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Edgelit

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Edgelit/Borde.de.luz

Adagio de Habanoni


Fotografías de Silvia Corbelle y Orlando Luis Pardo

mi habanemia

La Habana puede demostrar que es fiel a un estilo.

Sus fidelidades están en pie.

Zarandeada, estirada, desmembrada por piernas y brazos, muestra todavía ese ritmo.

Ritmo que entre la diversidad rodeante es el predominante azafrán hispánico.

Tiene un ritmo de crecimiento vivo, vivaz, de relumbre presto, de respiración de ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones.

Tiene un destino y un ritmo.

Sus asimilaciones, sus exigencias de ciudad necesaria y fatal, todo ese conglomerado que se ha ido formando a través de las mil puertas, mantiene todavía ese ritmo.

Ritmo de pasos lentos, de estoica despreocupación ante las horas, de sueño con ritmo marino, de elegante aceptación trágica de su descomposición portuaria porque conoce su trágica perdurabilidad.

Ese ritmo -invariable lección desde las constelaciones pitagóricas-, nace de proporciones y medidas.

La Habana conserva todavía la medida humana.

El ser le recorre los contornos, le encuentra su centro, tiene sus zonas de infinitud y soledad donde le llega lo terrible.

Lezama

habanera tú

habanera tú
Luis Trapaga

El habanero se ha acostumbrado, desde hace muchos años, a ese juego donde silenciosamente se apuestan los años y se gana la pérdida de los mismos.

No importa, “la última semana del mes” representa un estilo, una forma en la que la gente se juega su destino y una manera secreta y perdurable de fabricar frustraciones y voluptuosidades.

Lezama

puertas

desmontar la maquinaria

Entrar, salir de la máquina, estar en la máquina: son los estados del deseo independientemente de toda interpretación.

La línea de fuga forma parte de la máquina (…) El problema no es ser libre sino encontrar una salida, o bien una entrada o un lado, una galería, una adyacencia.

Giles Deleuze / Felix Guattari

moi

podemos ofrecer el primer método para operar en nuestra circunstancia: el rasguño en la piedra. Pero en esa hendidura podrá deslizarse, tal vez, el soplo del Espíritu, ordenando el posible nacimiento de una nueva modulación. Después, otra vez el silencio.

José Lezama Lima (La cantidad hechizada)

Medusa

Medusa
Perseo y Medusa (by Luis Trapaga)

...

sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir;
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

la maldita...

la maldita...
enlace a "La isla en peso", de Virgilio Piñera

La incoherencia es una gran señora.

Si tú me comprendieras me descomprenderías tú.

Nada sostengo, nada me sostiene; nuestra gran tristeza es no tener tristezas.

Soy un tarro de leche cortada con un limón humorístico.

Virgilio Piñera

(carta a Lezama)

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Luis Trápaga

ay

Las locuras no hay que provocarlas, constituyen el clima propio, intransferible. ¿Acaso la continuidad de la locura sincera, no constituye la esencia misma del milagro? Provocar la locura, no es acaso quedarnos con su oportunidad o su inoportunidad.

Lezama

Luis Trápaga Dibujos

Luis Trápaga Dibujos
Dibujos de Luis Trápaga

#VJCuba pond5

Pingüino Elemental Cantando HareKrishna

Elementary penguin singing harekrishna
o
la eterna marcha de los pueblos victoriosos
luistrapaga paintings
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Libertad para Danilo

