Dis tortue, dors-tu nue?
Niebla en las mañanas, hambre de claridad,
café y pan con compota de ciruelas ácidas
Adormecimiento del alma en plácidos vecindarios.
Vidas marchando como si.
Adrienne Rich
un
Dis-moi, ¿qué es lo mejor?
¿Como el poema de Bukowski?
Plus ou moins… allez-ci!
A ver, lo mejor es bañarnos, después.
Mais avant?
Tu le sais bien.
Alors…
Puis, el arroz con leche de tu mamá, o la glace au chocolat.
C‘est ne pas mal, mon petite.
Et toi?
Le meilleur c‘est la lumière, bien sûr! Tu piel, los matices, lo que no llego a ver, lo que veo de más.
deux
Muero de sed.
Entre mis pies los bigotes, la cola despacio, la nariz húmeda.
Me da frío. Mi gato tiene hambre, a veces más de cariño que de alimento.
Lo cargo, pesa un poco, lo dejo sobre la alfombra. Me siento en el piso.
Yo también tengo hambre.
Anamnesia… ¿por qué no le pusiste Anaximandro, si querías algo insólito?
B duerme.
Más o menos, nunca tanto, mezclar un poco de aquello con lo demás como si fuera únicamente la elaboración de un casero arroz con leche, algo exclusivo, o nada.
deux-trois
Antes y después del gato, las noches en la Cinemateca con Helmut Käutner.
El curso de fotografía sólo-para-aficionados.
Los capuchinos aguados y calientes en la mesita debajo del extractor de moscas. Estremeciéndonos con cada captura, sonido y olor achicharrante incorporados. Sin cambiar de sitio. Leyendo las caras cansadas, casi-nunca-alegres, de las gentes habituales. Muriéndonos de asco. Más.
Las parejas detenidas frente al cristal, caras de-manos-cogidas buscando sitio, alguna mesa vacía para dos. El extrañamiento que siempre le recordaba el descrédito o ese asombro infantil por todo lo que se dibujara también alguna vez en su propio rostro.
Jóvenes exhibidoras de su cotidiana estupidez, una vaciedad propagada. El loco con su walkman moviendo la cabeza, o atento en la sala oscura, a la mano fugaz que se desliza por las paredes descascaradas de las escaleras de Wong Kar-Wai. Las meseras vomitando el aburrimiento dentro de las tazas. Un vómito de pena.
De inapetencia y nulidad.
Después y antes en las guaguas nocturnas, más llenas que la luna y los estómagos.
Las ventanillas abiertas, empañadas del sudor colectivo.
Quedarse viendo una gorda recostada a un muro gris, sucio. Un mínimo vestido color carne, la carne descubierta saliéndose de la poca seda ceñida.
La(s) niña(s) de trece, sus vellos de nada detrás del cuello, la espalda, los hombros huesudos. Tirantes caídos de la blusa que apisona el anticipo de las aureolas demasiado adivinables. (De mirarla te erizas, cuando queda libre el asiento que ocupas rápido, para ser directa ven, ¿no quieres sentarte arriba de mí?, y no vacila: se recuesta, su liviandad cortándote el aliento.) Los pelos sueltos de manzanilla, o las cabecitas trenzadas. Las dos nos despeinábamos con el aire en nuestras caras a la velocidad de la noche. Sus miradas perdidas dentro de los muros que aún se sostenían, de escombro en escombro, buscando algún color inexistente, algún tono vivo en apariencia.
Aprés, el día se acerca a hurtadillas como un leproso. Queda ósmosis en alguna parte, algo de articulación. Una palabra.
trois
B se levanta y va a la ducha.
No cierra puertas ni corre cortinas.
El agua chorrea vaporosa, pavorosa. Por la ventana pasa una sombra apurada.
Desde el marco cuatro ojos la miramos. Un espejo. Tres sonrisas de hastío.
Vuelcos de estómago.
Se inclina para abrir las persianas, la bata abierta.
En la Calle hay un perro abierto en dos. Es la vida fuera del sueño. Trato de no mirar pero es tarde. Las gafas de sol me permiten más distancia, un cierto alejamiento. Cambio de acera. Las personas se confunden desde mi balcón. Mira, chiquito, esa allá arriba es mi casa. Y esa soy yo de pequeñita. Una cabeza amarilla de cuatro años, luego de -all at- once, que me sonríe histriónica.
Hubo días para no salir, para llegar a ninguna parte, para no-tener hambre o morirse de contracciones… días para pisar hormigas, recoger hojas, lavarse cara y manos en el agua amargácidulsalada de una fuente, darle arroz crudo a los pájaros más atrevidos… días para no-hacer, nada, hablar con nadie, dormir todas las horas, ponerse no bajo la ducha, o la dicha… días bajo-ningún-concepto.
Días en los que no fue posible despertar, escribir cartas, peinarse o escuchar, nada, cualquier cosa, cucarachas debajo de las maderas, polvo cayendo sobre los libros, palomas chocando contra los cristales. Días mosquiteros.
Hubo días para no necesitar, no poner caras, no –tener-que- decir, nada, ninguna salutación o despedida que dejar escrita en un papel-sobre-la-mesa. Días para romperse, perder cosas, encontrar piedras. Días para agotarse antes-de-tiempo, irritarse-en-vano, contestar puertas ni llamadas, ni a la pluma, ni al deseo. Días para ni siquiera. Días de retroceder, caminar más, correr loma arriba.
un
¿Y qué más?
El reverb y la sal de nitro, decía un amigo guitarrista.
La ropa de hilo, sans doute.
Bob Dylan a media noche y media botella de whisky para dos. ¿Lo mejor, j`insiste, no me incluye?
deux
Algo. Expropiándome el mundo y haciéndote un guiño desde el otro lado del océano inevitable: otro cuartucho en Malecón: un pedazo de ventana y un –único- mar, o viceversa. Nada. Las más de las veces las olas no admitían que durmiera. Y cuando lo hacían era para soñarlas tragándose toda la vaga ciudad hasta su hálito cansado. Del otro lado de la Calle el pregoneo de pan, aguacate o girasoles me sacudían y levantaban de un tirón. Tenía que desempolvarme el alma y tirarla con el sueño por la ventana a la calle levantada ya desde hacía horas impensables, idas-sin-vueltas: el tiempo dilapidado y el ruido de los motores hasta el esófago. Todo demasiado inapropiado. Todo demasiado, ¿todo?
quatre
El espagueti se le resbala siempre de los palitos. Cosa de acostumbrarse, como las uñas del gato en la madera de las puertas, al reclamo de comida, o cuidado: creyó que el equilibrio emocional y dietético de su gato favorecería en serio al suyo propio.
A veces el ronroneo era tan alto de noche que molestaba incluso a los oídos menos sensibles, cuando no había más remedio que prestarle atención al suspenso clase C que estuvieran pasando. Ratos de convivencia familiar, -dos palabras que le daban mucho asco-, tranquilos y agradables, como las tardes nubladas frente a las tazas de té y el jazz de los `50.
Entre tanto un chiste, a-penas compartido, por nosotros y por los entendidos-no-conocidos, inventores o protagonistas: Un día Fifi, hermana de Manuel, se va a la playa con tres amigas para pasar un fin de semana, Manuel decide celebrar, entre otras cosas la ausencia de la fastidiosa casi-madre… Fifi llega antes de lo previsto y encuentra los restos de un banquete de delicias eróticas desparramado por toda la casa: un amasijo de cuerpos a lo Spencer Tunick. Visiblemente alarmada, reclama una explicación a su hermano pervertido, neurosis apenas controlada con un qué-es-esto un poco desencajado. Fifi, le dice Manuel en un gesto a la tolerancia más clara y comprensible: un motivito…
Luego se verían con Julito motivito –el motivito a votación- en las noches azoteas. Lejos del reguetón de las fiestas en el barrio. Toda época para B había sido aburrida desde siempre, desde su conocimiento mudo de una ciudad desierta, más muerta cada vez.
trois
Está en un paso peatonal cuando irrumpe el aguacero. Es tarde y la noche avanza fría.
En el lugar se aparcan taxis del casco histórico, los hombres refugiados dentro. Ella se empapa lentamente, impasible. Su pelo suelto gotea, la piel mojada refleja las luces de los autos contrarios, que alumbran el chorro de agua, violento. A veces le tocan las bocinas. Lleva puesto un vestido negro corto, escotado y llamativo. Después de unos minutos se aleja caminando. Tranquila. Se integra a la oscuridad de la Calle. Respira el aire limpio que deja la lluvia. Lejos de cesar, aumenta. No vive lejos. De tener una cámara consigo haría fotos a las vías elevadas encima de su cabeza, al tren que pasa menos silencioso que la lluvia, a la negra avenida del puerto. Va con las manos vacías.
deux
Me despierta un pedazo de techo. Una torta de yeso. No me doy cuenta enseguida porque cae como un libro, como una tabla. Todavía medio dormida me incorporo y busco los posibles espacios vacíos en las paredes. Veo todo en su sitio pero el piso está lleno de arenilla blanca y entonces descubro los trozos de piedra dispersados justo frente a mi cama, junto a la puerta que da al baño.
