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PODER, NEGOCIACIÓN Y LÍNEAS DE FUGA
Entrar, salir de la máquina, estar en la máquina: son los estados del deseo independientemente de toda interpretación. La línea de fuga forma parte de la máquina (…) El problema no es ser libre sino que encontrar una salida, o bien una entrada o un lado, una galería, una adyacencia.
Giles Deleuze, Felix Guattari
Al lado opuesto de la negociación, la moral de la enseña: rígida, como la moral misma, se queda “tiesa”. La enseña sería prueba aquí de que “falta algo” que sólo puede ser representado a través de ella. Región del negativo, del Gran Cero, la enseña está fuera de la vida: los partidarios de la enseña quieren “otra vida”. La enseña es moral (es decir, “falta de algo”) y por eso viene del miedo a la caída y conduce a él, que, a su vez, es experiencia de la Falta.
Combate reactivo aquel de la enseña: ella responde a la cuestión que establecen los amos, legitimándolos. La enseña, situada en el espacio de la simetría y del símbolo por el que vale la pena morir, está al interior del discurso de los amos. La rigidez de la enseñanza permite el juego del amo que es siempre el de la conquista – una invasión -, es decir, forzar un territorio cualquiera a someterse. Y el quedarse fijo hace posible un territorio conquistable, legitima la conquista (o conquisto o soy conquistado) Quienes son partidarios de la enseña están en la no negociación, en el discurso generalizador, totalizante, “verdadero”, están al interior del sistema lineal de los amos, es decir, no se desplazan ni desplazan el problema. Son partidarios de la territorialización, de las fronteras, de los límites, de los márgenes y son ajenos a la vida, lo que permite a la enseña a existir. Por eso, también es que la enseña es repetitiva en un sentido mecánico, es decir, es el retorno de lo Mismo.
Galileo es el ejemplo, por excelencia, de la negociación. Cuando su pensamiento lo arriesga a ser condenado, negocia su libertad. Frente al tribunal de la Inquisición opta por desdecirse puesto que sabe, secretamente, que “epour si muove”. Palabras enigmáticas si se quiere, aunque son toda una forma política de disimulación.
Ahora bien, hay dos figuras de la negociación galileana que dejan su importancia: desdecirse (no ser rígido, no quedarse fijo) y reafirmar, fuera de peligro, lo que ya sabe y de lo que jamás se ha “arrepentido”. Porque la negociación es, en realidad, no ceder nada. Pero en estas dos figuras aún hay cosas que considerar: se desdice sin ceder nada porque el desmentido pertenece a la región de las disimulaciones, y lo hace porque posee algo firme y sólido, que no es una espada. Reafirma lo que negoció (su propia libertad) o si se prefiere, disimulándose, diciéndolo sin decirlo. El modo de reafirmarlo es también negociación: hay una manera negociadora de reafirmar, de afirmación.
La negociación galileana es región de afirmación y reafirmación. De afirmación en tanto al interior de la vida concreta: no se trata allí de una libertad futura, abstracta, posible, sino de un hic et nunc. De reafirmación, porque negociando no sólo no se abandona nada, sino que, por el contrario, desplazándose se permite a lo que no se ha abandonado revertir la situación.
Galileo no es un mártir. El negociador es lo contrario de un mártir. Un mártir es aquel que se queda fijo y se muere para probar la verdad de su verdad. Porque un mártir es alguien que, en el fondo, desprecia demasiado la vida; la desprecia desde el momento que muere y quiere morir para probar algo que necesita ser demostrado por la muerte. Un mártir está siempre al interior del discurso de los amos (poco importa si, en última instancia lo quería o no), y los amos quieren mucho a los mártires. Lyotard: “El mártir dice: es verdadero ya que muero; mi verdad no es de este mundo (…) Los amos quieren mucho a los mártires, incluidos a sus adversarios. Pero la fuga de Protágoras hace pensar en aquella del joven Horacio: no se trata sólo de salvar su vida sino de poder darse vuelta y dar vuelta la situación”. Galileo, guardando la vida (“dándose vuelta”), conserva la posibilidad de revertir (dar vuelta) la situación, lo que está secretamente contenido en el “epour si muove”.
