LA SOMBRA CASTRADORA DE SAN GARTA
1
En el origen de la imagen de Kafka, hoy compartida más o menos por todo el mundo, hay una novela. Max Brod la escribió inmediatamente después de la muerte de Kafka, y la publicó en 1926. Saboreen el título: El reino encantado del amor. Esta novela clave es una novela en clave. En su protagonista, el escritor alemán de Praga llamado Nowy, reconocemos el autorretrato halagador de Brod (adorado por las mujeres, envidiado por los literatos). Nowy-Brod le pone los cuernos a un hombre que, mediante malvadas intrigas muy rebuscadas, consigue llevarlo a la cárcel durante cuatro años. Nos encontramos de golpe en una historia tramada con las más inverosímiles coincidencias (los personajes, por pura casualidad, se encuentran en alta mar en un barco, en una calle de Haifa, en una calle de Viena), asistimos a la lucha entre los buenos (Nowy y su amante) y los malos (el cornudo, tan vulgar que merece serlo, y un crítico literario que vapulea sistemáticamente los hermosos libros de Nowy), nos conmueven los melodramáticos cambios de situación (la protagonista se suicida porque ya no puede soportar la vida entre el cornudo y el que le pone los cuernos), admiramos la sensibilidad del alma de Nowy-Brod que se desmaya por cualquier cosa.
Esta novela habría sido olvidada antes de que se escribiera de no estar el personaje de Garta. Porque Garta, amigo íntimo de Nowy, es el retrato de Kafka. Sin esta clave, este personaje sería el menos interesante de toda la historia de las letras; está caracterizado como un «santo de nuestro tiempo», pero incluso poco sabríamos acerca del ministerio de su santidad de no ser porque, de vez en cuando, Nowy-Brod, en sus dificultades amorosas, pide a su amigo un consejo que éste es incapaz de darle, al no tener, en su calidad de santo, experiencia alguna en este terreno.
Admirable paradoja: toda la imagen de Kafka y todo el destino póstumo de su obra son por primera vez concebidos y dibujados en esta novela ingenua, en ese bodrio, en esa tabulación caricaturescamente novelesca, que, en lo estético, se sitúa exactamente en el polo opuesto del arte de Kafka.
2
Algunas citas de la novela: Garta «era un santo de nuestro tiempo, un verdadero santo». «Uno de sus rasgos de superioridad consistía en permanecer independiente, libre y santamente razonable frente a todas las mitologías, aunque en el fondo estuviese emparentado con ellas.» «Quería la pureza absoluta, no podía querer otra cosa...»
Las palabras «santo», «santamente», «mitología», «pureza» no se deben a la retórica; hay que tomarlas al pie de la letra: «De todos los sabios y los profetas que pisaron la tierra, fue el más silencioso [...]. ¡Tal vez le hubiera bastado la sola confianza en sí mismo para ser el guía de la humanidad! No, no era un guía, no se dirigía al pueblo, ni a discípulos, como otros guías espirituales de los hombres. Guardaba silencio; ¿acaso porque había penetrado más profundamente en el gran misterio? Lo que emprendió era sin duda todavía más difícil que lo que quería Buda, ya que si lo hubiera logrado habría sido para siempre».
Y también: «Todos los fundadores de religiones estuvieron seguros de sí mismos; uno de ellos, no obstante —quién sabe si el más sincero—, LaoTsé, se sumió en la sombra de su propio movimiento. Garta hizo sin duda lo mismo».
Garta está presentado como alguien que escribe. Nowy «había aceptado ser el albacea de Garta en lo que se refería a sus obras. Garta se lo había pedido, pero con la extraña condición de que lo destruyera todo». Nowy «intuía la razón de esta última voluntad. Garta no anunciaba una nueva religión, quería vivir su fe. Exigía de sí mismo el esfuerzo último. Como no lo había alcanzado, sus escritos (pobres escalones que debían ayudarle a ascender hacia las cimas) no tenían para él valor alguno».
No obstante, Nowy-Brod no quiso obedecer a la voluntad de su amigo porque, según él, «aun en estado de simples borradores, los escritos de Garta aportan a los hombres que vagan en la noche el presentimiento del bien superior e irreemplazable hacia el que tienden».
