes.
Sé incluso de un pequeño libro, que lamentablemente no tengo, sobre el bar en el cine argentino. En ellos [los filmes] tales citas con la comida (algo esencial para el argentino medio) son más que accidentes argumentales, decisivos elemento de la diégesis.
Sin embargo, como sabemos no es precisamente la abundancia «proteica» lo que ha caracterizado mayoritariamente a nuestra región, de modo que para volver al siempre revelador Brasil, poéticas como la del Cinema Novo, en la década del 60 del pasado siglo, se basaron en ello, desde sentidos no solo metafóricos.
En ese ensayo programático del movimiento todo, más allá incluso de su propia obra dentro de él, Una estética del hambre (1965), el director brasileño Glauber Rocha plasmaba:
- «El hambre latina (…) no es solamente un sistema alarmante, es el nervio de su propia sociedad. Es ahí donde reside la trágica originalidad del Cinema Novo ante el cine mundial. Sabemos —quienes hicimos esos filmes feos y tristes, esos filmes gritones y desesperados donde no siempre la razón habló más alto— que el hambre no era curada por la planificación de los gabinetes ministeriales, y que los remiendos del tecnicolor no esconden sino que agravan sus tumores.»[7]
Rocha coloca al Cinema Novo con su «galería de hambrientos» frente a lo que llama «tendencia del digestivo»: «Filmes de gente rica, en casas bonitas, conduciendo automóviles de lujo: filmes alegres, cómicos, rápidos, sin mensajes, y de objetivos puramente industriales».[8] A más de exactamente literal, el «hambre» para los artistas del Cinema Novo es metonimia de otros males anexos: pobreza, miseria, contradicciones sociales, de ahí que sus escenarios preferidos son las favelas de las grandes ciudades, así como el sertao, el paupérrimo nordeste brasileño. De modo que en estos filmes la digestión es más bien un defecto, brilla casi por su ausencia en personajes e historias.
En Vidas secas (1963), basada en la novela homónima de Gracialiano Ramos, otro de los grandes nombres del movimiento carioca, Nelson Pereira Dos Santos cuenta en imágenes lacónicas la odisea de una familia de camponeses. Un círculo vicioso de pobreza y carencia, hambre en las entrañas y sorda desorientación. Filmada desde una óptica minimalista y con gran economía de recursos, como a tono con el significado, también el estilo de la puesta en pantalla refleja con dolorosa densidad la omnipresencia de la penuria y las privaciones.
En Los fusiles (1963), de Ruy Guerra, hay unos soldados enviados al sertao para vigilar los almacenes de cereales de un gran hacendado, alrededor de los cuales, en monstruosa paradoja, los niños mueren de hambre. En montaje paralelo, un predicador ambulante y demagogo recorre el sitio en compañía de seres harapientos y de un buey. Mientras vemos cómo unas manos escarban el árido terreno en busca de raíces, su prédica hipócrita la emprende contra «las tentaciones del dinero y el placer» conminado a esos desheredados a «dar gracias a Dios por tu hambre, debes dar gracias a Dios por tu sed, por tu miserable sed». Pero en algún momento sus discípulos se rebelan, se apropian del «sagrado» buey y lo descuartizan.
Otros momentos del Nuevo Cine Latinoamericano nos ofrecen la ausencia de alimentos como vehículo de otras carencias humanas y sociales. En la peruana Los perros hambrientos (1976), de Luis Figueroa, basada en la novela homónima de Ciro Alegría, una sequía arruina la cosecha en un pueblo andino. En vano los campesinos imploran al cielo y al señor feudal reclamando comida, pero ante la indiferencia, invaden las tierras del patrón, procurándola por la fuerza. Uno de los casos de violencia generada por estrictas razones económicas, sin verdadera conciencia clasista a que se refiriera Marx, pero que continúa siendo motor impulsor de huelgas y revueltas en toda la región.
En La hora de los hornos (1968), ese documento del llamado «Tercer cine» argentino liderado por Fernando Pino Solanas y Octavio Getino, y todo un clásico del cine político más allá incluso del Nuevo Cine Latinoamericano, los autores trataron de hacer un inventario de la situación en su país y por extensión, en el resto del continente, atacando tanto la pobreza como la dependencia neocolonial. Así, en un eficaz montaje, se desangran y descuartizan reses en un matadero —como se sabe, el principal producto para la exportación, y el símbolo de lo gaucho como mito nacional—, mientras se escucha música de jazz y aparecen anuncios publicitarios, para focalizar en un mismo plano la contradictoria hambre en medio del desarrollo, la modernidad y la expansión capitalista que implica la desigual repartición de la riqueza.
En el filme cubano La última cena (1976), de Tomás Gutiérrez Alea, el propietario de un ingenio azucarero, a fines del siglo XVIII , invita a comer a su mesa, el día del Jueves Santo, a doce de sus esclavos negros; durante la cena con sus siervos el patrón se auto-representa como nuncio de Cristo en la tierra. Cuando al día siguiente los esclavos se rebelan contra las crueldades de un capataz, el patrón ordena decapitar precisamente a los doce que cenaron con él. La comida simbólica lo es sobre todo de la hipocresía clasista dominante, de la imposibilidad de conciliación de clases en un sistema injusto y basado precisamente en la desigualdad como lo fue el esclavismo.
