El Feminismo como Racismo
Por Jorge Santiago Perednik
En una carta que envía a Marie Bonaparte, hacia el final de su vida, escribe Freud: “La gran cuestión que nunca fue respondida y que no fui capaz de responder, a pesar de mis treinta años de investigación en el alma femenina, es ¿Qué quiere una mujer? La pregunta de Freud, este no saber qué quiere el otro, ubica a la teoría psicoanalítica, en el tema de la mujer, en posición histérica. Por otro lado cuando Freud dice una mujer, usa un singular colectivo, pregunta qué quieren las mujeres en general. El surgimiento de los feministas, como posición teórica, parece ser una respuesta de tipo instantánea aunque también laberíntica a la pregunta freudiana: la existencia misma de un movimiento de mujeres que pretende representar a las mujeres postula que las mujeres quieren algo y hace que la pregunta freudiana parezca próxima a ser contestada.
Al margen de toda respuesta, la idea de que los individuos de cualquier conjunto humano, por ser parte de él, deben querer lo mismo, es una idea política por excelencia, incluso la gran idea sobre la que se ha venido desarrollando la teoría política a lo largo de su historia (y en tanto esta idea no caiga la historia de la política no puede cambiar sustancialmente). Su principal operación es reducir la realidad múltiple y diferente de las personas que componen un grupo a una abstracción única y genérica, condenar a muchos a un mismo destino. Por ejemplo, a que a todas las mujeres se les adjudiquen las mismas necesidades, ideas y objetivos. Lo que resulta se podría llamar un “armado teórico” -algo presentado como teoría pero armado como apoyatura escenográfica de un proyecto político-; en la práctica lo teorizado nunca funciona, es falso; un ejemplo es el “proletariado”, cuya historia en el siglo XX desmintió lo que su “armado teórico” sostenía, con un final antológico: los proletarios echaron del poder a los mentores del “armado” como a sus peores enemigos.
Los conjuntos y las abstracciones son indispensables. Hay aspectos de la realidad (económicos, religiosos, sexuales, etc.) que incitan y justifican la progenie de estos conjuntos; por otro lado sin la capacidad de abstracción sería imposible el desarrollo del pensamiento; pero aquí importa enfatizar que si las políticas suelen hacer tabla rasa sobre los individuos y pensar en conjuntos, el racismo va más allá, lo que es ir incluso más allá de la política, al menos en sus modos democráticos, y hace de la abstracción un ejercicio extremo, sin fisuras. Para el pensamiento racista no hay ni debe haber más que abstracciones: si quiere persistir siendo racista necesita repeler la concretud de los casos individuales, evitar toda confrontación con la realidad de una persona en particular. Saliendo de su refugio teórico la “verdad” racista se vuelve insegura, correo peligro: lo que esta o aquella persona, miembro de un conjunto, hace, piensa, siente, cree, es territorio desconocido e impredecible, y en caso de contradecir las tesis racistas se volvería una prueba viviente del carácter prejuicioso y en definitiva de todas sus abstracciones.
Un antisemita puede ufanarse de tener algún amigo judío sin que esto les parezca una contradicción insoluble: son las características del conjunto lo que despiertan su pasión; la raza, el género, la religión y no esta o aquella persona, miembro de algún conjunto. Si las ideas negativas que sobre “los hombres” puede tener una feminista no se ven alteradas ni un ápice cuando su novio o su hijo no las confirman o aun cuando las contradicen es porque el racismo necesita sostener un divorcio mental entre la abstracción racista del conjunto y la humanidad de un miembro concreto de ese conjunto. Los integrantes del Ku Kux Klan, cuando salían cada tanto a cazar negros, podían perseguirlos y golpearlos y matarlos precisamente porque no los conocían, esto es, porque podían no discriminarlos del conjunto. Al mismo tiempo todos ellos tenían una cantidad de empleados o esclavos negros –un chofer, una cocinera, una mucama, una niñera, un jardinero- a quienes cuidaban y protegían como a una suerte de animales domésticos: incluso con cariño. Esos negros para ellos no eran como los demás negros; en última instancia no eran negros; justamente porque estaban discriminados dejaban de pertenecer al conjunto. Estos ejemplos evidencian que hay dos discriminaciones en el racismo, y de sentidos opuestos: al discriminar un conjunto separado del resto, al que se le pueda atribuir el mal, el racismo nace; al discriminar dentro de ese conjunto individuos, reconociendo que no encajan en los prejuicios sobre el conjunto, el racismo se tambalea y se encamina hacia su fin.
