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TODAS LAS NOCHES LA NOCHE
1
El metro de La Habana hacía su recorrido
tonto y feliz.
Poco antes del cañonazo, yo lo esperaba en la
gara subterránea de la Plaza de la Revolución.
Desde allí viajaba, casi a ras de tierra, salvo un
par de segundos bajo la bahía, hasta desembocar
en la Zona 666 de Alamar.
Entonces yo compraba una flor eléctrica,
comida obscenamente italiana, una botella de
vino tinto a medio pixelar, y subía las escaleras
rodantes con dirección a Ipatria.
Todo parecía tan natural. A pesar de que todo
incluía, por supuesto, a Ipatria: mi extraño amor
de los doceplantas prehistóricos de Alamar.
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Su ascensor funcionaba justo como lo que
era. Un objeto anacrónico importado del siglo
XX. Daba bandazos y soltaba chispas en los
entrepisos, pero nunca falló.
Ipatria dejaba su puerta abierta para mí. Yo
entraba y la cerraba sin hacer ruido a mi espalda.
Adentro la luz no existía o era muy mortecina,
ilusión de un gris cuántico. Su apartamento era
mínimo. De paredes sin textura, como si fueran
de gas. Incluso Ipatria parecía de gas. En aquella
atmósfera repentina y repetitiva lo único sólido,
como de piedra muerta lunar, supongo que fuera
yo.
Y en este punto comenzaba nuestro ritual.
Nos dábamos un largo abrazo. Diríase que nos
conocíamos de siempre, cuando probablemente
no hacía ni un año desde la primera vez.
Abríamos el cortinaje con el mando a distancia.
Y, a través de los vidrios, la ciudad emergía con
el garbo de una marea oscura saturada de luz.
Una imagen sin paradoja y sin contradicción:
ilusión óptica de usar las palabras.
La Habana. Nave fantasma, hangar sintético
reflejado en un bolsón de agua o metal. Alfileres
de luz ecológica, pinchazos arcoíricos de un solo
color. Aberración mnemónica del lenguaje. Y,
sin embargo, doce pisos bajo nuestra mirada todo
transcurría con tanta normalidad.
La Hanada, amorfo recipiente que adopta la
forma del gas contenido y nunca al revés. Cada
noche Ipatria y yo la comparábamos con una
ciudad distinta, fe en lo foráneo. Con Hiroshima,
por ejemplo, titilando en una noche de agosto
que otra noche de agosto Ipatria soñó (se
despertó llorando y pidiendo perdón a nadie).
Con Haifa, por ejemplo, y su ristra de
supertanqueros insomnes con el vientre
eructando oil (en mi estómago, la pizza y el vino
conseguían una mezcla muchas veces peor). Con
Helsinki, por ejemplo, tres sílabas con olor a
géyser y aurora boreal de simulación (la brisa
helada nos ponía a hacer música con nuestros
dientes, monjes bruxistas). Con Haifong, por
ejemplo, donde la muerte es una boya flotante en
una plataforma de tecnobambú (de Haifong no
sabíamos nada, excepto la fonía de su nombre en
el solemne noticiero de la 3D-visión). Y la
comparábamos otra vez con La Habana, por
supuesto, crucigrama sin clave poco después de
un cañonazo digital.
Las nueve. Todas las noches las nueve. Todas
las noches una nueva Habana. Ciudades siempre
con hache del universo. Letra muda: holografía,
holocausto, helocuencia de lo silente. Un error
sin trazas ya del horror. En cualquier caso, una
disparatada pero ingenua transgresión. Porque
eso éramos Ipatria y yo, refugiados en la altura
vertiginosa de su apartamento: prófugos que
desconocen hasta de quién van a fugar. Y para
qué fugar. Y por qué fugar. O jugar.
Igual era inevitable. Caíamos en pánico sólo
de pensar que a la noche siguiente uno de los dos
pudiera no estar. Tal vez por eso mismo cada
noche nos amenazábamos con que cada noche
sería la última. Era preferible así. Destruirlo todo
nosotros mismos, antes que dejarlo al azar de una
denuncia anónima o institucional.