Sí, hay de todo.
3
Sin Brod, hoy ni siquiera conoceríamos el nombre de Kafka. Inmediatamente después de la muerte de su amigo, Brod hizo que se publicaran sus tres novelas. Sin repercusión alguna. Entonces comprendió que, para imponer la obra de Kafka, debía emprender una verdadera y larga guerra. Imponer una obra quiere decir presentarla, interpretarla. Por parte de Brod se trataba de una auténtica ofensiva de artillero: los prólogos: para El proceso (1925), para El castillo (1926), para América (1927), para Descripción de una lucha (1936), para el diario y las cartas (1937), para los cuentos (1946); para las Conversaciones con Janouch (1952); luego, las adaptaciones teatrales: de El castillo (1953) y de América (1957); pero sobre todo cuatro importantes libros de interpretación (¡fíjense bien en los títulos!): Franz Kafka, biografía (1937), La fe y la enseñanza de Kafka (1946), Franz Kafka, el que señala el camino (1951) y La desesperación y la salvación en la obra de Franz Kafka (1959).
Gracias a todos estos textos se ve confirmada y desarrollada la imagen esbozada en El reino encantado del amor: Kafka es ante todo el pensador religioso, der religiöse Denker. Es cierto que «nunca dio una explicación sistemática de su filosofía y de su concepción religiosa del mundo. Pese a ello, es posible deducir su filosofía de la obra, en particular de sus aforismos, pero también de su poesía, de sus cartas, de sus diarios, y también de su manera de vivir (sobre todo de ésta)».
Más adelante: «No se puede comprender la verdadera importancia de Kafka si no se distinguen en su obra dos corrientes: 1) sus aforismos, 2) sus textos narrativos (las novelas, los cuentos).
»En sus aforismos Kafka expone “das positive Wort”, la palabra positiva, su fe, su severa llamada a cambiar la vida personal de cada individuo».
En sus novelas y cuentos, «describe horribles castigos destinados a todos aquellos que no quieren escuchar la palabra (das Wort) y no siguen el buen camino».
Fíjense bien en la jerarquía: arriba: la vida de Kafka como ejemplo a seguir; en medio: los aforismos, o sea todos los pasajes «filosóficos», en sentencias, de su diario; abajo: la obra narrativa.
Brod era un brillante intelectual, con una excepcional energía; un hombre generoso, dispuesto a luchar por los demás; su apego a Kafka era cálido y desinteresado. Lo malo radicaba tan sólo en su orientación artística: siendo como era un hombre de ideas, no sabía qué es la pasión por la forma; sus novelas (escribió unas veinte) son tristernente convencionales; y sobre todo: no entendía nada del arte moderno.
¿Por qué, pese a ello, Kafka le quería tanto? ¿Acaso dejamos de querer a nuestro mejor amigo porque tenga la manía de escribir malos versos?
No obstante, el hombre que escribe malos versos es peligroso en cuanto empieza a publicar la obra de su amigo poeta. Imaginemos que el más influyente comentarista de Picasso fuera un pintor que no lograra entender siquiera a los impresionistas. ¿Qué diría de los cuadros de Picasso? Probablemente lo mismo que Brod acerca de las novelas de Kafka: que nos describen los «horribles castigos destinados a los que no siguen el buen camino».
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Max Brod creó la imagen de Kafka y la de su obra; creó a la vez la kafkología. Incluso si los kafkólogos tienden a distanciarse del padre, nunca abandonan el terreno que éste les ha delimitado. Pese a la astronómica cantidad de textos kafkológicos, la kafkología siempre desarrolla, en infinitas variantes, el mismo discurso, la misma especulación que, aun siendo cada vez más independiente de la obra de Kafka, se alimenta tan sólo de sí misma. Mediante incontables prólogos, epílogos, notas, biografías y monografías, congresos universitarios y tesinas, produce y mantiene su imagen de Kafka, de tal manera que el autor que el público conoce con el nombre de Kafka ya no es Kafka, sino el Kafka kafkologizado.
