Pudiera ser que se hubiera vuelto, no, que estuviera total y jodidamente desquiciada. No en parte, ni algo. Sino totalmente. Maldita loca. Es importante aclarar este punto para que se entienda. Bien. No a ella, ni a mí, sino más bien a la situación, entera. La cosa podría ser, dándole una vuelta pero sin distanciar mucho el ángulo, que sencillamente no me soportase. Y esto, habría que admitirlo, era una postura mutua.
La otra noche trataba dejugar a que me cogía por el cuello y me tiraba contra la puerta de la habitación contigua, la de mi madre. La otra habitación contigua es la de ella precisamente. Si se le da tratamiento de juego a todo el asunto no habría que molestarse en escribir ninguna historia. Pero no se le da. O no se lo doy y punto. No era un juego. Ella me odia. Y yo… no es que la odie pero me cuesta tolerar a las personalidades violentas y agresivas cerca de mí. Es terrible tener a una persona peligrosa rondando por ahí. Y más si se trata de alguien que vive al lado tuyo, puerta con puerta. Mucho se ha dicho de las suegras y de las madrastras pero nadie ha hablado de las nueras. Pues son igual de maquiavélicas. De una malignidad profunda puedo asegurar. O si no, de un desequilibrio pronunciado. Una locura llamativa. Un desajuste alarmante. Está loca, en fin, está absoluta y completamente loca. ¿Es esto lo que ocurre? Pero también me detesta y entonces tengo que admitir, consecuencia o no, que nos detestamos. Esto es casi todo. Cuando estaba contra la puerta y su mano me apretaba con la firme convicción de un asesino o de un loco, me pregunté en qué pararía todo. Si en realidad se atrevería llegar a los extremos, al límite del no reverso. Quizás si no hubiese habido algún testigo. Quién puede asegurarlo. Pero había. Estaba mar presenciándolo todo. Aterrorizada. Fatal como siempre. Enmudecida de espanto etílico. Y la verdad es que yo también estaba muy borracha. No muy pero bastante. Lo suficiente para no asustarme demasiado. Esa no. Pero con tales reacciones no se necesita del alcohol, o en el mejor de los casos, es más prudente que la persona en cuestión permanezca lo más sobria que pueda. Más prudente para los demás. Por supuesto. Para esa lo más aconsejable sería que se controlara si estuviera en sus posibilidades lograrlo. Si no existiera la opción de coger por el cuello a la persona que les saca de quicio o las molesta, como primera demanda. Si pudiera ser capaz de no ser tan peligrosamente histérica. Y si no tuviera tanto miedo de exponerse a los demás. He de añadir que normalmente esta persona no es afectiva nada más que con unos pocos familiares cercanos y como es lógico con su pareja. Fuera de eso, nunca deja que se le acerquen ni para el habitual saludo del beso en la mejilla y mucho menos del abrazo.
*
Mi habitación dejó de ser la acogedora aunque caótica estancia de siempre para convertirse en un burdo campo de batalla. Pequeños vidrios dispersos por el piso hacían imposible que nuestros pies martirizados tuvieran dónde pisar. Todas las cosas que cubrían la superficie de la puerta se habían caído también al piso y por todas partes, entre las latas de cerveza vacías y los restos del whisky derramado cuando el último de los vasitos de cristal se hubo roto, se esparcía un suave perfume de cantina que evaporaba los restos del incienso de sándalo que había encendido mar cuando llegamos. Creo recordar que ella sostenía ese último vaso cuando decidió cogerme con la misma mano por el cuello. De alguna forma todos los vasos terminaron hechos añicos por todo el suelo. Y por supuesto que yo fui la única resultante herida. La sábana de la colchoneta cerca del balcón empezó a mancharse de sangre cada vez que pasaba por encima. Mar daba cómicos salticos para llegar a donde yo y evitar que siguiera dando paseos nerviosos por todo el cuarto. Aunque, usualmente, mi cuarto sí parece el campo abandonado no de una batalla campal sino de un concurso alcohólico. Pero no siempre. En esta ocasión había diferentes tipos de bebidas ya consumidas regadas por todas partes, confundiéndose con todo lo demás.