Aquí el autor de Canibalia… ve no solo la prefiguración del cambiazo sociopolítico ocurrido en Cuba a partir de 1959, sino el que se insinúo en Haití, y que tuvo una suerte de realización en el nuestro. Leemos allí: «La insurrección del ingenio evoca la Revolución haitiana, la cual a su vez, resuena como una amenaza espectral. (…) El nacionalismo socialista cubano ve a la nación cumpliéndole al pasado promesas y amenazando como un caníbal, al colonizador, al dueño, al capitalismo, al Imperio norteamericano».
Para concluir, sobre este acápite relacionador: «El relato calibánico de la Revolución sostendrá que sí; que Cuba realiza, en 1959, las promesas de la Revolución en Saint Domingue».[9]
Otro imprescindible del Cinema Novo brasileño (aunque ya fuera de la etapa de este, dentro de algo que pudiéramos llamar «pos CN» o algo así), Nelson Pereira dos Santos, en su filme Cómo era gostoso o meu francés! (1971), narró con precisión y pormenorización la historia de un colonizador de esa nacionalidad que en 1557 cayó en manos de una tribu indígena caníbal. La película muestra el enfrentamiento de dos culturas que, si en determinados momentos parece caracterizado por la amistad y la comprensión, en realidad estas no logran integrarse. Cerca del final, su mujer indígena le explica al prisionero el ritual con el que se le va a sacrificar y a comer, con la misma sensualidad con que antes lo ha«degustado» sexualmente, dentro de otra de las mixturas erótico-digestivas a que nos referíamos párrafos arriba.
Siguiendo el punto de partida de estos apuntes (el monumental ensayo Canibalia) quiero traer a colación lo que Jáuregui escribe a propósito de ese representativo filme dentro del canibalismo.
- La película —opina él— es una reflexión sobre la colonización y hasta cierto punto, la decoración erotizada de la mirada etnográfica. Staden, el etnógrafo del canibalismo tupí, se convierte en víctima ritual del filme; no puede narrar al otro e inaugurar su mirada epistemológicamente privilegiada, no porque el Otro se lo coma invirtiendo la historia de vencedores y vencidos, sino porque antes ya se ha entregado felizmente. El canibalismo no es sino la dramatización ritual de lo que ya ha ocurrido en la cultura».[10]
A propósito de ello, dentro del «saboreo» como previa conquista sexual (o al menos su intento), está la inolvidable escena en Coppelia de nuestra Fresa y chocolate (Titón/Tabío, 1993) en la cual el seductor Diego saborea una fruta dentro del helado mientras explica a un incómodo y «asaltado» David las ventajas de ese sabor sobre el más popular y mayormente elegido sorbette de cacao. Como bien se ha dicho e insistido, el tropo aquí trasciende una simple escena de flirteo para erigirse en subrayado sobre la legitimidad de las diferencias, y burlarse además de patrones y clisés heterosexistas.
Otro de los filmes latinoamericanos en el que la comida significa todo un punto esencial de la diégesis es Como agua para chocolate, de Alfonso Arau, basado en la novela homónima de Laura Esquivel.
Todos los personajes se la pasan preparando los más diversos platos, todos los encontrados y variopintos sentimientos que los animan se generan en el alma y el corazón pero… van directamente al estómago. No hay que olvidar, digamos, aquella excepcional escena en que, como escribió alguien, «los invitados a la boda rompen a sollozar después de haber degustado el opulento ágape cocinado por Tina, quien anda sufriendo penas de amor». Para agregar que, «no en último término, el filme de Arau seguramente tuvo tanto suceso internacional porque manejaba de un modo agradable aquello que un amplio público se imagina como "realismo mágico"».
También su siguiente filme, Un paseo por las nubes (1995), filmado por Arau en Hollywood, nos ofrece unas bambalinas culinarias: el viñedo de unos viticultores ricos, de ascendencia mexicana, en el Napa Valley de California. En esta película, Arau pulsa todas las teclas del cine sentimental mexicano. No solo son azucarados en ella las uvas y los bombones. Hasta el trabajo en el viñedo está puesto en escena como una alegoría folclórica de la fecundidad y de una sensualidad más que madura. En una entrevista, Arau opinó que con sus películas él quería apartarse de los clichés clásicos que usa el cine estadounidense en relación con los mexicanos y los chicanos: «Es un estereotipo pensar que todos los mexicanos en Estados Unidos son pobres e incultos. En Como agua para chocolate y Un paseo por las nubes los estadounidenses ven por primera vez mexicanos que comen con cubiertos de plata y oyen a Vivaldi.»
En fin, devorando al (o siendo devorado por el) otro en todas sus representaciones, focalizando la comida (o la búsqueda incesante de ella) en tanto literalidad o constructo, metonimia de otras zonas de la ontología (principalmente el erotismo), el cine latinoamericano ha erigido su propia Canibalia.
Noviembre 2008
Notas:
1. Carlos Jáuregui: "Del canibalismo al consumo: textura y deslindes", Canibalia…, p. 13 (Fondo Editorial Casa de las Américas, 2005)
2. Op. cit., p. 581
3. Op. cit., p. 581
4. Op. cit., p. 591
5. Citado por el autor en la p. 593
6. Ob. cit., p. 603
7. www.cinemanovo.com.ar, diciembre de 2005
8. Idem.
9. Ob. cit., pp. 760-761
10. Op. cit., p. 805
tomado de
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