No, yo no soy Humbert Humbert
G. Cabrera Infante
Lolita es sin duda la más famosa novela publicada en la segunda mitad del siglo XX. Aun el título ha sido transmutado por su autor, Vladimir Nabokov, de nombre propio en adjetivo impropio: Lolita, ya no más Dolores o Lola o Loló, no es un nombre de mujer sino adjetivo de niña: una niña impúber canalla que ofende con su encanto. La parodia de Darío no es de Nabokov pero sí el juego de nombres con que comienza su libro, libelo de un aspirante a amante primero y luego suicida que juega no a la ruleta rusa sino a escritor de las memorias de un viudo blanco, que comete todas las transgresiones: mentiroso marido, ingenioso incestuoso y paidófilo que no llega a pedófilo porque el español peca de eufemismos.
Nuestro narrador, en tercera persona ahora, es tan escabroso como su sucesor pero, ay, no tan sabroso. “Hay que contar con un criminal para conseguir un estilo fantasioso”, declara Humbert Humbert ya en la primera página de Lolita. H.H. fue siempre cómico: al casarse con la viuda Haze, al enviudar por teléfono, al fugarse con Lolita Haze y, por supuesto, al liquidar al mentido robador de esa Lolita que, al revés de Alicia a través, lo prueba todo y no ignora nada. Ese plagiario (originalmente aquel que roba críos, no textos) muere porque Humbert Humbert lo aniquila “con una de esas lentas, chapuceras, ciegas balas mías”. Ese melodrama no existe en la ur-Lolita, ahora llamada, según el grado de intimidad con su autor, “El mago”, “El hechicero” o “El encantador”, que se acaba de traducir al español y publicado con algo de asombro y mucho de mito. “El hechicero” (con hache), escrito en Francia probablemente en 1939, ve la luz que lo trajera al blanco día exactamente diez años después que la “postrera sombra” se llevara a su autor, el mismo Nabokov, sí, que ganó fama y fortuna con Lolita, aunque nunca hubiera ganado nada de publicar este libro entonces. O siquiera cuando publicó Lolita. Al malo nunca le tocan malos tiempos en que vivir. Además, hay libros con magia (Lolita por ejemplo) y hay otros que no tienen ninguna, a pesar del autor y del editor. “El hechicero” está más bien entre los magos de salón, aquellos que sacuden su chistera y salen volando papelitos de colores en vez de mariposas. Ahora de este sombrero de copa raído vuelan simplemente polillas a la luz.
El mago es malo (se le ve el conejo en la manga) y faltan además otros números de primo cartello: Frank Fellatio, Menasha Troy y el osado Cunning Lingus. Le echamos de menos a Quilty, culpable, entre el estupor y el estupro. Le echamos de manos a la inocente Lolita (un cuento de Gogol se llama El abrigo) le echamos de más a Humbert Humbert, con su doble nombre de automóvil: algo así como Fred Ford-Ford. Pero en América este H.H. fue el violador a la violeta de Dolores Haze, alias Lo, alias Lolita, alias Lollypop: el improbo caramelo impúber. No hay que desestimar, señoras y señores, a un hombre con un nombre cómico. Miren a Napoleón Bonaparte que le metió mano a medio mundo.
La novela, toda novela, es un espejo. No en el sentido que le dio Stendhal a una frase parecida, desaparecida. (“La novela es un espejo que se pasea por un camino”: un comino), sino en el sinsentido de Lichhtenberg: si usted se mira en ella es su propia cara la que va a ver. Ningún libro, sin embargo, es una cirugía estética.
Arrojar la máscara importa
El espejo no hay por quién.
Hay algo opaco, oscuro, en “El encantador” (léase como encantador de serpientes) y no es el tema, la busca de una niña amante, amada, por el protagonista. Es la atmósfera que prevade la historia. Este domo de plomo es Berlín, la cultura alemana, aunque la novela fue escrita en Francia y parece ocurrir en la Riviera francesa.
este cuento (cuesta decidirse por la categoría de este libro, librito) podría ser, como dijo Mallarmé, una “alegoría de sí mismo”. Pero Lolita es una alegría de sí misma. Mi reparo simplemente es la implicación de que soy alérgico a la alegoría. Algunos escritores beben elíxir alegórico como De Quincey bebía láudano. Lo consumía, decía, en dosis suficientes para matar un caballo. De Quincey trataba de demostrar, al parecer, que no era un caballo. Hay escritores que comienzan siendo un caballo y poco a poco el láudano de la letra los aniquila. La novelita es como un trampolín en el verano, desde que se zambulle para encontrar la piscina vacía. Nabokov mismo ha escrito en alguna parte que “El hechicero” (cero) no fue publicado porque “la niñita” no estaba viva. Apenas hablaba. Poco a poco fue que le di alguna semblanza de realidad”. Cuesta trabajo oír a Nabokov hablar de realidad, pero su juicio fue certero –y válido mientras vivió. Ahora consideraciones comerciales han lanzado la novelita, el cuento o lo que sea a una carrera entre críticos críticos, gacetilleros al gas y un público, púdico o púbico, ciertamente indiferente. Su editor inglés por ejemplo, pone como reclamo la frase “his long lost novel”. Lo que parece un chiste equívoco: el libro no es largo, más bien corto, ni estuvo nunca perdido. El propio Nabokov deja las cosas en claro. “El prototipo de mi novela actual”, escribe hablando de Lolita, “es un cuento corto que tiene unas treinta páginas”. Luego se lamenta por Lolita, que como todos sus libros “está prohibida por razones políticas en Rusia”. Pero acerca de la lasciva, la lista Lolita dice: “La nínfula, ahora con una gota de sangre irlandesa, era en realidad muy mucho la misma niña”. Más tarde todavía cuenta: “Como expliqué en mi ensayo, que era el apéndice de Lolita, había escrito una suerte de pre-Lolita, una novelita, en otoño de 1939 en París. Estaba seguro de que la había destruido hacía rato, pero hoy, mientras Vera y yo recogíamos algún material adicional que darle a la Biblioteca del Congreso, una sola copia apareció…” Para dar otro tamaño al autor: “La cosa es un cuento de cincuenta y cinco páginas mecanografiadas, en ruso”. Ahora es el hijo del autor, Dimitri, quien ha traducido el puentecito original. Ha aparecido el editor capaz de ordeñar la vaca sagrada y la viuda y madre ha dado el permiso de publicación, los cuatro jinetes de la poca Alicia, porque la niña protagonista, agonista deseada, ha atravesado el espejo de idiomas gracias a la traducción, traición del hijo contra el padrazo ruso difunto.