Hace una semana estaba a punto de desprenderse pero había resistido sin chistar todos esos días. Si mi cama hubiese estado más hacia la puerta el despertar habría sido más doloroso. Miro hacia arriba. Todo el techo parece venirse abajo, pudiera hacerlo en cualquier momento o en ninguno. Probabilidades. Vencer lo inevitable cada minuto.
Por eso cuelgo todo de las paredes y así la habitación adquiere peso, de hecho se vuelve (más) pesante. Aunque no tengo muy claro por qué, es necesario que hayan otras cosas, -muchas, dado el caso-, destinadas a caer, fuera y dentro.
El absurdo que reina en la casa viene siendo su aspecto menos disparatado.
Cuando estás aquí el contagio es irremediable. Lo sensato, irrazonable. El orden, el caos. Una lucidez pasmosa, sin dudas. Aunque a veces la ciudad es también parte de la casa, y de la cosa. Me visto con las telas más claras para salir a la Calle. Es mediodía y hace un calor de 31 grados. Apabullante, disparatado en febrero. Los días que empiezan con tales indicios anuncian roce anómalo, pero nada más pasa. Llego de nuevo. Intento llamar a B: el-móvil-que-usted-llama-está-apagado-o-fuera-del-área-de-cobertura. Aprovecho para revisar el correo. En mi boca se mezclan la leche y el queso y el pan y el tomate. Escucho a Bebel Gilberto, tanto tempo, dice la canción. Trago despacio. En el monitor se trasluce el ventanal con todo el cablerío de los postes eléctricos.
De nuevo es casi noche. Vuelvo a la Calle.
quatre
B toma nota mentalmente de algunas cosas a recordar mientras lucha por cruzar la avenida imposible y trata de meterse el pelo-más-que-enredado dentro de la boina, cuando casi consigue ambas cosas, un carro de alquiler se le detiente justo delante, debido al despliegue de codos levantados y brazos extendidos. Niega al hombre con la cabeza y se vuelve para ver si puede llegar a la otra acera de una vez.
Las cadenas de equívocos, de cosas trabadas, de situaciones k, acostumbran a importunarla de vez en cuando, así que está preparada para llegar al teatro más que tarde y le impidan la entrada por la puerta principal, no hagan caso a su carné falso de prensa y la obliguen a comprar una boleta –por suerte lleva consigo también el carné de estudiante- al menos a mitad de precio. A punto de poder sentarse tranquila (mira el reloj y ya va media hora retrasada) a disfrutar la música, la puerta que escoge no es la correcta, la acomodadora le dice que no hay espacio, que de la vuelta y suba a la platea, bueno, piensa, arriba se escucha mejor, y cuando encuentre una butaca en el medio de una fila, las personas se hallarán bajo el efecto beethoveniano-wagneriano y su irrupción no será bien recibida.
Luego todo más calmado, la primera parte del concierto ha sido ejecutada y toca el intermedio, o sea, salir de nuevo, a la bulla del lobby lleno de humo.
Habría sido preferible quedarse en la descarga de la escuela de pintura en C, a medio camino, cuando oyó y vio saxofón y bajo entremezclados en un swing suave, el portal decorado con lamparitas chinas en un ambiente si no íntimo bastante acogedor. Reconoció a un par de amigos, teclado y cuerdas, y todavía dudosa prefirió la Séptima. Un último voto de confianza a la orquesta, que aún bajo la dirección de un prestigioso americano –un tal Rubenstein- sonaba a banda militar, trompas desafinadas incluidas, para hacer oficial el primer eslabón de su jodida suerte esa noche, que empezaba eligiendo el lugar como siempre menos indicado.
cinq
Salimos del café Fresa y Chocolate con más de cinco cervezas cada uno -luego B dijo que eran diez lo menos-, para buscar más dinero y terminar en el primer cuchitril tugurial a nuestro paso.
En la segunda cuadra desde el interior de un auto asoma una cabeza calva que nos grita. Reconozco vagamente a un antiguo amigo de la secundaria. Está mucho más gordo y veo que es el que va manejando, adentro hay dos muchachos más, desconocidos.
Enseguida estamos todos dentro, ventanillas subidas, pasándonos el porro en medio del humo y la guitarra de uno de ellos. A voz en cuello el último éxito de Gente de Zona.
Mírala, mírala cómo suda, cómo ella se desnuda, ella no sabe que a mí, se me partió la tuba…Nos vamos contagiando lentos. B me mira y no veo ninguna expresión desesperada, no veo nada, sus ojos enrojecidos me traspasan, se van a través del cristal oscuro, no quiero cuidarla. No puedo ver.
un
Déjame ver...los libros nuevos.
Hibernar debajo de las colchas.
Count Basie.
Tu cuarto a las tres de la tarde, si fuera posible aislarlo del teléfono-Calle-guaguas.
El té negro, chocolate con canela, café con leche. Vainilla.
Las pantuflas de Quito.
Milord al acordeón, Edith por las bocinas.
Ya me vas incluyendo.
cinq
Nos bajamos y era un Rápido en el Vedado. El loco de la guitarra, que era además el que había estado manejando ahora, grita en la puerta a todos que llegó la música al cementerio. El lugar está repleto a pesar de lo tarde. Yo quiero más cerveza, grito también. Nos adueñamos de la primera mesa y somos como seis. Le pregunto a B si está bien, si quiere ir al baño. Todos nos miran como intrusos pero enseguida vuelven a sus latas. Uno se acerca a la barra a pedir las cervezas y exigir a gritos que quiten la música estridente del estéreo para poner sabroso el ambiente.
Acompaño a B. La puerta del baño no cierra, y tiene un hueco grande en el medio.
Delante hay tres hombres, supongo que trabajadores del sitio. Les pido permiso por las dos. Nos dejan pasar entre risotadas y dicen algo de remuneración, de pagarles por cuidar la puerta. Alternan sus ojos entre nosotras y el grupo que se ha posesionado de una mesa doble, el de la guitarra se acaba de parar encima y canta para mi asombro una vieja canción de la trova espirituana. Su galillo es más potente que tres estéreos juntos. Herminia esas frases que vertiste, no debieran verterlas las mujeres y Herminia… Hago entrar a B y me quedo fuera tapando el hueco de la puerta. El calvo viene y me trae una cerveza, me pone en el bolsillo de la camisa dos chupachupas. De fresa, me dice, y se va de nuevo.
B empuja la puerta recogiéndose el pelo con un pellizco, y el gesto se ralentiza, se repite. En el rostro la inexpresión se vuelve más tranquila aún.
Delante de la mesa ahora un nuevo grupo de cinco o seis mujeres atraídas por la música desde afuera, se menean y hacen coro al de la guitarra. El voltaje de lo que cantan va subiendo, hasta el techo, alguien se acerca para mandar a bajar el volumen, todo el mundo está muy contento, dice y él también parece estarlo, pero arriba hay un edificio y los vecinos pueden llamar a la policía por escándalo. Nadie hace caso, lejos de disiparse las voces crecen. Mi cerveza se termina y cojo la botella de ron Legendario que tengo cerca. Aclimatarse al lado de los tipos, estos tipos, no es tan difícil, después de todo, y me doy un buche largo. Le paso la botella a B, que la rechaza sin mirarme, divertida y a la vez enajenada.
trois-deux
Se teje y desteje las trenzas en un hacer-deshacer hipnótico. La camisa está manchada de pasta dental seca. Unas crayolas se dispersan arriba de la cama.
Para llegar a lo absurdo, en medio de la muerte y la rutina reservadas para una cuidad desmantelada, es preciso matar toda sensibilidad.
La sensibilidad es la esperanza.
Alcanzando esta suerte de ausencia del dolor, odiaremos el destino histórico (y la muerte) escribe B con una crayola verde en la pared encima de la cama. Tira el libro de donde copia al piso, se acuesta bocabajo. La habitación está en la semipenumbra roja de una lamparita Persistir en la idea de tristeza absoluta es crónico. Cuánta esterilidad. Esta extrañeza la sienten todos, mientras que el sufrimiento absurdo es individual. Piensa. Mi cuerpo-pecera, cuerpo-pereza consumiéndose en interminable, improductiva espera de vistas de atardeceres de tu barrio, rojo malva desparramándose en los ojos todavía húmedos, todo el intenso azul devenido noche prematura.
cinq
Otra vez en la Calle, arribabajo, después que nos botaran a todos por la gritería general, volvíamos a rodar dentro del Nissan desmandado. Vi que B se empezaba a sentir mal. Estaba más que pálida, lívida, impávida.