El partidario de la enseña, como se quiere absoluto, trascendente, rígido, no reconoce al otro más que como problema. Se quiere como absoluto porque designa un lugar, determina un frente, y por eso el mártir es la figura indisociable a la enseña. Nada de disimulación, nada de máscaras, sino que la transparencia de la “pureza”, la enseña implica estar en posición, frente a. Es un discurso lineal, unívoco. Determinado y por eso tiene que ver siempre con la conquista.
El mártir impone “su verdad” por medio de su muerte. El negociador dirá, utilizando “la fuerza de los débiles” de la que habla Lyotard: “Contentémonos de reconocer en la disimulación lo que buscamos, la diferencia en la identidad, el azar del encuentro en la precaución del componente, la pasión en la razón –entre los dos, tan extraños entre sí, la más estrecha unidad: la disimulación”. Es decir, el reconocimiento de la diferencia, de lo irreconciliable, de lo múltiple, de lo discontinuo, del movimiento “a pesar” de los amos.
EL ESPACIO DE LAS PEQUEÑAS GENTES
La negociación: no ceder nada a través de un desplazamiento del problema, pero, también, siendo campo de lo múltiple y de las metamorfosis –de lo discontinuo- ; es decir, siendo lo contrario a la determinación de lo fijo o de lo designado. La negociación, por eso, no será nunca lineal ni continua sino que equivoca y cambiante; es el espacio donde habitan “las pequeñas gentes”.
Reconocimiento de lo irreconciliable, la negociación no es ni moral ni pura y, al mismo tiempo, es todo y nada. Como no hay reconciliación se negocia. Los que buscan la reconciliación suelen ser los mártires: como no la encuentran buscan morir, manera de “reconciliarse” con lo irreconciliable. Pero manera, también de acusar la vida. En el fondo, la moral del mártir es moral de “lo que falta”, es decir, de la moral. Niegan la vida por una ilusión; del lado del resentimiento y del ideal ascético (en el sentido nietzscheano) hacen de la vida lo que ella no es: un Cero, una falta, un “ideal”.
La negociación dice que no hay reconciliación posible. El negociador está más bien del lado de los sofistas: no se apasiona más que por los medios. Así, en el reconocimiento de lo irreconciliable la negociación no es heroica ni grandiosa ni excepcional (palabras que siempre están en boca de los amos), sino que se la encuentra del lado menor de las cosas. Maquinación y disimulación –máquinas al interior de la máquina-, la negociación es opción de vida: la libertad puede experimentarse aquí y ahora como varias salidas o líneas de fuga.
Dicen que Diógenes “alababa a los que debían casarse y no se casaban, a quienes tenían que ir al mar y no iban, a los que debían criar niños y no lo hacían, a los que se preparaban para frecuentar a los poderosos y nunca los frecuentaron. Decía que había que tenderle la mano a los amigos sin cerrar los dedos”. Reconocimiento de lo irreconciliable, la negociación es también disimulación en el sarcasmo, de lo diluido en lo ambiguo, del “cambio de juego”. Así también dicen que, después de tomarlo prisionero y vendido, preguntaron a Diógenes lo que sabía hacer: “Respondió: ‘Mandar’ y grito al heraldo: ‘Pregunta quien quiere comprar un amo”.
Aquí tenemos lo diluido en lo ambiguo, el desplazamiento en el sarcasmo, el sarcasmo o el humor en la disimulación, y una vez más, el “cambio de juego”. La imagen del desplazamiento sería la de un pez venenoso. Deleuze y Guattari: “Producción de cantidades intensivas en el cuerpo social, proliferación y precipitación de series, colecciones polivalentes y colectivas”.
Al lado opuesto, la rigidez de los partidarios de las grandes palabras –de los metarrelatos- y que está estrechamente relacionada con la verticalidad del discurso de los amos. Por otro lado (o el mismo), los partidarios de la enseña no reconocen jamás la desmesura de la naturaleza –la “mesura” no está en la naturaleza, sino que es una noción “humana, demasiado humana”- y buscan la “normalidad” y el orden de las cosas en una verdad trascendente, unívoca, absoluta. Nada de “engaños” sino que posiciones “claras y distintas”, o bien, engaños en vista de un fin que todo lo justifica. El malentendido del poder está en decir que hay un lenguaje –una forma de vida- más allá de la vida misma.
