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Edgelit

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Edgelit/Borde.de.luz

Adagio de Habanoni


Fotografías de Silvia Corbelle y Orlando Luis Pardo

mi habanemia

La Habana puede demostrar que es fiel a un estilo.

Sus fidelidades están en pie.

Zarandeada, estirada, desmembrada por piernas y brazos, muestra todavía ese ritmo.

Ritmo que entre la diversidad rodeante es el predominante azafrán hispánico.

Tiene un ritmo de crecimiento vivo, vivaz, de relumbre presto, de respiración de ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones.

Tiene un destino y un ritmo.

Sus asimilaciones, sus exigencias de ciudad necesaria y fatal, todo ese conglomerado que se ha ido formando a través de las mil puertas, mantiene todavía ese ritmo.

Ritmo de pasos lentos, de estoica despreocupación ante las horas, de sueño con ritmo marino, de elegante aceptación trágica de su descomposición portuaria porque conoce su trágica perdurabilidad.

Ese ritmo -invariable lección desde las constelaciones pitagóricas-, nace de proporciones y medidas.

La Habana conserva todavía la medida humana.

El ser le recorre los contornos, le encuentra su centro, tiene sus zonas de infinitud y soledad donde le llega lo terrible.

Lezama

habanera tú

habanera tú
Luis Trapaga

El habanero se ha acostumbrado, desde hace muchos años, a ese juego donde silenciosamente se apuestan los años y se gana la pérdida de los mismos.

No importa, “la última semana del mes” representa un estilo, una forma en la que la gente se juega su destino y una manera secreta y perdurable de fabricar frustraciones y voluptuosidades.

Lezama

puertas

desmontar la maquinaria

Entrar, salir de la máquina, estar en la máquina: son los estados del deseo independientemente de toda interpretación.

La línea de fuga forma parte de la máquina (…) El problema no es ser libre sino encontrar una salida, o bien una entrada o un lado, una galería, una adyacencia.

Giles Deleuze / Felix Guattari

moi

podemos ofrecer el primer método para operar en nuestra circunstancia: el rasguño en la piedra. Pero en esa hendidura podrá deslizarse, tal vez, el soplo del Espíritu, ordenando el posible nacimiento de una nueva modulación. Después, otra vez el silencio.

José Lezama Lima (La cantidad hechizada)

Medusa

Medusa
Perseo y Medusa (by Luis Trapaga)

...

sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir;
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

la maldita...

la maldita...
enlace a "La isla en peso", de Virgilio Piñera

La incoherencia es una gran señora.

Si tú me comprendieras me descomprenderías tú.

Nada sostengo, nada me sostiene; nuestra gran tristeza es no tener tristezas.

Soy un tarro de leche cortada con un limón humorístico.

Virgilio Piñera

(carta a Lezama)

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Luis Trápaga

ay

Las locuras no hay que provocarlas, constituyen el clima propio, intransferible. ¿Acaso la continuidad de la locura sincera, no constituye la esencia misma del milagro? Provocar la locura, no es acaso quedarnos con su oportunidad o su inoportunidad.

Lezama

Luis Trápaga Dibujos

Luis Trápaga Dibujos
Dibujos de Luis Trápaga

#VJCuba pond5

Pingüino Elemental Cantando HareKrishna

Elementary penguin singing harekrishna
o
la eterna marcha de los pueblos victoriosos
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Libertad para Danilo

Aug 1, 2009

Lorenzo García Vega, Taller del desmontaje

ensayo

Taller del desmontaje*

LORENZO GARCÍA VEGA

1

Fue un carrito de helados, y por supuesto que con su musiquita. También un pozo.

Fue una tarde muy machucada, con un verde amarillo.

Tarde con sustancia de verde amarillo.

El carrito con su musiquita, pasando.

Habría que llegar a ser tan, tan artificial, que uno pudiera zodiacalizar el rincón de un reparto.

También un pozo, repito. Pues si no se entiende que lo que acabo de enumerar tenía relación con un pozo, no se entendería nada.

Un pozo.

§

Y un carrito de helados que, pasando por el mediodía, nos hace sentir que su musiquita no ha tenido un comienzo, y es que se puede llegar a creer que, por ejemplo, tanto la musiquita de un carrito de helados como también el noveau roman, no sólo no necesita tener un buen comienzo, sino que tampoco necesita tener ninguna clase de comienzo. Pero, si se mira bien, desde un Taller del desmontaje, las cosas no son tan sencillas. Pero, ¿si desde un Taller del desmontaje las cosas no son tan sencillas, entonces habrá que averiguar si, desde un Taller del desmontaje, tanto la musiquita de un carrito de helados, como el noveau roman, acaban por tener un comienzo que, aunque no lo parezca, no deja de ser un comienzo? Pero, ¿por qué me pongo a darle vueltas a estas locuras?

§‍‍

Un maestro de enseñanza primaria tiene un patio, lleno de cotorras. Un patio lleno de troncos, de residuos. Ahí tinen su vivienda. Hay un tronco de árbol seco que es como la sugerencia del fragmento de un castillo que se disecó. Así como, además, todos los troncos secos, juntos, llegan a sugerir un castillo de troncos. Eso tiene un color de miel vieja, petrificada. Eso recuerda una vieja redecilla que usaban las mujeres en la década del 30. Se vuelve, se pasea, se cambia, y todo termina, al final, con la impresión de que sólo hay un castillo. Hay como telarañas. Se pasea, y todo es un mundo de telarañas, de muñecas viejas que parecen telerañas, de telarañas que acaban siendo –sugiriendo- como la textura de muñecas viejas. El suelo está lleno de hojas disecadas.

Claro que, eso sí, un comienzo no necesita ser, rigurosamente, un verdadero comienzo. Un comienzo puede ser, eso sí, un comienzo que no comience nunca.

O, dicho de otra manera, un comienzo puede ser tan sin comienzo, que hasta toda la novela consista en ser ese comienzo que nunca acaba de comenzar. Esto, por supuesto, es lo primero que hay que tener en cuenta.