Pero ya no podíamos evitar reencontrarnos
allí. Ipatria y yo amábamos lúcidamente aquella
visión nocturna de la locura, aquella tajada de
Cuba, sólo visible si se acuchilla el planeta desde
la Zona 666 de Alamar. Así, cada noche a las
nueve sería siempre la última noche de aquel
primer año del siglo XXII.
Nada. Hay historias así. Que no necesitan
reinventar su propia historia para provocar un
cortocircuito fulminante con lo real.
Supongo que no se comprenda ni media
palabra. Aún.
Y es lógico. Ninguna palabra es comprensible
si se parte por la mitad.
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Ipatria sustituía cada noche su vieja flor con
mi nuevo regalo. En veinticuatro horas las
baterías expiraban sus anémicos volts. Negocio
redondo y tierno, por sólo diecinueve américos y
cincuentinueve centavos. Renovación de señales
humanas al por mayor. Maneras de sentirse
menos insolidario tras el cambio de fecha: de los
dos mil algo a los dos mil ciento nada.
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Entonces nos desnudábamos, Ipatria y yo, al
margen de cualquier inoperante prohibición. Sin
apagar la luz. Aunque de hecho no hubiera luz:
apenas el halo gris que nos rebotaba La Habana.
Nos quitábamos la ropa de manera más bien
privada, sin tocarnos apenas. Cada cual tumbado
sobre una punta de la esterilla, horizontales de
remate. Así eludíamos cualquier audiocámara
que pudiera reparar en las cortinas abiertas de
nuestro balcón.
Nos aproximábamos a rastras. Era excitante y
cómico y un poco cruel. Dejábamos de observar
el Alamar de allá afuera y nos mirábamos
secamente a la cara. No tan culpables como nos
sentiríamos después. Y antes. Y durante.
Y sólo entonces hacíamos el amor, los ojos
todo el tiempo clavados en los ojos del otro, en
un ahora efímero por el resto de la eternidad: los
restos de la eternidad. Los párpados tan abiertos
como el cortinaje que filtraba al cielo renegrido
de Habanalamar. Ipatria y yo, azorados
animalitos de zoo, retorciéndonos de pena y
placer hasta caer en una suerte de éxtasis
cósmico que, sin pronunciar nada en voz alta, los
dos sabíamos que algún misterio, histórico o
humano, una de esas noches nos tendría que
revelar.
Todo terminaba con un quejido a dúo, sin
boca, por donde se nos vaciaban la garganta, los
pómulos y el esternón: órganos de la angustia.
Después respirábamos limpiamente juntos, sin
acariciarnos jamás: usar los cuerpos ya había sido
suficiente delito. Y por fin comíamos, echados
sobre nuestro propio sudor. Supongo que cada
madrugada un poco más felices y atentos a los
imprevisibles gestos del otro en cada cita. O
complot. Sin calentar nunca las pastas y menos
aún enfriar la botella de vino, que era el único
objeto de píxeles vivos dentro de aquel
inconmensurable mirador.
Después disponíamos de un par de horas
libres antes de bajar a diluirnos en aquel paisaje
total y sobrecogedor. La H: una suerte de
habanaleph, sin transparencia y sin
superposición, somera suma de imágenes online
y en off.
Brave New Habana: desde la primavera del
84, tras aquella archifamosa peliculita de clase 0
(inspirada en un best-seller del mismo nombre),
así estaba de moda promocionarla en cada
panfleto turístico, en cada titular de la prensa con
licencia o no del Estado, y en cada lamparazo
amnésico de ciber-neón.
4
Y no era hasta la una de la madrugada, con
puntualidad involuntaria, que bajábamos doce
pisos hasta el nivel de Alamar, otra vez en aquel
fiable y destartalado ascensor de más de un siglo
o acaso más de un milenio atrás.