El calvo manejaba a descontrol. Le grité que parqueara por encima del reproductor altísimo, para que B vomitara. Abrí la puerta y le incliné la cabeza agarrándola por el cuello, empezábamos a estar en el lugar menos indicado. Situaciones límite. Era más alcohol de lo que podía soportar B, que con dos cervezas se mareaba. Mi lucha era contra este estado. Igualmente borracha, yo había tratado siempre de acostumbrar a mi cuerpo a tener que tolerar hasta el límite, despejar la conciencia aún en las peores circunstancias, aún al borde de un coma alcohólico y a punto de ahogarme en una piscina sin profundidad, aún siendo el centro llamativo y desquiciante ante un público ávido de atracción gratis. En fin, sabía muy bien lo que pasaba en estos casos desesperadamente incómodos en medio o no de multitudes asquerosas, y toda mi experiencia era lo suficientemente horrible como para poder obviarla, desecharla, o simplemente obligarme a la mesura si decidía seguir disparatando, por lo menos imponerme una manera más inteligente. Conservar una mínima lucidez frente al caos aparente, un mínimo plano de organización: ésta había sido mi consigna luego de más de un par de ridículos memorables en lugares memorablemente públicos, ridículos.
un
Debo despertarme, no bostezar tanto, ponerme a leer alguna cosa, quedarme aquí un poco.
¿Hoy nadie vendrá a centrifugarme el cerebro?
Mantenerme despierta, cómo se hace.
¡Oye, tú!
Manchones de colores para clarificar las ideas.
¡Chiquito!
La-cafeína-estimula-el-sistema-nervioso-y-activa-las-neuronas…
cinq
B parecía frágil, no ahora, siempre daba la impresión de algo quebradizo, bien detrás de su mirada insondable había esa debilidad de muñeca de trapo, de planta abandonada a decisión propia. Protección, compañía, palabras con un sentido demasiado ajeno y nada deseable. Si algo necesitara sería mantenerse solitaria, en pie, despierta, viva. Absorta en esto creí, me pareció haber creído, escuchar el sonido de una flauta oriental, sensual, dos notas largas separadas por la respiración extraña de B, inquietante, entrecortada, nerviosa. En mi distracción B ya no estaba al lado mío, me bajé lo más rápido que pude, una mano me agarró fuerte por el hombro y antes de darme cuenta otra me haló por detrás y me tuvo aguantada la cara por debajo de la nariz todo el tiempo del mundo, todo el tiempo de una vida humana. No podía ver bien quién era nadie, al momento estaba tumbada al suelo, con las piernas agarradas por uno de ellos, penosamente logré mantener el forcejeo, mi garganta se deshacía en jirones de gritos apagados.
deux
Permanece todavía más de dos horas tendida bocabajo.
Ignorando un poco toda la aborrecible bulla alrededor suyo, que le indica que ya pasan de las dos de una tarde gris que la acogerá como si acabara de amanecer para sus ojos acostumbrados a las sombras sólo perturbadas por las innumerables rendijas de ruido y luz de las ventanas-puertas completamente clausuradas.
La voz ronca y rajada de una cantante olvidada de los setenta la despereza un poco mientras piensa que sí: es tiempo de verano y afuera está todo nublado, casi como adentro: tanto o más, y el viento llora a Mary, o es ella quien llora, no sabe bien.
Permanece aún enredada en la sábana manchada y rota.
Se deja engatusar otro poco por la pereza, en la desesperanza, no triste, no nada, vacía y ligera.
Mantiene los ojos cerrados y por los oídos abiertos atraviesa la música. I say baby baby, you know I wanna live you, demasiado alta como para alcanzar la dulce somnolencia de nuevo, tarde ya para lograr franquear el pasillo nebuloso del sueño pesado.
Habrá que levantarse de un salto de gata entonces.
Se sacude del cuerpo las más de doce horas de inmovilidad crítica física, reducida a apenas un metro ochenta por setenta y cinco centímetros.
Mira al techo imitando un suspiro de puro desgano para estirar los tendones contraídos, y traquear el cuello adolorido, lo deja caer de lado a lado y luego lo mueve en círculos lentamente, para echar un vistazo aburrido también a las paredes.
Le fastidia tener que abandonar ese pequeño espacio mullido y la acogedora oscuridad, casi protectora del lugar, para salir a alimentar su despertada ansiedad con cuanta cosa más o menos comestible se tropiece allá afuera.
Y así terminar lo que resta de esta otra tarde leyendo y engordando y escuchando el teléfono sonar impasible, salvada por sus rayados discos. My only friend, the end, en la voz segura de un muchacho muerto. Y así, matando las horas últimas frente a la pantalla de la sala, donde se agita un mar de banderitas delirantes frente a un mar picado y negro. Vidas marchando como si. Noche. Cama. Noche.
Así días enteros. Tardes-noches desperdiciadas en el vacío inhóspito de horas muertas.
cinq
Traté de mirar hacia donde B podría estar, pero me tenían aprisionada la cabeza entre dos brazos, que mis manos en la medida de lo posible arañaban y rasgaba, la piel, la tela y todo lo que encontrasen a su alcance. En este margen de movilidad cerrado, sólo pude oír esa respiración muda, ahogada de B, de nada servía esperar algún otro sonido, su voz no emitió más nada, desapareció a mis oídos como toda ella a mi visibilidad. Casi inmóvil, sentí que me quitaban las sandalias y las tiraban al otro lado de la Calle. Nunca estuve en ningún vecindario más inmutable. Las casas parecían haber sido tragadas por la noche, hologramas en sustitución de las reales, las que pudieron serestar, allí, alguna vez. Cómo nadie escuchaba, nada, cómo podía nadie asomarse, ver por lo menos, todo el mundo parecía haberse sumido en el sueño más aletargable. No podía imaginarme a B arriba del capó, con el calvo encima, o cualquier otro, no quería a pesar del ruido, de la evidencia sonora del metal, de los alaridos de todos. Querría haber estado más sola que nunca, que fuera yo la que estuviera debajo del tipo más asqueroso, que fuese yo la que prorrumpiera en esa especie de temblor sordo, horrible, esa sacudida trágica, mímica.
Querría haberlo soñado, podido predecirlo, estado lejos y alerta, consciente de la inevitabilidad. Ser la más incrédula, desconfiada, la persona más fuerte del mundo.
De algún modo haber tenido la oportunidad de estar preparada, prever la escena, demorarme mucho tiempo en asimilar la más remota posibilidad y darla por sentado.
Pisotear cualquier mínima comparación de estadísticas, cualquier confianza en la suerte eterna. Cuántas mujeres eran agredidas en este mismo momento, las mismas mujeres, repitiéndose, sometidas a la misma violencia las mismas noches, todas.
Mis preguntas se perdieron como la respiración pasiva de B, como mis gritos histéricos, mis intentos de morder la mano que me tapaba la boca. Cómo no sentir ningún quejido, ningún signo de nada, en menos de un minuto aprendí a contener una rabia extraña, una furia desconocida, unas ganas destructoras. Aprendí el odio.
trois
B recordó que se había dormido con el rumor del mar y las cortinas.
Siempre una prisa por dormir de nuevo, aunque despierto podía decirse que también dormía. Dormir de nuevo para perderlo todo. Más poquedad. Inanimidad. Más nada.
El silencio no era una posibilidad, para dormir. Ni la noche.
El silencio era difícil imaginarlo, apenas existía como palabra. La noche sí, casi había sido más tangible. Para G. Persistentes invenciones líricas, necesarios para la creación y el sueño, no menos inciertos. Se acordó de sus propios dedos tecleando en la ventana, a la luz de las otras ventanas insomnes, en los altos de la ciudad. A la luz del reflejo de la luna, llena, en el mar despurificador.
La improvisación como acto primitivo. Obligarse a dormir para olvidarlo todo. Escribir sólo mentalmente, sin trazar huellas de seguimiento para después. Por qué temerle a ese vacío tentador, ese progreso limitante. El concepto básico –y clásico- de lo efímero: cuándo destrozar, cuándo abandonar.
Un dolor de cabeza de la resaca de tres días de cervezas y cubalibres aumentaba con las primeras luces y el tránsito allá abajo. Necesitaba un café fuerte, cortado, con canela. Se estiró, piernas y brazos. Se dedicó a esperar cualquier cosa, algún chisporroteo de una vela en el cuartico de la Santa Bárbara. Era diciembre 4, y la víspera las velas no habían durado, seguramente, de tanto temblar. Su dedo índice pegado al backspace, su mano izquierda alborotándose el pelo, restregándose un ojo, jugando con el arete, acariciando los pelos debajo del brazo, o en la boca mordiéndose una uña. Desesperando al no encontrar las palabras apropiadas para describir el murmullo de tres, dos, cuatro que se desvisten y besan, una hormiga que sube por la pared y da con otra, la foto de una sombra, cuál era su sonido. Todo eso, a qué sonaba.
trois-deux
El crepitar lento de una botella estrellada en la acera.
Ahora.
Manos y brazos y pelos cubren ahora los oídos.
Encontrar un rincón.
Escabullirse por alguna rendija.
Descabellarse.
Tratar idiotamente de no caer ante el espanto mudo de tanto ruido.
Ruido.
El timbre del teléfono.
Concentrarse en la cabeza.