Comenzar, entonces, pero estando consciente de que, quizás, el comienzo se pierde continuamente.

Uno está en lo amarillo-sol (también verde machucado con amarillo) de un patio, y recorre una misma distancia, una y otra vez, contándose (inventándose) una historia que puede ser la del maestro que se enreda con la telaraña de su patio. Enredarse en la telaraña del patio implica traer el pasado al presente, implica traer viejos objetos, viejas fotografías. Pero, ¿cómo se vive el pasado que se guarda y se repasa como si fuera una colección de objetos? ¿Se vive, ese pasado, como si fuera un presente?

§‍‍

Así que vendría a ser como un autista que se inventa cuentos. El autista vive en una Playa Albina, frente a un canal. Él, el autista, se inventa historias. Él ha visto una pareja de presuntos hippies que llegaron de New Jersey. Es la pareja que se enamoró de una simplona estatua de yeso, colocada en un garden.

§‍‍

Recuerdo la búsqueda de la colchoneta, en pleno mediodía. Por supuesto, ya no la busco. La colchoneta, y el sueño de las filas de casas amarillas pintadas por un loco, pertenecen a otro texto. A un texto que viví, pero que ya no vivo. Pues ahora he entrado en un texto posmodernista, o vamos a llamarlo así. Pero ahora, eso sí, tengo que deconstruirlo todo. Y al hacerlo así, al fragmentar hasta lo último, aparecen los ángeles, sobre la calle. Me explico: antes había estado el doctor Fantasma, pero Fantasma era, todavía, un solo centro y, con ello todo yo, y todo el mundo que me rodeaba, se fantasmalizaba en un foco. Ahora no, ahora el Centro se ha fragmentado, se ha perdido y, con ello, puedo ver ángeles sobre la calle, pero esto no significa que ese mundo de ángeles se me convierta en un solo foco. No, no, es otra cosa: hay ángeles, pero está también la zona de la colchoneta perdida (la colchoneta se perdió, pero queda su zona), y está la zona del carrito de helados, y está una zona donde queda un rostro, y otros, y otros focos.

Trataré de hacerme entender.

2

Me siento confundido con respecto a lo que pueda expresar. Muy confundido. Quiero expresarme como lo que sea, expresarme hasta como un principiante del posmodernismo, y de inmediato me aturdo.

Doy vueltas, y vueltas, y sigo aturdido.

Entonces sueño, con un fotomontaje.

Entonces, parodiando al fotomontaje, yo abro un Sumario.

La cosa sería así:

SUMARIO- Entrada en la Clasificación. / Antecedentes en mi vida. / El rizoma. / Una pareja que se encuentra con una estatua de yeso. / La manera con que me he debatido con las cajitas. / La manera con que me he debatido con el caleidoscopio. / El Diccionario, los aforismos, y los sueños. / Las coordenadas entre la luz neón y un patio en Jagüey Grande. / O cómo Duchamp se relaciona con los supermercados. / De la Suite para la espera a lo zen descubierta en España: o cómo, para simular que se es posmodernista, hay que empezar por ser modernista.

Entrada en la Clasificación.- Se trata de una especial necesidad que, desde hace un buen tiempo, se me ha ido imponiendo más y más: la necesidad del Inventario. Llegar, ver y, de inmediato, requerir la libreta de apuntes para ir consignando, minuciosamente, todos los detalles de eso que pueda tener frente a mí.

Inventariar, pues, como si se estuviera anotando, libreta en mano en un supermercado, las etiquetas de todas las latas que, alineadas, se exhiben en los enormes estantes (¡qué gran placer puede ser esto!). Inventariar latas, pero además, inventariar toda la vida, tal como si ésta también estuviese compuesta por latas.

Todo etiquetado, todo registrado. Todo, idéntico, puesto uno al lado del otro. Todo, sucesivamente, en filas.

Las imágenes, por supuesto, pueden irrumpir. Las imágenes, por supuesto, no se quedan inmóviles, giran…

Pero, después que irrumpen las imágenes, entonces, ineluctablemente, también vendría su clasificación, su inventario.

Habrá que inventariarlo todo, entonces. Y ya esto también lo había pensado Duchamp: «Que todo el texto sea un catálogo», así nos dijo. Sí, esto fue lo que nos dijo Duchamp.

Antecedentes en mi vida.- toda mi vida he estado rondando alrededor de los inventarios, de los catálogos, y de las clasificaciones. No me cabe duda. Que esto ha sido así, no me cabe duda. Catálogos. Pero debo matizar esto que acabo de decir. Debo dividirlo en etapas, debo matizarlo. No puedo lanzar, como de sopetón, esto de que toda mi vida he estado rondando alrededor de los catálogos.

Así es. Debo decir que he estado rondando…, pero inmediatamente debo matizar. Hubo una etapa, una etapa que constituyó la mayor parte de mi vida, y en la cual, desde el principio, estuve metido en una actividad que, aunque sin saberlo, sin ningún género de duda no dejaba de ser un ordenamiento. Sin duda, un ordenamiento. Cuando muy niño, por ejemplo, por supuesto que me entusiasmé con los juguetes. Mis juguetes eran mis imágenes: jugaba con ellos, dormía con ellos, y continuamente los llevaba a todas partes. No me desprendía de ellos, no. pero sucedía que, a los pocos días de tenerlos, entonces cogía un hacha y los rompía. Rompía todos mis juguetes, y me obsesionaba (¡qué poca edad tenía!) con todas las piezas rodando por el suelo: cuerdas, patas de soldados de plomo, ramajes de tiras doradas, cabezas de muñecos, etc.

Me obsesionaba.

Pero entonces (y aquí viene la cosa), inmediatamente después de romper los juguetes, me venía el delirio de acumular sus pedacitos, para así disponerlos. ¡Que no se quedara ni un solo pedacito!, eso era el asunto. Metía en sobrecitos, por lo tanto, a las cabezas de muñeco, a las cuerdas, a las patas de soldado, ¡qué sé yo!, con el solo objeto de inventariar todo eso. ¡Se quiere cosa más rara! Rompía, para después poder inventariar. Fue muy raro eso, pero fue. Y como ya dije, fue el principio de esa etapa que se llevó la mayor parte de mi vida, y en la cual, sin que supiera bien lo que hacía, y mucho menos sin que supiera dominar lo que hacía, me dedicaba a hacer, sin saberlo, lo que ahora puedo comprender que era una catalogación.

