BORING
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Orlando Luis Pardo Lazo, 2009
Edición: OLPL.
Foto de cubierta: OLPL.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
ÍNDICE
Decálogo del año cero / 2
Todas las noches la noche / 4
Necesidad de una guerra civil / 10
Lugar llamado Lilí / 12
Isla a mediodía / 19
Imitación de Ipatria / 21
Campos de girasoles para siempre / 24
Les choristes / 30
Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo / 31
Tokionoma / 38
Entre una Browning y la piedra lunar / 39
Cuban American Beauty / 44
Tao-Hoang-She-Kiang-Té / 53
Boring Home / 54
Wunderkammer / 63
Historia portátil de la literatura cubana / 64
Tábula hiperiódica de los elementos / 73
DECÁLOGO DEL AÑO CERO
1
Orlando se ha dejado crecer la barba, también
el pelo. Ipatria le advirtió que estaba flaco y que
las ojeras, de tan oscuras, parecían un par de
piñazos. Orlando hizo una mueca de angustia.
Cruzaban la avenida Línea y él le dijo que estaba
en crisis:
—Estoy perfectamente sano, pero día a día La
Habana me enferma más.
Ipatria no quiso reprimir una sonrisita. No es
que Orlando esté loco: es sólo que a veces resulta
demasiado Orlando, incluso para él. Ipatria lo
tomó del brazo y lo haló. O empujó. O ambas
palabras. Y así escaparon del sol cubano. Se
metieron bajo la sombra de la iglesuca, en la
esquina de Línea y 16. Era un convento en
ruinas, pero nada hacía pensar que no estuviera
habitado por Dios. Dios siempre tarda bastante
en darse cuenta de la barbarie. Tal vez por eso
mismo sea Dios.
—No te rías –Orlando estremeció los
hombros empinados de la muchacha: hincaban–.
¿Por qué no me crees?
—Porque eres el peor escritor vivo del
milenio y el mundo.
—Te juro que esta vez no soy yo. La culpa es
de La Habanada –atrajo el cuerpo de la
muchacha hacia él–. Así se llama esta nueva
crisis: Habanada –y le dio pequeño beso en los
labios–. Gracias, Ipatria, por ayudarme a
nombrar.
2
Orlando intenta explicar a Ipatria que el
tiempo es un retrovirus. Jamás logra convencerla,
por supuesto. Le falta léxico. Carece de un argot
de combate para revolver las heces. No domina
del todo el hezpañol. Al parecer, todavía quisiera
vivir. Se desespera, pero igual no encuentra un
vocabulario.
—Me falta un vo-cu-ba-la-rio –se queja sí-laba
a sí-la-ba como si él fuera un bebé.
Ipatria imagina a Orlando imaginando una
Habana sin historia ni histología. Esa Habanada
entre amnésica y anestesiada que él en vano trata
de describir. Aunque sea inútil, ella quisiera
alegrarlo. Siente pena de Orlando y unos deseos
enormes de tumbarlo sobre algún banco de
iglesia y allí mismo, en la penumbra divina,
hacerle de una vez el amor.
Entonces Ipatria le recuerda a él su propia
idea de tomarle fotos a la ciudad. De echarle una
mirada desde la ingravidez: las azoteas, los
techos a dos aguas, las tendederas raquíticas, los
tanques mohosos donde se crían aedes, las
palomas entre el robo y el sacrificio ritual, los mil
y un objetos abandonados a la intemperie, que a
ambos les gusta leer como un crucigrama sin
clave.
Así que Ipatria le extiende la cámara a
Orlando y le dice:
—Sube ahora, ve.
Y lo deja alejarse del banco, con la Canon ya
colgada en su cuello, como una piedra de
sacrificio o una promesa. Como si Orlando fuera
un turista más trastabillando entre los feligreses.
Como si todo no fuera tan triste que casi da pena
escribir o fotografiar.
Con suerte, piensa ahora Ipatria, el muchacho
que ella ama subirá ahora hasta el campanario, y
desde allí se inventará su propio observatorio de
fotos: mitad privado y mitad nacional, mitad
roñoso y mitad adorable, mitad Ipatria y mitad
Orlando.
—No te mates, mi amor –pronuncia ella en
voz baja, para que Dios no la oiga y se
entusiasme con tan hermosa posibilidad.
—Mejor mátate tú –le susurra Ipatria a Dios.
3
Orlando se arrodilló. Enfocó el objetivo,
verdadero telescopio de medio metro. Hacía un
sol de jauría: pensó que así no podría resistir
demasiado, pero al menos no tendría que usar el
trípode. La luz era líquida y casi no era necesario
ni disparar: los reflejos se impregnarían solos en
el negativo, sonrió: luz negativa y dura como
fotones de cuarzo irreal.