No todo lo que se escribe sobre Kafka es kafkología. ¿Cómo definir, pues, la kafkología? Mediante una tautología: la kafkología es el discurso destinado a kafkologizar a Kafka. A sustituir a Kafka por el Kafka kafkologizado:
1) A la manera de Brod, la kafkología examina los libros de Kafka no en el gran contexto de la historia literaria (de la historia de la novela europea), sino casi exclusivamente en el microcontexto biográfico. En su monografía, Boisdeffre y Albores se valen de Proust para rechazar la explicación biográfica del arte, pero tan sólo para decir que Kafka exige una excepción a la regla, al no poder «separarse sus libros de su persona. Que se llamen Joseph K., Rohan, Samsa, el Agrimensor, Bendemann, Josefina la cantante, el Ayunador o el Trapecista, el protagonista de sus libros no es otro que el propio Kafka». La biografía es la clave principal para la comprensión del sentido de la obra. Peor: el único sentido de la obra es el de ser la clave para comprender la biografía.
2) A la manera de Brod, para los kafkólogos la biografía de Kafka se convierte en hagiografía; el inolvidable énfasis con el que Román Karst terminó su discurso en el coloquio de Líblice en 1963: «¡Franz Kafka vivió y sufrió por nosotros!». Distintos tipos de hagiografías: religiosas, laicas: Kafka, mártir de la soledad; izquierdistas: Kafka, que frecuentaba «asiduamente» las reuniones anarquistas y «dedicaba mucha atención a la Revolución de 1917» (según un testimonio mitomaníaco, siempre citado, jamás verificado). A cada Iglesia, sus apócrifos: Conversaciones con Gustav Janouch. A cada santo, un gesto de sacrificio: la voluntad de Kafka de que se destruyera su obra.
3) A la manera de Brod, la kafkología aparta sistemáticamente a Kafka del terreno de la estética: o bien como «pensador religioso», o bien, en la izquierda, como contestario del arte, cuya «biblioteca ideal no constaría sino de libros de ingenieros o maquinistas, y de juristas promulgadores» (libros de Deleuze y Guattari). La kafkología examina incansablemente su relación con Kierkegaard, Nietzsche, los teólogos, pero ignora a los novelistas y los poetas. Incluso Camus, en su ensayo, no habla de Kafka como de un novelista, sino como de un filósofo. Los kafkólogos tratan de la misma manera sus escritos privados y sus novelas, aunque dando neta preferencia a los primeros: tomo al azar el ensayo sobre Kafka de Garaudy, por entonces todavía marxista: cita 54 veces las cartas de Kafka, 45 veces el diario de Kafka; 35 veces las Conversaciones con Janouch; 20 veces los cuentos; 5 veces El proceso, 4 veces El castillo, ni una sola vez América.
4) A la manera de Brod, la kafkología ignora la existencia del arte moderno; como si Kafka no perteneciera a la generación de los grandes innovadores, Stravinski, Webern, Bartok, Apollinaire, Musil, Joyce, Picasso, Braque, nacidos todos ellos como él entre 1880 y 1883. Cuando, en los años cincuenta, se aventuró su parentesco con Beckett, Brod protestó inmediatamente: ¡san Garta no tiene nada que ver con semejante decadencia!
5) La kafkología no es crítica literaria (no examina el valor de la obra: los aspectos hasta entonces desconocidos de la existencia revelados por la obra, las innovaciones estéticas gracias a las que determinó una inflexión en la evolución del arte, etc.); la kafkología es exégesis. Como tal, no sabe ver en las novelas de Kafka sino alegorías. Son religiosas (Brod: Castillo = la gracia de Dios; el agrimensor = el nuevo Parsifal en busca de lo divino; etc.); son psicoanalíticas, existencialistas, marxistas (el agrimensor = símbolo de la revolución porque emprende una nueva distribución de las tierras); son políticas (El proceso de Orson Welles); la kafkología no busca en las novelas de Kafka el mundo real transformado por una inmensa imaginación; extrae mensajes religiosos, descifra parábolas filosóficas.