Suprimir por escasos fragmentos de segundos ese timbre ininterrumpido, monótono, incansable, que nadie, nadie, nadie va a atender.
cinq
Si me hubiese sido posible el menor movimiento, le habría aplastado el cráneo a ese tipo con mis manos, ese que probablemente habría estado sentado a dos pupitres míos en la secundaria, que me hubiera vendido un helado la semana pasada, o fuese camillero del hospital donde muriera mi abuela. Todo el radio de visión que comprendían mis ojos empañados era la parte de abajo del carro, la tira roja que colgaba del tubo de escape y los pies de B, sus uñas también rojas. La mayor tortura era la impotencia, el sometimiento aturdidor de pesadilla, la desesperanza inmediata.
Habrían pasado objetivamente tres minutos, todo el tiempo del mundo, todo el tiempo de una vida humana, cuando la primera patrulla iluminó la Calle con la luz larga.
Había doblado por la esquina sin darles tiempo a reaccionar, alguien probablemente y después de todo se había atrevido a llamar, a tener un ápice de responsabilidad en medio de la muerte silenciosa del barrio. El alivio profundo fue sofocando la ira profunda lentamente. En cuanto me sentí libre corrí hacia B, tumbada cuando fue dejada por el tipo, que ya tenía a los policías arriba cuando quiso mandarse a correr.
La soltó y B se desplomó, cayó desmayada, inanimada, en el granito negro parecía un dummy roto, desvencijado. Un policía se acercó. Trató de tranquilizarme y molestarme con preguntas estúpidas. Tendría unos cuarenta y los ojos serios, casi tristes. Quiso separarme de B cuando vio lo mal que respiraba, la tez transparente, pero no pude soltarla. Nos dejó así y se alejó de nuevo a la patrulla, parqueada en el medio delante del Nissan. B pareció reanimarse, miró mis pies y se abrazó más a mi cuerpo. Pude sentir sus latidos perfectamente acompasados, respirar a su ritmo, nervioso pero apacible. Me alegré de su ser dicotómico en las peores circunstancias, por encima de cualquier cosa. Vi que no era más frágil que yo, quizás mi fuerza era menor incluso.
Otra patrulla llegó en dos minutos a recogernos, nos enteramos de que no los tenían a todos, nadie sabía cuántos eran. Hicimos la denuncia en la estación de Zapata, muy rápido, sin reparo, sin pensarlo nada, sin tener en cuenta el peligro de los tipos sueltos, que nos reconocerían en algún otro momento, que estarían al tanto de nosotras, sin sentirnos más libres que antes, sin quitarnos ningún peso de encima, más bien con algo de muerte. Tantos otros. Todos. El calor de la mano de B en mi mano era más de lo que hubiese esperado hacia el final de la noche, al final del miedo. Este calor era lo menos ficcional, era un calor reparador, reconfortante, reconciliador con todas las cosas. Nunca hablamos de esa noche, nunca tecleamos tampoco ningún punto final, nunca cerramos nada. Creo que preferimos esperar una coda pendiente, un tiempo perfecto, imposible, nunca le dije a B el sonido sensual de la flauta oriental, o la tira roja. Casi al final nos dimos cuenta de lo lejanamente absurdo que podía ser darle vueltas a un pasado que podía acomodarse difuso en la memoria, como una mentira nunca dicha o nunca descubierta. La invención de una mente paranoica. Más nada.
un
A ver, pones la boca en u y dices i, esa es la igrek, la y griega, así es como pronuncias la u, de tortue…
Turtulutú-chapeau-pointu!
Repite avec moi…
Huele bien, tu pelo.
Ya, deja, dime, tú, ¿duermes desnuda?
Pronóstico horario
o Nosotras las durmientes
(fragmentos aleatorios)
How
does it feel
To be
without a home
Like a
complete unknown
Bob D
hora blanka
Mantener la horizontalidad. Aspirinas de dos en dos a lo largo de la tarde, cuando hayamos despertado, y levantemos -logremos- nuestros cuerpos y ánimos y adoptemos una posición más vertical, necesaria apenas, una perspectiva enderezadapenas, para nuestras vidas resaqueadasss, rutinariasss. Acomodarse luego un poco el pelo dentro de cualquier cosa de color preferentemente oscuro para evitarnos la jodedera de estar combinadas ni un carajo. Las extravagancias quedan mejor estando sobriassss. Nítidasss y no borrosasss como después de tanto vodka, whisky, cerveza caliente. Gafas. Imprescindibles. Bien oscuras, o rojas, salvadoras de la cruel luz del sol… oh2oh2oh. Sobre todo desechar ideas tan gastadas e inútiles como las de alguien-ha-intentado-taladrarnos-el cráneo-durante-el-sueño, o peor, ratones-perdidos-queriendo-anidar-en-los-rincones-allá-arriba. Odiamos eso. De verdad. Y atrapar cierta calma en una tacita de café humeante para cuando nos, no, te de por demostrar tan a tu manera magistral ese egoísmo autista que te sale en las mañanas, pero incluso se extiende en tardes así, esa manía caprichosa que se te agudiza y tiende a hacerte insoportable, estoy siendo eufemística. A mayor grado de alcohol mezclado en sangre, y menor tiempo de sueño, ecuación fatal para nosotrasss, animalitos de almohada, ahuyentadoras de cualquier luz matinal. Bichos de las sombras, las luces a medias. Enemigas del Día. Blanco. Sin matices. Ventanas-reflejos escapando entrecruzadas por el techo. Alejadas de las calles asoleadas, el viento de mar durmiéndonos con las notas de esos tubitos de metal que cuelgan de tu lámpara. Y también un poco de frío, a veces, menos debajo del edredón. Cuando te muestras tan intencionadamente perversa es cuando más placer asoma a tus intensos, insondables pozos húmedos, léanse ojos negros. Lupas de la jerga. Autodestrucción contenida. La crueldad casi siempre es divertida, ¿verdad? Puede llegar a serlo mucho. De más. Tu propia habilidad para racionalizar tus malas acciones te hace creer que todo el mundo es tan amoral como tú. Bueno, está bien, retiro eso. Según D.C. es una especie de egoísmo profundo, casi autista. Aunque… hay que reconocer después de todo que llevas tres días alimentándome, quién sabe con qué malignidades ocultas, y te ves muy bonita con esas ropitas que te pones. Mua, blanka, beso telepático.
hora moi
Interrumpí en la puerta con la apacible confusión de esas muchachas despistadas que equivocan horarios clase a menudo, refrescantes en la entrada de las aulas, maravillosamente aturdidas, despertadoras a medio bostezo de la clase dispersa o semiatenta. Hipnotizantes, tantas veces esperadas y cuestionadas acerca de qué color serían las sayas a las rodillas o qué tan largo les caería el pelo por la espalda, denuda o cubierta según. Me pregunté si habría cumplido más o menos con sus expectativas, si habría calmado su aburrimiento, más menos que más. Esas miradas inesquivables, fijas, eran mi alivio en las llegadas tardes. Todos esos ojos inescrutables. Calor. Un mar de abanicos detenidos momentáneamente en el aire.
Pomos alzados, vaciados, de líquido obligatorio por indispensable.
Mi cabeza daba unas punzadas violentas, de una agudez insoportable a ratos.
Traté de nadar en una nada espesa. No pude.
Me puse a garabatear en mi libreta. Mirando a la pizarra. Como una autómata retorcida. Pensé en mi incapacidad para crear historias, hilvanar acciones en vez de divagar, mostrar más en vez de dilatarme en reflexiones inútiles, afrancesadas según Carpius. En mi lenguaje odioso adjetivizado hasta el colmo. En mis personajes nebulosos, obnubilados.
Te encontré esa mañana brumosa al salir de clases, cogiendo botella frente a la Plaza de San Francisco, lejos de las palomas, en el paso peatonal de la Lonja del Comercio. Le pregunté al primer ventanillas cerradas que se detuvo frente a mí, golpeándole al cristal con nudillos discretos, el tipo dijo que sí, y te llamé con un movimiento de cabeza. Corriste y te sentaste a mi lado con un gracias tímido, irremediable; hola te dije, me llamo L, ¿tú?, en lo que cerraba la puerta. El aire acondicionado provocó un alivio inmediato. blanka, con minúscula, qué bonito, dijo el tipo, ¿adónde van? Por todo Malecón, hasta donde usted llegue. Unas gotas de lluvia activaron el parabrisas y quedamos rodando en silencio.