A esa hora las avenidas eran pistas desiertas
de un aeropuerto futurista en tiempo real. Ipatria
y yo caminábamos entre sus carriles con absoluta
y demente libertad. Y era tan fácil abrazarnos y
reír y bailar, y sentir que la ciudad podía ser un
espacio mucho más personal de lo que nos
parecía a lo largo y estrecho del día. Y era tan
complicado no sentir miedo de ser observados
entre la ausencia de transeúntes y tráfico. Y era
tan natural ir hasta el Asfixeatro tomados de la
mano, y dejar que alguna banda de neo nos
envolviera con su magia ligera y recónditamente
posnacional.
Porque la música era un bálsamo para nuestro
insomnio. Porque a veces hasta cabeceábamos
allí, el uno sobre el hombro del otro. Y porque a
veces simplemente seguíamos de largo
bordeando el Asfixeatro, con los acordes
sintéticos susurrándonos al oído cualquier
tontería inteligente en esperántrax o volapunk.
Hasta que, por supuesto, como tantas y tantas
noches a esa hora, aparecía otra vez el mar. O su
intuición a ras de los arrecifes. Y de ahí ya no
podíamos pasar. Y nos deteníamos, Ipatria y yo,
a pesar de los estribillos de neo, los dos
hechizados por el cenital puñetazo de luna yerta:
magnífica hoz o moneda, según el ángulo en que
la recortase la luminiscencia solar, con una
calavera de conejo advirtiéndonos no sé qué. Ni
para qué. O por qué.
Oíamos. Olíamos. No distinguíamos nada
bajo el telón cínico de la madrugada. Éramos
dioses muertos, aunque ni Ipatria ni yo sabíamos
entonces qué podría esto significar. Y no nos
hacía falta tampoco. Éramos habitantes de un
siglo raro donde todos se comportaban de un
modo extranjeramente habitual. Habitaban.
Sólo que había algo en ese sonido o en ese
olor o en esa oquedad lunática de la noche, había
algo en la clandestina costumbre de comer juntos
y hacer el amor sin reportarle a nadie con quién,
había algo que faltaba o sobraba entre las mil y
una piezas del engranaje: había algo en aquel
rompecabezas de atrezo que ni Ipatria ni yo
entendíamos. Y ese algo impronunciable nos
obligaba cada noche a desobedecer. Por lo
menos, a desaparecer.
En cualquier variante, para nosotros el mar
funcionaba como un antídoto y un talismán. Un
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amuleto, una frontera. Una constatación a la
espera de lo que ya está dolorosamente aquí. Una
revelación abortada, no sé. Supongo que contra
el misterio, cualquier mensaje o mentira nos
parecía muy bien.
Por el momento, nos bastaba la certeza de
permanecer juntos allí. De pie, tomados de la
mano sobre el dienteperro cubano de entresiglos.
Atragantados, la angustia coagulada a la altura de
los pómulos, la garganta y el esternón. Lúcidos e
irracionales. A la caza de un sonido, un olor, un
rayo de rebote entre los astros inmóviles:
candilejas de utilería que nos espiaban con tanta
saña como los videocontroles de ocasión.
Ipatria y yo, boqueando con tal de
oxigenarnos por alguna grieta, cavando un
respiradero para uso de dos contra las sustancias
retóricas de lo real. Tanteando alguna hebra
suelta en el telón de la malla social: fuimos peces
sin demasiadas agallas. En fin. La composición
química de nuestra atmósfera cada noche se
suponía fuera la óptima y la más estable, pero lo
cierto es que nosotros nos asfixiábamos desde
mucho antes de coincidir. Y desde mucho
después de ya instaurado nuestro ritual. Y, por
supuesto, desde todas las noches durante.
5
A veces pasaba un pájaro. Era blanco y se
confundía con el humo artificial de las nubes
nocturnas. La luna lo convertía en sombra sobre
la costa y a nosotros nos gustaba ver a un ave
reptar. Era algo atávico, reminiscente.