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«Garta era un santo de nuestro tiempo, un verdadero santo.» Pero ¿puede un santo frecuentar los burdeles? Brod editó el diario de Kafka censurándolo un poco; eliminó no sólo las alusiones a las putas, sino también a todo lo que tenía relación con la sexualidad. La kafkología expresó siempre dudas acerca de la virilidad del autor y se complacía en discurrir acerca del martirio de su impotencia. Así pues, desde hace tiempo, Kafka pasó a ser el santo patrono de los neuróticos, deprimidos, anoréxicos y frágiles, el santo patrono de los majaderos, los cursis y los histéricos (en la película de Orson Welles, K. aulla histéricamente, cuando las novelas de Kafka son lo menos histérico que hay en toda la historia de la literatura).
Los biógrafos no conocen la vida sexual íntima de su propia esposa, pero creen conocer la de Stendhal o la de Faulkner. Sobre la de Kafka sólo me atrevería a decir lo siguiente: la vida erótica (no muy fácil) de su época se parecía poco a la nuestra: las chicas de entonces no hacían el amor antes de casarse; a un soltero no le quedaban más que dos posibilidades: las mujeres casadas de buena familia o las mujeres fáciles de clases inferiores: vendedoras, criadas y, naturalmente, prostitutas.
La imaginación de las novelas de Brod se alimentaba de la primera fuente; de ahí su erotismo exaltado, romántico (cuernos dramáticos, suicidios, celos patológicos) y asexuado: «Las mujeres se equivocan al creer que un hombre auténtico sólo otorga importancia a la posesión física. No es más que un símbolo y está lejos de igualar en importancia al sentimiento que la transfigura. Todo el amor del hombre está destinado a ganarse la benevolencia (en el verdadero sentido de la palabra) y la bondad de la mujer» (El reino encantado del amor).
La imaginación erótica de las novelas de Kafka, por el contrario, nace casi exclusivamente de la otra fuente: «Pasé por delante del burdel como por delante de la casa de la amada» (diario, 1910, frase censurada por Brod).
Las novelas del siglo XIX, aunque supieran analizar magistralmente todas las estrategias amorosas, ocultaban la sexualidad y el acto sexual en sí. En las primeras décadas de nuestro siglo, la sexualidad surgió de las brumas de la pasión romántica. Kafka fue uno de los primeros (con Joyce, por supuesto) en descubrirla en sus novelas. No desvela la sexualidad como terreno de juego destinado a un restringido grupo de libertinos (como en el siglo XVIII), sino como realidad a la vez trivial y fundamental de la vida de cada cual. Kafka desvela los aspectos existenciales de la sexualidad: la sexualidad oponiéndose al amor; la extrañeza del otro como condición, como exigencia de la sexualidad; la ambigüedad de la sexualidad: sus aspectos excitantes que al mismo tiempo repugnan; su terrible insignificancia que de ninguna manera disminuye su espantoso poder, etc.
Brod era un romántico. Por el contrario, en el origen de las novelas de Kafka creo detectar un profundo antirromanticismo; se manifiesta por todas partes: tanto en la manera en la que Kafka ve la sociedad como en su manera de construir una frase; pero tal vez su origen esté en la visión que Kafka tuvo de la sexualidad.
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Al joven Karl Rossmann (protagonista de América) le expulsan de la casa paterna y le envían a América por un triste incidente sexual con una criada que «le ha convertido en padre». Antes del coito: «¡Karl, oh Karl mío!», exclamaba la criada, «mientras que él no veía absolutamente nada sintiéndose incómodo entre tantas sábanas y almohadas calientes que ella parecía haber amontonado expresamente para él...». Luego, ella «lo sacudía, auscultaba el latido de su corazón y ofrecía su pecho para una auscultación similar». A continuación, ella «hurgó entre sus piernas, de un modo tan asqueroso que, forcejeando con las almohadas, Karl consiguió poner a descubierto la cabeza y el cuello». Por fin, «empujó luego el vientre algunas veces contra él, que se sintió invadido por la sensación de que ella formaba parte de su propio ser, y quizá fue ése el motivo del tremendo desamparo que entonces le embargó».
Esta modesta cópula es el motivo de todo lo que ocurrirá después en la novela. Es deprimente tomar conciencia de que nuestro destino tiene por causa algo absolutamente insignificante. Pero cualquier revelación de una inesperada insignificancia es al mismo tiempo fuente de comicidad. Post coitum omne animal triste. Kafka fue el primero en describir la comicidad de semejante tristeza.