Fue muy extraño, entonces: desde mi infancia me dediqué a…, sin que tuviese la más mínima idea de lo que estaba haciendo. Fue, pudiéramos decir, la larga etapa de mi vida, con infancia incluida, donde me dediqué a los catálogos, sin saber que estaba dedicado a los catálogos.

El rizoma.- El rizoma, eso es de lo que hablaron Deleuze y Guattari. Ellos dijeron que la estructura del pensamiento estaba dominada por el delirio arborescente, por el delirio de las raíces.

Yo también me he pasado la vida con todo eso, que ahora me parece espantoso, y que consistía en buscarse las raíces. Buscarse las raíces, o rascarse el ombligo; pasarse la vida en eso.

Pues yo me pasé la vida con las obsesiones, con una cuchillita de afeitar, y con el psiquiatra, y con el Edipo, y con la búsqueda del árbol con que me podría identificar.

Me pasé la vida y ya desde el principio, en mi juventud, escribí mi libro sobre mi infancia, las Espirales del cuje, donde traté de describirme como si fuera desde lo arbóreo. Muchos años en eso, pues.

Pero después, al comenzar a escribir mis como memorias –El oficio de perder-, mi búsqueda, sin que yo lo supiera conscientemente, se dirigió no hacia las raíces sino hacia el Laberinto. Incluso llegué a pensar en otro posible título para el libro que estaba escribiendo: el título sería No mueras sin Laberinto.

El deseo, dijeron Deleuze y Guattari, no estaba en las raíces, en el complejo de Edipo, sino que estaba horizontalmente creado.

Creado horizontalmente, creado en el Laberinto, me fui diciendo yo, mientras fui escribiendo El oficio de perder. Me fui diciendo, y fui buscando un Laberinto –No mueras sin Laberinto- durante todo el tiempo en que estuve escribiendo mi libro; pero nunca hasta ahora, hasta el momento en que terminé el libro, y en que después que lo terminé me tuve que someter a cuatro bypasses, supe que, contrario a toda persecución de las raíces, de lo que se trataba era de la búsqueda del rizoma, o sea, se trataba de eso que no es una raíz como la que busqué en mi libro de juventud Espirales del cuje, sino que se trataba de una red de raíces, ninguna de las cuales llegaba a ser el Centro.

Así que ya no me interesaba el Centro, ya sé que no existe mi Centro. Y no está mal saber que, después de haber escrito mi libro, he llegado a saber. Nunca es tarde si la dicha es buena.

Una pareja que se encuentra con una estatua de yeso.- Son Bonifacio y Sol Montero, es la pareja que, llegada de New Jersey, se encuentra con una mediocrísima estatua de yeso en un kindergarten de Playa Albina.

Esta es una novela a medias, una novela sin centro y, por ello, una novela interminable. Es una novela que uno siempre la está comenzando, o es una novela que, desde su principio con una estatua de yeso, siempre está sin parar, continuando en lo mismo. Y es que hay una fea, mediocrísima, insignificante estatua de yeso. Una estatua de yeso, y que no se sabe ni cuál función pueda llenar en el patio del feo kindergarten.

El estuco, hay que tenerlo en cuenta, proviene del italiano stucco, es, según el Diccionario, «Masa de yeso y cola: el estuco adquiere fácilmente gran brillo. // Pasta de cal y mármol pulverizado con que se cubren las paredes interiores de las casas».

Una insignificante estatua, entonces, la del kindergarten, insignificante estatua con insignificante historia, vista desde el comienzo (si es que la novela tiene algún comienzo, o alguna historia), por esa pareja, Bonifacio y Sol, procedente de New Jersey.

(Y digamos, para tenerlo en cuenta, que el Ángel de estuco, rostro del arte barroco, también ha servido al posmodernista Baudrillard, como máximo ejemplo para sus tesis).

Pero repitamos, diciendo que la novela comienza, si es que la novela comienza, con esa pareja, Bonifacio y Sol que, apenas después de bajarse del bus que los trae de New Jersey, se precipita hacia el lugar donde estaría la estatua de yeso (y esto, este inicio, si delirantemente nos decidimos a jugar con la intertextualidad, ¿delirantemente no lo podríamos comparar con aquel texto en que Martí nos dice que, acabado de llegar a Caracas, y sin quitarse el polvo del viajero, se precipitó hacia la estatua de Bolívar?) para así, pegados a la cerquita que rodeaba al parque de los niños, quedar en éxtasis ante el susodicho estuco de medio pelo, y esto después de que la mirada de esta pareja, Bonifacio y Sol, resbale por entre un cochinito plástico de color violeta, y por entre un Pato Donald de azul desleído por las lluvias, y por un estuco de Micky Mouse, también colocado en una fuente de estuco.

La mirada de Bonifacio y Sol, pues, resbalará, pero para al final, quedar colocada sobre el Ángel de estuco, o sea, sobre la estatua de yeso del kindergarten.

Y es entonces, también en el comienzo mismo de la novela si es, repito, que esta novela tiene un comienzo), cuando Bonifacio y Sol quedan en éxtasis ante la estatua del Ángel de yeso, que el Autor nos da unos detalles interesantes sobre la vida de esta pareja. Datos por los cuales sabemos, entre otras cosas, que ella y él, Sol y Bonifacio, se habían conocido en la Iglesia Científica Cristiana de María Baker Glover Eddy, ya que ellos pertenecieron a esta congregación religiosa.

Pero, sobre todo, se nos advertirá que en esta novela del Ángel de yeso, habrá que tener en cuenta esta cita que dice así:

De la comparación sistemática entre principio y final, Roland Barthes extrae un método de análisis estructural de una novela: «Establecer, en primer lugar, los dos conjuntos límite, inicial y terminal, después de explorar por qué vías, mediante qué transformaciones, qué movilizaciones, el segundo se acerca al primero o se separa de él: hace falta, en suma, definir el paso de un equilibrio a otro, atravesar la 'caja negra'».

