Hay un tipo muerto bajo mi mesa. Es mesa de comer, así que supongo que el nazi no puede quedarse mucho tiempo por allá bajo. Y no puedo invitarlo a cenar porque, ya se sabe, está muerto. Tampoco puedo comer con el cadáver bajo la mesa, porque la comida se llena de moscas, libélulas, y gusanos gordos y azules como el brazo de un niño recién nacido.
Todo un dilema nazi muerto bajo la mesa.
Habrá que esperar a que pase el camión de desechos a ver si logro hacerlo pasar de contrabando. No sé si pueda. Es grande y fuerte y gordo. Constituirá un excelente campo de juegos para gusanos y criaturas afines.
Habrá que hablar con los del camión. A ver que dicen. A ver si no son nazis también y corren a denunciarme a la Oficina Central. Por cualquier descuido te mandan al campo de concentración, a sembrar papas y limpiar baños gubernamentales.
No hay peor ciego que el que no quiere ver, pienso. Tal vez lo del camión no sean ciegos. Tal vez sí y todo mejor, porque de esa manera puedo pasar el cadáver de contrabando sin problemas. Terminaría el nazi muerto en el basurero municipal, pasto para moscas y tábanos y gusanos gordos y azules como pesadillas de niño chiquito.
Mientras tanto, sigue bajo mi mesa. Podría enterrarlo en el patio, pero no sé si pueda arrastrar el cuerpo hasta allá. Tendría que ayudarme mi mujer. Habría que esperar hasta el anochecer, porque si te cogen enterrando un nazi a plena luz del día, te ponen una multa que no hay dios que la pague. Y si no pagas la multa, te mandan a los campos de concentración. A sembrar papas y limpiar baños gubernamentales.
Mi mujer está en el trabajo. No regresa hasta tarde. Cuando vea al nazi bajo la mesa va a poner el grito en el cielo. Va a despertar a los vecinos. Alguien va a llamar a la policía y nos va a denunciar. La cosa se va a poner mala. Voy a tener que intentar deshacerme antes del cadáver, por todos los medios. Mi mujer no quiere hacer daño, y sé que me ayudará con el entierro y todo, pero va a poner el grito en el cielo y no quiero líos con los vecinos. Mucho menos con la policía.
Si la policía viene y te coge con el cadáver de un nazi bajo la mesa puedes pasarla bastante mal. Te meten en el calabozo unos treinta días y después te mandan a proyectos de interés comunal.
En conjunto, los nazis son tipos bajos. Nocivos y despreciables. Tratan mal a los demás. Te mandan por cualquier motivo a los campos de concentración. Si te portas mal, te dan cincuenta o sesenta latigazos delante de los demás presos y, si te portas aún más mal, te meten en los hornos colectivos como pastel de navidad. Tipos malos los nazis.
Este de aquí quería llevarme a un trabajo voluntario. Le dije que no. Trató de convencerme, pero yo igual le dije que no. No quería ir a ningún trabajo voluntario. Esto constituía la situación más peligrosa del mundo: si le dices que no muchas veces a un nazi, entonces te manda como represalia a un campo de concentración. Sin darte tiempo a pensarlo, puedes acabar con cincuenta o sesenta latigazos tatuados en la espalda o, peor aún, metido en uno de esos hornos colectivos como pollo asado.
Trato de meterlo en bolsas de polietileno. No puedo. Es grande y gordo y pesa demasiado. Le aflojo el cinto y le quito todas sus condecoraciones de militar glorioso. Aún así no cabe. Tendría que picarlo en pedazos y no sé si quiera hacer eso: el riesgo es demasiado grande. Si te cogen picando a un nazi en pedazos pueden mandarte al pelotón de fusilamiento. Terminas en la Televisión Nacional, atado a uno de esos postes de madera, dos o tres balas trazadoras picándote las entrañas. Tal vez la pena sea menor si te cogen picándolo por la noche. No sé. También pueden no cogerte. Aún así, es mejor no correr riesgos. Los vecinos pueden olerse el asunto, y denunciarte a la policía. Puedes terminar pasándola verdaderamente mal.
Pongo las condecoraciones y el uniforme en una de las bolsas de basura. Aún queda espacio para más, así que pelo unas cuantas papas, las pongo a hervir, y echo las cáscaras en la bolsa.
Aún sigue quedando espacio pero, por el momento, no sé qué más echar.
Claro, también lo podría enterrar en el sótano. El suelo es de tierra blanda, y ya he enterrado cosas allá anteriormente. Cinco o seis perros que se murieron de viejos. Mi mujer no sé si habrá enterrado algo ahí. Pero si entierro al nazi en el sótano, el olor en verano será insoportable. La casa se llenará de cucarachas y otros bichos raros.
Lo mejor sería ir al supermercado para comprar bolsas más grandes. Así que allá voy y, en la sección de artículos domésticos, cojo cinco o seis bolsas talla extra porque a lo mejor una no me alcanza para el cadáver grande y gordo y fuerte; y paso por la sección de alimentos para coger también unas cuantas pechugas congeladas de pollo.
De regreso a casa pongo a descongelar las pechugas de pollo y meto al nazi muerto en una de las bolsas. Esta vez sí cabe. Me siento a esperar que vengan los de la basura. O a esperar a mi mujer. A ver quién viene.
Una de las condecoraciones ha caído al suelo. Es una pequeña estrella de plata. Brilla en el suelo, medio oculta por la pata de la mesa. La recojo y la miro. Me la pongo en la solapa. Se ve bien. De todas formas, me la quito rápido, no vaya a ser que alguno de los vecinos me vea por la ventana o por la puerta entreabierta y me denuncie. No sé cuál pueda ser la pena máxima por usar condecoraciones de nazi muerto. Y más si el nazi en cuestión yace envuelto en una bolsa de basura bajo la mesa de comer. Podría acabar en un campo de concentración sembrando papas y limpiando baños. Podría acabar en un trabajo de interés comunal, sin opciones para salir días feriados. O en el pelotón de fusilamiento, con una mueca congelada en el rostro mientras las balas trazadoras entran una dos tres en el vientre y desgarran limpiamente las entrañas.
Raúl Flores Iriarte (La Habana, 1977)
este texto se incluye dentro del primer número de la revista literaria La Noria, presentada este jueves en La Torre de Letras por los escritores provenientes del Oriente del país José Ramón Sánchez (Guantánamo) y Oscar Cruz (Santiago de Cuba)
Torre de Letras, espacio de la poeta Reina María Rodríguez (Azotea del Instituto Cubano del Libro. Habana Vieja)
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