La comicidad de la sexualidad: idea tan inaceptable para los puritanos como para los neolibertinos. Pienso en D.H. Lawrence, cantor de Eros, evangelista del coito, quien, en El amante de Lady Chatterley, intenta rehabilitar la sexualidad convirtiéndola en lírica. Pero la sexualidad lírica es todavía mucho más risible que la sentimentalidad lírica del siglo pasado.
La joya erótica de América es Brunelda. Fascinó a Federico Fellini. Durante mucho tiempo, soñó con convertir América en película, y, en Intervista, nos presenta la escena del casting para esta película soñada: se presentan varias candidatas increíbles para el papel de Brunelda, elegidas por Fellini con el exuberante placer que todos conocemos. (Pero insisto: ese placer exuberante fue también el de Kafka. ¡Porque Kafka no sufrió por nosotros! ¡Se divirtió por nosotros!)
Brunelda, la antigua cantante, «tan delicada», que tiene «gota en las piernas». Brunelda, «desmesuradamente gorda», con manilas regordetas y papada. Brunelda, quien, sentada con las piernas abiertas, «con grandes esfuerzos y sufrimientos, y descansando con frecuencia», se inclina para «coger el borde superior de sus medias». Brunelda, que se levanta el vestido y, con el dobladillo, seca los ojos de Robinson que llora. Brunelda, incapaz de subir dos o tres peldaños y a quien hay que transportar —espectáculo que impresionó de tal forma a Robinson que, durante toda su vida, recordará: «¡Ah, qué hermosa era, ah, dioses, qué hermosa era esa mujer!»—. Brunelda, de pie en la bañera, desnuda, lavada por Delamarche, quejándose y gimiendo. Brunelda, acostada en la misma bañera, furiosa y dando puñetazos en el agua. Brunelda, a la que dos hombres tardarán dos horas en bajar por la escalera y depositar en una silla de ruedas que Karl empujará por la ciudad hacia un lugar misterioso, probablemente un burdel. Brunelda, en ese vehículo, va enteramente cubierta por un chal, de tal manera que un guardia la toma por un saco de patatas.
Lo nuevo en este esbozo de la gran fealdad es que es atractiva; mórbidamente atractiva, ridículamente atractiva, pero atractiva al fin; Brunelda es un monstruo de sexualidad en el límite de lo repugnante y lo excitante, y los gritos de admiración de los hombres no sólo son cómicos (son cómicos, por supuesto, ¡la sexualidad es cómica!), sino que son a la vez del todo verdaderos. No es de extrañar que Brod, adorador romántico de las mujeres, para quien el coito no era realidad sino «símbolo del sentimiento», no haya podido encontrar nada verdadero en Brunelda, ni la sombra de una experiencia real, sino tan sólo la descripción de «horribles castigos destinados a aquellos que no siguen el buen camino».
7
La escena erótica más hermosa que Kafka ha escrito jamás se encuentra en el tercer capítulo de El castillo: el acto de amor entre K. y Frieda. Apenas una hora después de haber visto por primera vez a «esa rubita insignificante», K. la abraza detrás del mostrador «entre charcos de cerveza y otras inmundicias que cubrían el suelo». La suciedad: inseparable de la sexualidad, de su esencia.
Pero, inmediatamente después, en el mismo párrafo, Kafka nos insinúa la poesía de la sexualidad: «Allí pasaron horas, horas de alientos comunes, de latidos comunes, horas en las que K. tenía continuamente el sentimiento de extraviarse, o aun de que estaba más lejos en el mundo ajeno que nadie antes que él, en un mundo ajeno en el que ni siquiera el aire tenía elemento alguno del aire natal, en el que uno tenía que asfixiarse de pura extrañeza y en el que nada podía hacerse, en medio de insensatas seducciones, sino seguir yendo, seguir extraviándose».
La duración del coito se convierte en metáfora de una larga marcha bajo el cielo de la extrañeza. Y, no obstante, esta marcha no es fealdad; por el contrario, nos atrae, nos incita a ir todavía más lejos, nos embriaga: es belleza.