Pero… ¿una caja negra? ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo a un relato delirante y sin sentido de una pareja que queda paralizada ante una mediocre estatua se puede aplicar todo el andamiaje de Barthes? Pues bien, yo no sé contestar a esa pregunta, pero el caso absurdo e inexplicable es que me siento enloquecidamente apegado a esa aporía idiota de una pareja frente a una estatua de yeso, amarrada con una cita de Barthes, y no puedo salir de eso.

La manera con que me he debatido con las cajitas.- mi largo discurso con las cajitas. La cosa, sencillamente, podría resumirse así: he paseado, durante tiempos y tiempos, en busca de un argumento. Recorría, por ejemplo, una calle, y allí me encontraba y soñaba con una colchoneta tirada en un solar yermo, o con la memoria que me sobrevenía de un cuadro pintado por un loco, cuadro donde había cuatro idénticas filas llenas, cada una de ellas, con idénticas casas amarillas. Una colchoneta tirada, o el sueño de unas casas amarillas pintadas por un loco. Yo he querido, durante un buen trozo de tiempo, encontrar el relato de esa colchoneta o de esas casas pintadas. Yo he querido, durante un buen tiempo, encontrar el posible propósito narrativo de todo eso.

O yo he querido que una novela descubriese el narrativo Centro de esa pareja compuesta por dos antiguos congregantes de la Iglesia Científica Cristiana, y que llegaban de New Jersey para caer en éxtasis ante una estatua de yeso. Yo le daba vueltas (me he pasado, increíblemente, buena parte de mis últimos años haciendo eso) a esa presencia que tenía que encontrar, a esa presencia que, aunque escondida, tenía que estar en la colchoneta tirada, o en el absurdo hecho de ese Bonifacio y Sol pegados a la cerca de un kindergarten. Eso, me decía, tiene que tener un centro.

Yo daba vueltas, hasta que, sin poder encontrar el Centro, yo empecé a soñar la reducción de las imágenes a dimensión de pequeños objetos, y a soñar, después, que estos pequeños objetos pudiesen entrar en cajitas. Pero, ¿qué me podía resolver ese sueño con las cajitas? O sea, ¿qué relación podría haber entre una novela a la cual no le acababa de encontrar el Centro, con un mundo pequeño donde primarían las pequeñas muñecas y los soldaditos de plomo?

Pues bien, debatiéndome con esas preguntas, recuerdo que entonces me encontré con El libro del Hombre Perfecto, del místico persa Nasafi, y en él con estas palabras: «El mundo entero es como una cajita llena de todo tipo de cosas. Nadie se da cuenta de sí mismo ni de esa cajita, excepto el Hombre Perfecto, para quien nada permanece oculto en el Molk o mundo de los fenómenos, en el Malakut o mundo de las Almas o en el Jabarut o mundo de las Inteligencias querubínicas».

Me encontré, pues, con las palabras del mítico persa, y confieso que en aquel momento del encuentro me sentí, de cierta manera, tocado por esa posible iluminación por la cual el mundo entero podía ser una cajita.

Me sentí, repito, tocado, pero como en aquel momento no había llegado al punto de concebir el desmontaje, no pude acabar de aclarar mi situación con respecto a las cajitas.

Eso, las cajitas, ¿qué solución podía traer? Yo me sentía tentado por el seductor susurro con que las cajitas se me acercaban. Me sentía tentado por el proceso de yuxtaposición que quizá ellas me podrían ofrecer. Así que me decía que quizá todo consistiera en una cuestión de escala, y en considerar lo que cualquier pequeña pieza, una vez puesta en la debida relación, pudiera tener en potencia.

Podrían llegar a ser las cajitas, me decía, como lo que Roger Caillois dijo, cuando habló de los amigos de las piedras en la China antigua: «Es cuestión de escala. Toda piedra es montaña en potencia. Los iniciados pasan fácilmente de una dimensión a otra (…). Los inmorales saben crear sitios penetrar en ellos. Les basta dibujar, pintar: surge entonces una montaña». Y, así, me decía, y me repetía, es lo que podría pasar con las cajitas si, al final, yo llegara a entender bien.

La manera con que me he debatido con el caleidoscopio.- Hace muchos años, incontables años, que me obsesiona el caleidoscopio. Por ejemplo, describiría una fotografía. Describiría la pose del fotografiado, la escena, los objetos que pudiera haber en esa foto. Relataría la circunstancia que rodeaba al fotografiado. Reseñaría lo que se dijo en el momento de fotografiar; así como trataría de encontrar el relato de que esa fotografía era la expresión. Y entonces pensaba que, si llegara a alcanzar todo eso, entonces la foto se llegaría a poder identificar con las diversas piezas de una escena de caleidoscopio, petrificada al quedar ordenadas de una cierta manera.

O también he pensado que, frente a una historia de la cual sólo se conservan fragmentos, ya que el olvido habría hecho su parte, podría limitarme a triturar sólo un suceso, o a triturar, sólo un episodio. Entonces, una vez lograda la trituración, me he dicho que el proceso podría consistir en lo siguiente: los fragmentos, convertidos en figuritas, convertidos en relucidas piezas, podrían mezclarse con el olvido, un olvido que ya, vuelto cúmulo de vacíos, se llegaría a expresar como pequeño telón de fondo de una escena de caleidoscopio, con sus pequeñas y abstractas formas plásticas, cubiertas por el color. Por lo que así, entonces, ¿esto no sería, repito, como cristalitos bien dispuestos?

También, dándole vueltas y vueltas a la construcción de un caleidoscopio, he comprendido esto, dicho por Perls, F: «Tú crees estar ante una ventana, pero estás ante un espejo».