Cuando alguien habla entonces de los judíos, de los negros, de las mujeres, de los bolivianos, de los gitanos, de los varones, etc., etc., borrando las diferencias individuales, subsumiendo a los individuos en características grupales, está repitiendo un mecanismo típicamente racista. Y en este sentido se puede decir que muy pocas personas, incluidas las víctimas, y muy pocas teorías, pueden escapar por completo a ser racistas, expulsar por completo de sí todos los componentes primarios del racismo (palabra con la que se comprende pero también se supera los temas raciales, abarcando entre otros también los de género). El racismo es, más que un producto cultural, una condición cultural; no es una excepción, es la norma de la cultura; una vez que uno está integrado a una cultura, uno es racista y sólo queda la posibilidad de “desracistizarse”, tarea nada fácil.
En mi opinión el racismo es un problema de rivalidad mimética: una renegación de alguna cuestión propia que se combate en el otro, de modo que algunos blancos odian a los negros porque en algún aspecto son negros, o son como negros, y reniegan de ello, y no soportan la idea de que haya negros, esto es, de verse a sí mismos afuera, en otros; del mismo modo que el antisemitismo es un problema de los judíos, de judíos renegados, como ciertos cristianos. El problema del antisemitismo es constitutivo del cristianismo, hace a su esencia más íntima. Sin esa especial negación del judaísmo hecha desde dentro del judaísmo, nunca habría antisemitismo -porque no tendría razón de ser- y el cristianismo nunca hubiera prosperado, se habría desvanecido como tantas otras sectas hebreas. Problema de rivalidad mimética, cuestión propia de los semejantes a judíos, el antisemitismo es el odio de quienes sienten tener algo de judíos hacia su propia condición, el odio hacia lo que encubre la propia impostura, la actitud de quien necesita renegar de una parte de sí en el otro para poder afirmarse; por ejemplo ciertos cristianos, ciertos musulmanes. No por nada los mayores antisemitas o racistas son los ex judíos, los conversos. Hitler se enseñó contra los judíos con tanta fuerza porque quería eliminar mediante los demás al judío que él mismo era. Ahora bien, se puede matar a otros, y es muy difícil matar a todos los otros, pero lo finalmente imposible es, matando a los otros, eliminar lo que no se quiere de uno. El rostro no se desvanece por romper todos los espejos. El racismo en este sentido repite lo de toda estrategia utópica, busca realizarse de tal modo que vuelve la realización imposible: la llamada “solución final”, por ejemplo, consiste en dejar el problema intacto. Algunos feminismos en formas de racismo, no escapan a esta ley, la rivalidad mimética los constituye: su inquietud es el hombre que son y del que reniegan, querer deshacerse de una cuestión propia atacando a otros, y por eso mismo no poder.
Una táctica adecuada para luchar contra el machismo sería atacarlo en sus fundamentos: negar la conformación de toda estructura que intente institucionalizar las diferencias, volverlas jerárquicas. Si el machismo es injusto, violento, represivo, discriminador, si es una de las más lamentables formas de racismo, lo peor que se puede hacer es reproducirlo especularmente, pensar y actuar en tanto feminista como los machistas pero contra los hombres. Algo de lo que se repudia reportará mucho goce, tanto que se lo perpetúa contra otro objeto.
En Dinamarca, conocí una comunidad feminista que podía ser visitada excepto por un hombre, esa era la ley, y esto significaba que podía ser visitada por mujeres y por ciertos activistas políticos. La conocí, a pesar de mi desinterés primario, acompañando a un amigo danés que sostenía la importancia política de visitar ese lugar. Para que nos dejen pasar el amigo sostuvo que yo era un anarquista extranjero, argumento que logró franquear mi entrada, al tiempo que me abrió la pregunta de si en el anarquismo no había una cuestión de extranjería definida como diferencia genérica. Y de si la diferencia sexual no era la única extranjería cierta. En la visita observé que el comedor tenía una mesa, sillas y sillones, los dormitorios camas, los baños lavatorios, inodoros y bidets. El lugar, desde varias perspectivas, reproducía el orden instituido en la polis, incluyendo la propiedad privada. Su mayor importancia política según mi amigo eran sus prácticas sexuales; en mi opinión era aplicar como política una suerte de apartheid sexual: la admisión o las visitas eran restringidas por cuestiones de género.