Jun 11, 2009

Deleuze: Bartebly o la fórmula


BARTLEBY O LA FÓRMULA



Bartleby no es una metáfora del escritor, ni el símbolo de nada. Es un texto violentamente cómico, y lo cómico siempre es literal. Es como una novela corta de Kleist, de Dostoievski, de Kafka o de Beckett, con las que conforma un linaje subterráneo y prestigioso. Sólo quiere decir lo que dice, literalmente. Y lo que dice y reitera es PREFERIRÍA NO, I would prefer not to. Es la fórmula de su gloria, y cada lector enamorado la repite a su vez. Un hombre enjuto y lívido pronunció una fórmula que vuelve loco a todo el mundo. ¿Pero en qué consiste la literalidad de la fórmula? Destaca primero cierto manierismo, cierta solemnidad: prefer se emplea muy poco en este sentido, y ni el jefe de Bartleby, el abogado, ni los amanuenses la suelen utilizar («una palabra curiosa; por mi parte,
yo no la empleo jamás...»). La fórmula corriente sería I had rather not. Pero sobre todo lo extraño de la fórmula va más allá de la palabra en sí: por supuesto, es gramaticalmente correcta, sintácticamente correcta, pero su terminación abrupta, NOT TO, que deja indeterminado lo que rechaza, le confiere un carácter radical, una especie de función– límite. Su reiteración y su insistencia la hacen toda ella tanto más insólita. Susurrada con voz suave, paciente, átona, alcanza lo irremisible, formando un bloque inarticulado, un soplo único. Al respecto, La fórmula posee la misma fuerza, tiene el mismo papel, que una fórmula agramatical. Los lingüistas han analizado lo que se llama «agramaticalidad» con todo rigor. Los ejemplos abundan, muy intensos, en la obra del poeta americano Cummings: así He danced his did como si dijéramos «bailó su puso» en vez de «se puso a bailar». Nicolás Ruwet explica que cabe suponer una serie de variables gramaticales corrientes, cuya fórmula agramatical sería como el límite: he danced his did sería un límite de las expresiones normales he did his dance, he danced his dance, he danced what he did...Ya no sería una palabra–baúl, como las que encontramos en Lewis Carroll, sino una «construcción–baúl», una construcción–soplo, un límite o un tensor. Tal vez saquemos más provecho tomando un ejemplo en castellano de una situación práctica: alguien que tiene en la palma de la mano un número determinado de clavos para colgar algo en la pared exclama: TENGO UNO DE NO BASTANTE. Es una fórmula agramatical que vale como límite de una serie de expresiones correctas: «Tengo uno de más, No tengo bastantes, Me falta uno...» ¿No será de este tipo la fórmula de Bartleby, a la vez estereotipia del propio Bartleby y expresión altamente poética de Melville, límite de una serie tal como «preferiría eso, preferiría no hacer aquello, no es lo que preferiría...»? Pese a su construcción normal, suena como una anomalía. PREFERIRÍA NO. La fórmula tiene variaciones. Ora abandona el condicional y se vuelve más tajante: PREFIERO NO, I prefer not to. Ora, en las últimas circunstancias en las que surge, parece perder su misterio al recuperar tal o cual infinitivo que la completa, y que se acopla a to: «prefiero callar», «preferiría no ser un poco razonable», «preferiría no asumir una función de botones», «preferiría hacer otra cosa»... Pero incluso en estos casos se percibe la sorda presencia de la forma insólita que sigue impregnando el lenguaje de Bartleby. Él mismo añade: «pero no soy un caso particular», I am not particular, para indicar que cualquier otra cosa que se le pudiera proponer sería asimismo una particularidad que a su vez caería bajo la férula de la gran fórmula indeterminada, PREFIERO NO, que subsiste desde la primera vez y en todos los casos. La fórmula se presenta en diez circunstancias principales, y en cada una de ellas puede aparecer varias veces, repetida o variada. Bartleby es copista en la oficina del abogado: copia sin cesar, «silenciosa, lívida, mecánicamente». La primera circunstancia se produce cuando el abogado le dice que coteje, que relea la copia de los dos amanuenses: PREFERIRÍA NO. La segunda, cuando el abogado le dice que coteje sus propias copias. La tercera, cuando el abogado le invita a cotejarlas con él personalmente, a solas los dos. La cuarta, cuando el abogado pretende mandarle a hacer un recado. La quinta, cuando le pide que vaya a la habitación contigua. La sexta, cuando el abogado quiere entrar en su bufete un domingo por la mañana y se percata de que Bartleby duerme allí. La séptima, cuando el abogado se limita a plantearle una serie de preguntas. La octava, cuando Bartleby ha dejado de copiar, renuncia a copiar lo que sea y el abogado le despide. La novena, cuando el abogado hace un segundo intento de echarle a la calle. La décima, cuando Bartleby ha sido expulsado de la oficina, está sentado en la escalera del descansillo y el abogado, desasosegado, le propone otras ocupaciones inesperadas (llevar las cuentas de una tienda de comestibles, trabajar de camarero, cobrar facturas, hacer de acompañante de un joven de buena familia...). La fórmula florece y prolifera. En cada circunstancia se produce el estupor en el entorno de Bartleby, como si se hubiera escuchado lo Indecible o lo Imparable. Y el silencio de Bartleby, como si lo hubiera dicho ya todo y agotado de golpe también el lenguaje. Con cada circunstancia se tiene la impresión de que el disparate va a más: no «particularmente» el de Bartleby, sino a su alrededor, y en especial el del abogado, que se lanza a hacer insólitas proposiciones e incurre en comportamientos más insólitos aún. No hay duda, la fórmula es devastadora, hace estragos, y no permite que nada subsista a su paso. Obsérvese en primer lugar su carácter contagioso: Bartleby «gira la lengua» de los demás. Las palabras insólitas, I would prefer, se insinúan en el lenguaje de los amanuenses y del propio abogado («Así que a usted también se le ha pegado la palabra»). Pero esta contaminación no es lo esencial, lo esencial es el efecto sobre Bartleby: a partir del momento en que dice PREFIERO NO (cotejar las copias), tampoco puede seguir copiando. Sin embargo, jamás dirá que prefiere no (copiar): sencillamente ha superado esa fase (give up). Y sin duda no se percata de ello enseguida, puesto que sigue copiando hasta después de la sexta circunstancia. Pero cuando se da cuenta de ello, se produce como una evidencia, como el resultado diferido que ya estaba incluido en el primer enunciado de la fórmula: «¿Acaso no ve usted la razón por sí mismo?», dice al abogado. La fórmula–bloque no sólo tiene el efecto de rechazar lo que Bartleby prefiere no hacer, sino también de volver imposible lo que hacía, lo que supuestamente todavía prefería hacer. Se observará que la fórmula, I prefer not to, no es una afirmación ni una negación. Bartleby «no rehúsa, pero tampoco acepta, avanza y retrocede en este avance, se expone un poco en una leve retirada de la palabra». El abogado se sentiría aliviado si Bartleby no quisiera, pero Bartleby no se niega, sencillamente rechaza un no–preferido (la relectura, los recados...). Y Bartleby tampoco acepta, no afirma un preferible que consistiría en seguir copiando, se limita a plantear su imposibilidad. En pocas palabras, la fórmula que rechaza sucesivamente cualquier acto distinto ya se ha tragado el acto de copiar que ni tansiquiera necesita rechazar. La fórmula es devastadora porque elimina tan despiadadamente lo preferible como cualquier no–preferido. Suprime el término al que se refiere, y que rechaza, pero también el otro término que parecía preservar, y que se torna imposible. De hecho, los hace indistintos: excava una zona de indiscernibilidad, de indeterminación, que crece sin cesar entre unas actividades no– preferidas y una actividad preferible. Cualquier particularidad, cualquier referencia, queda abolida. La fórmula aniquila «copiar», la única referencia respecto a la que algo podría ser o no ser preferido. Preferiría nada antes que algo: no una voluntad de nada, sino el crecimiento de una nada de voluntad. Bartleby ha ganado el derecho a sobrevivir, es decir a mantenerse inmóvil y de pie frente a una pared ciega. Pura pasividad paciente, como diría Blanchot. Ser en tanto que ser y nada más. Se le insta a decir sí o no. Pero si dijera no (cotejar copias, hacer recados...), si dijera sí (copiar), resultaría vencido enseguida, sería considerado inútil, no sobreviviría. Sólo puede sobrevivir dando vueltas en un suspense que mantiene a todo el mundo alejado. Su medio de supervivencia consiste en preferir no cotejar las copias, pero debido a ello a la vez también en no preferir copiar. Tenía que rechazar una de las cosas para hacer imposible la otra. La fórmula es de dos tiempos, y se recarga sin cesar, volviendo a pasar por los dos estados. Por eso el abogado tiene la sensación vertiginosa de que cada vez todo vuelve a
empezar desde cero.