O hasta cayendo en la psicoterapia (¡delirante que soy!), me he encontrado con el caleidoscopio, cuando he consultado El hombre doliente, de Viktor E. Frankl: «El conocimiento humano se interpreta según el modelo de caleidoscopio cuando el hombre, en el marco de la imagen que el caleidoscopio se hace de su conocimiento, aparece como alguien que se limita a «diseñar» su «mundo», es decir, como alguien que en todos sus «diseños de mundo» se expresa siempre a sí mismo, y a través de ese «mundo» se ve sólo a sí mismo, al diseñador. / «En el caleidoscopio se hace visible una imagen u otra según las piedrecitas multicolores que se lancen…». El caleidoscopio, entonces, como se ve, participa hasta con el hombre doliente. Por lo que también, en las páginas de El oficio de perder, mientras tratando de construir el Laberinto, me proponía, continuamente, como tarea, muchas veces indisolublemente unida a esa construcción, el levantar un caleidoscopio.

¿Qué ha significado para mí eso?

En un principio, hace muchos años, cuando escribí mis primeros libros, el calidoscopismo fue el intento de expresar lo que estaba muy unido a mi infancia. Era lo bonito, infantil y tierno de algunos recuerdos, a los que intenté expresar como si fueran conjuntos de pedacitos de colores.

Después, cuando cada vez más me fui aferrando al collage (el collage es la expresión que más amo), me encontré que éste también podía ser móvil, y que quizá tuviera como un centro que se perdía continuamente, y que este centro, continuamente perdido, podía continuamente ser sustituido por otro centro. ¡Se quiere cosa más sabrosa!

¡Era el clic lo que había descubierto! El darle a la visión un clic, como si tuviera un aparatico en la mano, y entonces lograr que apareciera otra visión. Por ejemplo, podía aparecer Bonifacio y Sol, la pareja de trasnochados hippies, alucinándose bajo un sol de noventa grados, mientras contemplaban al Ángel de estuco del kindergarten de la Playa Albina, pero yo podía, utilizando el clic, cambiarlos de lugar, o sea, en otra escena de cristalitos de colores, y esto hasta el punto de que, entre tantas cosas que pudiera lograr, sería la de poder cambiar la temperatura caliginosa del kindergarten por el frío de un día invernal en la Iglesia Científica Cristiana de New Jersey.

Me iba acercando más y más, pues, a una plena conciencia del caleidoscopio (esto lo iba probando a medida que iba escribiendo mi libro El oficio de perder): primero, los cristalitos del recuerdo; después, el collage; por último, lo móvil del clic donde, entre tantas cosas, el Ángel de estuco podía pasar del verano de un lugar al invierno de otro lugar.

Pero no fue hasta ahora, unos meses después de haber terminado «El oficio de perder», que habiéndome internado de nuevo en Derrida, me vino la iluminación de lo que durante todos mis últimos años yo he estado buscando en el caleidoscopio.

¡Era el continuo descentramiento lo que yo he estado buscando, aunque no lo he sabido hasta el momento en que he terminado mi libro autobiográfico!

Y me pregunto, ¿el caleidoscopio que tanto me ha gustado, pero que hasta ahora no he acabado de encontrarle el juego, no será mi manera de deconstruir? O sea, lo que también me pregunto, ahora que he comenzado a leer a Derrida, es si no habré estado leyendo a ese francés posmodernista, sin saberlo, desde el tiempo, fabuloso, en que me encontré con el jueguito de los cristales.

El Diccionario, los aforismos, y los sueños.- También lo que me obsede, y me seguirá obsediendo: el Diccionario, los aforismos, los sueños. Diccionario para así, en riguroso orden alfabético, ir disecando la palabra de su sentido habitual e inyectarle, entonces, el sentido procedente del más peregrino de los centros. Es decir, cada palabra liberada de sus relaciones habituales para que así pueda ser vista desde su no-centro más periférico y, con ello, entregue peregrinas imágenes, inusitadas asociaciones, nuevos relatos. O también como que, en este Diccionario, las palabras fueran descritas en función de una posible sin-razón. O los aforismos, también, deben contribuir a la deconstrucción. Deben contribuir a la destrucción del Centro. Así que aforismos no para centrar, sino para descentrar y de esa manera, con ello, trayendo también el caleidoscopio. Por ejemplo, he aquí una muestra de esa clase de aforismos, tal como yo los concibo: «Si me volviera loco me gustaría gritar: ¡Gerundio cervical a la vista!»

O los sueños. Después que acabé de escribir Vilis, me interesa menos la posible significación que pudiera encontrarse en los sueños. ¿Qué quiero decir? Quiero decir que el batirme con los sueños, durante el tiempo que estuve por las calles de Vilis, fue también uno de los factores que me convirtió en una amante del no-centro. ¡Salí de Vilis buscándole el rizoma a lo onírico, o lo que es lo mismo, deconstruyendo los sueños! ¡Pura superficie!, entonces, es con lo que me he encontrado. He terminado viendo a los sueños como pura superficie, y como para que ellos sirvan a quitarle el Centro a todo lo que tenemos enfrente.

Las coordenadas entre la luz neón y un patio en Jagüey Grande.- Había un patio en Jagüey Grande, cuando yo era niño. Era de noche, y habían traído un cocodrilo muerto, de la ciénaga de Zapata. ¿El cocodrilo estaba ensangrentado, en el medio del patio? No recuerdo ya casi nada, yo apenas tenía unos años de vida. Sólo me queda, de todo aquello, la luz, ¿luz de los faroles, luz de unas bujías? No lo puedo recordar, pero sí sé que aquella luz fue la protomateria de un tipo de luz que iba a encontrar después, y que ha sido la luz neón.

¿Cómo esto?

La luz neón no estaba en los años de aquel patio de Jagüey en que estaba –o sueño que estaba- el cocodrilo muerto, pero es así, aquella luz de aquel patio no me cabe duda de que era el antecedente de esa luz neón que más tarde, y sobre todo en mi adolescencia, yo iba a descubrir.

¿Qué cómo explico esto? Esto, diría Deleuze, no es explicable arborescentemente. No hay ninguna verticalidad. Hay un rizoma. Yo me meto por la luz de un patio donde hay un cocodrilo muerto y seguro que hay una bombilla de luz neón en un cuarto de mi adolescencia. Pero explicarlo, eso sí, no es buscar ningún Centro. No hay Centro que valga. Una vez con la luz neón, o con el cocodrilo muerto, sólo cuento con el rizoma para ver cómo puedo establecer una coordenada. No hay otra salida.

