A propósito de José Martí: el ojo del canario, recién estrenado filme con el que su director, Fernando Pérez, “dinamita la historia recia y corregida y demuele los templos donde estuvo encerrado el apóstol que lo es, sobre todo, por su condición humanamente alcanzable”
Por Ariel Dacal Díaz
Ir a la historia recia y corregida para salvar a personas trascendentes es un acto de estricta sensibilidad. Descender a los apóstoles de los templos inaccesibles para colocarlos en la intimidad del aprecio cotidiano, es obra humanísima, delicada y bella. La operación de devolver al Martí magnifico sin mitigar su intensidad, sin ridiculizar su condición humana, sin vulgarizar sus contradicciones existenciales, solo puede ser obra de un artista que cree y vive la esencia humana que rescataensuempeño.Qué falta nos hacía ese Martí tímido, sobrecogido, asustado, pasional, sensible, triste, amoroso y cierto. Un niño que forja los sustentos de la grandeza que entregará a la historia al tiempo que aprende de la justicia de manera injusta, que baja la cabeza antes los primeros abusos, que se estremece por los contornos seductores del seno de una mujer, que se niega para vivir, que llora ante la incomprensión como único argumento, que pide perdón por su sacrificio que sacrifica, que enferma porque tanta sensibilidad no cabía en su cuerpo enjuto, que busca asideros en un amigo para no ceder ante la angustia de vivir. La gesta de Fernando Pérez es total y conmovedora. Tiene de música que abraza delicadamente las escenas en la que es útil; de fotos tan sabias y exactas que estremecen y de personajes bien parecidos a las emociones, sufrimientos y contradicciones desde las que aprendió Martí a elegir la vida propia para luego legarse en conducta paradigmática. La película es pletórica en instantes que emocionan, sin saltos innecesarios, sin adjetivos de más, sin imágenes rebuscadas. Las picardías, los gritos, las lágrimas, los silencios, son elocuentísimos. Los niños que conocen el placer de sus manos, el padre rudo y justo que acompaña en una noche bucólica, el negro esclavo que pide perdón por haber hecho feliz al niño bueno, la madre amorosa y desafiante que defiende al hijo de la barbarie, la hermana solidaria que se rebela ante el dolor de su Pepe, la familia que suplica al tirano, la madre y el padre que andan hacia el dolor por diferentes caminos sin más palabras que dos rostros impotentes y perturbados, el joven em cama de roca que mira hacia la ruta de su apostolado… Cómo no admirar, desde tales escenas, al héroe, al apóstol, al mártir, al hombre y a su gente —especialmente a su gente—, porque a fin de cuentas, el primer heroísmo de Martí es su gratitud, es su dolor por el dolor que causa, em quienes lo aman, su virtud. La virtud es también central en esta historia. La virtud que salió de las raíces y que, aunque temerosa, no podía parir a un traidor. La virtud como una manera angustiosa de crecer, pero de un crecer, al fin, sólido y luminoso. Fuente que alimentó la osadía de gritar libertad en el rostro de los opresores. La virtud que fue la fuerza para soportar los desgarramientos de amar todas las libertades, aun ese amor hiciera estallar las paredes familiares. Ese amor a la libertad que pasó, dolorosamente, por sobreponerse a la calma inmediata de los que le amaban y los que vivian em luto íntimo su sacrificio. Un personaje especial atraviesa, de modo discreto y constante, todos los minutos de esta película memorable: la poesía, aquella manera en que Martí anduvo desde su camino bisoño: el canario enjaulado, la señora pobre con su hija en brazos, el caballo sereno, el negro golpeado, el rostro del niño negro escondido del horror, el trabajo duro, la canción abrasadora, el monte que encanta, la progresiva convicción de libertad, la amistad sempiterna y útil, la traición, el miedo de los que pueden más, la muerte de los que vivirán y la cama de roca… en todas las cosas estaba el rostro del verso, visto así por aquella persona humana que asumía el mundo desde otra dimensión, innata, contrapuesta, superior, para entregarnos el mundo que le nacíadelcuerpo.Es por eso que el Martí salvado por Fernando no es el de las frases hechas, más o menos cómodas a la memoria, el de las fechas ordenadas, el del héroe cronológico y divino, el de la cuna humilde, el de la familia lineal y buena, el de los bustos industriales, el acomodado en ideologías al uso, el de los homenajes asépticos, sino que nos salva al Martí que es una manera de ver la vida y darse a ella. La vida con sus desgarramientos y placeres, la de una familia feliz que se rompe cuando su hijo descubre que la libertad vive también fuera de ella.
Es por eso, acaso, que Fernando, con noble fecundidad, nos entrega a un Martí sin certezas, sin frases oportunas, sin exactitudes artificiosas. Fernando nos da al Martí posible, cotidiano, alcanzable, al Martí que nos brinda confianza para poder ser “un tilín mejores”. Al Martí cuya simiente es la humildad desde la que padece, vive y vibra. Un Martí tan cercano que humaniza. Tan cercano a su tiempo que nos humaniza la mirada del nuestro.
Fernando, ante el impacto de quienes saben crecer en la emoción, dinamita la historia recia y corregida y demuele los templos donde estuvo encerrad el apóstol que lo es, sobre todo, por su condición humanamente alcanzable. Solo un ojo humano como el de Fernando Pérez, por su talante espiritual y no biológico, puede ver y mostrar tanto. Solo un ser humano que haya vivido la vida con delicadeza, asombrado en cada detalle, turbado por lo que lastima, puede contar la vida de los otros con una ternura desgarrada, tangible y descomunal. Solo un humano de estirpe sensible puede bajar desenfadadamente al apóstol del pedestal que le impusieron y traerlo a estas horas para que ande las calles cubanas.
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