horamar
Obnubilar. Avenida del puerto. Los elevados. mar y yo. Carriles encima de nuestras cabezas. Cámara en mano todo es atrapado por el lente. O la lente, que femenino suena mejor. Me vas a decir por qué no te gusta la segunda persona. Así que Marguerite Duras, autoexpresión, no comas mierda, ¿estás hablando en serio o en sirio? Mira que te gusta cretinizarte, más. En algún momento nos iremos, no es necesario desmayarme todavía delante de ningún carro. La desventaja aquí es la falta de semáforo, qué sería de los botelleros sin los semáforos. Los ahuyentas con la camarita, ¿no sabes que hay personas que se intimidan, que prefieren conservar su anonimato y sus rostros ajenos a cualquier mirada, al mundo incluso? Somos extranjeros. Lindísimo el mar. Liadísimo. Este sitio se ve bien a todas horas, de día, con niebla, amaneciendo, soleado, lleno de nubes negras, en la hora mágica, de noche. ¿Me quieres sin querer, como al descuido? Tonto. Vas a llegar temprano por primera vez en muchos días después de conocernos. Gimnopédicamente, tan simple, tan perfect. Cuánto tiempo tardarían tus dedotes en aprender las teclas necesarias para tocar lo más sencillo de Satie, si llego a enseñártela, la gimnopedie que te gustaba antes de yo saberlo, antes de que supieras que yo me la sabía. Cuánto en olvidarla, en caso de aprendértela. Es difícil, vernos, bien. Entendernos, cada uno. Sin enredarnos, más. Naïve. Actorcito figurante. Así que te lo inventas todo. Dime. Qué es, qué vas sintiendo, por qué te molesta no saber. Tanto. Tengo tu voz en el oído izquierdo. Mmm. ¿Aclararlo todo? Ya. Prefieres los tonos iluminados, claritos, los colorcitos tiernos. Vete al carajo. Allez á la merde. Descannabinolada, sobria y descafeinada. Total que sigue pasando el tiempo y una sigue siendo la misma, la misma boba. Con catorce, dieciocho o veintidós. Da igual, los años pasan sí, y la vida también, se va, y veinte años es toda una vida, coño Gardel, no seas ingenuo. Para colmo un hilo de sangre me corrió por la entrepierna, no hay mal que por peor no venga, mierda. Cambiar-me. Hacer volar todas las partículas. Quedármelas viendo por lo menos con detenimiento, como pintando musarañas en un pizarrón un domingo por la mañana. Ir-me. Desenca(ra)jar-me de todos los afuera. De todos los peligros inminentes. Como tú, tú, tú, te maté. Harta de ti, altamente excluida, lo mejor es comer, cualquier cosa, loquehayamano, después tomar un baño, luego del baño lo preferible sería una botella de vino, personal, en este triste caso, y si no hay vino, pues té, si no, helado, mucho menos probable en el pronóstico de lo posible, entonces, la leche con chocolate también sirve, (bevètepiuslaite!) o, por último, batido de platanito y trigo con vainilla, después de eso la mejoría anímica es inevitable, asegurada.
hora jaad
Algo. Expropiándome el mundo y haciéndote un guiño desde el otro lado del océano inevitable: otro cuartucho en Malecón: un pedazo de ventana y un –único- mar, o viceversa. Nada. Las más de las veces las olas no admitían que durmiera. Y cuando lo hacían era para soñarlas tragándose toda la vaga ciudad hasta su hálito cansado. Del otro lado de la Calle el pregoneo de pan, aguacate o girasoles me sacudía y levantaba de un tirón. Tenía que desempolvarme el alma y tirarla con el sueño por la ventana a la calle levantada ya desde hacía horas impensables, idas-sin-vueltas: el tiempo dilapidado y el ruido de los motores hasta el esófago. Todo demasiado inapropiado. Todo demasiado, ¿todo?
horacarpius
Te invito a que me invites a un café. Trastoco los horarios de sueño. Lo mismo estoy despierto de madrugada leyendo o dándole un poco al tecleo, que durmiendo hasta las cuatro de la tarde. Toda la semana he estado soñando que tengo que presentarme a un examen de matemáticas y estoy frito, al final suspendo por supuesto. Uf, qué pesadilla. Frente a la mesa un viejo zarrapastroso se queda mirándonos, un hilo de baba le cuelga del labio sin que se de cuenta, ni de lo que hay delante ni detrás suyo. No oye el ruido de la mosca en el aparato de aniquilación justo encima de su sombrero -lo más parecido a una cámara exterminadora que he visto, lo que para bichos-, ni ve el humo de la máquina de café. La enajenación es un principio de la sumisión. La apatía, la dejadez. La cobardía es la cosa más valiente que sé. Mi otra pesadilla, reiterada, es la del perro que me come los dedos de la mano, yo trato de desprenderlo de un tirón pero el cabrón sigue mordisqueándome. No sé cuál es peor. Vamos, acompáñame al Oro Negro allá abajo, a encervezarnos el encéfalo, otro poco. Tomemos, pues, que no hay más nada aquí, atiende pacá, la historia de estos tipos locos es una nueva teoría de expresión, un nuevo punto de vista ontológico, una mecánica que les permite entallarse con la posmodernidad, dinamitar, explotar sus estructuras pal carajo, esto es un pensamiento de peso, chama, aunque lo apliquen a la debilidad de lo cotidiano. La cuestión es coger lo creado desde la creación misma, la fuerza creativa es un rizoma material, y el escenario es la historia desde el año diez mil antes de Cristo hasta hoy. Lo moderno y lo posmoderno son rumiados y jamados, y vuelven para preñar una Hermenéutica –interpretativa, aclarativa, explicativa, exegética- del Futuro, son unos locos, unos anticipados. Qué bonito. La superficialidad del contexto en que la dramaturgia del futuro da la talla es de hecho ontológica, constitutiva y creativa, no trascendental, ni sistemática y no liberal. A ver, a ver, déjame anotar eso, necesidad de sentido, dispersión-de-tipo-evento-concepción-pesimista-y-totalizante-del-ser quebuscajustificarsasímismanloreligiosoperosóloncuentrapoyonlafaltemisticismolademocraciamovimiento-circular-de-la-experiencia…(rupturaen-laexpresión-desa-circularidad,enlacríticadelompírico,lóntico).
Hagamos rizoma, niña, maquinemos deseo. Crear es resistir, como diría jaad. Ya, hablando de sueños, yo era la anfitriona de una parrillada en medio, justo en el centro, de un campo de golf, si es que lo campos de golf tienen algún centro, yo detesto el golf, dichoseadepaso, y estaba en una cabañita de madera que había levantada allí mismo. En eso, y justo cuando me meto un pedazo de carne en la boca, cae del cielo un pedazo de yeso, que obviamente me da en la frente y me despierta. Lo primero es una gran sensación de amenaza, y luego, ver por encima de mi cabeza que mi techo se va a venir abajo en cualquier momento, muy probablemente ahí mismo. En toda la casa reina una atmósfera pesante. Corro a la sala, los pocos miembros que quedan de mi familia andan metidos por los rincones en las cajas de cartón donde guardamos libros para botar, que a veces cubren todos los espacios y no se puede caminar sino sobre ellas. También andan metidos dentro de los estantes de la cocina, junto a los potes de azúcar, sal, leche o chocolatín. No sé si es de día o de noche y tampoco sé por qué me da por pensar en eso ahora, que el techo de la casa se está cayendo. Siento más actividad sonora en el comedor y antes que pueda mandarme a correr a cualquier cuarto, el gato me pasa rodando por al lado y de un salto se trepa a mi cabeza, de donde tiene que salir volando porque libros y techo empiezan a caer estrepitosos por todas partes. Logro salvar el termo de café de mi madre y me encierro en el baño con gato y todo. Sorprendo colgado de la ducha a mi abuelo, con una cara de susto del coño de su madre, o sea, mi bisabuela Loreta. En el radiecito del clóset anuncian cierre de calles por derrumbes y por el desfile del primero de agosto, primer día de vacaciones, que los trabajadores festejan marchando por la liberación de las cinco de la tarde, consistente en liberar energía adicional, cinco horas más todos los días, sábados laborables y de trabajo voluntarísimo incluidos. Aprovecho que lo veo para contarle lo de la parrillada y la cabaña en el campo de golf, en lo que nos sirvo el café. Su desinterés me decepciona un poco y me voy a la sala otra vez, en donde los escombros ahora permiten menos aún el paso entre las cajas de libros para botar, con mis cinco tíos refugiados dentro. Me estiro y cabizbaja me meto yo misma dentro de una caja desocupada, encima del televisor. Saco mis pies y voy a mi habitación que todavía resiste. Busco debajo de la cama otra caja más pequeña para el gato, encuentro una pero cuando la abro un montón de murciélagos salen desbandados esquivando los pedazos de techo que caen como granizos alrededor. Se me nubla la vista y creo volver a despertarme, porque siento caer del techo violentamente otro pedazo de yeso, mucho más grande que el inicial, muy cercano a mis manos que se agitan fuera de la cama, como fuera del agua de una piscina muy honda, y yo no sé nadar, tampoco. Miro para arriba y todo parece en su sitio, al menos por el momento, bostezo largamente, me viro y caigo en otro sueño. Oye tú, estatuniña, ponme dos bucaneras más, que el tiempo es oro negro, cuál es tu onda, chica. Nadie debería trabajar. El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo, o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar. Brindemos por los proletarios del mundo: descansad. Menos mal que ni tú ni yo tenemos que levantarnos mañana temprano para nada. Viva el ocio productivo, vivamos para crear sin tener que trabajar para vivir. Mañana, que se joda. Proletarios del mundo, ¡descansad!
hora moi
Frente a mí los ojos-bolas-gotas del perro de una amiga. Negros espejos insondables.
