Unplugged*
Me fui del país.
Divúlguenlo. Riéguenlo. Que to´l mundo se entere.
¿Reto? No, más bien una súplica. Por favor, comenten alto y claro delante de propios y ajenos que Nicanor O´Donnell, el escritor, vive ahora en Europa.
Esta parte no la cuenten. El primer día, Rodríguez deslizó un videocassette en mi mano.
-Míralo esta noche, que hay cola -dijo, y desapareció en la multitud, ahí en Coppelia.
Lo miré esa noche. Se trataba de un asqueroso teleplay venezolano o colombiano o puertorriqueño, o una esmerada coproducción tripartita. Me ofendió que Rodríguez se creyera con derecho a estropear mi tiempo libre, aunque de no haber visto ese asqueroso teleplay en el video habría visto con toda seguridad otro que pasaban en el televisor.
-Dime –me apremió a las nueve de la mañana entrante– tremendo, ¿no?
Una luz interior empezó a gritarme que mi amigo esperaba un ditirambo hacia su material audiovisual. Traté de encontrar un símil de «abominable y patética morronga melodramática» que sonara positivo, pero de momento me resultó difícil.
-¿Pero no te diste cuenta –y entonces me explicó que la que hacía de mamá del muchacho era aquella actriz que se fue como hace diez años, y el muchacho mismo había sido, antes de irse también, uno de los galanes en esa interminable serie polar que todos los policial que parece hecha para demostrar que todos los policías son lindos e inteligentes. Me explicó esto, y se me quedó mirando como quien ha dicho bastante.
-Mira tú –declaré.
Luego me pidió que llevara el cassette adonde Ana, una amiga común, estudiante de Derecho, que vive más cerca de mi casa. No dije que no. Casi nunca digo que no. Es un misterio. Como el por qué lo niños siempre dibujan las casas con techo a dos aguas.
-Gracias –dijo Ana, con la cara torcida –este es un país con dolor de muelas.
Me explicó que en el ala estomatológica de su policlínico se había roto el compresor, fuera esto lo que fuera, y llevaban dos semanas sin recibir nuevos casos. Por la mañana había salido a buscar opciones.
-Hay una epidemia de compresores rotos en policlínicos. Conseguí los teléfonos de tres dentistas privados, pero uno está de viaje, el otro cobra demasiado y el tercero no tiene ya turnos para este mes.
Volvió a agradecerme que le hubiera llevado el cassette, y entonces dijo que iba a prestarme un libro, y que lo leyera rápido porque era de su novio. Se trataba de una escritora emigrada cosa de una década atrás.
Esa noche apagué demostrativamente el televisor en pro de la literatura. La novela hacía que el dolor de muelas pareciera un orgasmo múltiple. Compilaba en doscientas páginas un desfile de penurias que ya era bastante jodido haber vivido. Lo peor, sin embargo, era que aburría.
Por la mañana vino a verme un tipo de cabello largo, diz que de parte de Ana. Era el novio, claro. Hace cinco o seis años mi biotipo era parecido.
-Y mire –se sacó la cartera de la cartera, y de allí un papel doblado. Me lo tendió. Era un poema de otro escritor emigrado, un poema contenido en una novela. El tipo lo llevaba como un talismán, y me recitó un trozo de memoria.
-Es el mejor retrato que se ha hecho nunca de La Habana.
-Es bueno –concedí- pero no el mejor retrato.
Polemizamos. El tipo me dijo que para ver bien algo había que mirarlo a distancia. Hice un chiste sobre la hipermetropía y quiso fajarse.
Esa tarde vi venir a Rodríguez por la acera de enfrente. Traía dos videocassettes más así que entré por la primera puerta que se puso a tiro. Resultó corresponder a un estudio fotográfico. Una empleada me preguntó qué deseaba. Dije que hacerme fotos de pasaporte. Tuve que dejar cinco dólares que era todo mi capital hasta la próxima glaciación. Me hicieron pasar a un cubículo cerrado, me dijeron que me pusiera un trozo de saco a rayas y una corbata que hubiera horrorizado a Jimi Hendrix, me peiné, pestañeé y la cámara, naturalmente, flasheó en ese momento. Salí con un comprobante en el bolsillo y allí estaba mi amigo.
-Te vi entrar y te esperé porque quiero pasarte un material buenísimo –dijo- por cierto, si querías hacerte unas fotos, yo te hubiera resuelto con un socio que te las hace gratis.