Orlando vio los automóviles arcaicos a tope
de velocidad, paseantes en cámara lenta, una
alcantarilla destapada y un manantial albañal.
Vio el sanguinolento ojo de un semáforo,
rebotando en la canopia de los flamboyanes:
árboles mucho más viejos y vivos que él. Vio el
malecón y diez millones de esquirlas entre la
espuma y la nieve. Vio la línea claustrofóbica del
horizonte, nubes pulidas como espejos aunque
ninguna lo reflejó, y vio la punta filosa del
monolito de la Plaza de la Revolución: su
pararrayos cósmico siempre coronado de auras.
Todo un alef maléfico que, de tanto contemplarlo
en silencio, al final Orlando nunca lo retrató.
Orlando preferiría no hacerlo. Se sintió otra
vez Bartleby cansado de tanta ingrávida carga.
Fotos, ¿para qué?
2
Ahora sólo desea bajar. Huir hacia Ipatria.
Pero la caída libre lo asusta. Es imposible llegar
hasta la muchacha que él ama de un salto. La
escalera de caracol lo espanta todavía más.
Incluso la palabra libre le da pavor. Pobre
Orlando mío, perdido entre estos bosques, sonríe
él mismo, y nada puedo hacer para ayudarte.
Como escritor podrá ser un fiasco, piensa
Orlando. Pero ese miedo es su única garantía de
sobrevivir y no traicionar a Ipatria. Palabras,
¿para qué?
4
Orlando se pone de pie. Tira una piedra. En
realidad, la patea. A sus espaldas repicaron cinco
o seis campanadas. Se acaba la tarde y empieza el
tedio. El eco de los metales lo acompañó durante
su descenso por los retorcidos peldaños. Náusea
y vértigo girando a la izquierda: el muchacho
llegó abajo mareado, con las pupilas alteradas
por la adrenalina y el exceso de radiación solar.
Casi a ciegas. Como quien busca refugio de un
holocausto atómico.
—¿Terminaste el rollo? –Ipatria le dio un
abrazo–. ¡Te demoraste!
Orlando le contestó que ya podían partir. Es
decir, no le contestó. La amaba demasiado para
narrarle ciertas escenas que día a día ocurrían
dentro de su cabeza de 36. Al fin y al cabo ella
sólo tenía 23. Igual Ipatria se imaginaba allí
dentro un teatro muchas veces peor.
Orlando simplemente cargó la mochila y
devolvió la Canon al cuello estirado de la
muchacha: una modigliani fuera de moda.
—¿Adónde vamos? –preguntó Ipatria.
—A los montes verdes –y Orlando supo que
la frase abría entre ambos el abismo de toda una
generación pasada por la TV.
5
Caminaron. Para él, la ciudad había agotado
sus baterías. Ahí estaba todo, pero varado.
Vaciado. Viciado por la rutina de la heroicidad.
¿Hasta cuándo les duraría la magia a Ipatria y
a él? ¿Hasta cuándo la resistencia contra las
sustancias retóricas de la irrealidad? ¿Hasta
cuándo sus propios ciclos de locura sin cuerda y
paralizante cordura? ¿Alguna vez volvería a
fotografiar la barbarie desnuda de un planeta
llamado Habana? ¿Y a escribir en su diario sobre
aquel caparazón de concreto: primer
exoesqueleto libre de América, artrópodo
kafkiano que ellos amaban y odiaban hasta el
insulto y las lágrimas? Habanada, mon amour:
ciudad con hache, letra muda. Y a Ipatria,
¿alguna vez volvería a fotografiar la bárbara
desnudez de su cuerpo, quejándose, abierto de
par en par bajo el suyo? Ipatrianada, mon
amour: país sin hache, letra mordaz.
Caminaron un poco más, 26 arriba. Llegaron
a la cima de una colina. El sol de la tardenoche le
arrancaba al asfalto un tufillo letal. Un vaho. El
Vedado reverberaba como homenaje póstumo al
año cero o dos mil. La isla era una larga y lúcida
cámara de gas.
Orlando contempla a Ipatria: un rostro
delgado y pálido que, a cambio de nada, en un
acto útil e innecesario, ha decidido amarlo sí-laba
a sí-la-ba a él. La muchacha se estira, parece
cansada pero no se sienta, y su sombra se
convierte de pronto en una chimenea infinita: una
saeta negra deslizándose sobre el asfalto 26
abajo, desde la colina hasta el mar.