O cómo Duchamp se relaciona con los supermercados.- Para llegar a ser consciente de esta relación tuvo que derramarse un buen chorrito de años. Años de paseos, años de aislamiento, por la Playa Albina. Ya he dicho, y he vuelto a decir, cómo todos los días me dirigía hacia un solar yermo adonde había una colchoneta. Fue un tiempo de iconos, de alucinación con objetos perdidos. Y ahí también fue, en ese tiempo, cuando empecé a soñar con las luces de los supermercados. Al principio, por supuesto, no tomé conciencia, del todo, de lo que esta atracción por las luces podía significar, pero después mi atracción como que se me hizo consciente, como que se intelectualizó, y así pude, estableciendo relaciones, llegar hasta la catalogación. «Que todo el texto sea un catálogo», repito que dijo Duchamp. ¡El texto un catálogo!, esto fue lo que entendí, esto fue a lo que llegué. Y esto, convertido en mi nueva manera, consciente, de mirar las cosas, fue la que me hizo entrever ese Centro descentrado de lo posmodernista: una nueva estructura.

(Me había, entonces, enamorado de los supermercados (por años he estado trabajando como bag boy), me enamoré de un color verde, y de un color amarillo, resplandecientes en la noche de un Centro Comercial. O sea, es que casi puedo decir que ya sólo me interesan esos anuncios lumínicos, esos anuncios que se han ido incorporando a la noche hasta el punto de que ésta, ya, no es el techo nocturno que nos cubre, sino un telón grande que sirve para hacerle el juego a la quincallería, simulacro, de la iluminación).

Una nueva estructura en que un Ángel anuncia una venta especial de latas. Un ángel dedicado a la propaganda. Pero, todo esto para advertir que lo que el Ángel anuncia con la trompeta está, indisolublemente, unido al destino de las latas, a la catalogación. ¿Me pueden entender lo que voy diciendo?

(Y yo, cuando deseo escribir algo, me atengo a este consejo de Escher: «Quien desea describir algo inexistente tiene que seguir ciertas reglas. Estas reglas son, más o menos, las mismas que para los cuentos de hadas»).

De la Suite para la espera a lo zen descubierta en España: o cómo, para ser algo por el estilo a un posmodernista (aunque yo no soy un posmodernista), hay que empezar por ser modernista.- Así que pasé por un proceso que quizá ha tenido tres partes.

La primera parte consistió en entrar en el modernismo, en la vanguardia, a los veinte años. A los veinte años yo escribí la Suite para la espera, y ahí me encontré con que, sobre todo, lo que yo quería expresar era la superposición. Superposición, yuxtaposición, el delirio de colocar, unas junto a otras, capas y capas de todo lo que se pudiera encontrar. Así que, sobre todo, he sido moderno, a través de la mezcla. Durante toda mi vida, me he alucinado con el hecho de poder unirlo todo. Así que tuve, en esta primera parte del proceso, experiencias increíbles. Conocí, por ejemplo, que había habido tiempo en que las camas de bronce se pintaban con el color azul, o con el color rosado. Esto, saber esto, me impresionó muchísimo. Pero no me bastaba con esto, con el juego imaginario que esta noticia podía traerme, sino que, de inmediato, como siempre me sucede, me sobrevenía el demonio de la superposición. Quería más… y, como cuando se busca una cosa la cosa se encuentra, me encontraba con lo que me ofrecía un verso de Virgilio Piñera: «Sobre un león inmensamente hermoso / una guajira hila su tristeza». ¡Tremendo!, de inmediato me ponía a superponer. ¿Cómo fue eso? Pues bien, me hice un grabado mental en que, superpuestos, estaban la cama de bronce, el león, y la guajira triste. Y esto fue, pues, lo que siempre me ocurrió durante la primera parte del proceso, pero esto tenía sus riesgos. ¿A qué tipo de riesgos me refiero? Pues bien, a cosas como éstas: a veces, la superposición podía conducirme hacia el relato, pero a un relato de cosas tan desemejantes, que el resultado era, cuando lo intentaba, como caer en el casi disparate, o en una manera de discurso autista. Y esto, por supuesto, me llevaba hacia una compleja depresión. Pero después de la primera parte del proceso, vino, como es natural que así suceda, la segunda parte del proceso.

¿En qué consistió esa segunda parte? Pues en el encuentro con el zen, en un tiempo en que salí de mi país, y llegué a España. ¡Encuentro con el zen! Desde el principio, entonces, me entré por aquello dicho por Hui-Neng, y esto me facilitó el poder rechazar los ídolos. Me fijé, al rechazo de los ídolos. Sin embargo, durante años la cosa no estuvo resuelta, pues me sucedía lo siguiente: mi pasión por la superposición, adquirida durante la primera parte de mi proceso, implicaba a la vez la necesidad de acumular objetos, como se puede ver a primera vista, no sabía de qué manera lo podría ensamblar con ese Vacío Zen donde ninguna cosa es. Y así fue la cosa, y así pasaron años.

Pero he aquí que, después de un buen tiempo, me llegó la tercera parte del Proceso y, con ello, he podido acercarme a la síntesis. La cosa ha consistido en lo siguiente: vine a dar con el rizoma de Deleuze y Guattari, mientras yo estaba tratando de construir un Laberinto, en el libro El oficio de perder, que acabo de terminar.

Construir un laberinto, eso fue lo que me propuse en el libro y, desde ahí, al terminarlo –curioso el asunto-, acabé comprendiendo que esto no era otra cosa que el rizoma de Deleuze: o sea, comprendí que en vez de buscar una raíz central, la cuestión del Laberinto tenía que proyectarse en una búsqueda de toda una red, mezcla, de raíces. Cada nudo, entonces, encontrándose a través de un impensado enredo, con cualquier otro nudo. ¡Aquí está el asunto!, me dije. Y ya con ello, me sobrevino la síntesis (o más bien, la búsqueda de la síntesis) en que ahora consiste la tercera parte de mi Proceso: o sea, una nueva búsqueda, ¿posmodernista?, que me permitiera amarrar a través del rizoma, el ninguna cosa es de Hui-Neng (¿o el tampoco-tampoco de Austin Norman Spare?) con la obsesiva acumulación de objetos que toda superposición conlleva. Veremos cómo puedo seguir explicando esto.