Charlando con una feminista norteamericana le dije que yo era feminista de la primera época. Me contestó que no podía serlo. Esperé que me argumentase algo relativo al tiempo, a que la primera época era irrecuperable, etc. La razón que me dio es que yo no era mujer. Nuevamente se cierra una puerta, se impide a los hombres abrazar una causa social por cuestiones biológicas. Muchos trabajaron por distintos tipos de causas sociales son pertenecer a los grupos económicos, nacionales, religiosos o étnicos que las reclamaban; la única explicación para semejante arbitrariedad, excluir a un adherente exógeno, es una cuestión de discriminación, en este caso genérica.
Un argumento aparentemente fuerte es el de que un hombre no puede entender los problemas de las mujeres porque no es mujer. Llevado a todas sus consecuencias el argumento fuerza a concluir que ninguna mujer puede entender los problemas de un hombre porque no es hombre (y entonces sólo puede hablar de ellos con ignorancia), y en última instancia, que ninguna persona puede entender los problemas de otra persona porque no es esa persona, esto es, se termina en el escepticismo y en el autismo cognoscitivo. Inclusive cualquier feminismo, en tanto movimiento que parte de la comprensión de los problemas de otras personas, se vuelve imposible.
Judith Fetterley, en The Resisting Reader: A Feminist Approach to American Fiction, sostiene la necesidad –y el deber- de “exorcizar la mente masculina que ha sido implantada en nosotras.” Este diagnóstico y tratamiento se volvió un clásico; tuvo gran repercusión y popularidad entre las feministas, y fue retomado en muchos otros textos críticos. Las metáforas que un escritor usa nunca son neutras a los efectos de la significación. Afirmar la necesidad del exorcismo es incluir la afirmación de una figura previa, la de que las mujeres están en estado de posesión diabólica, y que ése es su estado permanente, su normalidad. La afirmación de posesión diabólica supone que “la mente masculina” es un mal, o incluso el gran mal, y que ha entrado en las mujeres como los demonios en los casos de posesión; por eso es necesario el exorcismo, esto es, la ayuda exterior de un especialista que pueda expulsar este mal. La dependencia que esto crea a las mujeres respecto de unas pocas especialistas o exorcistas lleva a poner en cuestión a los personajes del demonio y el exorcista y a preguntarse si el mal, o el demonio, no será la dependencia misma y el exorcista apenas uno de sus disfraces. La consideración de que la mente masculina es el mal tiene en esa generalización y en esa atribución dos mecanismos típicamente racistas; por lo demás el concepto “la mente masculina” borra la posible singularidad de este o aquél varón; todos, abstracción mediante, se vuelven agentes del mal, y el mal debe ser combatido. Precisamente puesto que la mente masculina no transita autónomamente por este mundo, pasar del combate contra ella al combate contra sus portadores es un paso tan sutil como inevitable y no siempre advertido por quienes lo dan.
Quizás uno de los clásicos de la teoría feminista sea el libro escrito por Luce Irigaray intitulado Spéculum de l`autre femme. Afín al proyecto derridiano que postula realizar una deconstrucción de la metafísica occidental, Irigaray retoma la crítica a esa lógica de las oposiciones dicotómicas que dominan el pensamiento filosófico, como presencia-ausencia, ser-nada, verdad-error, mismo-otro, identidad-diferencia, etc., y funcionan sutilmente como un mecanismo de jerarquización, asegurando la sola valoración del polo positivo y, consecuentemente, la subordinación represiva de toda negatividad, para denunciar que en el pensamiento occidental la polaridad masculino-femenino funciona con la misma represividad, privilegiando uno solo de los polos. Afirma Irigaray que, teóricamente subordinada al concepto de la masculinidad, la mujer sería vista por el hombre como su opuesto, esto es, como su otro, no como un diferente, e incluso más que cono otro como la misma Otredad. Y debido al principio lógico de Identidad –siendo la identidad concebida como exclusivamente masculina- la mujer sería excluida de la producción de discursos. Dentro de su crítica Irigaray incluye el discurso filosófico platónico y sus metáforas y el discurso freudiano, en el cual la sexualidad femenina es descrita como una ausencia (de la presencia masculina), o sea, subordinada al otro polo de la sexualidad, al masculino y jerárquicamente valioso. Su falta es la del pene, su atrofia es la del pene y su envidia es la del pene. Por lo tanto para pensar la sexualidad femenina sería necesario según Irigaray saltar a otro tipo de lógica y otro tipo de razonamiento teórico.