Orlando imagina entonces que esa silueta es
la manecilla caída de ningún reloj: sombras
cubanescas que se quedaron sin tiempo. Es la
hora cero. Más o menos así podría empezar la
novela que Orlando prefería nunca escribir. Todo
con tal de no traicionar a su entrañable y vago
Bartleby. Al menos él no va a escribir nada
mientras no quede atrás el bombardeo de
consignas y comerciales que por décadas han
cacareado un año cero o dos mil. La muchacha,
por supuesto, no ignora ese efecto humillante
provocado dentro de Orlando por la demasiada
reiteración.
—Tengo sed –la voz de Ipatria es un eco
hueco, como salida de un sueño que no están
soñando ni ella ni él.
Y es verdad que hacía ya mucha sed. La
suficiente para despertar. Aunque ningún sueño a
dúo podría nunca saciarlos allí.
6
Es la hora cero. Orlando se ha dejado crecer
la barba, también el pelo. Está flaco y las ojeras,
de tan oscuras, parecen un par de piñazos. Quizá
se mate o se haga matar, no es una cuestión de
crisis, sino de enfermedad al nombrar. Orlando
hace una mueca de angustia. No está loco, está
concentrado, y va arrancando las fotos de un
álbum según las recorta con una tijera. Lo hace
meticulosamente, sí-la-ba a sí-la-ba, con estilo
de autista. Son fotos de Ipatria, desnuda.
Mientras Ipatria, todavía desnuda, desde la otra
esquina del cuarto, lo deja crear. Creer. Ella es
una muchacha ingrávida, ida, libre, hermosa,
con una década menos en la memoria y por eso
mismo casi real: Ipatria es un estado de coma.
Orlando sabe que, después de recortar la silueta
1
de quien tanto lo ama, a él le será imposible
pronunciar sus tres sílabas otra vez. "Su nombre
empieza donde su imagen se acaba": más o
menos así podría empezar la novela de Ipatria
que Orlando prefería dejar de escribir.
7
Una patrulla levantó una nube de polvo con el
frenazo. Se abrió la portezuela del chofer. Tras
un par de gafas uniformadas, el hombre dio las
buenas tardes y les pidió el carnet.
—Me entregan la cámara, por favor.
El auto no demoró en partir. Con Ipatria y
Orlando dentro, rígidos como dos desconocidos
en el asiento de atrás. Él quiso bajar el cristal de
la ventanilla, pero ella le hizo notar que faltaban
las maniguetas. El auto parecía una pecera con
oxígeno limitante. Tan pronto desembarcaron en
la estación de Zapata, la muchacha fue la primera
en hablar.
—¿Por favor, alguien podría explicarnos qué
pasa?
—¿Ustedes son ciegos o no saben leer? –fue
la respuesta de un hombre uniformado de civil–.
Toda esa zona de la colina es un objetivo
económico-militar. Más grande no podía ser la
valla que lo anunciaba: NO PICTURES /
PROHIBIDO FOTOGRAFIAR.
—Pero nadie hizo ninguna foto –fue el último
parlamento de Ipatria que Orlando entendió de
principio a fin.
Las averiguaciones duraron hasta pasada la
medianoche. Al final recuperaron la Canon y los
teleobjetivos, pero no el rollo Konica aún virgen
que estaba dentro. Fue un largo proceso hasta
que los peritos verificaron la inocuidad de
aquella cinta comercial. Ninguna luz había
impregnado allí. La sospecha de espionaje
económico, militar o turístico por el momento no
se aplicaba con ellos dos.
Una oficinista con ojos de luz fría les aseguró
en tono confidencial que la multa impuesta sería
la "cuota mínima prevista en la vigente
legislación": unos pocos pesos en moneda
nacional.
Ipatria y Orlando agradecieron su gesto y a
cambio ella los acompañó hasta la escalinata por
donde se salía y entraba de la estación: el local
probablemente había sido una lujosa residencia
privada. Cuando desembocaron sobre la acera,
los dos se voltearon y vieron que, desde el último
peldaño de mármol, la mujer de ojos gélidos aún
les decía adiós. Con la mano, en orgulloso
silencio: estaría sobre los cincuenta, pero en
contraluz a ellos les parecía un ser inmortal.
Orlando estuvo tentado de pedirle que se dejara
hacer una foto. Pero no.
Se alejaron. Afuera, el universo era un
escándalo de estrellas, cada una titilando a la
manera de un flash de repetición. Paisaje
cóncavo sin nubes y sin luna: una noche sin
noche que, rebasado todo aquel horror o error,
seguramente no valdría la pena ni describir.