Maquiavelo decía que un amo “debe saber a la vez combatir como hombre y como bestia”, y continuaba: “los animales de los que el Príncipe debe saber tomar las formas son el zorro y el león. El primero se defiende mal contra el lobo y el otro cae fácilmente en las trampas que se le tienden. El Príncipe aprenderá del primero a ser astuto y del otro a ser fuerte”.
Análogamente el negociador deberá conocer el punto de vista o el juego del amo, de tal manera de contar con un espacio más amplio donde negociar. Dejando de lado toda indignación (toda moral), el negociador se disfraza, también, de zorro y de león, pero entra en el simulacro metamorfoseado en un pez que “no va” a ninguna parte. Es un pez que se desplaza siempre y, por eso, desplazará el problema porque desplazándonos es que experimentamos la libertad como múltiples libertades paralelas; el amo nunca querrá la libertad concreta sino que la abstracción de la misma, lo que, de paso, le permite preservar su lugar.
El discurso del Poder –el Malentendido que utiliza- resulta de la proposición “todavía no”: manera de distraer al cuerpo social del “ahora” con un fin, en última instancia, inalcanzable. Se le desvía hacia una ficción que negando la vida legitima al Poder. Por eso, la negociación exige paciencia, y es aquí donde entra la noción de negociación perpetua.
El problema no está resuelto; porque no hay reconciliación es que no hay resolución. Sin embargo la salida existe en la medida en que la negociación es el reconocimiento de lo irreconciliable. Ejercemos la negociación porque no nos interesan ni los grandes objetivos ni los grandes fines, sino que solamente los medios para desplazar el problema. Encontrar una salida no es un fin en sí, sino que una posibilidad de encontrar espacios de libertad al interior de la máquina social.
“LA VIDA SON LAS MÁSCARAS”
El “todavía no” es la libertad como problema, reconocer una no resolución que debe resolverse siempre a futuro. La libertad pensada como líneas de fuga, como estando relacionada con la negociación, es el reconocimiento de una no resolución, simplemente. Sin grandes objetivos (el futuro) sino que devenires, no yendo hacia ninguna parte (lo que para los amos es insoportable), el negociador no está del lado del absoluto sino que del lado de la vida, y la vida entendida como plenitud, como pura afirmación, no como objeto de control. La libertad como absoluto es la libertad encajonada en la noción de pureza y por eso la negociación no es pura, porque la pureza es la expresión del campo de la simetría o del resultado.
Cuando se habla de líneas de fuga hay que pensar, inmediatamente, en las posibilidades de existencia de espacios de creación o en la multiplicación de transversales que nos lleven de un punto a otro de la máquina social. La gran libertad es siempre lo que hay que conquistar y toda conquista es siempre una invasión. La libertad como conquista es el discurso de los amos y, al final, es sólo conquista, modo de paralizar, de detener, de fijar algo ahí, de negar el movimiento. Conquistar es tener un objetivo: paralizar el cuerpo invadido, porque el otro es siempre un enemigo. Por eso, el otro no es aquí más que un problema que resolver, un cuerpo que hay que negar en tanto movimiento o pura superficie sin límites.
Cuando se habla de líneas de fuga, de falerías, de disimulación, de transversales –de adyacencias- se abandona cualquier objeto de conquista o de violencia, cualquier noción de territorio, de frontera, de patria, de márgenes (el margen es todavía territorio, “respeto” de la demarcación de éste, de la designación del amo). Y la negociación es así puro desplazamiento: un desplazarse desplazando el problema; un ser-pez que “no va” a ninguna parte; un abandono de las grandes palabras, de todo escándalo o indignación.
El negociador sabe que la vida son las máscaras y que la libertad no es más que experimentar el movimiento, porque se la reconoce en tanto que puro medio (el placer), polimorfia, pluralidad. En otras palabras, la libertad experimentada como génesis eterna, como devenir activo, no será jamás la libertad de los mártires, porque hay que saber que, a pesar del Malentendido imperante para controlar la vida, y como lo dice bellamente Gilles Deleuze: “La vida deviene resistencia al poder cuando el poder toma por objeto la vida.
Cristián Vila Riquelme
Escritor y Doctor en Filosofía.
Horcón, Valparaíso – Chile.
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