Este es el salto clave; lo que no me parece evidente es que Irigaray consiga darlo. Su discurso opera por analogía, agrega un par más (el masculino-femenino) a la lista derridiana, y afirma que su tesis describe cómo el pensamiento filosófico de occidente concibe la sexualidad. Seguramente es el enfoque de múltiples discursos, incluido el freudiano, pero que sea la posición dominante en la filosofía occidental no queda probado; de hecho Derrida tiene una opinión muy diferente sobre el tema. Por su parte sí se puede leer que el escrito de Irigaray en ningún momento abandona el tipo de pensamiento que critica: reproduce la dicotomía, la polaridad, la valoración y la represión de uno de los polos, aunque invirtiendo los términos a favor del femenino. E invertir los términos del par no hace que el par mismo ni la lógica logocéntrica dominante se desvanezcan. Por ejemplo, Irigaray afirma la identidad de la mujer a partir de una oposición a la identidad del hombre, quien pasa a ser así el Otro de su identidad. O donde el psicoanálisis ve “falta” de atribución para la sexualidad femenina… respecto de la masculina, Irigaray, inversión mediante, ve “multiplicidad y abundancia” de atribución… también respecto de la masculina. El programa deconstructivo, repitiendo a Nietzsche, propone dos fases: una primera en la que el par debe ser invertido y el término subordinado (en este caso el femenino) pasar a ser el dominante de la relación, pero la inversión sólo reconstituye a dualidad; para completar el programa hay que emprender una segunda fase (simultánea) en la que se forja algo distinto, una “différance”. Mi sospecha es que tal “différance” no le conviene a ciertos feminismos, porque amenaza con su disolución: que ciertos feminismos sólo pueden funcionar en la primera etapa del programa deconstructivista y no pasar de allí, recurriendo a las herramientas que les brinda la lógica del pensamiento occidental”, en el caso de Irigaray a las mismas herramientas que afirma recusar. Si ciertos feminismos no cuestionan el esquema bipolar de la sexualidad, y lo refuerzan, aunque invertido, es porque sólo dentro de él pueden fortalecer su posición y a la vez su oposición a lo masculino. Lo interesante es que el racismo también funciona con una similar lógica bipolar, y realiza una similar inversión de los términos: en la relación “víctima-victimario” los victimarios se colocan como víctimas que atacan el mal para defenderse, mientras las víctimas de la persecución racista son puestos como victimarios que deben ser destruidos: en el racismo la inversión entre víctima y victimario es inmediata e imprescindible. Igualmente la lógica que sostiene al feminismo racista parte de una par de opuestos valorados antitéticamente, uno de los cuales, el negativo (masculino), es causante del gran daño y por eso debe ser atacado y dañado.
Otro clásico feminista, el libro de Adrienne Rich intitulado Writing and madness, afirma que la mujer debe leer como mujer, esto es, puesto que hasta ahora ha leído como hombre, debe releerlo todo y que su libro en este sentido es “un manual de supervivencia”. La tesis opera con dos supuestos: afirma la existencia de una diferencia sexual de lectura que divide a la humanidad, el leer masculino y el leer femenino. Y asimila la lectura, tal como hoy existe, a la lectura masculina. A partir de lo cual todas las lectoras mujeres y sus lecturas del pasado de la humanidad son preventivamente invalidadas. Esto es juzgar qué es lo correcto y qué lo incorrecto de las lecturas ajenas antes de analizarlas, y sin que importe más que la condición biológica del que lee. Suena a discriminación genérica; los resultados llegan a la misma posición machista, esto es, la invalidación de toda lectura hecha por una mujer por el sólo género de quien la hizo. Por lo demás se afirma que una mujer puede leer como un hombre porque se lo enseñaron, pero entonces también un hombre puede aprender a leer como una mujer y por lo tanto no haría falta ser hombre o mujer para leer como tales. Leer como hombre o como mujer serían métodos enseñables, imposturas exteriores a las que hay que adherirse. La posición de Adrienne Rich es considerarlas opciones excluyentes y, lo que me parece más nocivo, únicas. Concluyo que si aprender a leer como hombre es una imposición a las mujeres, aprender a leer como mujer pasaría a ser una forma de generar plusvalía a una corporación genérica (la masculina, la femenina) y a la vez de reforzar la identificación a ella, esto es, de disolver la identidad de los individuos en la del sector. En la proposición de que todas las mujeres lean como mujer, a partir de la fuerza surgida de un estado de cosas injusto, hay un intento de someter las lecturas a la fiebre arrasadora de una causa común y a la pasión no menos arrasadora del prejuicio. Afortunadamente la proposición también atenta contra sí misma: romper con la idea de una lectura única, androcéntrica, permite otras rupturas, abre el paso a lecturas de mujeres que se resistan a “leer como mujer”, a la idea de una lectura ginocéntrica. Cabe enfatizar que esta apuesta de reeducar a las mujeres, como muchas que se reclaman “del colonizado”, es a su vez colonizadora: exige que las otras lecturas se le sometan, excluye los intentos de singularidad. Leer como hombre, no desde sí, es una enfermedad en tanto es una impostura, una manera de no leer; leer como mujer no cura la enfermedad, la perpetúa: sólo cambia su síntoma.