Y antes de terminar, quiero que nos bañemos con las piezas. Todo Talles del desmontaje es también una colección de piezas. Así que sobre ellas les diré lo que ahora voy a decirles.

Por ejemplo, digo, así como un personaje se podría llamar Bertilia Chiclana, así un lápiz puede ser una pieza, y esto porque un lápiz puede ser un objeto ventrílocuo, y esto porque no hay más que acordarse de aquello que dijo Ricardo Palma: «escribir con lápiz es como hablar en voz baja».

U otra pieza interesante es la traída por Boris Vian: el pianóctel. Un piano máquina. Se le echa un líquido. El pianista, entonces, toca una pieza en el piano. Después de ejecutarla la pieza se toma el líquido, el líquido que ya, entonces, tiene el sabor de la composición musical que se acaba de tocar.

¿Y la sal como pieza? Pues bien, sería un montón de sal, iluminada por un chrretazo de luz neón. Por lo que esta sal pudiera servir como condimento para relatos en que se describieran rincones de vida (o sea, serviría para esos relatos como escondrijos, donde uno pudiera ponerse a recordar, o, por ejemplo, a soñar con aquel «certamen de tetánicos», de que habló el escritor venezolano José Rafael Pocaterra).

Pero, sobre todo, traducir un posible relato, a ese nivel donde sólo queda una enumeración de las piezas que no se sabe cómo decir.

Y ¿cómo es el sueño con las piezas? Veamos: se abre la ventana del cuarto de baño. Es de noche. Y aunque no se ve nada, se presiente, sin embargo, lo que pudiera ser una forma oval.

Pero, entonces, vibra lo que parece ser como acorde roto.

Pero, después, es como insistente ruido de una pequeña sierra.

Pero, al final, ya no se sabe lo que pueda ser, pues todo como que se convirtiera en sordo martilleo.

O sea, al final no se sabe lo que pueda ser! Y, sin embargo, se vuelve a presentir una forma oval.

Pero, entonces, ¿ésta es una de las maneras de soñar con las piezas?

Pero siempre, para tratar con las piezas, algo como si fuera la materia prima de la imaginación: color, tacto, círculo: unidos.

-Las figuras, los soldaditos, los muñecos, las fotografías, las radiaciones: es decir, todo lo que se puede colocar dentro de una cajita. O sea, las figuras, los soldaditos, lo muñecos, las fotografías, las radiaciones, podrán ser consideradas como piezas del reino, o como piezas que simbolizan a las deidades (por supuesto, me estoy refiriendo al Libro tibetano de los muertos), pero, por ello mismo, también estas piezas podrían ser consideradas como provenientes del corazón, o de la inteligencia, del Constructor de Cajitas.

Y, por ende, por no llegar de un punto exterior sino de las cuatro divisiones del corazón, o también de las facultades de la inteligencia, tanto las figuras como los soldaditos, como lo muñecos, como las fotografías, como las radiaciones, siempre serían, en última instancia, objetos provenientes de un juego o de una geometría interior.

Pero, ¿me explico? Me temo que esté diciendo disparates, me temo que no sepa traducir el Libro tibetano de los muertos. Y sin embargo, siento que lo que digo, aunque no sé decirlo, es así.

Siento que las cajitas pueden construirse así.

-Corre, corre y, cuando ya está lejos, una mano se le vuelve pieza, se le vuelve carmelita.

Minimalismo.- Piececitas de un rompecabezas de cartón, casi idénticas. Formarán parte de una composición donde se superpondrán líneas idénticas, y estas líneas idénticas harán figurar casas amarillas idénticas.

Pero será de advertir que las piececitas, por su similitud, no serán fáciles de combinar. Sin embargo, sus ligeras irregularidades (aunque difíciles de ser percibidas) facilitarán, al final, el que se las pueda diferenciar.

Sueño con las piezas.- «No te dejaré entra, dijo la Cerradura de la Puerta, a menos que me digas mi Nombre oculto. - «Los dedos-gordos-del-pie-de-tu-Madre», he aquí tu nombre oculto».

Observación.- Y esta cita, como epígrafe, podrá utilizarse en ese capítulo donde se describe una casa donde vive una vieja, la madre de uno.

Otro sueño con las piezas: por la noche, veo, mientras situado en la ventana del cuarto, a dos distintos rostros, colocados bajo una luz eléctrica. A uno de los rostros parezco conocerlo (es como más alegre). El o se pierde en el olvido, en el inconsciente.

-Ya he hablado de la reducción, anivel de pequeño objeto, del ataúd de Sarah Bernhardt. Una vez fue llevada a cabo la reducción, el ataúd diminuto se introduciría dentro de una cajita. Y esto, inspirado por este trabalenguas de Françoise Sagan, en su Sarah Bernhardt: «le plus petit papa, petit pepi popo, petit pupu».

-«El tiempo de hacer una comida» (20 a 30 minutos). Ésta es una expresión, utilizada como medida de tiempo, en los libros tibetanos.

También esta expresión podría hacer visible, dentro de la cajita, el day dream de un alguien que está comiendo.

-Según Pessoa «Desde el punto de vista objetivo, el Culo de la Sensación está constituido por:

ideas=líneas

imágenes (internas)=planos

imágenes e bojetos=sólidos

Esto, también, hay que tomarlo en consideración, si se va a trabajar con minúsculas porciones de lo sólido.

Piezas del tiempo de antes-. La utilización, por las mujeres, del sombrero de pajilla, cuando éste se ponía viejo. Eso era Cuba.