Diríase primero que la fórmula es como la mala traducción de una lengua extranjera. Pero, escuchándola mejor, su esplendor desmiente esta hipótesis. Tal vez sea ella la que excava en la lengua una especie de lengua extranjera. A propósito de las agramaticalidades de Cummings, se ha sugerido considerarlas surgidas de un dialecto diferente del inglés estándar, y cuyas normas creativas cabría extraer. Sucede lo mismo con Bartleby, la regla estribaría en esa lógica de la preferencia negativa: negativismo más allá de cualquier negación. Pero, aun siendo cierto que las obras maestras de la literatura forman siempre una especie de lengua extranjera dentro de la lengua en la que estan escritas, ¿qué vientos de locura, qué soplo psicótico se introduce de
este modo dentro del lenguaje?
Es propio de la psicosis poner en funcionamiento un procedimiento que consiste en tratar la lengua corriente, la lengua estándar, de forma que «restituya y suene» a una lengua original desconocida que tal vez sería una proyección de la lengua de Dios, y que arrastraría consigo todo el lenguaje. Procedimientos de este tipo aparecen en Francia con Roussel y Brisset, en América con Wolfson. ¿No consiste especialmente en eso, la vocación esquizofrénica de la literatura americana en hacer que se vaya deshilachando así la lengua inglesa, a fuerza de derivaciones, de desviaciones, de desgravaciones o de sobretasas (por oposición a la sintaxis estándar)? ¿En introducir un poco de psicosis en la neurosis inglesa? ¿En inventar una nueva universalidad? Convocaremos a las otras lenguas dentro de la lengua inglesa si ello resulta necesario, para conseguir que restituya mejor aún algún eco de esa lengua divina de
tormentas y de truenos. Melville inventa una lengua extranjera que discurre por debajo del inglés, y que le lleva: es el OUT–LANDISH, o el Desterritorializado, la lengua de la Ballena. De ahí el interés de los trabajos de investigación referidos a Moby Dick que se basan en los Números y las Letras, y en su significado críptico, para extraer cuando menos un esqueleto de la lengua originaria inhumana o sobrehumana. Es como si tres operaciones se concatenaran: un tratamiento de la lengua determinado; el resultado de ese tratamiento, que tiende a constituir en la lengua una lengua original; y el efecto, que consiste en arrastrar todo el lenguaje, en hacerlo huir, en llevarlo a su propio límite para descubrir su Exterior, silencio o música. De modo que un
gran libro siempre es el anverso de otro libro que sólo se escribe en el alma, con silencio y sangre. No sólo Moby Dick, también Pierre, donde Isabelle disfraza la lengua con un susurro incomprensible, como un bajo continuo que arrastra todo el lenguaje a los acordes y a los sones de su guitarra. Y Billy Budd, naturaleza angelical o adánica, está afectado por un tartamudeo que desnaturaliza la lengua, pero que también hace que surja el Más Allá musical y celestial del lenguaje en su totalidad. Es, como en Kafka, un «doloroso piar» que enturbia la resonancia de las palabras, mientras la hermana ya está preparando el violín que responde a Gregorio.
Bartleby también es una naturaleza angelical, adánica, pero su caso parece distinto, porque no dispone de un Procedimiento general, ni del tartamudeo, para tratar la lengua. Se da por satisfecho con una fórmula breve, correcta en apariencia, tic localizado a todo lo más, que surge en determinadas circunstancias. Y no obstante el resultado, el efecto, son los mismos: excavar en la lengua una especie de lengua extranjera, y confrontar todo el lenguaje con el silencio, hacerlo bascular en el silencio. Bartleby anuncia el largo silencio en el que penetrará Melville,
sólo roto por la música de sus poemas, y del que únicamente saldrá para Billy Budd. El propio Bartleby no tenía más salida que callar, y retirarse detrás de su biombo, cada vez que había pronunciado la fórmula, hasta su silencio final en la cárcel. Después de la fórmula ya no queda nada que decir: hace las veces de procedimiento, supera su apariencia de particularidad.
El propio abogado elabora la teoría de las razones por las cuales la fórmula de Bartleby devasta el lenguaje. Todo lenguaje, sugiere, tiene referencias o presupuestos (assumptions). No es exactamente lo que el lenguaje designa, sino lo que le permite designar. Una palabra siempre supone otras palabras que pueden reemplazarla, completarla o formar con ella alternativas: bajo esta condición el lenguaje se distribuye de (Sobre Bartleby y el silencio de Melville, vid. Armand Farrachi, La part du silence, Barrault, págs. 40–45) forma que designa cosas, estados de cosas y acciones, según un conjunto de convenciones colectivas, explícitas. Tal vez haya también otras conexiones, implícitas o subjetivas, otro tipo de referencias o de presupuestos. Al hablar, no sólo indico cosas y acciones, sino que efectúo también unos actos que garantizan una relación con el interlocutor, en función de nuestras situaciones respectivas: mando, interrogo, prometo, ruego, emito «actos de habla» (speech–act). Los actos de habla son autorreferenciales (mando efectivamente al decir «le ordeno...»), mientras que las proposiciones constatativas se refieren a otras cosas y a otras palabras. Pero resulta que es este doble sistema de referencias lo que Bartleby destroza. La fórmula I PREFER NOT TO excluye cualquier alternativa, y engulle lo que pretende conservar tanto como descarta cualquier otra cosa; implica que Bartleby deja de copiar, es decir de reproducir palabras; excava una zona de indeterminación que hace que las palabras ya no se distingan, hace el vacío en el lenguaje. Pero asimismo desarticula los actos de habla según los cuales un jefe puede mandar, un amigo benevolente plantear preguntas, un hombre de fe prometer. Si Bartleby se negara, todavía podría ser reconocido como rebelde o sublevado, y en calidad de tal seguir desempeñando un papel social. Pero la fórmula desarticula cualquier acto de habla, al tiempo que convierte a Bartleby en un ser excluido puro al que ninguna situación social puede serle ya atribuida. De eso es de lo que el abogado se percata con espanto: todas sus esperanzas de conseguir que Bartleby recupere la razón se derrumban, porque se fundamentan en una lógica de los presupuestos, según la cual un jefe «espera» ser obedecido, o un amigo benevolente, escuchado, mientras que Bartleby ha inventado una lógica nueva, una lógica de la preferencia que basta para socavar los presupuestos del lenguaje. Como destaca Mathieu Lindon, la fórmula «desconecta» las palabras y las cosas, las palabras y las acciones, pero también los actos y las palabras: separa el lenguaje de cualquier referencia, siguiendo la voluntad de absoluto de Bartleby, ser un hombre sin referencias, el que surge y desaparece, sin referencia a sí mismo ni a otra cosa.96 Debido a ello, pese a su apariencia correcta, la fórmula funciona como una auténtica agramaticalidad. Bartleby es el Solterón, del que Kafka decía: «no tiene más firme que el que precisan sus dos pies, ni más punto de apoyo que el que puede cubrir con sus dos manos»; el que se acuesta [106] en la nieve en invierno para morir de frío como un niño, el que no tenía más ocupación que sus paseos, que podía dar en cualquier lugar, sin moverse.
Bartleby es el hombre sin referencias, sin posesiones, sin bienes, sin cualidades, sin particularidades: es demasiado liso para que quepa colgarle alguna particularidad. Sin pasado ni futuro, es instantáneo. I PREFER NOT es la fórmula química o alquímica de Bartleby, pero puede leerse en el anverso, I AM NOT PARTICULAR, no soy particular, como el complemento imprescindible. Todo el siglo XIX estará impregnado de esta búsqueda del hombre sin nombre, regicida o parricida, Ulises de los tiempos modernos («soy Nadie»): el hombre aplastado y mecanizado de las grandes metrópolis, pero de quien se espera, tal vez, que salga el Hombre del futuro o de un mundo nuevo. Y dentro de un mismo mesianismo se lo vislumbra ora del lado del Proletario, ora del lado del americano. La novela de Musil también seguirá esta búsqueda, e inventará la nueva lógica de la que El hombre sin particularidades es a la vez el pensador y el producto.98 Y de Melville a Musil la derivación nos parece acertada, pese a que no haya que buscarla por el lado de Bartleby, sino por el de Pedro o las ambigüedades. La pareja incestuosa Ulrich–Agathe es como la repetición de la pareja Pedro–Isabel, y en ambos casos la hermana silenciosa, desconocida u olvidada, no es un sustituto de la madre, sino por el contrario la abolición de la diferencia sexual como particularidad, en provecho de una relación andrógina según la cual Pedro y también Ulrich son o se vuelven mujer. En el caso de Bartleby, ¿podría ser que la relación con el abogado fuera igual de misteriosa, e indicara a su vez la posibilidad de un devenir, de un hombre nuevo? ¿Podrá Bartleby conquistar el lugar de sus paseos?