HélèneCixous en Le rive de la Méduse dice: «Las mujeres deben escribir su yo: deben escribir sobre las mujeres y traer a las mujeres a la escritura, de donde fueron apartadas tan violentamente como de sus cuerpos; por las mismas razones, por la misma ley, con el mismo objetivo fatal. Las mujeres deben introducirse ellas mismas en el texto –como en el mundo y en la historia- por su propio movimiento. El futuro no debe estar más determinado por el pasado”. Quisiera llamar la atención sobre esos “deben” tan repetidos por Cixous, cuya virtud es reemplazar los imperativos ajenos por los imperativos propios. También la idea de que el futuro no debe estar más determinado por el pasado (la instancia revolucionaria por excelencia) propuesta por Cixous es paradójica en tanto su propio discurso tiene voluntad de modificar el futuro, ser el pasado que lo determina. Por otro lado es cierto lo que dice Cixous y no: cada unos debe escribir su yo, sólo que el yo de un individuo es demasiado complejo, múltiple, difícil de homologar dentro de un grupo; el yo de una mujer, desde ya, es mucho más que su yo-mujer. Ciertos feminismos también pueden apartar violentamente a una mujer de su yo, imponiéndole uno ideal. El yo de una mujer, de un individuo, se construye en parte contra ciertos imperativos sociales; también contra ciertos imperativos feministas. Lamentablemente unos de los intentos más exitoso de algunos feminismos es el de construir un “sujeto” femenino o una “identidad” femenina. La verdad de este sujeto es la del disfraz (como sería el resultante de la construcción de un sujeto masculino); cualquiera que se lo ponga y logre convencer a los demás de que le cuadra ha realizado su identidad. Como el disfraz, sirve para establecer una diferencia, por ejemplo respecto del disfraz de lo masculino, y a la vez para borrar muchas, las de todos quienes lo usan. Construir el sujeto femenino es muy importante para sujetar a las mujeres, como demuestra el sujeto femenino predominante en la cultura occidental; el feminismo al querer construir uno nuevo abre la posibilidad de establecer una forma de opresión nueva, la e las mujeres por otras mujeres. “si no puedo bailar no quiero ser parte de vuestra revolución” decía la feminista Emma Goldman a ciertos movimientos feministas, sabiendo que la opresión no es exclusiva de un género, una raza, o una religión y que demasiadas veces los movimientos que se dicen liberadores terminan siendo opresores refinados y furiosos. Establecer un deber ser y hacer colectivo, pretender imponerlo a las mujeres, excluir los intentos distintos del modelo, es más que un mal social: socialmente hablando es una mal mayúsculo.