- Si eres de los que prefieren los espacios vacíos, en mi cuarto podrías marearte.-Le acabé de decir con una semi-sonrisa semi-histérica a mar. Los ojos se le querían salir. Pobrecilla. Pero la seguí atormentando un poquito más: -¿Sabías de dónde viene la expresión horror vacui? -y traté de que esta vez no fuera sólo la mitad lo que asomara de mi sonrisa, menos nerviosa. –Pues de dónde salió, específicamente, no lo sé, pero viene del manierismo, antes de barroco o si prefieres desde los nazca, en las costas peruanas, pero al sur. Yo se la levanté al Lezama cuando hablaba entre otras tantas mierdas del homo vagus inconstants no me acuerdo cuándo, o sea, dónde lo leí… Y, ¿no eran los incas los que le temían a los retratos? ¿O los mayas? Bueno, alguna cultura indígena de esas le tenía espanto a que les cogieran desprevenidos y les congelaran en un dichoso retrato; justo como ésta tipa, que no soporta que le tiren fotos y es capaz de meterte la cámara por el culo si te haces el chistoso. Sí, la muy freudiana padece miedos irracionales y conductas agresivas injustificadas, de más está decirlo. Pero mar continuaba en el mismo estado. No se había movido ni un centímetro desde que me tenía a su lado y la aprehensión de su mirada fija como un alfiler en los vidriecitos regados por todas partes era más que alarmante. Como ya yo me había tranquilizado lo suficiente, ahora la nueva preocupación de ver a mar entumecida, congelada ahí en su inmutabilidad hermética, volvía a desestabilizarme.
– ¡Oye! –la zarandeé un poco para reanimarla, para que por lo menos hiciera un esfuerzo en atender toda mi perorata del vago lezamiano y los aztecas anti polaroids.
Porque si mar no me escuchaba quién coño iba a hacerlo.
*
Durante el llamémosle enfrentamiento -sólo que además de falso no describe en absoluto lo que pasó-, la música que se esparcía por el cuarto era también la más apacible. De hecho, yo por lo menos me encontraba envuelta en ella y a lo mejor por eso me fue tan penoso defenderme. Lo único que hice fue vaciarle en la cabeza toda el agua que quedaba en uno de los pomos que aplacaban la sed estimulada por el whisky -que como ya he dicho tampoco había sido tanto-, sólo cuando quedé libre de sus manos asesinas, después de unos quizás cinco o diez segundos. No más. Y propinarle algunos pomazos también en la cabeza pero sin fuerza ninguna, ridículos y tanto que toda la escena, incluyendo la estupefacción de mar en el medio de la habitación sin atinar a moverse y yo gritándole alguna barbaridad incoherente entre pomazo y pomazo a mi declarada enemiga, en la transición del susto a la exasperación; movía más bien a risa. Y eso era precisamente lo que la chiflada aquella empezó a hacer antes de salir del todo. Después que tiré la puerta a sus espaldas no sé si siguió riéndose, pero al poco rato se apareció por el balcón como un fantasmón a mascullar alguna cosa que no entendí porque empecé a gritar de nuevo la primera cosa que se me ocurría, si no muy desconectada, lo bastante mal expresada como para que no se entendiera que me refería a algo referente al territorio propio, la violación de privacidad y otras inconexas frases que nunca terminaban en un punto aunque no estuvieran relacionadas. Terminé cerrando todas las puertas a cal y canto. ¡Qué coño! No podía sentirme segura ni siquiera a las dos horas. Así que le dije a mar que me acompañara al Oro Negro de la esquina a comprar unas cuantas bucaneros. Todavía no amanecía. Era justo este momento del que dicen que es aún más oscuro. El aire se sentía bien, se sentía bien caminar junto a mar, que insistía en no emitir palabra, por aquellas dos cuadras oscuras, loma abajo. Después de la calzada un tren rechinaba y las luces de los semáforos intermitentes pestañeaban sin parar acompasándose a la fija de los carros que esperaban pacientes a que alguna locomotora pasara de largo y los dejase continuar. Compramos seis, pero mar afortunadamente no toma cerveza. Y como estaban en su punto, casi casi congeladas, me las fui tragando de una en una y a la quinta se me empezó a olvidar todo el asunto. Y caí en una somnolencia que el suave jazz ligero y reconfortante que inundaba mi cuarto, unido al sonido constante del ventilador y la mudez persistente de mar, pronto convinieron en un apacible sueño cuando el sol todavía no empezaba a empujar inútilmente sus radiaciones contra la hermética habitación.
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Cuando me desperté mi testigo en mutis había desaparecido. Y no supe en primera instancia si todo habría sido parte de un sueño extraviado en la memoria. Pero después todo fue llegando en relámpagos junto a los pocos rezagos de la resaca aniquilada en las nueve o diez horas que me pasé durmiendo. Ja, con que la novia de mi hermana había querido, no, me había cogido por el cuello y permanecía seguramente bajo el mismo techo, tan tranquila. Vaya. Qué hacer. Me acordé de una conversación con mi amigo alek, acerca de las personas violentas, y se me ocurrió la imagen de un perro que está tirado en algún rincón, y no quiere ser perturbado: pero de pronto viene alguien, probablemente el dueño, y le revuelve las orejas a sabiendas de que al perro no le gusta mucho que le hagan eso cuando está tranquilo, y zas: lo muerde, a su propio dueño. Un perro no debe ser muy consciente de la responsabilidad filial ni un carajo. Por eso la mordida es para comunicarse sin dejar lugar a dudas: no me molestes. Creo que la reacción de mi cuñada fue exactamente la misma. O si no bastante parecida.