A veces pasaban dos, planeando en la
despaciosa coreografía de los seres biológicos.
Entonces Ipatria y yo envidiábamos tanta
compañía entre el cielo y el mar. Y hacíamos
como quien tiene algo muy importante que
prometer o callar, pero el gesto siempre era
interrumpido por un gesto del otro. Y a estos
ademanes se reducía la precaria cinética de
nuestro amor.
También nos sobrevolaban los bombarderos,
como es evidente, casi todos oteando el horizonte
marino hacia alguna remota y mortífera misión.
Pero, aunque pasaran en escuadrillas o en
solitario, increíblemente ningún avión de
combate nunca nos inquietó. Por suerte para los
dos, creíamos que el enemigo siempre sería otro.
No Ipatria. Ni yo. En todo caso, nosotros.
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Sólo una vez discutimos. Caminábamos de
regreso del mar cuando Ipatria se plantó entre los
cocoteros de la avenida. Se arriesgaba a una
multa interestatal, pero no le importaba. Tenía los
ojos negros de ira y usó las palabras contra mí,
supongo que para no volverse orate o ponerse
infantilmente a llorar.
Me dijo de todo. Me ofendió
exhaustivamente, usando el vocabulario roñoso
de un tribuno incivil o un fanático predicador.
Me negó mil y una veces, y mil y una veces me
pidió perdón. Pataleaba. Parecía una muñeca
clónica que se estuviera quedando sin carga. Se
rasgó las ropas, se arañó la piel. No era Ipatria,
no era nadie, acaso era yo. O el odio magnificado
en todo su humano o histórico esplendor.
Cuando terminó, se desplomó en un desmayo
hacia atrás. Había hecho implosión: Ipatria de
espaldas sobre las astillas fúnebres de su
discurso, con una mueca de opositor político en
las facciones. Irreconocible. Yo esperé hasta
recuperar el ritmo mínimamente audible de mi
corazón. Y respiré. Hondo. Y respiré. Frío. Y
respiré. Solo. Hasta inflar con mis pulmones un
vaho imaginario de aliento a su alrededor.
Entonces cargué su cuerpo o su catalepsia. A
pesar de la frialdad, me sudaban los brazos.
Ipatria se me chorreaba sin dar señales de
coagulación. Caminé con todo su peso a cuestas
y con toda mi propia ingravidez. Ahora era
Ipatria la piedra muerta lunar y yo una burbuja de
gas. Subí hasta a su apartamento y, sin el coraje
de matar o hacerme matar, cerré su puerta y muy
lentamente, casi inmóvil de tanta duda, supongo
que sin desearlo, esa noche también me fui.
Y esos abandonos ínfimos, me doy cuenta
ahora, ya iban anunciando la significativa
sintomatología de nuestra barbarie. Eran una
suerte de expediente clínico que en definitiva nos
enfermó: Ipatria y yo fuimos como esos pacientes
hipocondriacos que se temen lo peor a la menor
mejoría.
7
Otra vez fue terrible.
Subimos a la azotea del doceplantas y, de
pronto, Ipatria me apuntó con su pistola
Browning de seguridad personal. 15 tiros de alto
calibre, suficientes para eliminar a un comando
de asalto y después suicidarse (era el slogan
comercial de la Browning). Su uso seguía siendo
obligatorio tras las escaramuzas vandálicas del
año 94. Y ahora Ipatria descargaba toda esa
tensión en la noche y en mí.
Me llamó traidor. Amenazó con reportar mi
caso antes de que fuera yo quien amenazara con
un reporte del suyo. Ipatria actuaba
"estrictamente en defensa propia del colectivo",
6
pronunció con tono de politfiscal. Y sólo
entonces estallaron sus carcajadas.
Reía, reía, reía. Risas de dioses recién
exhumados en un cenotafio obrero llamado
Alamar. Se burlaba: era un juego. Estábamos
locos, por supuesto. Y ser tan teatrales era acaso
nuestra tablilla de salvación.