Muy parecidos a los tuyos, ojos-alej. Marco tu número en el teléfono, inalámbrico, de mi amiga. Espero. Me sale una voz esperada. Cuelgo. En mi pancita la jarra de avena con vainilla suelta un humo oloroso. Mi pelo suelto se desparrama por la almohada, vertical. Suelta un olor a frutas, ajeno. Salgo.
Voy en un carro por Belascoaín. Miro sin ganas los derrumbes, el churre de los balcones sin sábanas, ni banderas. El parque de los locos. Monte. El Conservatorio donde pasé tres años, ni buenos ni malos, cuatro más bien, el lugar donde conocí la tristísima alegría de tenerte y no. Miro vaciada, viciada, el espejito roto que sostiene la mano grande de un mulato, que se afeita en un portal. Llego al mar. Es el límite. Siempre estamos bordeándolo o esquivándolo, siempre terminamos cerca. El tipo que maneja me obliga a oír un disco de Jennifer López. Es el precio. Todo el mundo se somete al otro. Todo el mundo maltrata y desatiende. Todo el mundo desespera, peluso. De esperar.
Imagino a Jennifer saliendo de un salto de agua, de perfil, escurriéndose el pelo con las dos manos. Estamos acostumbrándonos al horror diario. Por todas partes. Un chofer hijo de puta, una camarera despiadada, una muy mala película en un muy mal cine. Es el precio. Nos detenemos en 1458 de la calle Infanta. A dos cuadras ahora de la famosa Esquina de Tejas, destejada. Desde aquí se pueden ver las luces del estadio. Juega el equipo predilecto de los habitantes de esta ciudad. El camión de la basura se detiene ante la cafetería, cuchitril de tres pesos. Venden capitolios, unos panqués con un merengue en forma de cúpula encima, y habaneros, café con una bola de helado dentro. Todo un culto a este basurero. No nos queda sino desajustarnos, desubicarnos. Todavía más.
hora rizoma
Ser es ser percibido.
Como en La película de Beckett trato tonta de extinguir, suprimir la doble percepción.
(Expulsar a los animales, tapar el espejo, cubrir los muebles, arrancar la estampa, rasgar las fotos.) Lo espantoso es que la percepción sea de uno a través de uno, insuprimible en ese sentido.
El balance, sillón luyanero, que me coloca en suspenso en medio de la nada, como en La película de Beckett. Dijo alguien, seguramente Nietzsche, que preferimos todavía tener la voluntad de la nada antes que no desear nada en absoluto.
(Expulsar a los animales, tapar el espejo, cubrir los muebles, arrancar la estampa, rasgar las fotos.) Esse est percipi.
hora mezclada
Me dejé acariciar por el resplandor opaco de mi lámpara de noche. Lámpara manufacturada por blanka, pintada en acuarelas oscuras que a mar le parecían mal combinadas, en resultado un color sucio. A mí me encantaba. Sobre todo cuando lograban mezclarse tanto los tonos que no se diferenciaban unos de otros. El olor que dejaba el papel fino cuando se calentaba un poco era delicioso. Quería escribir un poco, así que hice chocolate para nosotras, bien fuerte como lo prefería blanka, que por su parte había escrito una historia de tres amigas que terminan desangrándose con un cuchillo después de fumar en una bañadera y tomar chocolate. Tales las historias suyas tan surrealistas y morbosas, fantásticamente tristes. Después de salpicársela más de rojo con unos cuantos comentarios por boberías del lenguaje y frases hechas o palabras repetidas puse The Cure y me senté a escribir acerca de mi madre, cuando contemplaba como una boba la explosión, roja también, del flamboyán frente al balcón en junio. Pero no me gustó nada como quedaron estructuradas las frases, ni las palabras que había escogido. Recordé a mar escribiendo sus poemas bolañianos y sus cuentos más bolañeros todavía. Le salían como agua. Escuchaba The Cure o al grupo de Michael Gondry, o a Tom Waits. A veces se iba con la laptoc al baño y hacía 5 poemas de golpe mofándose un poco del prolífico RF.
(hora es-casa)
Mi madre se paraba junto a la puerta del balcón y decía qué bonito se está poniendo mi flamboyán, como si no se acordara de que su flamboyán había sido extirpado de raíz hacía sólo unos meses. Ahora el cablerío de lo alto podría enmarañarse más sin esas ramas secas confundiéndolo todo. Primero podaban, cada año. Pero la solución tajante no se hizo esperar. Mi madre simplemente no podía acatarla.
hora escasa
Creo que las manos se me han reducido. O por lo menos el dedo meñique de mi mano izquierda se ha vuelto infinitamente minúsculo, tanto que casi parece tener una sola y frágil falange.
Empezar desde el principio es el absurdo, antes del absurdo: partir desde el absurdo hacia un absurdo mayor.
La cronología es falsa, toda sucesión de eventos es falsa y retorcida como el que se rige por ella. La Historia es el caos.
Luego, por cualquier parte se puede comenzar una historia cualquiera, insignificante, todavía menos importante es por dónde ha de recorrerse el camino, o desde dónde ni cómo trazarlo.
Así, en lo que trato de doblar mi pequeñísima falange, mis labios articulan la letra de un tema brasileño que se antoja ahora triste, pero es acaso alegre, ingenuo, acaso esperanzador. Amontonados en las paredes enteramente cubiertas, trozos desarticulados de memorias – trozos de memorias desarticuladas-, cada cual con una historia muda, semiofrecidos, inconfesables a las miradas ajenas e inocentes, tanto quéséyo contenido, fragmentos congelados, recuerdos muertos-vivientes, zombies macabros pasivos, almacenados en las paredes como fósiles de mariposas o bichitos de luz, fantasmales pedazos de tiempo dormido, recogidos en cachos de papel, detrás de marcos con o sin cristales, rotos, escondidos, mostrados sin el menor pudor.
Perversa, enferma costumbre repugnante y sádica de las gentes de conservarlo todo, de querer estar cerca de sus memorias inarticuladas, materializadas en tinta y color amarillento. Testigos enmohecidos, evidencia esquizoide y cruel del tiempo.
Morbosa manía de querer simplemente recordar, continuamente, retener los instantes perdidos, escandalizarse con la aterradora noción de la única existencia del tiempo presente, queriendo re-volver el tiempo pasado, arrancarse la postilla cicatrizante.
El absurdo rechaza el suicidio para mantenerse entre la confrontación de la interrogación humana y el silencio del mundo. Incierto.
Creo que soñé que mis manos se iban achicando, empequeñeciendo hasta el ridículo.
Me quise dormir por un rato.
Es como único puedo estar cerca de ti, alej. De-nuevo.
Pero pasarse la mayor parte del tiempo durmiendo en la mentira es sumamente aborrecible, en otra sociedad sumisa al orden, igualmente dormida.
Tampoco me preocupa demasiado. Casi nada.
Es imposible empezar por el principio.
Y poco funcional. Persistir en la idea de tristeza absoluta es crónico, dice Bataille.
El reconocimiento, indiferente por inservible, malogrado, del fracaso…
¿Cruel?: liviano, así es como te sientes, para mi pasmosa perplejidad.
Carcajada, mueca de espanto, arqueada de dolor, angustia de risa histérica, condición extrema de ahogo en un llanto viciado, ridículo, inevitable, impuro.
No sé, cómo decirte mi dolor, no sé…
Hay que saltar del lecho con la firme convicción de unas manos reducidas.
hora vacua
Mi mejor tiempo es cuando no estoy haciendo nada. No tener que hacer nada de nada.
Y eso incluye-incluso la formulación de planes. El trabajo es el mal mayor.
Va contra todo deseo natural. carpius lo sabe.
Mi habitación es un mapa personal, un mapa de mí misma, como un cuerpo, o un pueblo derruido. A veces demasiado viejo, carreteras olvidadas y ciudades sin nombre, peligrosamente invariables. Me pone triste de vez en cuando. La casa mientras más desvencijada, más resistente. Sólo me he dedicado a aprender a no esperar, tampoco, nada. Bajo ninguna circunstancia. Demasiados placeres permitidos efímeros, descabellados, adorables. Desmedidos en su poca duración. Como casi siempre, y a costo de la escasa libertad, el caos es atraído de un modo sorprendente, bien recibido, claro, como un nuevo orden, palabra odiosa. Encima de la lámpara de papel hice un árbol y lo llené de barquitos en miniatura, también de papel. Opacos. Casi invisibles. Me encantan. Nunca van a navegar en ningún mar, ni de papel.
Este cuarto es una máquina del tiempo. Museable. Debería cobrar la entrada o quedarme encerrada para siempre.