Tal vez sea Bartleby el loco, el demente, el psicótico («un desorden innato e incurable» del alma). ¿Pero cómo averiguarlo si no se tienen en cuenta las anomalías del abogado, que se comporta continuamente de la forma más insólita? El abogado acaba de protagonizar un ascenso profesional importante. Recuérdese que el presidente Schreber tampoco da rienda suelta a su propio delirio hasta después de un ascenso, como si éste le confiriera la audacia de arriesgar. ¿Pero qué es lo que -El gran texto de Kafka (Journal, Grasset, págs. 8–14) es como otra versión de Bartleby. Blanchot ponía de manifiesto que el personaje de Musil no sólo no tiene cualidades, sino tampoco «particularidades», puesto que carece tanto de sustancia como de cualidades (Le libre à venir, Gallimard, pág. 203). Que este tema del Hombre sin particularidades, el Ulises de los tiempos modernos, es algo que surge tempranamente en el siglo XIX, queda de manifiesto en
Francia con el extrañísimo libro de Ballanche, amigo de Chateaubriand, Essais de palingénésie socíale, especialmente en «La ciudad de las expiaciones»- abogado va a arriesgar? Ya tiene a dos copistas que, un poco como los botones de Kafka, son dos dobles invertidos, uno normal por las mañanas y borracho por las tardes, el otro en estado de perpetua indigestión por las mañanas pero casi normal por las tardes. Al tener necesidad, pues, de un copista suplementario, contrata a Bartleby, sin ninguna referencia, tras una breve conversación, porque su aspecto
lívido le parece dar fe de una constancia capaz de compensar la irregularidad de los otros dos. Pero desde el primer día coloca a Bartleby en una curiosa disposición (arrangement): éste se sentará en el mismo despacho que el abogado, junto a las puertas del fondo que le separan del despacho de los amanuenses, entre una ventana que da a la pared vecina y un biombo verde como un prado, como si fuera importante que Bartleby pudiera oír, pero no ser visto. ¿Se debe ello a una inspiración del abogado o a un acuerdo tras su breve entrevista? Nunca lo
sabremos. Pero el hecho es que, así dispuesto, Bartleby invisible efectúa un trabajo «mecánico» considerable. Pero cuando el abogado pretende hacerle abandonar su biombo, Bartleby pronuncia su fórmula. Y tanto en esta primera circunstancia como en las demás el abogado se encuentra desarmado, desamparado, estupefacto, petrificada, sin respuesta
ni forma de parar el golpe. Bartleby deja de copiar, y sigue ocupando el puesto, impávido. Son conocidos los extremos a los que el abogado tiene que recurrir para sacarse a Bartleby de encima: volver a su casa, y después resolverse a mudarse de local profesional, huir varios días ocultándose para librarse de las quejas del nuevo inquilino que ocupa su bufete. Qué huida más extraña, durante la cual el abogado errante vive en su coche de caballos... Desde la disposición inicial hasta esta huida irresistible, cainita, todo resulta raro, y el abogado se comporta como un loco. En su alma se van alternando las ansias asesinas y las declaraciones de amor respecto a Bartleby. ¿Qué ha sucedido? ¿Se trata de un caso de locura compartida, aquí también de relación de doble, de una relación homosexual casi reconocida («sí, Bartleby... nunca me siento tan yo como cuando sé que estás aquí... estoy alcanzando el destino predestinado de mi vida...»)?
Cabe suponer que la contratación de Bartleby fue una especie de pacto, como si el abogado, debido a su ascenso, hubiera decidido convertir a ese personaje, sin referencias objetivas, en un hombre de confianza que se lo debiera todo. Pretende convertirlo en su hombre. El pacto consiste en lo siguiente: Bartleby copiará, muy cerca de su jefe, al que oirá, pero sin que le vean, como un pájaro nocturno que no soporta ser visto. Entonces no hay duda, cuando el abogado pretende (sin siquiera proponérselo) sacar a Bartleby de su biombo para cotejar
las copias con los otros, rompe el pacto. Por eso Bartleby, al tiempo que «prefiere no» comparar, ya no puede seguir copiando. Bartleby se expondrá a la vista, e incluso más de lo que le piden, plantado tieso como un palo en medio de la oficina, pero ya no copiará más. El abogado alberga una impresión sombría, puesto que supone que si Bartleby deja de copiar, es porque tiene problemas con la vista. Y en efecto, una vez expuesto a la vista de todos, Bartleby deja de ver por su cuenta, y de mirar. Ha adquirido lo que en cierto modo ya le era innato, el achaque legendario, tuerto o manco, que le convierte en autóctono, alguien que nace en el lugar y permanece en el lugar, mientras que el abogado asume necesariamente la función del traidor condenado a huir. Una oscura culpabilidad fluye bajo las protestas del abogado cada vez que invoca la filantropía, la caridad, la amistad. De hecho, el abogado ha roto la disposición que él mismo había organizado; y hete aquí que Bartleby saca de los escombros un rasgo de ex–presión, PREFERIRÍA NO, que proliferará sobre sí, que contaminará a los demás, que hará que huya el abogado, y también que huya el lenguaje, que hará que crezca una zona de indeterminación o de indiscernibilidad tal que las palabras dejan de distinguirse, como los personajes, el abogado huyendo y Bartleby inmóvil, petrificado. El abogado se pone a vagabundear mientras Bartleby permanece tranquilo, pero porque permanece tranquilo y no se mueve es por lo que Bartleby será tratado como un vagabundo. Entre el abogado y Bartleby, ¿existe una relación de identificación? ¿Pero qué es una relación semejante, y en qué sentido va? Las más de las veces, una identificación parece hacer intervenir tres elementos, que por lo demás pueden intercambiarse, permutarse: una forma, imagen o representación, retrato, modelo; un sujeto, cuando menos
virtual; y los esfuerzos del sujeto por tomar forma, apropiarse de la imagen, adaptarse a ella y adaptarla a él. Se trata de una operación compleja que pasa por todos los avatares de la semejanza, y que siempre corre el riesgo de caer en la neurosis o en el narcisismo. Se trata de la «rivalidad mimética», como la llaman. Moviliza una función paterna en general: la imagen es por excelencia una imagen del padre, y el sujeto es un hijo, aunque las determinaciones se intercambien. La novela de formación, podría llamarse también novela de referencia, proporciona numerosos ejemplos.
Es verdad que muchas novelas de Melville se inician con imágenes o retratos, y parecen contar la historia de una formación bajo una función paterna: como Redburn, Pedro o las ambigüedades empieza con la imagen del padre, estatua y lienzo. Incluso Moby Dick multiplica primero las informaciones para dar una forma a la ballena y fijar su imagen, hasta el tenebroso cuadro en el albergue. Bartleby no constituye ninguna excepción a la regla, y los dos amanuenses son como imágenes de papel, simétricamente inversas, y el abogado cumple tan bien la función de padre que al lector le cuesta creer que está en Nueva York. Todo empieza como en una novela inglesa, en Londres y de Dickens. Pero algo extraño se [110] produce cada vez, que enturbia la
imagen, la afecta con una incertidumbre esencial, impide que la forma «cuaje», pero asimismo deshace el sujeto, lo arroja a la deriva y abole cualquier función paterna. Sólo entonces las cosas empiezan a ponerse interesantes. La estatua del padre deja paso a su retrato mucho más ambiguo, y luego a otro retrato que es el de cualquiera o de nadie. Se
pierden las referencias, y la formación del hombre da paso a un nuevo elemento desconocido, al misterio de una vida no humana informe, un Squid. Todo se iniciaba a la inglesa, pero prosigue a la americana, siguiendo una línea de fuga irresistible. Achab puede decir con pleno derecho que huye de todas partes. La función paterna se pierde en beneficio de fuerzas ambiguas más oscuras. El sujeto pierde su textura en beneficio de un patchwork que prolifera al infinito: el patchwork americano deviene la ley de la obra melvilliana, desprovista de centro, de anverso y de derecho. Es como si de la forma se escaparan rasgos de expresión, semejantes a las líneas abstractas de una escritura desconocida, semejantes a las arrugas que se tuercen de la frente de Achab a la de la ballena, semejantes a las correas presas de «horribles contorsiones» que pasan a través de los cordajes fijos, y que amenazan siempre con arrastrar a algún marinero al mar, a un sujeto a la muerte. En Pedro o las ambigüedades, la sonrisa inquietante del joven desconocido, en el cuadro que tanto se parece al del padre, funciona como un
rasgo de expresión que se emancipa, y basta tanto para deshacer cualquier parecido como para hacer vacilar al sujeto. I PREFER NOT TO también es un rasgo de expresión que lo contamina todo, escapando de la forma lingüística, despojando al padre de su palabra ejemplar, y al hijo de su posibilidad de reproducir o de copiar. También se trata de un proceso de identificación, pero se ha vuelto psicótico en vez de seguir los avatares de la neuro–sis. Algo de esquizofrenia se escapa de la neurosis del viejo mundo. Podemos reagrupar tres caracteres distintivos. En primer lugar, el rasgo de expresión informal se opone a la imagen o a la forma expresada. En segundo lugar, ya no hay ningún sujeto que se eleve hasta la imagen, con éxito o fracasando. Diríase más bien que una zona de indistinción, de indiscernibilidad, de ambigüedad, se establece entre dos términos, como si hubieran alcanzado el punto que precede inmediatamente a su