Unas líneas más abajo: «Estaba demasiado feliz de tener a Frieda entre sus brazos, demasiado ansiosamente feliz también, ya que le parecía que, si Frieda lo abandonaba, todo cuanto él tenía lo abandonaría». Así pues, pese a todo ¿el amor? Pues no, no el amor; si se está proscrito y desposeído de todo, una pequeña parcela de mujer que se acaba de conocer, que se ha abrazado entre charcos de cerveza, pasa a ser todo un universo —sin intervención alguna del amor.
8
André Bretón en su Manifiesto del surrealismo se muestra severo con el arte de la novela. Le reprocha estar incurablemente cargada de mediocridad, de trivialidad, de todo lo que es contrario a la poesía. Se burla tanto de sus descripciones como de su aburrida psicología. A esta crítica de la novela le sigue inmediatamente el elogio de los sueños. Luego, concluye: «Creo en la futura resolución de estos dos estados, aparentemente contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, de superrealidad, por decirlo así».
Paradoja: esta «resolución del sueño y de la realidad» que proclamaron los surrealistas sin saber llevarla realmente a la práctica en una gran obra literaria, se había dado ya y precisamente en ese género que denigraban: en las novelas de Kafka escritas en la década anterior.
Es muy difícil describir, definir, nombrar esta especie de imaginación con la que Kafka nos hechiza. Fusión del sueño y de la realidad, esa fórmula que Kafka, por supuesto, no conocía me parece iluminadora. Al igual que otra frase muy apreciada por los surrealistas, la de Lautréamont sobre la belleza del encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser: cuanto más ajenas son las cosas entre sí, más mágica es la luz que brota de su contacto. Me gustaría hablar de una poética de la sorpresa; o de la belleza como perpetuo asombro. O también emplear, como criterio de valor, la noción de densidad: densidad de la imaginación, densidad de los encuentros inesperados. La escena que he citado del coito de K. y Frieda es un ejemplo de esa vertiginosa densidad: el corto pasaje, apenas una página, abarca tres descubrimientos existenciales, todos ellos distintos (el triángulo existencial de la sexualidad), que nos sorprenden por su inmediata sucesión: la suciedad; la embriagadora belleza oscura de la extrañeza; y la conmovedora y ansiosa nostalgia.
Todo el tercer capítulo es un torbellino de lo inesperado: en un espacio relativamente apretado se suceden: el primer encuentro de K. y Frieda en la posada; el diálogo extraordinariamente realista de la seducción disimulada debido a la presencia de una tercera persona (Olga); el tema de un agujero en la puerta (trivial, pero que proviene de la verosimilitud empírica) por el que K. ve dormir a Klamm detrás del escritorio; la multitud de criados que bailan con Olga; la sorprendente crueldad de Frieda, que, con un látigo, los expulsa, y el sorprendente temor con el que obedecen; el posadero que llega mientras K. se esconde tendiéndose detrás del mostrador; la llegada de Frieda, que descubre a K. en el suelo y niega su presencia al posadero (mientras acaricia amorosamente con el pie el pecho de K.); el acto de amor interrumpido por la llamada de Klamm, quien, detrás de la puerta, se ha despertado; el gesto asombrosamente valiente de Frieda, que le grita a Klamm: «¡Estoy con el agrimensor!»; y luego, el colmo (aquí salimos del todo de la verosimilitud empírica): encima de ellos, encima del mostrador, están sentados los dos ayudantes: los han estado observando durante todo ese tiempo.
9
Los dos ayudantes del castillo son probablemente el mayor hallazgo poético de Kafka, fruto maravilloso de su fantasía; no sólo su existencia es infinitamente sorprendente, sino que, además, está atiborrada de significados: son dos pobres chantajistas, dos tocahuevos; pero también representan toda la amenazadora «modernidad» del mundo del castillo: son polis, reporteros, fotógrafos: agentes de la destrucción absoluta de la vida privada; son los payasos inocentes que atraviesan la escena del drama; pero son también los lúbricos voyeurs cuya presencia contagia a toda la novela el perfume sexual de una promiscuidad mugrienta y kafkianamente cómica.