"¿Cómo pude creerle tan fácilmente?", Ipatria
me increpaba y yo comencé a reír. "¿No
confiábamos irreversiblemente en nosotros desde
el primer encuentro al azar?", seguía disparando
sus preguntas sin bajar nunca el cañón. "¿O es
que no había sido al azar?", y entonces se llevó el
arma a la sien.
Yo todavía reía, reía, reía. Por un instante
quise que se matara tal vez. Los estéreofaros
pasaban a escasos centímetros de nuestras
cabezas y, sin embargo, aún nos sentíamos
impunes en medio de tanta promiscuidad.
Recuerdo que le hablé de una novela ilegal
que ambos habíamos leído hacía poco: Todas las
noches la noche, firmada por una supuesta Silvia
de Nerval. Le pedí que no repitiera literalmente
el desenlace patético del último capítulo. Y
entonces Ipatria bajó la Browning por fin. Y bajó
los brazos. Y los ojos. Y la cabeza. Y se
arrodilló. Y en este punto repitió textualmente un
parlamento de aquel folletín clandestino de la
Resistencia:
—Por favor, pon tus manos –la mirada
minada–. Te lo pido en nombre de la belleza y la
revolución.
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Pero lo rutinario no eran escenas más o
menos violentas, sino el tedio de una Hanada
insomne al punto de lo criminal. Intuíamos que
nadie dormía a nuestro alrededor, que la vigilia
colectiva crecía como un cáncer monstruoso
detrás de cada puerta, cortinaje y balcón.
Y no es paranoia, por supuesto, ni mucho
menos delirio. Nuestro presente sin resonancias
había simplificado hasta lo raquítico cualquier
concepto más o menos sutil: como paranoia, por
ejemplo, o delirio. De hecho, ni siquiera nos
sentíamos vigilados en nuestro recorrido a
trasnoche de cada noche. Lo terrible es que ya ni
siquiera nos sentíamos. Todo se articulaba como
una secreta premonición. Unas ganas a desgana
de despertar de la pesadilla sin haberla soñado
aún.
Y lo rutinario era darse la vuelta al borde del
mar o tal vez su ausencia, y remontar el camino
de regreso hasta la Zona 666 de Alamar. Ipatria y
yo leíamos cada signo con la resignación, entre
humilde y humillada, de un par de analfabetos al
aire preso de una librería de alta seguridad. Así
hojéabamos a esa hora las páginas
pornográficamente deshabitadas de nuestra
ciudad con hache: letra sin cuerda, pero locuaz.
No volvíamos por el Asfixeatro sino por la
rotonda del Multiestadio Olímpico, tortuga de
varias cuadras a la redonda que no se empleaba
desde los juegos internacionales de una década
atrás. Todavía una pantalla líquida los
promocionaba, obsoleta: Brave New Habana
2091.
Por todas partes nos maravillaba el lujo
luctuoso de tanta imagen y tanta imposibilidad.
Ipatria y yo reptábamos como la sombra de dos
pájaros marinos bajo un satélite demasiado
vertical. Yo le decía y le señalaba:
—Mira, mi amor, mira –el nombre de Ipatria
entre nosotros nunca se pronunció: de hecho, es
muy probable que no exista semejante palabra.
Pero Ipatria nunca me respondía, salvo con
un apretón a la altura del codo o del antebrazo. Y
un toc-toc áspero que se le trababa en la tráquea.
Y yo notaba un desesperante pendular afirmativo
de su cabeza, medio reclinada y medio huyendo
de mí.
Así dejábamos atrás el ultramoderno
cementerio de automóviles y vagones del metro,
con sus esteras, sus megaimanes y sus prensas de
convertir en hilos y láminas hasta a los metales
más duros de la realidad (un arte del desastre).