diferenciación respectiva: no una similitud, sino un deslizamiento, una vecindad extrema, una contigüidad absoluta; no una filiación natural, sino una alianza contra natura. Es una zona «hiperbórea», «ártica». Ya no se trata de Mimesis, sino de devenir: Achab no imita a la ballena, se Régis Durand ha puesto de manifiesto este papel de las lineas desatadas, en el barco
ballenero, por oposición a los cordajes formalizados: Melville, signes et métaphores, L’Age d’homme, págs. 103–107. El libro de Durand (1980) y el de Jaworski (1986) forman parte de los
más profundos análisis de Melville publicados recientemente. Vuelve Moby Dick, entra en la zona de vecindad donde ya no puede distinguirse de Moby Dick, y se asesta golpes a sí mismo golpeándola. Moby Dick es la «muralla muy próxima» con la que se confunde. Redburn renuncia a la imagen del padre para introducirse en los rasgos ambiguos del hermano misterioso. Pedro no imita a su padre, pero se traslada a la zona de vecindad donde ya no puede distinguirse de su hermanastra Isabel, y se vuelve mujer. Mientras la neurosis se debate en las redes de un incesto con la madre, para identificarse mejor con el padre, la psicosis libera un incesto con la hermana como un devenir, una libre identificación del hombre y la mujer: de igual modo Kleist articula rasgos de expresión atípicos, casi animales, balbuceos, chirridos, rictus que alimentan su conversación pasional con su hermana. Y es que en tercer lugar la psicosis prosigue su sueño, asentar una función de universal fraternidad que ya no pasa por el padre, que se construye sobre las ruinas de la función paterna, supone la disolución de toda imagen del padre, siguiendo una línea autónoma de alianza o de vecindad que convierte a la mujer en una hermana, al otro hombre en un hermano, semejante a la terrible «cuerda de los monos» que une a Ismael y a Queequeg como un matrimonio. Son los tres caracteres del sueño americano, componiendo la nueva identificación, el nuevo mundo: el Rasgo, la Zona y la Función. Estamos mezclando a personajes tan diferentes como Achab y Bartleby. ¿Acaso no se oponen en todo? La psiquiatría melvilliana invoca constantemente dos polos: los monomaníacos y los hipocondrios, los demonios y los ángeles, los verdugos y las víctimas, los Rápidos y los Moderados, los Fulminantes y los Petrificados, los Incastigables (más allá de cualquier castigo) y los Irresponsables (más acá de cualquier
responsabilidad). ¿Cuál es el acto de Achab, cuando lanza sus palabras de fuego y de locura? Él es quien rompe un pacto. Traiciona la ley de los balleneros, que consiste en perseguir a cualquier ballena sana que encuentren, sin escoger. Él escoge, persiguiendo su identificación con Moby Dick, lanzado en su devenir indiscernible, poniendo a su tripulación en peligro de muerte. Y esta monstruosa preferencia es lo que el teniente Starbuck le reprocha amargamente, llegando hasta pensar en matar al capitán felón. En eso consiste el pecado prometeico por excelencia, en escoger. Ése era el caso de la Pentesilea de Kleist, Achab–mujer que había escogido a su enemigo como su doble indiscernible, Aquiles, conculcando la ley de las amazonas que prohíbe la
preferencia de un enemigo. La sacerdotisa y las amazonas lo consideran una traición que la locura sanciona con una identificación caníbal. El propio Melville presenta a otro demonio monomaníaco, el maestro de armas Claggart, en su última novela, Billy Budd. La función subalterna de Claggart no debe llamar a engaño: al igual que el capitán Achab, tampoco él es un caso de maldad psicológica, sino de perversión metafísica, que consiste en escoger la presa, en preferir una víctima escogida con una especie de amor, en vez de hacer reinar la ley de los barcos, que manda aplicar a todos por un igual la misma disciplina. Eso es lo que sugiere el narrador al recordar una antigua y misteriosa teoría cuya exposición ya aparecía en Sade: la ley, las Georges Dumézil (prefacio a Charachidzé, Prométhée ou le Caucase, Flammarion): «El mito griego de Prometeo sigue siendo, a través de las épocas, objeto de reflexión y referencia. El dios que no participa en la lucha dinástica de sus hermanos contra su primo Zeus, pero que, a titulo personal, desafía y ridiculiza a ese mismo Zeus..., ese anarquista toca y perturba dentro de
nosotros zonas oscuras y sensibles.» leyes gobiernan a una naturaleza sensible segunda, mientras que unos seres depravados por calidad innata participan de una terrible Naturaleza suprasensible y primera, original, oceánica, que persigue su propia meta irracional a través de ellos, Nada, Nada, y que no conoce ley. Achab perforará el muro, aunque no haya nada detrás, y convertirá la nada en el objeto de su voluntad: «Para mí, esa ballena blanca es este muro, tan cerca de mí. A veces, pienso que más allá no hay nada, pero qué más da...» De seres oscuros como ésos, como los peces de los abismos, Melville dice que sólo el ojo del profeta, y no el del psicólogo, es capaz de adivinarlos, de diagnosticarlos, sin poder prevenir su loco empeño, «misterio de iniquidad»... A partir de ahí, nos encontramos en situación de clasificar a los grandes personajes de Melville. En un polo, esos mono–maníacos o esos demonios, que establecen una preferencia monstruosa, llevados por la voluntad de vacío: Achab, Claggart, Babo... Pero en el otro polo están esos ángeles o esos santos hipocondrios, casi estúpidos, criaturas de inocencia y de pureza, afectados de debilidad constitutiva, pero también de una extraña belleza, petrificados por naturaleza, y que prefieren... ninguna voluntad en absoluto, un vacío de voluntad antes que una voluntad de vacío (el negativismo hipocondríaco). Sólo quieren sobrevivir volviéndose piedra, negando la voluntad, y se santifican en esta suspensión. Son Cereño, Billy Budd y, más que ninguno, Bartleby. Sobre esta concepción de las dos Naturalezas en Sade (la teoría del Papa en la Nueva Justine), vid. Klossowski, Sade mon prochain, Seuil, págs. 137 y ss.
102 Vid. la concepción de la santidad según Schopenhauer, como el acto a través del cual la Voluntad se niega en la supresión de toda particularidad. Pierre Leyris, en su segundo prefacio
a Billy Budd (Gallimard), recuerda el profundo interés de Melville por Schopenhauer. Nietzsche consideraba a Parsifal el prototipo del santo schopenhaueriano, una especie de Bartleby. Pero,
by. Y aunque los dos tipos sean opuestos en todos los aspectos, unos, traidores innatos, y otros, traicionados por esencia, unos, padres monstruosos que devoran a sus hijos, otros, hijos abandonados sin padre, ambos habitan un mismo mundo, y forman alternancias, igual que en la escritura de Melville, y también en la de Kleist, se alternan los procesos estacionarios y petrificados y los procedimientos de gran velocidad: el estilo, con su sucesión de catatonías y de precipitaciones... Y es que unos y otros, los dos tipos de personajes, Achab y Bartleby, pertenecen a esa Naturaleza primera, la habitan y la componen. Todo los opone, y no obstante tal vez sean la misma criatura, primera, original, empecinada, cogida por dos lados, sólo afectada por un signo «más» o por un signo «menos»: Achab y Bartleby, como para Kleist la terrible Pentesilea y la dulce y pequeña Catalina, el más allá y el más acá de la conciencia, la que escoge y la que no escoge, la que aúlla como una loba y la que preferiría no hablar. En Melville, hay por último un tercer tipo de personaje, el que está de parte de la ley, guardián de las leyes divinas y humanas de la naturaleza segunda: es el profeta. El capitán Delano carece singularmente del ojo del profeta, pero Ismael, en Moby Dick, el capitán Vere de Billy Budd, el abogado de Bartleby tienen ese poder de «Ver»: son aptos para captar y comprender, en la medida en que ello es posible, a los seres de la Naturaleza primera, los grandes demonios monomanía según
Nietzsche, el hombre prefiere ser un demonio que un santo: «el hombre todavía prefiere tener la voluntad de la nada antes que no desear nada en absoluto...» (Genealogía de la moral, III, párrafo 28). Vid. Kleist, carta a H. J. von Collin, diciembre de 1808 (Correspondance, Gallimard, pág. 363). Catalina de Heilbronn tiene su propia fórmula, próxima a la de Bartleby: «No lo sé», o más brevemente: «No sé.» o los santos inocentes, y a veces a ambos. Sin embargo, ellos a su vez tampoco carecen de ambigüedad. Aptos para adivinar la Naturaleza primera que les fascina, son no obstante los representantes de la naturaleza segunda y de sus leyes. Llevan la imagen paterna: parecen buenos padres, padres benevolentes (o por lo menos hermanos mayores protectores como Ismael con Queequeg). Pero no consiguen evitar los demonios porque éstos son demasiado rápidos para la ley, demasiado sorprendentes. Y no salvan al inocente, al irresponsable: lo inmolan, en nombre de la ley, hacen el sacrificio de Abraham. Bajo su máscara paterna, tienen una suerte de doble identificación: con el inocente, hacia el que experimentan un verdadero amor, pero también con el demonio, puesto que rompen a su manera el pacto con el inocente al que aman. Traicionan pues, pero de otra manera que Achab o Claggart: éstos quebrantaban la ley, mientras que Vere o el abogado, en nombre de la ley, rompen un entendimiento implícito y casi inconfesable (incluso Ismael parece alejarse de su hermano salvaje