8
En la curva de Zapata y 12 cogieron una P-2
con asombrosa facilidad. Era un ómnibus
importado como donación del País Vasco o de
Cataluña: a estas alturas de la historia, ¿para qué
distinguir? Lo importante no era el sentido de los
carteles que colgaban del techo, sino el aire
acondicionado que aún funcionaba: algo así
como el primer milagro del mundo, una mueca al
subdesarrollo que acaso nunca llegó.
A esa hora la P-2 viajaba casi vacía,
desplazándose al máximo de velocidad. Ellos
permanecían de pie, abrazados, la mochila entre
ambos como si fuera un bebé: la cámara y los
teleobjetivos a medio desarmar allá dentro,
objetos pesados que con gusto habrían
abandonado bajo un asiento vacío. Por alguna
extraña razón, ninguno atinó a sentarse hasta
muchos kilómetros después, justo cuando
llegaban a la parada del barrio y ya se tenían que
bajar.
Orlando sintió que no reconocía al paisaje ni
a su acompañante. Ipatria no sintió nada
irreconocible en ninguno: en todo caso, le daba
mucha pena que su amor otra vez tuviera ganas
de matar o hacerse matar.
9
—Tengo la sensación de que esta noche me
enfermo de verdad –fue la primera frase de
Orlando después de horas.
Ipatria no quiso reprimir una sonrisita.
Estaban en la sala, de cara al televisor encendido
con llovizna y scratch. La muchacha tomó a
Orlando del brazo y atravesaron de punta a punta
la casa, hasta desplomarse en la habitación de él:
tendidos sobre la cama destendida desde muchas
horas o siglos atrás.
—Definitivamente –ella estremeció los
hombros caídos del muchacho: hincaban–: el
peor escritor vivo del milenio y el mundo.
Orlando acarició aquella frente delgada y
pálida de una Modigliani insomne en la
madrugada cubana. Ipatria lo atrajo hacia sí y le
dio un pequeño beso en los labios.
2
Orlando cerró los ojos. La luz fría que
colgaba del techo desapareció. También la vaga
idea de cómo no escribir una novela a
contrarreloj. Y desapareció el alef infotografiable
de aquella ciudad que él hubiera querido recortar
con tijeras y desarmar un álbum. Y desapareció
también su barba crecida. Y sus ojeras, como un
par de piñazos. Y todo el resto de su argot de
combate, agotado sin rollo Kodak ni cámara
Canon. Y también, por supuesto, allá lejos y tan
cerca, sobre la cuerda floja del horizonte,
desaparecía al final la punta podada del monolito
de la Plaza de la Revolución, de noche siempre
desierta o tal vez desertada hasta por las auras.
Todo desapareció al otro lado de sus párpados
cerrados de par en par. Todo, excepto el abrazo
gélido de Ipatria, maga muda en cuya sombra
Orlando se durmió o fingió dormirse.
10
Orlando se levanta y va al baño. La luna le da
en el rostro y su imagen es hielo muerto en el
espejo del botiquín. Busca allí, por fin encuentra:
es una navaja de las mecánicas, sin baterías.
Huele el metal. Brilla tanto en sus ojos que una
idea salta demencial y perfectamente higiénica en
su cabeza. Orlando no quiere reprimir una
sonrisita. Algo se acaba y nada comienza para él.
Pero no hay peligro, es sólo un gesto: llevarse al
cuello la afilada hoja y pensar en Ipatria, tendida
sobre la cama destendida hasta muchas horas o
siglos después. Orlando aprieta la cuchilla, se
ayuda con la otra mano. Meticulosamente, sí-laba
a sí-la-ba, con estilo de autista, se va
convirtiendo en un muchacho ingrávido, ido, libre,
hermoso, con una década más en la desmemoria y
por eso mismo casi irreal: Orlando es otro estado
de coma. Sabe que, después de recortarse
radicalmente la barba, la muchacha que lo ama
de gratis ya nunca lo perdonará. "Su imagen
empieza donde su nombre se acaba": más o menos
así podría terminar la novela de Ipatria que
Orlando preferiría nunca escribir. Los pelos caen
en el lavamanos y un chorrito de agua los borra
con un remolino en contra de las manecillas del
reloj: náusea y vértigo girando a la izquierda.
Orlando se afeita mareado, con las pupilas
alteradas por la adrenalina y el exceso de
radiación lunar. Casi a ciegas. Por el tragante se
escurre también el rompecabezas de su imagen
invertida dentro del espejo, y Orlando asume esa
pérdida como una buena señal: "ser menos yo",
sonríe él. Como siempre le ocurre con las fotos y
las palabras, aunque aún no ha pasado nada,
para Orlando es la hora cero otra vez.
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