Durante una noche entera metían el sombrero viejo en el agua, hasta que se hinchaba. Después, llegado el día, ponían el sombrero a secar al sol. Una vez seco, lo pintaban de un color que «hiciera juego con el vestido». Y, por último, con una cinta nueva, «hacían el lazo con las patas no muy largas, y en el centro del lazo, para alegrar el sombrero, ponían unas florecitas».

Esto serviría para título de un texto: Silencio de una corneta.

«y en un grabado del siglo XVI, tomado de los Spiritualia de Herón, se veía una especie de altar con un autómata encima que, en virtud de un dispositivo de vapor, tocaba una trompeta». Umberto E, El péndulo de Foucault.

El pintor Bacon quiso situar el grito antes del horror.

El grito haciéndose táctil, o más bien como tomando el tamaño de un objeto.

Una vez que tomara el tamaño de un objeto, se le podría meter dentro de una cajita. Pero, eso sí, habría que meter mucho cuidado.

Una pieza que me encantaría. Una pieza que verdaderamente me encantaría: ese «nuestro pequeño o mediano abismo portátil», del que habló Westphalen.

The Happy Birthday of Death. Este título del poeta norteamericano Corso para utilizarlo como pieza, y colocarlo, entonces, en papel de china, a la entrada de mi casa. Así, todo el que pasara por la calle sabría que yo había entrado en la vejez.

-En El péndulo de Foucault nos dice Eco: «había un ascensor digno de ser exhibido en un pabellón de arqueología industrial, y cuando traté de utilizarlo, dio unas sacudidas bastante sospechosas, sin decidirse a funcionar». Entonces soñar que se entra en ese ascensor con un sable de hojalata; el sable que usaban los niños.

Con estas dos citas de Boris Bian: «un aire de buen chico, tan natural como unas polainas en la bomba de una fosa séptica». / «y su cara era lúgubre, como la de un santo de piedra tras un bombardeo».

Pues la inspiración de esas dos citas de Bian, para tenerlas en cuenta cuando se construyera una cajita. Cajita donde se subrayaría lo diminuto, sugerido por ese trabalenguas ya citado, sobre la Sara B.

Un caleidoscopio al que le faltara algo. Al que le faltara, por ejemplo, el asa.

Pero, ahora que lo pienso bien, ¿cómo se me ha ocurrido decir del asa de un caleidoscopio, cuando los caleidoscopios no tienen asa?

Bien…, es difícil explicarlo, pero la pieza sería así. La pieza sería como un caleidoscopio al que le faltara un asa.

¿Por dónde le entra el agua al coco? ¿Con qué se sienta la cucaracha? Estas viejas preguntas ya se han quedado como osificadas por el tiempo. Osificadas, u objetivadas, ya ellas pueden ser consideradas como piezas.

Refiriéndose a su heterónimo Alberto Caeiro, dijo Pessoa: «porque una persona de su familia me contó que él dijo una vez, ya próximo a la muerte, y hablando de esta obra fragmentaria: 'No pasó de ser un andamio'».

¡Obra fragmentaria como andamio! Como andamio y, por lo tanto, como pieza también. No está malo eso. Así veo mis collages, y buena parte de lo que he escrito. Piezas.

Volviendo a Boris Bian. Cuando él me dijo que el cielo y las nubes rozaban las cosas que estaban en la calle, o cuando él me dijo que, modificándolos, la luz tocaba a los objetos, yo empecé a soñar piezas y más piezas. Me encontré con muchas piezas.

Pero, sobre todo, «este gentleman lila» del que habló Mijaíl Bulgákov. Este gentleman ya es una pieza.

-Y, ¿cuándo algo, o alguien (un personaje), se hace tangible hasta volverse una pieza? No puedo contestar a esa pregunta, pero sí puedo decir que, cuando leí en Bioy Casares «Hablando como si revolviera la lengua en el fondo de una cacerola de dulce de leche», me di cuenta de que el personaje se había vuelto una pieza.

Un personaje que se llamara Sórsoro Valdepares, u otro personaje que se llamara Fofo Zudaire. ¡Personajes listos para convertirse en objetos!

Figura del mundo, mencionada por Diego Torres de Villarroel, y que podría servir como tema de un relato, o como título de una cajita.

Hace años pasaba por unos caseríos. Uno de ellos se llamaba Torriente, otro se llamaba Navajas. De eso me queda el recuerdo de una sensación que no tenía ningún contenido, de una sensación como blancuza o transparente. Pero a este recuerdo de una sensación, lo puedo identificar con un fantasma. Y a sete fantasma lo puedo encarnar en lo sólido de una pieza.

«con luz de patio», dijo Gómez de la Serna. Y esta luz podría convertirse en pieza.

Una luz rarísima, como agua detenida. Una luz sin sube ni baja, como de termómetro de ese lugar que, por cerrado, nunca podrá ser paisaje.

Pieza: «¡Reino éste cerrado, igual que los melones!», tal como dijo Franklin Mieses Burgos.

Pero ¿no he citado demasiado? Tengo que justificar mis citas, y lo voy a hacer con otra cita, ésta por cierto, de Susan Sontag: «El gusto por las citas (y por la yuxtaposición de citas incongruentes) es un gusto surrealista. Así, Walter Benjamin –cuya sensibilidad surrealista es la más profunda que se haya visto jamás- era un apasionado coleccionista de citas (…). Pues Benjamin estaba convencido de que la realidad misma propiciaba –y vindicaba- las gestiones antes inadvertidas, inevitablemente destructivas, del coleccionista. En un mundo que está a punto de convertirse en una vasta cantera, el coleccionista se transforma en un personaje consagrado a una piadosa tarea de salvataje»

Entonces yuxtaponer citas, y yuxtaponer citas, mientras nos referimos a los sucedidos que hemos conocido. Pues esto, también, es una manera de construir piezas. ¡No está mal!

lorenzo garcía vega (Jagüey Grande, Matanzas, 1926) Narrador, poeta y ensayista. Perteneció al Grupo Orígenes. Dirigió la revista Újule. Ha publicado Cuerdas para Aleister. Reside en Miami.

*Publicado en Encuentro, primavera/verano2008

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