Cada cierto tiempo, cierto número de días que no me he puesto a calcular nunca ni para buscar algún patrón, tengo la necesidad impostergable de incomunicarme y aislarme de todo exterior. Desintoxicarme de tanto ruido y humo y sol. Y más que nada de la gente. Aunque aquí dentro me he preocupado bastante de mantener alejado lo más posible cualquier vestigio de luz colada por las rendijas, que dejan entrar la suficiente como para matizar un poco las cosas en las sombras, darles algo de color. Pero el ruido es un caso complejo en la ciudad. Sube como taladro, motor, altoparlante, timbre de bicicleta, silbido, grito lúdico o histérico o los dos. Rejas, latas, cláxones, trenes. Toda una orquesta. Producida por la gente. Como un borracho a pleno día –mi madrugada-, justo debajo del balcón improvisando un bolero a golpe de botella y alaridos impresionantes, que al lado de Maurice, habría que ver quién es más mínimal y magistral en el uso de recursos. Al menos Pink Floyd en un volumen adecuadamente alto me reconforta por las mañanas, cuando intento devolverme al sueño. Está tronando. Es increíble que vaya a llover. Qué bien, diría Carpius. El agua.
horamar
Something in the way, canta Nirvana. Por qué, porque todas las parejas se me antojan igual de ficticias, puro simulacro de apego forzado, desabrido, cariño torpe; la decadencia general de la ciudad impresa en sus caras conformes. Uniformes, sentimientos débiles, odiosos. Ciegos de calor y de sal. El mar, otra vez. En la playa la tristeza se diluye en el agua salada. Pizpireta -palabrita que extasía a jaad-, coqueteo con el primero que me dice cualquier cosa, descuido una sonrisa imprudente, últimamente estoy siendo menos arisca con los que quieren probar un mínimo contacto. Aunque esta gente me causa repulsión, me dejo llevar por la oleada colectiva de confianza. Soy como una niña, pequeña casi, recogiendo pedazos de caracoles y conchas con la idea estúpida de llevarte los más bonitos, entre piropos indecentes que acepto sin contemplación, en lo que ofrezco una mirada limpia y segura. Hago planes con mar para irnos a Santa Cruz, para Baracoa, para el fin del mundo, no tenemos inconvenientes… sólo conseguir algún dinero. Me habla lento, demorándose en cada palabra, contagiado con el agua pausada que me lleva hacia la orilla. Y yo le digo que sí, cuando quiera nos vamos, convencer a la blanki y listo. La playa dilata el tiempo, distorsiona, lo convierte en sal líquida, en mar inacabable. Tamales, frases gratuitas, escritas sin la menor prisa con una concha rota, paleticas cubiertas de chocolate derretidas como el tiempo, caracolitos recogidos envueltos en un pañuelo. How I wish you were here. Piedritas raras, leche condensada y galleticas dulces, arena y vino, terminado. mar quiere ir en busca de alcohol. Dice blanka que se erotiza cuando toma, mucho. mar siempre toma demasiado rápido, es envidiable su agilidad, su adolescencia. Su precipitación hacia los bordes. Yo quiero ir en busca de. Todavía no me curo. Pero ¿acaso estoy enferma? El sueño de un sol y de un mar, y una vida peligrosa… Me tendría que ir muy lejos, para tratar de extrañarte menos. Y botar todos tus casettes. Tengo tanto sueño. ¿Por qué te va mejor sin mí? ¿Por qué me ha de ir peor? Si pudiera dormirme para siempre… Todos los cuentos infantiles se basan en sentimientos ridículos adultos, patéticas nociones de una realidad romántica, idealista. Fueran verdaderamente infantiles de ser escritos por los propios niños. Lafasolrelafasolrelafasolrelafasolre lafaresilamiresilamiresilami.
horasueño
Seis de la mañana y hay una oscuridad completa y redonda cerrándose sobre mí. El gato araña la puerta y mi pezón por una extraña razón está endurecido. Hay pasos perdiéndose en la calle, tan cercana y ajena, un gemido largo, más lejos, un llamado lobuno de la madrugada, un indicio de algo, seguramente, alguna cosa inmediata, innombrable, impredecible.
El espacio hueco de un objeto-cosa desaparecida me hala la vista, estoy pensando en una respuesta que no origine nunca una pregunta, sale de mi cabeza como una burbuja enorme, que no llega a desprenderse del agua jabonosa. Mi subconsciente malabárico juega con el recuerdo de un alimento insípido, una lluvia calurosa, muchas patas juntas, diferentes.
Estar dentro del olvido mismo cuando se produce, un murmullo de voces imparable, un abrazo incómodo, las medias puestas, escribir desde el sueño, regresar a ratos, escuchar. Todo está ahí donde no se ve. En qué tenía que pensar ahora, en qué estaba pensando, tenía que haberlo pensado. Antes. Nunca. Antes de cerrar los ojos. De nuevo. Tengo frío y no sé cómo taparme, tengo ideas impermanentes, se pierden como el acorde de una armónica oxidada. Persiste sólo el perro que le ladra a un fantasma en la negritud, la niña doblando sábanas en un patio lleno de orquídeas trepadoras, una tos rápida. Una pena enorme. Más mosquitos. Un tumulto solitario en una funeraria. Muelles acomodándose. El sonido impreciso: en los escombros de un edificio muchos gatos. Ese es. Casi. El sonido impreciso. Imprevisible.
horaes-casa
Polvo. Hay tanto polvo. Todo el tiempo lo respiro. Lo quito y no hago otra cosa que levantarlo de nuevo un poco para que vuelva a caer sobre el piano y los libros y lo cubra todo una y otra vez y llegue a los pulmones y lo expire después y así tan siempre. Somebody new, somebody to love. Tus peines sur mon coeur et vos pieds sur une chaise. Una mancha se sale del cuadro. Llega casi a la pared, pierdo la vista vertiginosamente. No tengo a quien mirar ni qué de todas formas pero. Los ojos. Me caigo de sueño, desvelo, dormida muero de sueño. Marcas en mi cuerpo. Cada vez que me baño y presto atención descubro nuevas marcas: arañazos cerca de las nalgas, postillas que arranco una y otra vez y siempre sale mucha sangre, moretones de golpes sorprendentes por inadvertidos que parecen mentira y me provocan todo tipo de cuestionamientos, dudas, indiferencia y por último desconsuelo al fin y al cabo. Me apesadumbran. Mosquitos. Lleno de luz cada día este cuarto y ahí siguen, sedientos, aplastándose bajo mi palma ruidosa, inútil. Trenes. Otra vez los trenes. Las guaguas, los carros, los pasos perdidos de las gentes en la calle de noche, tarde. Pero sobre todo los trenes. Esos trenes que nunca dejan de pasar a deshora en la madrugada insomne, forman parte de la noche, de todo, como el reloj atrasado, como el radio y su Esquina del jazz, cita insípida para trasnochados. Como mi progresiva ceguera en las páginas de Kerouac en la tan poca luz. Como la propia luz de la lámpara amarilla de mi hermana en la habitación inmediata, como su voz en puro murmullo a veces. Articular las palabras para desarticular los sentidos, todo el significado, implícito o no en cada uno. El trasnochaje. La vacuidad de todos los momentos sin. La inanidad. Aunque no sepa quién, después de todo. Aunque tampoco espere, ni crea querer ver. La prisa. La demora. La espera. La ansiedad. La calma. Finitudes. Un día tanto tempo en derroche delicioso y al otro inalcanzable. La necesidad, la aceptación, la indeterminación, la conformidad. La numeración. Las obsesiones. La insalvabilidad. La certeza, la memoria, la inacción. Vaguedad. Artificio. Errores. Decadencia abierta en todas las cosas, a todas luces. Bajo el techo o el árbol. Pereza, lectura, regodeo, insatisfacción, narcisismo, pérdida, música. Cristales enredados con hilos del sonajero accidentado. Párpados abriéndose y cerrándose. Continuamente. Coltrane escupiendo frases incoherentes, inacabadas, cortadas. Fragmentación. La entrada del piano y el aplauso al saxo. Parálisis. Movimiento. Estaticismo. Importancia. Dibujo. La no-historia, no-acción, no-narratividad. Caminar en zigzag o en línea recta. O en círculos, caminar hacia, hasta, la casa. Mi casa. La radio. (Ah, por último, no lo olvide, por favor, no lo olvide nunca: Defienda la sonrisa.) A mal tiempo peor cara. Desánimo y más polvo. Quelqu`n. Tinta. Miles Davis. Morricone. Paciencia, madrugada, esterilidad, extrañeza. Callos en mis pies. Ganas de orinar, muchas, de lavarme los dientes, de oír silbar a alguien, para mí, siempre ganas de lo mismo. Cal arrancada de las paredes. Inmovilidad. Sed. Verticalidad. Alivio. Ruidos. Oscuridad. Gotas cayendo, bichos, miedo, gatos, ojos, beso, suavidad de la luz lunar, gotas de alcohol derramadas en el suelo, maullido, grito, llanto, madera que cruje en la puerta contigua de mi madre. Sus suspiros ininterrumpidos. Repetición. Ad infinitum. La mismidad.
hora café
Un intruso se sienta en mi mesa con el mayor descaro y pide una malta.
Me molesto un poco pero no digo nada, me limito a desplegar por toda la mesa entre los platos de las tazas y los dulces mis papeles y libros, mypersonalbelongins: gafas, llaves, pluma, libretica, monedero, carné de la cinemateca, pastillas mentoladas.