Uno no nace mujer ni hombre, sino que se vuelve hombre, mujer o lo que sea, para lo cual es fundamental la interpretación de los otros. Lo que está íntimamente ligado con el feminismo: las distintas interpretaciones feministas afectan a las distintas mujeres. Habría que ver en qué tipo de mujer o de no mujer ayudan a convertirlas. Un feminismo es una interpretación de la realidad y en tanto tal también es una orden: ayudan a convertirlas. Un feminismo es una interpretación de la realidad y en tanto tal también es una orden: un enunciado que presiona sobre la realidad para cambiarla. Mary Daly en Sing Big (The New Yorker, 11/03/96) escribe que las mujeres son el enemigo de los hombres, y agrega que las religiones, el freudianismo, el marxismo y otros, “todos están erigidos como partes del refugio masculino contra la anomia que aterroriza (“el enemigo”). Nosotras somos el real objeto de ataque en todas las guerras del patriarcado.” También esta declaración de que todo lo construido por los hombres, la cultura, es para defenderse de las mujeres, quienes a la vez son los objetos del ataque masculino, emite un mensaje simbólico y tiene un objetivo, posicionar a las mujeres dentro de un dispositivo táctico y estratégico, ubicarlas como enemigos en guerra. Leerlo todo como operativos de guerra es proyectar sobre la realidad la guerra general que se procura. A partir de esto, por un lado, cualquier práctica de convivencia en paz con los hombre, cualquier connivencia o coincidencia, resta justificación teórica a este feminismo, desplaza y afecta sus posiciones e intereses; y por otro lado la verdad de este “armado teórico” pasa a depender de la verdad de su descripción, y necesita que las mujeres se vuelvan enemigas de los hombres, procura una conversión masiva. Dos cuestiones más, una, la lógica de la guerra occidental por la que discurre este feminismo define la victoria como la aniquilación del enemigo; dos, su total enfrentamiento contra un grupo des un elemento de su propia identidad, y esta es otra de las características principales del racismo extremista, constituir la propia identidad a partir de la aniquilación del adversario.
Muy cerca de estas posiciones, Andrea Dworkin, en Towards a Feminist Theory of the State dice: “Físicamente la mujer es en la relación sexual un espacio invadido, un territorio literalmente ocupado, ocupado aunque no haya resistencia, aunque la mujer ocupada haya dicho: ¡sí, por favor, quiero más!”. Para esta teoría el hombre es físicamente una potencia nacional extranjera, y la relación sexual la escena de la invasión colonial. De modo que cuando la mujer pide, ruega o incluso ordena al hombre un intercurso sexual con ella, está pactando con el enemigo, traicionando a su patria: su mero deseo ya es culpable. Lo que continúa, desde otro lugar, la culpabilización sexual de la mujer: aparece la Hermana Mayor, la voz o institución que se dedica a reprimir los deseos. Para esta lógica, por su parte, el hombre no puede relacionarse sexualmente con la mujer sin violarla, y extendiendo la lógica, no puede salir con ella son raptarla, besarla son agredirla, elogiarla son injuriarla: siempre que un hombre actúa respecto a una mujer es un criminal con ambiciones expansionistas, de “conquista”. Esta es una lógica racista. Estoy dispuesto a aceptar a la persona que así piensa o siente y a convivir con ella, pero cuando esta razón se reclama social, no individual, y tiene vocación de gobierno, como todo racismo que quiere el poder, se vuelve peligroso para las personas.
Entre los discursos de varones muchos son racistas: contra las mujeres, los homosexuales, los extranjeros, etc. No son la mayoría, pero están a veces en posición dominante. También los discursos feministas son diferentes y a veces opuestos entre sí; ciertos feminismo no son racistas y en tanto sus reclamos son justos merecen ser apoyados; algunos feminismo son racistas o tienen componentes racistas. No criticarlos por defender el “feminismo” es un error histórico: en mi opinión repite la ceguera de quienes por no cuestionar nada “socialista” negaban e n los regímenes bolcheviques la existencia de Gulags y políticas de exterminio. También habría que decir que entre el pensamiento racista y su realización histórica, el genocidio (en el que ningún feminismo incurrió), hay un abismo: uno puede provocar el repudio, el otro provoca el horror. Sin embargo son consecutivos; no hubo genocidio racista sin ideas que lo alimentaran. No criticar estas ideas sino sólo las realizaciones es propio de una crítica fácil, poco crítica; o de la que hace de “pensar lo que conviene” su honor. A muchos de quienes escucharon a un ignoto cabo alemán en una cervecería de Munich, la mera posibilidad de que su delirio antisemita terminara años después en un genocidio de millones de personas les habrá parecido tan delirante como ese discurso. Pero calificar de delirios a ciertos proyectos políticos habla de una incapacidad para aceptar su racionalidad. Atacar a los varones (a cualquier similar conjunto humano) como un mal del que hay que deshacerse, dicho en otras palabras, un racismo, es un proyecto enteramente racional; cualquiera sea la forma con que se vista, existe porque quiere encarnarse en la historia.
(texto completo tomado de la publicación argentina DERIVA de la Literatura, Año 1997, número 2, de la cual el autor es responsable)
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