Queequeg). Siguen queriendo al inocente al que han condenado: el capitán Vere morirá susurrando el nombre de Billy Budd, y las últimas palabras del abogado para concluir su relato serán: «¡Ah, Bartleby! ¡Ah, humanidad!», indicando así no una conexión sino al contrario una alternativa que le ha obligado a escoger en contra de Bartleby la ley demasiado humana. Desgarrados por sus contradicciones entre las dos Naturalezas, semejantes personajes son muy importantes, pero no tienen la envergadura de los otros dos. Son más Testigos, recitantes, interpretantes. Hay un problema que escapa a este tercer tipo de personaje, un problema más alto que se dirime entre los otros dos. El timador (The Confidence–man, un poco como se dice Medecine–
man, el hombre–medicina, el Hombre–confianza, el Hombre de confianza) está plagado de reflexiones de Melville sobre la novela. La primera de esas reflexiones consiste en reivindicar los derechos de un irracionalismo superior (cap. 14). ¿A santo de qué iba el novelista a creerse obligado a explicar el comportamiento de sus personajes, y a darles razones, cuando la vida por su cuenta nunca explica nada y deja en sus criaturas tantas zonas oscuras, indiscernibles, indeterminadas, que significan un reto para cualquier intento de esclarecimiento? La vida es lo que justifica, no necesita ser justificada. La novela inglesa, y más aún la novela francesa, sienten la necesidad de racionalizar, aunque sea en las últimas páginas, y la psicología constituye sin duda la última forma del racionalismo: el lector occidental espera la explicación final. El psicoanálisis ha proporcionado al respecto nuevas alas a las pretensiones de la razón. Pero, pese a no haber apenas respetado las grandes obras novelescas, ningún gran novelista de su época ha conseguido manifestar algún interés por el psicoanálisis. El acto fundador de la novela americana, el mismo que el de la novela rusa, ha consistido en alejar la novela de la vía de las razones, y en hacer que nazcan esos personajes que se sostienen en la nada, que sólo sobreviven en el vacío, que conservan hasta el final su misterio y que constituyen un reto para la lógica y la psicología. Incluso su alma, dice Melville, es un «vacío inmenso y terrible», y el cuerpo de Achab es una «concha vacía». Cuando poseen una fórmula, ésta indudablemente no es explicativa, y el PREFIERO NO sigue siendo una fórmula cabalística, tanto como la del hombre del subsuelo, que no puede impedir que 2 y 2 hagan 4, pero que no se RESIGNA a ello (prefiere no 2 y 2 hacer 4). Lo que cuenta para un gran novelista, Melville, Dostoievski, Kafka o Musil, es que las cosas se mantengan enigmáticas y no obstante no arbitrarias: en pocas palabras, una nueva lógica, plenamente una lógica, pero que no nos reconduzca a la razón, y que capte la intimidad de la vida y de la muerte. El novelista tiene la mirada del profeta, no la del psicólogo. Para Melville, las tres grandes categorías de personajes pertenecen a esta nueva lógica, del mismo modo que ésta les pertenece a ellos. Tan poco como la vida, la novela no tiene por qué ser justificada, a partir del momento en el que alcanza la Zona perseguida, la zona hiperbórea, lejos de las regiones templadas.104 Y, a decir verdad, la razón, no la hay, sólo existe a trozos. Melville, en Billy Budd, define a los monomaniacos como los Maestros de la razón, y ése es el motivo por el cual cuesta tanto sorprenderlos; pero porque su delirio es acción, y porque utilizan la razón, la emplean para sus fines soberanos, muy poco razonables a decir verdad. Y los hipocondrios son los Excluidos de la razón, sin que pueda saberse si no se excluyen ellos mismos, para conseguir lo que ésta no puede darles, lo indiscernible, lo innombrable con el que podrán confundirse. Hasta los propios profetas, por último, no son más que los Náufragos de la razón: si Vere, Ismael o el abogado se aferran con tanta fuerza a los restos de la razón, cuya integridad tratan de reconstruir en vano, es porque las han visto de todos los colores, y lo que han visto les ha impresionado para siempre.
Pero una segunda observación de Melville (cap. 44) introduce una distinción esencial entre los personajes de novela. Melville dice que en La comparación, de Musil a Melville, se refería a los cuatro puntos siguientes: la crítica de la razón («Principio de razón insuficiente»); la denuncia de la psicología («ese gran agujero al que llaman el alma»); la nueva lógica («el otro estado»); la Zona hiperbórea (lo «Posible»). En ningún caso hay que confundir a los verdaderamente Originales con los personajes sencillamente notables o singulares, particulares. Los personajes particulares, que pueden ser muy numerosos en una novela, tienen unos caracteres que determinan su forma, unas propiedades que componen su imagen; reciben el influjo de su medio, y unos de otros, de modo que sus acciones y reacciones obedecen a unas leyes generales, conservando pese a ello un valor particular. De igual modo, las frases que pronuncian les son propias, pero no por ello dejan de someterse a las leyes generales de la lengua. El original en cambio ni siquiera sabemos si existe de manera absoluta, excepción hecha del Dios primordial, y ya es mucho si nos topamos con alguno. Cuesta imaginar cómo una novela iba a poder contener más de una figura original, declara Melville. Cada original es una poderosa Figura solitaria que desborda cualquier forma explicable: lanza rasgos de expresión refulgentes, que indican el empecinamiento de un pensamiento sin imagen, de una pregunta sin respuesta, de una lógica extrema y sin racionalidad. Figuras de vida y de conocimiento, conocen algo inexpresable, viven algo insondable. Nada tienen general, y no son particulares: escapan al conocimiento, son un reto para la psicología.
Hasta las palabras que pronuncian desbordan las leyes generales de la lengua (los «presupuestos»), tanto como las meras particularidades de la palabra, puesto que son como vestigios o proyecciones de una lengua original única, primera, y llevan todo el lenguaje al límite del silencio y de la música. Bartleby nada tiene de particular, tampoco de general, es un Original.
Los originales son los seres de la Naturaleza primera, pero no son separables del mundo o de la naturaleza segunda, y ejercen su efecto en ella: revelan su vacío, la imperfección de las leyes, la mediocridad de las criaturas particulares, el mundo como un baile de disfraces (es lo que Musil, por su parte, llamará la «acción paralela»). El papel de los profetas, precisamente el de ellos, que no son originales, consiste en ser los únicos que reconocen su huella en el mundo y la turbación indecible que le asignan. El original, dice Melville, no padece el influjo de su medio, sino que por el contrario ilumina el entorno con una luz blanca y lívida, parecida a la que «acompaña en el Génesis el inicio de las cosas». De esta luz, los originales son ora la fuente inmóvil, como el gabiero en lo alto del mástil, Billy Budd colgado y atado que «sube» con el resplandor del alba, Bartleby de pie en el despacho del abogado, ora el trayecto fulgurante, el movimiento demasiado rápido para que la mirada corriente puede seguirlo, el rayo de Achab o de Claggart. Ésas son las dos grandes Figuras originales que se repiten por doquier en Melville. Panorámica y Travelling, proceso estacionario y velocidad infinita. Y aunque constituyan los dos elementos del ritmo, y aunque haya paradas que acompasan el movimiento, y rayos que surjan de lo inmóvil, ¿no es acaso la contradicción lo que separa los originales, sus dos tipos? ¿Qué quiere decir Jean–Luc Godard cuando, en nombre del cine, afirma que entre un travelling y una panorámica
hay un «problema moral»? Podría ser tal vez esa diferencia la que hace que una gran novela, al parecer, sólo pueda comportar un único original. Las novelas mediocres jamás han podido crear el más mínimo personaje original, ¿pero cómo la mayor novela iba a poder crear varios a la vez? Achab o Bartleby... Ocurre como con las grandes Figuras del pintor Bacon, que confiesa no haber encontrado la manera de hacer que cupieran dos de ellas en un mismo cuadro. Pero no obstante Melville la encontrará. Si rompe su silencio para escribir al fin Billy Budd, es porque esta última novela, bajo la mirada penetrante del capitán Vere, reúne los dos originales, lo demoníaco y lo petrificado: el problema no estribaba en unirlos mediante una intriga, cosa fácil y sin consecuencias, donde basta que uno sea víctima del otro, sino en hacerlos caber juntos a los dos en el mismo cuadro (si Benito Cereño ya lo había intentado, sólo era de un modo imperfecto, bajo la mirada miope y borrosa de Delano). ¿Cuál es, pues, el problema más elevado que obsesiona la obra de Melville? ¿Reencontrar la identidad presentida? Sin duda reconciliar los