Así dejábamos atrás el biplanta estilo loft de la
funeraria, con sus servicios más bien siniestros
que, por suerte, ya pocos conservaban la
ancestral costumbre de contratar (eran
demasiados permisos para sólo un par de horas
de velorio en público). Y, al final, cortábamos
camino por la alameda de la Cámara
Amercadual, una especie de lingote de vidrios
velados que, de noche, era más un monolito o un
mausoleo antes que un banco de crédito
continental (operativo las 24 horas, aunque su
inauguración se había pospuesto al infinito desde
que, casi en avalancha, se edificó).
—Mira, mi amor, mira –yo apuntaba con el
índice a los tanques de agua potable que
coronaban la loma de entrada al reparto. Y los de
agua pesada, como una silueta detrás.
—Mira, mi amor, mira –y era un jardín
espinoso de baterías antiáereas, todavía
perfectamente en funciones desde un pedestal del
Museo de la Paz.
—Mira, mi amor, mira –y de pronto resurgía
la luna, rielando sobre las señales lumínicas que
tasajeaban esta o aquella avenida del futuro, a esa
7
hora no tan desiertas como desertadas en off y
online.
Por milésima y única vez, yo sólamente
intentaba mostrarle dentro de cada noche otra
noche mayor. Como si Ipatria no las conociese
mejor que yo. Antes que yo. Como si Ipatria no
hubiera sido desde siempre una de esas
trasnochadas criaturas sobrevivientes de la Zona
666 de Alamar: sobremurientes del
posdesarrollo. Como si Ipatria fuera Ipatria en
definitiva, en lugar de aquella palabra inventada,
donde cada noche cobraba cuerpo la tan íntima
fonía de nuestro desconocido amor.
9
Cuando reaparecía por fin el perfil
hipercúbico de su doceplantas, el abrazo de
Ipatria se hacía un poco más fuerte y frágil. Nos
estremecíamos de sólo pensarlo. Y ninguna
noche perdimos la enfermiza esperanza de que
una de esas noches el edificio ya no estuviera
allí. Un terremoto, un meteorito diamagnético, un
láser polifractal: cualquier trauma social nos
parecía preferible antes que retornar otra vez allí.
Atravesando los sembradíos exuberantes que
rodeaban su monolito de concreto y cristal,
Ipatria y yo comenzábamos entonces a retardar
nuestra llegada a la meta, trazando círculos
concéntricos cada vez más cerrados, como
escualos en una espiral centrífuga que sin
embargo tendía al centro, hasta descubrirnos de
nuevo en el eje muerto de aquella mole
preindustrial.
Entonces Ipatria se robaba una flor de su
jardín colectivo. Altifolias, kimilsungias o
giralunas, para mí el deleite era igual: un delito
peligroso y tierno, contrabando ilegal de pétalos
recurrentemente blancos, señuelo de nieve para
exterminar a los insectos noctámbulos de la
polinización. Incluidos acaso nosotros dos: acoso
imposible de verificar.
Ipatria disimulaba su flor en un bolsillo
interno de mi sobretodo, y yo imitaba un
"gracias" moviendo los labios pero sin usar la
voz. Ahora tornábamos a ser cómplices de aquel
disparate delincuencial. Y esta osadía estúpida,
este hurto en público que podía delatar todo
nuestro ritual, era quizás lo más excitante de cada
una de aquellas noches sin noche. Más excitante
que la inundación de nuestros cuerpos desnudos
primero y, después, más exitosa que la visión
fantasma a la orilla tangente del mar.
En veinticuatro horas mi flor blanca estaría
muerta, por supuesto, hielo sucio derretido en
una gaveta, en simetría de espejo con las flores
eléctricas que cada noche yo le compraba a
Ipatria, jugueticos ridículos y candorosos por
sólo diecinueve américos y cincuentinueve
centavos: el precio estándar de la ilusión.
En veinticuatro horas lo más probable es que
ninguno de los dos reapareciera: ni en la próxima
ni en ninguna otra noche más. De suerte que era
preferible esperar. Y, de ser posible, esperar
olvidando el hecho de que, en veinticuatro horas,
lo más probable es que ninguno de los dos
reapareciera: ni en la próxima ni en ninguna otra
noche más.