Y entonces me prestó, no los videos, sino un disco compacto de una cantante de música campesina, que después de emigrar sigue haciendo más o menos lo mismo, aunque con carátulas más bonitas.
-Yo no soporto el punto guajiro –me defendí.
-Óyelo.
Más tarde, mientras laúdes y bongóes se disparaban, colegí que Dios trataba de decirme algo. Me puse a pensar.
Nadie es profeta en su tierra. De acuerdo. Pero aquí había algo más. El compañero promedio lee lo que producen los coterráneos emigrados no tanto por lo que dicen –la mayor parte ya se sabe-, sino porque el acto mismo de leer un libro presumiblemente clandestino lo integra a uno al grupo de los bien informados, a la cofradía de la resistencia soft. Leer ese libro y pasarlo es un acto de desobediencia cívica no demasiado grave, no demasiado prohibido. Ahí se deslavan las trincheras estéticas: no se trata de que unos escritores emigrados sean buenos y otros no, sino de que son buenos por el hecho de haber emigrado. (Y el hecho de que ahora se vean gordos y apuestos en las fotos funciona como argumento adicional). Lectores radicales hay que afirman no consumir otra cosa que ultramarinos, y llegan a buscar en librerías de segunda mano los textos pergeñados por el autor de marras cuando aún estaba aquí, para entresacar claves y mensajes.
Con la música y los audiovisuales es lo mismo. Un solo de trompeta o un documental sobre los insectos, si los hizo alguien que se fue, siempre encontrarán incondicionales dispuestos a copiarlos e interpretarlos.
Bueno, pensé todo esto y decidí que Dios, además de la oportunidad de constatar un hecho, me estaba sugiriendo una metodología. Yo había publicado una novela, Nosotros los impotentes, dos años antes. La crítica, en una revista, la llevó bien, la lisonjeó. Pero la verdad es que no se habían vendido cincuenta ejemplares.
Para que me leyeran, tenía que irme.
Y me fui.
Llevo tres meses encerrado en la casa. Durante el primero, puse a punto cinco ejemplares de mi nueva novela. Me ayudó Rodríguez; no tuve más remedio que pedirle ayuda. Él consiguió quien diseñara e imprimiera una portada magnífica, que parece de afuera. Él, también, resolvió la impresión de la tripa, y quien empalmara los volúmenes. Quedaron perfectos, con mi retrato en contracubierta; utilizamos la foto de pasaporte que me hiciera aquel día que me escondí en el estudio. Cuando todo estuvo listo, reclutamos varios amigos para la campaña, Ana incluida. Ana me ha convertido en un ídolo universitario; también me hace las compras. Ahora tiene un novio dentista.
Claro que recluirse, implosionar así es un sacrificio, y de los duros. Me alentó descubrir que hubo un pionero, un personaje de Mark Twain, que murió en falso calculando ser reverenciado como un gran pintor. Y para él valió la pena. Por eso ahora la cosa es regarlo a babor y estribor, convencer a todos de que vivo en París, y que Gallimard ha publicado mi novela en tirada de lujo y con varias reimpresiones. Según Rodríguez, los cinco ejemplares vuelan de mano en mano. Funciona. Así que, por favor, díganlo.
Acabo de salir de casa por primera vez. Tomé precauciones, naturalmente: llevo gafas oscuras y una gorra de la Hormiga Z. de todos modos, en la esquina me descubrió Rodríguez.
-¿Qué coño crees que estás haciendo? –chilló- ¿quieres arruinarlo todo?
Me dio vergüenza decir que quería comprar el periódico, así que hable de la luz y el olor de las flores.
-Deja la mariconería. Ahora eres famoso. Te identifican, y se jodió todo.
Sentí un impulso rebelde. Uno pequeñito.
-Es mi riesgo, ¿no? Si me descubren es sólo mi problema, ¿verdad?
Abrió la boca para responderme, pero cambió de idea. Se quedó mirando a algún un punto por encima de mi hombro.
-Vuélvete despacio y mira aquel tipo que está saliendo de la cafetería.
Lo hice, y me faltó poco para lanzar un grito. El individuo llevaba un sombrero y un impermeable, pero lo reconocí inmediatamente. Había visto su foto muchas veces en portadas brillosas.
-Sólo se permite una salida al año –dijo Rodríguez.
Eduardo del Llano (Moscú, 1962) Narrador y guionista, director y productor independiente. Ha publicado la novela Tres (2002) y es autor de Madrigal, última cinta de Fernando Pérez. Reside en La Habana.
*Publicado en la revista Encuentro de la cultura cubana, primavera del 2007.
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