dos originales, pero para ello asimismo reconciliar el original y la humanidad segunda, lo inhumano con lo humano. Pero los padres buenos no existen, eso es lo que demuestran el capitán Vere o el abogado. Sólo existen padres monstruosos y devoradores e hijos sin padre, petrificados. Si la humanidad puede ser salvada, y los originales reconciliados, es sólo en la disolución, la descomposición de la función paterna. De este modo, constituye un momento culminante aquel en que Achab, invocando los fuegos de San Telmo, descubre que el padre es a su vez un hijo perdido, un huérfano, mientras que el hijo es hijo de nada, o de todo el mundo, un hermano. Como dirá Joyce, la paternidad (Vid. Francis Bacon, L’art de l’impossible, Skira I, pág. 123. Y Melville decía: «Un poco por la misma razón por la que no existe más que un único planeta en una misma órbita determinada, sólo puede haber un único personaje original en una obra de imaginación; dos personajes entrarían en contradicción hasta el caos.» Vid. R. Durand, pág. 153. Jean–Jacques Mayoux decía: «En el plano personal, la cuestión del padre queda momentáneamente aplazada, cuando no resuelta... Pero no sólo le concierne a él.) no existe, es un vacío, una nada, o mejor dicho una zona de incertidumbre frecuentada por los hermanos, por el hermano y la hermana. Es preciso que caiga la máscara del padre caritativo para que la Naturaleza primera se sosiegue, y que se reconozcan Achab y Bartleby, Claggart y Billy Budd, liberando en la violencia de unos y el estupor de otros el fruto que llevaban dentro, la relación fraternal lisa y llana. Melville desarrollará sin cesar la oposición radical de la fraternidad con
la «caridad» cristiana o la «filantropía» paterna. Liberar al hombre de la función de padre, hacer que nazca el hombre nuevo o el hombre sin particularidades, reunir el original y la humanidad constituyendo una sociedad de los hermanos como nueva universalidad. Y es que, en la sociedad de los hermanos, la alianza reemplaza la filiación, y el pacto de sangre, la consanguinidad. El hombre es efectivamente el hermano de sangre del hombre, y la mujer, su hermana de sangre: es la sociedad de los solteros según Melville, que arrastra a sus miembros en un devenir ilimitado. Un hermano, una hermana tanto más verdaderos por no ser ya más el suyo, la suya, pues toda «propiedad» ha desaparecido. Ardiente pasión más profunda que el amor, puesto que ya no
tiene sustancia ni cualidades, sino que delimita una zona de indiscernibilidad dentro de la cual recorre todas las intensidades en todos los sentidos, se extiende hasta la relación homosexual entre los hermanos y pasa por la relación incestuosa del hermano y la hermana. Se trata de la relación más misteriosa, la que arrastra a Pedro y a Isabel, a «Roc» y a Catalina en Cumbres borrascosas, a Achab y Moby Dick: «Sea cual sea la sustancia de que están hechas nuestras almas, la suya y la mía son (Todos somos huérfanos. Y ha llegado la hora de la fraternidad» (Melville par lui–même, Seuil, pág. 109) idénticas ... Mi amor por Heathcliff se parece al cimiento eterno y subterráneo de las rocas; una fuente de alegría bien poco apreciable,
pero no se puede pasar sin ella ... yo soy Heathcliff, siempre estoy pensando en él, no necesariamente como algo placentero, pero es que ni yo misma tampoco me gusto siempre, sino como en eso, como en mi propio ser...» ¿Cómo iba a poder efectuarse esta comunidad? ¿Cómo iba a poder resolverse el problema más elevado? ¿Acaso no está resuelto ya por sí mismo precisamente porque no es personal, porque es histórico, geográfico, político? No se trata de algo individual o particular, sino colectivo, es un asunto de un pueblo, o mejor dicho de todos los pueblos. No es una fantasía edípica, sino un programa político. El soltero de Melville, Bartleby, como el de Kafka, debe encontrar el «lugar de sus paseos», América. El americano es aquel que se ha liberado
de su función paterna inglesa, es el hijo de un padre desmenuzado, de todas las naciones. Desde antes de la independencia, los americanos piensan en la combinación de Estados, en la forma de Estado que sería compatible con su vocación; pero su vocación no consiste en reconstruir un «viejo secreto de Estado», una nación, una familia, una herencia, un padre, sino ante todo en constituir un universo, una sociedad de hermanos, una federación de hombres y de bienes, una comunidad de individuos anarquistas, inspirada en Jefferson, en Thoreau, en Melville. Así es la declaración de Moby Dick (cap. 26): si el hombre es el hermano del hombre, si es digno de «confianza», no se debe tanto a que pertenezca a una nación, ni como propietario o accionista, sino únicamente como Hombre, cuando ha perdido esos caracteres que constituyen su «violencia», su «idiotez», su «crapulería», cuando ya sólo tiene conciencia de sí bajo los rasgos de una «dignidad democrática» que considera todas las particularidades como otras tantas manchas de ignominia que suscitan la angustia o la compasión. América es el potencial del hombre sin particularidades, el Hombre original. Ya en Redburn (cap. 33): «No se puede derramar ni una gota de sangre americana sin derramar la sangre del mundo entero. Inglés, francés, alemán, danés o escocés, el europeo que se mofa de un americano está mofándose de su propio hermano, le está despreciando, y está poniendo su alma en peligro para el día del Juicio. No somos una raza estrecha, una tribu nacionalista y devota de hebreos, cuya sangre se ha ido volviendo más y más bastarda por haberla pretendido demasiado pura, manteniendo una descendencia directa y matrimonios consanguíneos... No somos tanto una nación como un mundo, pues a menos que llamemos, como Melquisedec, al mundo entero nuestro padre, no tenemos padre ni madre... Somos los herederos de todos los siglos y de todos los tiempos, y nuestra herencia la compartiremos con todas las naciones...» El cuadro del proletario en el siglo XIX se presenta de la siguiente manera: el advenimiento del hombre comunista o la sociedad de los camaradas, el futuro Soviet, puesto que sin propiedad, sin familia y sin nación no le queda más determinación que ser hombre, Homo tantum. Pero asimismo es el cuadro del americano, con otros medios, y los rasgos de uno y otro se mezclan o se superponen a menudo. América creía estar haciendo una revolución cuya fuerza sería la inmigración universal, los inmigrantes de todos los países, mientras la Rusia bolchevique creerá estar haciendo una cuya fuerza sería la proletarización universal, «Proletarios del mundo»... : dos formas de la lucha de clases. De tal modo que el mesianismo decimonónico tiene dos cabezas, y se expresa tanto en el pragmatismo americano como en el
socialismo finalmente ruso. No se comprende el pragmatismo cuando se lo considera una teoría filosófica sumaria fabricada por los americanos. Por el contrario, se comprende la novedad del pensamiento americano cuando se considera el pragmatismo como una de las tentativas de transformar el mundo, y de pensar un mundo nuevo, un hombre nuevo mientras están haciéndose. La filosofía occidental era el cráneo, o el Espíritu paterno que se realizaba en el mundo como totalidad, y en un sujeto consciente como propietario. El insulto de Melville, «crápula metafísica», ¿va
dirigido contra el filósofo occidental? Contemporáneo del trascendentalismo americano (Emerson, Thoreau), Melville esboza ya los rasgos del pragmatismo que vendrá después de él. Se trata en primer lugar de la afirmación de un mundo en proceso, en archipiélago. Ni siquiera un rompecabezas, cuyas piezas al adaptarse reconstruirían un todo, sino más bien una pared seca de piedras libres, no cimentadas, donde cada elemento vale por sí mismo y en relación con los demás: conjuntos aislados y relaciones flotantes, islas e islotes, puntos móviles y líneas sinuosas, pues la Verdad siempre tiene las «lindes hechas trizas». No un cráneo sino una retahíla de vértebras, una médula espinal; no un vestido uniforme, sino una capa de Arlequín, incluso blanca sobre fondo blanco, un patchwork de continuación infinita, de empalmes múltiples, como la chaqueta de Redburn, de White Jacket o del Gran Cosmopolita: el invento americano por antonomasia, pues los americanos han inventado el patchwork, de la misma manera que decimos que los suizos inventaron el reloj de cuco. Pero para ello también es necesario que el sujeto conociente, el único propietario, dé paso a una comunidad de exploradores, precisamente los hermanos del archipiélago, que reemplacen el conocimiento por la creencia, o mejor
dicho por la «confianza»: no creencia en otro mundo, sino confianza en este mundo de aquí, y tanto en el hombre como en Dios («voy a intentar la ascensión de Ofo con la esperanza, no con la fe... iré por mi camino...).