Antes mi mesa también había sido ocupada por Carpius quien afortunadamente y después de su primer expreso fue a sentarse en la mesa del fondo a leer y sentir achicharrarse a los insectos capturados por el exterminador eléctrico encima de su cabeza. Por sólo unos segundos quedo abandonada, sola y feliz en mi mesita. Cuando se va el intruso estoy tranquila. Todo es como siempre.
Manolo el loco escucha música en su walkman imaginaria y mueve la cabeza exactamente como un loco. Me dice que le aproveche señorita para que yo lo compre un pastelito, porque las torticas no le gustan y hoy los pastelitos están muy buenos, repite. Espero que llegue la hora de la película para cruzar la calle y entrar al cine.
El Vedado es un centro pequeño. Muestra de Buñuel en el peor cine de la calle 23, desde 12, 13 cuadras de camino hasta G. Voy hasta el parque de H, paso obligatorio para los estudiantes de periodismo y de la Alianza francesa. Tanta gente.
Como piojos que hay que rascarse dice Miller. Pero yo no me sé rascar, no así.
hora noche
Un olor a ron Refino transpirado, a transporte urbano a media noche, a saliva y cigarro Popular. No dejaba de mirarme y mirarme y decir cosas como ¿No ha pasado nada por ahí? o ¿No tendrá un fósforo, belleza?
Yo tenía a Henry para leer en un cacho de luz que me prestaban dos tubos de luz fría en el portal de la parada. No era mucha ni apropiada esa luz pero me servía para permanecer distante de aquel tipo y entenderme a solas con ese otro.
Sólo nosotros, y algún que otro delincuente buscando hacer la noche en las esquinas oscuras y tétricas del deterioro luyanesco.
Henry quería asesinar a unos cuantos, exterminarlos a todos aún cuando había chance, antes de que se hiciera demasiado tarde y el cáncer acabara extendiéndose por todo el planeta, el problema principal era salir de América, en todo sentido.
Sus descripciones a veces coincidían con mi realidad, ahora se daba el caso.
Amanecería y no iba a acabar de aparecer ningún ómnibus asqueroso, mortuorio.
El sudor alcoholizado era lo peor después del mal aliento.
Me senté un poco más cerca de la luz, más lejos del tipo.
La tela de la camisa que llevaba puesta estaba podrida, sucia.
Trataba de pasar página tras página sin levantar la vista para divisar si venía algo.
No había mucho tránsito, una ambulancia paró en el hospital y dos hombres bajaron una camilla, después una patrulla silenciosa dio varias vueltas a la manzana. Nada más, nada menos, nada.
A la media hora pasó la primera guagua, no me servía, volví a sentarme disgustada, abriendo el libro en cualquier página.
El tipo seguía allí, tampoco se había montado. Esperábamos la misma ruta. Con una paciencia oriental y ensimismada.
Había puesto su cabeza entre las piernas, las piernas un poco estiradas, respetando la distancia entre los dos.
Se lo agradecí muda y leí un fluído extraño y delirante de palabras amontonadas sin el menor tino usualmente comedido y tan felizmente económico de la prosa americana.
A continuación de aquel lapsus histérico vino por fin la estúpida guagua.
Respiré aliviada y guardé el libro. Conseguí sentarme en el asiento más oscuro y que el tipo se perdiera a mitad de ómnibus entre lugares ocupados en su mayoría por los adolescentes enajenados como dummies semidespiertos.
hora escasa
Me puse a leer correos viejos que colecciono, como muestras al azar, fragmentos de tiempo congelados, en su tiempo significativos o quéséyoquésécuánto… lo cierto es que me puse triste, aunque no sé si era la música que estaba escuchando: Pequeñas anécdotas sobre las instituciones, justo El Show de los muertos, y también había estado leyendo demasiado a H. Miller. Tanta mierda.
Fui a prepararme un batido y hubiese querido batirme yo también de ser posible, condensarme un poco, espesarme con bastante leche y endulzarme con miel o edulcorante. Tenía que conseguir dormir en algún momento. Tenía que contestar esos correos en algún que otro lugar del tiempo imparable y lento de mis jornadas insípidas.
El tiempo es mantequilla, decía un amigo. Un chicle, un estado placebo.
Gente dejada de lado. Gente desconocida. Todo el mundo era alguien distinto que nunca me iba a ser mostrado ni de lejos en tanto no se diera cuenta de sí mismo que es como decir neverinthislife. Escachando los relojes se puede lograr matar al tiempo, con un martillito, y si después le untamos un poco de mantequilla por encima... lentamente traspasé el espejo.
hora carpius
Entonces decido no dormir más, o mi cuerpo lo decide por mí, y así me evita la molestia. En el colmo del desvelo insomne, se me ocurre ir a bailar, pero como no he dormido nada mi cuerpo está cansado, débil cosa, y aprovecho pa escribir to esto mientras escucho al Charly, y pinto hojas en el Paint, que a ratos me hacen cabecear y en eso llega Carpius con su cuento de turno, sus personajes de turno, su vida de turno: ahora juega dominó con unos viejos viciosos que apuestan diez pesos la partida en una azotea por el Malecón, cada madrugada. Le dan café y pan con mantequilla y a veces consigue irse con cien tablas en los bolsillos.
Hicimos té dos veces, y a la segunda salió con que segundas partes nunca fueron buenas… Narró la muerte de un anciano de 90 años que andaba husmeando debajo de un balcón en derrumbe en la Habana Vieja. Qué mala suerte, bromeamos sobre la historia de vivir tantos años pa morir aplastado por un balcón mugriento de una ciudad de arena. ¡¡Qué horror!! , exclamó Carpius, con doble signo de exclamación, enfatizando sobre todo el primero. Además contó que estaba trabajando, vendiendo discos en el barrio chino por las noches antes de irse al dominó. No podía imaginarlo trabajando, aun vendiendo discos o yerba o cualquier cosa, él no estaba capacitado para ganarse la vida con el sudor de sus manos, a menos que fuera en el juego, claro.
Después se metió toda la madrugada en el sillón viendo la retransmisión de los programas diurnos y de los juegos panamericanos en Brasil.
Pensé una vez más lo bueno que sería tener una camarita digital conmigo, pero como no había me fui a leer a la Atwood y a quedarme con ella en la superficie de sus páginas hasta dormirme pal carajo. A cambiar los relojes coño. A caminar, fucking time, fuck your self! Qwelkj sdlkj sdupioerl k wsza ..lkp odf , algo así ininteligible debo haber soñado que estaba diciéndome tadavía Carpius.
hora vacua
No puedes escribir con el estómago lleno, o vacío. No se puede con sueño, ni despiertos. Ni triste ni aliviada o satisfecha. Si te duele alguna cosa hay que esperar a que se pase. Si apura mucho, ralentiza. Y si no encuentras la manera espera un poco.
Cuando te descubres aterrorizada ya estás fracasando. Trata de permanecer y si no está en tus planes sumergirte porque no quieres, flota en la superficie por lo menos, algo es mejor que nada. Si no puedes comer de tan cerrada la garganta, pasa la lengua por la palma de tus manos y revuélvete un poco el pelo. Siempre ponte algo limpio y llena tu cuerpo de crema hidratante. Prepárate el mejor desayuno y memoriza todos los amaneceres que puedas, con todos sus resplandores y chirridos. Si hace mucho calor despójate de ropa, camina descalza, salta suiza, hazte los mejores batidos de fruta. Si te vencen las ganas de ajedrez visita a tu padre, de vez en cuando. Toma bastante agua si la resaca es perdurable y poderosa. Elimina en la medida de lo posible todos esos bostezos innecesarios, todo el aburrimiento acumulado. Escribe a tus amigos, no cuesta tanto. Revisa las tareas pendientes aunque te de tanto asco. Limpia los espejos. Ve al cine tres veces como mínimo por semana. Inventa pretextos para no quedarte en casa si no es para leer o para hacer algo creativo. Vigila que tus pies no se ensucien demasiado cuando camines las callejas polvorientas de tu ciudad ruinosa. Escucha toda la música que puedas. Mantente leyendo, recopilando muestras al azar. Acuéstate a dormir siempre que lo necesites, sobre todo si es día de celebración nacional. Aléjate de todo lo que lleve rotulado nacional como medida preventiva a una irritación profunda. Acaricia todos los gatos que se dejen. Recuérdale a las personas fotofóbicas que los indios americanos pensaban que las cámaras les iban a robar sus almas. Húyele a las quemaduras solares a plena tarde. Suaviza tus manos. Si tienes sed o hambre, saca la lengua y lambe, no, come y bebe lo que encuentres, pero sin pasar mucho trabajo. Recuerda que a pesar de la sequía la tierra se mantiene colorá. No ignores demasiado, y si sabes mucho no te angusties, no te mates en matar el tiempo porque es tu muerte la que espera. Demasiada radiación, diría Mann. Como sea, ten presente dónde estás, todavía, respirando polvo.