Pero sobre todo: la invención de estos dos ayudantes es como la palanca que mantiene la historia en ese terreno donde todo es a la vez extrañamente real e irreal, posible e imposible. Capítulo doce: K., Frieda y sus dos ayudantes acampan en un aula de escuela primaria que han convertido en alcoba. La institutriz y los alumnos entran en ella en el momento en que la increíble ménage á quattre empieza su aseo matutino; se visten detrás de las mantas colgadas de las barras paralelas, mientras los niños, divertidos, intrigados, curiosos (ellos también son voyeurs), los observan. Es más que el encuentro de un paraguas y una máquina de coser. Es el encuentro soberbiamente incongruente de dos espacios: un aula de escuela primaria y una sospechosa alcoba.
Esta escena, de una portentosa poesía cómica (que debería figurar a la cabeza de una antología de la modernidad novelesca), es impensable antes de Kafka. Totalmente impensable. Si insisto en ello es para realzar toda la radicalidad de la revolución estética de Kafka. Recuerdo una conversación, hace ya veinte años, con Gabriel García Márquez, quien me dijo: «Fue Kafka el que me hizo comprender que se podía escribir de otra manera». De otra manera quería decir: traspasando la frontera de lo verosímil. No para evadirse del mundo real (a la manera de los románticos), sino para captarlo mejor.
Porque captar el mundo real forma parte de la definición misma de la novela; pero ¿cómo captarlo y entregarse al mismo tiempo a un hechizante juego de fantasía? ¿Cómo ser riguroso en el análisis del mundo y al mismo tiempo irresponsablemente libre en las ensoñaciones lúdicas? ¿Cómo unir estos dos fines incompatibles? Kafka supo resolver este inmenso enigma. Abrió la brecha en el muro de lo verosímil; la brecha por la que le siguieron muchos otros, cada uno a su manera: Fellini, García Márquez, Fuentes, Rushdie. Y otros, y otros más.
¡Al diablo con san Garta! Su sombra castradora ha mantenido invisible a uno de los mayores poetas de la novela de todos los tiempos.
Segunda Parte de Los testamentos traicionados
traducción: Beatriz de Moura
Les testaments trahis
© Milán Kundera 1993
Querida Lia:
ReplyDeleteReconozco mi ignorancia, pero no entiendo NADA de
lo que escribes, especialmente tu "rizoma". Si tu entiendes lo que publicas.. me inclino frente a ti.
De todas maneras, me paso horas de insomnio en tu Habanemia. Me atraes inexplicablemente.
AV
Yo si te entiendo y me solazo con tu blog, amiga Lia, ahi te dejo mis sonetos con pies forzados por los actos terribles contra Reynaldo Escobar...Besos y abrazos, Josan Caballero.
ReplyDeleteLA CITA INTRANSITABLE
Hacer alto a su muerte es imposible,
cuando esa turba se muestra intransitable:
¿País prestado a bullicio tan amable,
merece juventud impredecible?
El miedo no es su karma, ni la audible
hambruna ante principios denostables:
La ira confundida entre los cables
se enreda con la náusea más temible.
Adónde van las huestes carcomidas,
sino a negarse al fin que son hermanos,
descifrando el desmán de ese hortelano,
que come y asegura, en su mordida,
dar al mundo otra prueba del desgano
que ha prendido en su turba de cubanos.
Que ha prendido en su turba de cubanos,
diezmada sólo por la incompetencia
de ideales, que aseguran su impotencia,
ante el muro senil de tantas manos,
empuñadas por seres tan ufanos,
como si semejante disidencia
atentara feroz con su decencia,
pronto en tela de juicio: Mito insano
que el hortelano impide remover,
con una libertad a medio hacer,
aturdida y cegada por su “gloria”,
pero esta cita deshecha, sin memoria,
podría reescribirse cual historia
de un pueblo que está a punto de aprender.
De un pueblo que está a punto de aprender
que la conciencia no es objeto de discordia,
cuando un gobierno asume la concordia
como un juego de bandos, a saber
con ese Arma-Ge-Dos, que al someter,
a unos contra otros ceremonia
conducta tan brutal, que testimonia
hasta cuánta infamia puede haber
en estas situaciones perentorias,
en que son condenados por escorias
aquellos que maldicen el poder
de un hortelano que niega hasta el comer
a sus hijos, cual Cronos furibundo,
lanzado de por muerte al inframundo.
JOSÁN CABALLERO
20 de noviembre del 2009.
Veo que Josan te ha visitado. Buen amigo.
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