Recopilo los extractos de recuerdos que me han permitido conservar el whisky y la cerveza del día anterior. No es mucho. Pero saco a conclusión que cuando ella decidió cogerme por el cuello fue porque la molesté seguramente, no revolviéndole las orejas ni nada por el estilo, pero a lo mejor diciéndole alguna verdad muy grande. O estropeándole algo el orgullo o tocándole en algún punto agudo alguno de sus múltiples complejos. Por supuesto todo esto no es más que pura y vacía especulación. Pero se siente bien formularla, aunque sea.
La cosa había ido por aquí. Ella trataba de extraerme algún tipo de información. No sé bien qué ni con qué propósito, pero su malignidad no tiene límites así que los propósitos tampoco. Hablábamos de Freud, creo, y yo mencionaba sin mucho interés que el tipo estaba frito, que en algún momento llegó a rezagarse tanto que simplemente sus teorías llegaban a ser muy estúpidas. Por supuesto ninguna de mis propuestas estaban bien argumentadas ni mucho menos, sino más bien escupidas de cualquier forma como para ofender al más pinto. Entonces ella empezó con aquello. Algo del inicio. El inicio de todo. De dónde venía. Qué significaba. Cuando me cansé le grité que el inicio no podía existir, partiendo de que todo parte de algún lugar, en donde a su vez ya todo ha empezado; aunque esto en sí se contradecía bastante. El caso es que empezamos una discusión absurda. Y yo ya mostraba síntomas de mi acostumbrada paranoia, exaltada con el alcohol, el que tarde o temprano me la estimula: siempre hay alguien que trama algo contra mí, alguien que me quiere sacar información… y esto del método aristotélico entonces fatal para mí porque los interrogatorios son una de las cosas que más rechazo en este mundo. No tolero que alguien me cuestione mucho nada. Me pongo que crispo, y aquello de las preguntitas filosóficas se había ido un poco de las manos. Terminé expulsándola, botándola de mi cuarto. Y con todo derecho, puesto que no estábamos si no en mi espacio. Y este fue el detonador. Sacarla de ahí. De esa forma. Intentar que se fuera y no de la manera más sutil. Ya sé que no soy una autoridad en materia de diplomacia. Reconozco mi barbarie. Y a cambio obtuve otra. Quizás, pensé más tarde, lo que había tratado de hacer con eficacia era marcar de una vez el inicio de una guerra entre nosotras, definir con exactitud y para siempre la poca simpatía que hasta ese momento me(nos) había(mos) tenido. Aunque bajo aquella descarga de adrenalina se hubiera dicho que nadie podría pensar ni actuar objetivamente. Desperdicio de euforia. Pero, ¿quién había empezado? Y aún más importante, cuándo.
*
Pasaron los días. Las semanas. Los meses. Le había prometido a mar que trataría de poner en palabras escritas toda aquella historia. Si podía. Si me lograba sacar algo en claro. Aquí está mi intento. Escrito en dos largos y únicos intervalos de tiempo. Al final descarté la idea de que tuviera un plan pensado desde hacía rato para eliminarme. La de que estaba loca no. Poco después recordé algo de lo que había soñado ese día, tras las diez horas seguidas que había dormido: mi cuñada era atenta, amable, casi una persona cordial. Tomábamos té tranquilamente en mi habitación, rodeadas de música clásica y lámparas cálidas, y manteníamos una conversación de lo más afable, acerca de la ubicuidad y los egipcios, vaya a saber por qué, a mitad de una partida de ajedrez, ni muy aburrida ni muy interesante, entre mi hermana y yo. Aunque nuestros puntos de criterio eran muy diferentes todo estaba bien: ninguna levantaba demasiado la voz. Se podría pensar que era el espacio común de dos amigas, nadie lo hubiera negado. Ninguna parecía ajena a la otra. La comunicación fluía y se conectaba con todo lo demás. Nada podría haber amenazado la apacibilidad y naturalidad de tal escena. De alguna forma estaba fuera del tiempo. Y el tiempo en que transcurría a su vez era un tiempo muerto: nada empezaba y nada acababa: todo pasaba, simplemente, todo pasaba como si nada, como la cosa más normal del mundo. Esa fue, en el sueño, la última vez que nos recuerdo hablando.
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