El pragmatismo es ese doble principio de archipiélago y esperanza.
¿Qué ha de ser la comunidad de los hombres para que la verdad sea posible? Truth y trust. El pragmatismo nunca dejará de luchar en dos frentes, como ya hacía Melville: contra las particularidades que oponen el hombre al hombre, y alimentan una desconfianza irremediable; pero también contra lo Universal o el Todo, la fusión de las almas en nombre del gran amor o de la caridad. ¿Qué les queda a las almas, sin embargo, cuando ya no se aferran a unas particularidades, qué es lo que les impide fundirse entonces en un todo? Les que Jaworski ha analizado particularmente ese mundo en archipiélago o esta experiencia en patchwork. Estos temas reaparecerán en todo el pragmatismo, y especialmente en las páginas más hermosas de William James: el mundo como «disparado a bocajarro de una pistola». No es separable de la búsqueda de una nueva comunidad humana. En Pedro o las ambigüedades, el misterioso opúsculo de Plotinus Plinlimmon puede surgir ya como el manifiesto de un pragmatismo absoluto. Sobre la historia del pragmatismo en general, filosófico y político, remito a Gérard Deledalle, La philosophie américaine, L’Age d’homme: Royce es particularmente importante, por su «pragmatismo absoluto», por su «gran comunidad de Interpretación » que agrupa a los individuos. Tiene muchas resonancias. Precisamente su «originalidad», es decir un sonido que cada una emite, como un estribillo al límite del lenguaje, pero que sólo emite cuando emprende viaje por las carreteras (o por mar) con su cuerpo, cuando conduce su vida sin buscar la salvación, cuando emprende su viaje encarnado sin finalidad particular, y encuentra entonces a otro viajero, al que reconoce por el sonido. Lawrence decía que era eso el nuevo mesianismo o la aportación democrática de la literatura americana: contra la moral europea de la salvación y la caridad, una moral de la
vida en la que el alma sólo se realiza tomando la carretera, sin otra finalidad, expuesta a todos los contactos, sin tratar jamás de salvar otras almas, alejándose de aquellas que tienen un sonido demasiado autoritario o quejumbroso, formando con sus iguales acordes incluso fugaces y no resueltos, sin más realización que la libertad, siempre dispuesta a liberarse para realizarse.108 La fraternidad según Melville o Lawrence es un asunto de almas originales; tal vez sólo se inicie con la muerte del padre o de Dios, pero no deriva de ella, es un asunto completamente distinto; «todas las sutiles simpatías del alma innombrable, del odio más amargo, al amor más apasionado». Hace falta una nueva perspectiva, el perspectivismo en archipiélago que conjuga panorámica y travelling, como en Las islas encantadas. Hace falta una buena percepción, oído y vista, como muestra Benito Cereño, y es el «precepto», es decir una percepción en devenir, lo que
debe reemplazar al concepto. Hace falta una comunidad nueva, cuyos 108 Lawrence, Études sur la littérature classique américaine, Seuil, «Whitman». El libro contiene asimismo dos trabajos famosos sobre Melville. A Melville, como a Whitman, Lawrence le reprocha haber caído en lo que ellos mismos denunciaban; no obstante, dice, la literatura americana señala el camino gracias a ellos. Miembros sean capaces de «confianza», es decir de esa creencia en sí mismos, en el mundo, en el devenir. Bartleby el soltero debe emprender su viaje y encontrar a su hermana, con la que compartirá el bizcocho de jengibre, la nueva hostia. Por mucho que Bartleby viva enclaustrado en el bufete del abogado, sin salir jamás de él, no está bromeando cuando, al abogado que le propone nuevas ocupaciones, le responde: «Es demasiado cerrado...» Y si le impiden realizar su viaje, su lugar ya no es otro que la prisión donde muere, de «desobediencia civil», como
dice Thoreau, «el único lugar donde el hombre libre podrá residir con honor». William y Henry James son en efecto hermanos, y Daisy Miller, la nueva muchacha americana, sólo pide un poco de confianza, y se deja morir porque no obtiene ese poco que pedía. Y Bartleby, ¿qué pedía sino un poco de confianza, al abogado que le responde con la caridad, la filantropía, todas las máscaras de la función paterna? La única disculpa del abogado es que retrocede ante el devenir en el que Bartleby, por su mera existencia, corre el peligro de arrastrarlo: ya empiezan a circular rumores... El héroe del pragmatismo no es el hombre de negocios que ha triunfado, sino Bartleby, Daisy Miller, Pedro e Isabel, el hermano y la hermana. Los peligros de la «sociedad sin padres» han sido denunciados a menudo, pero el único peligro estriba en el retorno del padre. Al respecto, no cabe separar el fracaso de las dos revoluciones, la americana y la soviética, la pragmática y la dialéctica. La emigración universal triunfa tan poco como la proletarización universal. La guerra de (Vid. el libro de Alexander Mitscherlich, Vers la socíété sans pères (Gallimard), desde un punto de vista psicoanalítico que permanece indiferente a los movimientos de la Historia, y que re–invoca las bondades de la Constitución paterna inglesa. Secesión ya toca a muerto, tal y como lo hará la liquidación de los soviets. Nacimiento de una nación, restauración del Estado–nación, y los padres monstruosos regresan al galope, mientras que los hijos sin
padre empiezan otra vez a morir. Imágenes de papel, ése es el destino tanto del Americano como del Proletario. Pero, de igual modo que muchos bolchevistas ya oían a partir de 1917 las potencias diabólicas que llamaban a la puerta, los pragmatistas y ya Melville veían cómo se avecinaba la mascarada que iba a acarrear la sociedad de los hermanos. Mucho antes que Lawrence, Melville y Thoreau diagnosticaban el mal americano, el nuevo cemento que restablece el muro, la autoridad paterna y la inmunda caridad. Bartleby, pues, se deja morir en prisión. Desde el principio, es Benjamin Franklin, el hipócrita Vendedor de pararrayos, quien instala la prisión magnética americana. El barco– ciudad reconstituye la ley más opresiva, y la fraternidad sólo subsiste entre los gavieros cuando se mantienen inmóviles en lo alto del mástil (Chaqueta blanca). La gran comunidad de los solteros no es más que una agrupación de vividores, que indudablemente no impide que el soltero rico explote a las pobres obreras lívidas, reconstituyendo las dos figuras no–reconciliadas del padre monstruoso y de las hijas huérfanas (El paraíso de los solteros y el Tártaro de las muchachas). Por doquier en Melville aparece el estafador americano. ¿Qué potencia maligna ha convertido el trust en una compañía tan cruel como la abominable «nación universal» fundada por el Hombre de los perros, en Las islas encantadas? El timador, donde culmina la crítica de la caridad y de la filantropía, muestra una serie de personajes tortuosos que parecen salidos de un «Gran Cosmopolita» con vestido de patch-work, y que sólo piden... un poco de confianza humana, para efectuar una estafa de rebotes múltiples. ¿Son hermanos falsos que un padre diabólico envía para restaurar su poder sobre los americanos demasiado crédulos? Pero la novela es tan compleja que cabría decir lo contrario: esta larga teoría de estafadores sería la versión cómica de los hermanos auténticos, tal como los americanos demasiado desconfiados los ven, o mejor dicho se han vuelto ya incapaces de ver. Esa retahíla de personajes hasta la criatura misteriosa del final tal vez sea la sociedad de los Filántropos que disimulan su proyecto demoníaco, pero tal vez asimismo la comunidad de los hermanos que los Misántropos ya no saben reconocer de pasada. Pues, en el propio seno de su fracaso, la revolución americana continúa relanzando sus fragmentos, con algo siempre huyendo en la línea del horizonte, incluso mandando algo a la Luna, tratando de horadar el muro, de retomar la investigación, de encontrar una fraternidad en este empeño, una hermana en este devenir, una música en la lengua que balbucea, un sonido puro y unos acordes desconocidos en todo el lenguaje. Lo que Kafka dirá de las «naciones pequeñas» es lo que Melville ya dice de la literatura americana de su época: debido a que hay pocos autores en América, y que el pueblo es indiferente a ellos, el escritor no está en posición de triunfar como maestro reconocido, pero, incluso en el fracaso, sigue siendo el portador de una enunciación colectiva que ya no resulta de la historia literaria, y [127] preserva los derechos de un pueblo futuro o de un devenir humano.
(Vid. el texto de Melville sobre la literatura americana en «Hawthorne y sus grumetes» (D’oú viens–tu, Hawthorne?, págs. 237–240). Compárese con el texto de Kafka, Journal, págs. 179–
182).
Vocación esquizofrénica: aun catatónico y anoréxico, Bartleby no es el enfermo, sino el médico de una América enferma, el Medecine–man, el nuevo Cristo o el hermano de todos nosotros.

1 comment:

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