Hasta el propio lenguaje se nos ciclaba entre
las manos. Y nos reciclaba a nosotros también.
Laberinto sin paredes ni mapa, ilógica topología
de una ilación: islas dentro de otras islas dentro
de una isla mayor. Lo cierto es que ahora no tiene
caso pretender una continuidad allí donde todo
no era sino fractura fractal: la repentina fricción
de una repetitiva ficción.
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Y el resto es tan simple que apenas fue.
Diplomáticas frases de adiós en un lobby fósil
de la paleohistoria arquitectónica de este país. O
planeta. Unas noches con el nerviosismo de que
alguna controlinstancia bloqueara nuestra doble
conspiración. Otras, con la certeza de ser
invisibles mientras sólo oyéramos nuestro
incierto concierto de dos. Ipatria, telaraña tupida,
ira voraz de silencio y desmayos. Yo, electrón
tan analógico, girando sin spin ni referencia a las
manecillas de ningún reloj. Retos de una retórica
rota que en definitiva se nos retorció.
El resto era un cortés, casi cortante, apretón
de manos. Y esa era toda nuestra contraseña
antes de yo huir por las escaleras rodantes de la
Zona 666: túnel ciego por donde descender y
tomar de vuelta el último metro Alamar-Habana,
con su recorrido tonto y feliz casi a ras de tierra,
salvo un par de segundos bajo la bahía, hasta
desembocar en la gara subterránea de la Plaza de
la Revolución.
El resto era llegar a mi condomio con la
expresión de quien trabaja heroicamente hasta
muy tarde o recién ha salido de un centro de
urgencia urbana. A veces tosiendo, a veces
cojeando, a veces con ganas de gritar una
obscenidad: de hacer trizas mi vocabulario y ser
detenido por los peritos de Linguapol, acusado de
practicar alguna variante nueva del vocubalario.
Pero nunca intentar nada era nuestra garantía de
volvernos a ver, Ipatria y yo, más allá de toda
anestesia o simulacro de nostalgia y dolor.
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El resto era entonces disimular los cientos y
cientos de flores cadáveres, con sus miles y miles
de pétalos como hojas de papel en blanco:
material estratégico de la reserva de guerra en
tiempos de paz. Así creíamos exorcizar cualquier
delación espontánea, antes de dormirnos o
pretendernos dormir. Ipatria, catatónica en su
apartamento mínimo y mortecino; yo,
revolviéndome entre palabras con hache en una
habitación de mi hostal.
Y así y así y así, durante meses o siglos o
milenios de una gran noche dentro de ninguna
otra noche mayor: sin transparencia,
superposición, paradoja o contradicción. Y así y
así y así, hasta repetir el ciclo entero veinticuatro
horas después, tras un amorfo día de trabajo en
estas o aquellas oficinas de una cómoda
ministerialidad, a cambio de un salario de alto
nivel que, a Ipatria y a mí, nos permitía incluso el
lucro de cada noche volvernos a ver.
Supongo que no se comprenda ni media
palabra. Aún.
Y es lógico. A estas alturas ya no tiene
sentido contarle a nadie la otra mitad. Incluso
hoy no me explico por qué Ipatria y yo nos
empeñábamos entonces en sospechar,
embistiendo casi de frente a aquella tragedia que
durante noches y noches de reojo nos esquivó.
Nada. Hay historias así: sin histología. Que al
provocar un cortocircuito fulminante con su
propia historia ya no necesitan reinventar lo real.
En fin. Tal vez ésta sea ahora la otra mitad.
1
Boring Home.
Orlando Luis Pardo Lazo.
Ediciones Lawtonomar, 2009.
2
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para bajarla en pdf aquí
¡Fantastico! El libro promete convertirse en un clasico del underground criollo. Historica su presentación de hoy lunes 16.
ReplyDeletePaz y amor