¿De quién fue la idea? ¿Quién lanzó el dado que no abolirá el azoro?
¿De dónde vendrá solita esa otra Lolita? La vida podría ser perfecta, pero, como dijo un autor argentino, el destino es chambón. El autor califica el libro de manera que no deja dudas al lector: “Además de ser en parte una historia de horror, es también, en parte, una novela de misterio.” Las iniciales de Vladimir Nabokov pueden ser Venerable Novelista, pero también Novelista Venéreo. El penetrante protagonista se dice: “Esto no puede ser lascivia. La carnalidad cruda es omnívora; su clase sutil presupone una saciedad eventual.” ¿Saciedad o sociedad? El innombrado personaje sólo se detendrá ante la muerte. No la ajena, que para él no existe, sino la propia.
Duro paidófilo, carece de humanidad porque no tiene humor. Humbert Humbert era Humor Humor, a veces a pesar suyo, siempre consciente en el lector que sabe que Lolita es una comedia de costumbres americanas que da vueltas a un orbe europeo. Pocos libros han sido tan humanos. Ahora su antecesor no podía ser, ¿cómo decirlo?, fascista. “El encantador” podría muy bien haber sido el libro de cabecera de Goebbels. O de Laventri Beria, el policía ruso que amaba más, mucho más, las ballerinas que fueran púberes pasivas. Spasibo.
“El hechicero” muestra por qué Nabokov odiaba a Thomas Mann. Mann escribió Muerte en Venecia en 1911. Treinta años después de Tadzio, el niño fatal a Von Aschenbach (que según lo mostró Visconti en gloriosos colores venecianos debió morir de maquillaje corrido: nada mata tanto a un pederasta como el factor Max Factor), la niña deseada de H.H. en 1939 se hace una heteria huérfana. El mismo accidente fatal que acaba con los días y las noches de sueño del seductor es el cólera de los dioses en Venecia. Humbert von Humbert tiene apenas más suerte: dura más queLolita pero no más que la dura Lex. Al que no quiere caldo de cultivo se le dan tres Tatzias. Loas a Lolita, lesa Lolita, letra leve. No quiero seguir porque yo no soy Humbert Humbert y las niñas me encontrarán impávido. Pero a pesar de los muchos momentos de gran literatura en la descripción de otras niñas, otras nínfulas sin ínfulas (“su memoria atesoraba esos pocos momentos con melancólica gratitud… Sus otros momentos de suerte habían sido del mismo género lacónico”), “El encantador”, “El mago”, “El hechicero” o como se llame, no es, ay, Lolita. Esa novela maestra costaba trabajo dejarla: Lolita era el encanto. Esta novelita imberbe se abandona, como dice el propio Nabokov, como “un pez muerto que pliega sus aletas”. Pecado fue leer Lolita. Este cuento agobiado es un pescado blando. Persiste una duda. ¿Es The Enchanter la obra menor de un gran escritor o la obra maestra de un escritor menor? Nabokov quiere que sea una fábula y hasta cita a esa desventurada niña que atravesó el bosque para ver al marido de su madre. “Padre postizo, ¿qué es ese bulto que tienes bajo la bragueta? ¿Otro postizo?” Caperucita se lo buscó ella solita, como Lolita. El cuento es una fábula rasa: “La cautiva impúber.” O un cuadro de Balthus, pintor favorito de Nabokov: “Un original sin precio: niña dormida, óleo.” Pero su cuerpo se le escapó cual pezones sorprendidos. No corras, niña, que te eticas, que te eticas. Es muy tarde para el lobo de Venecia, demasiado temprano para Humbert en el espejo: Humbert también. Di adiós, niñita. Adiós, niñita. Es muy tarde para los adioses.
Nabokov fue un hombre con extraños golpes de suerte en vida. Huyó con su familia de Rusia con los bolcheviques en los talones: la mort aux russes. Salió de Berlín con su mujer judía entre los nazis. Dejó París en 1939 y la casa en que vivió fue destruida enseguida por una bomba germana. Embarcó para los Estados Unidos en el penúltimo viaje de un barco que fue torpedeado al siguiente viaje. Naturalmente todo el mundo a bordo murió, hasta el capitán flotante que quiso hundirse con su salvavidas. Nabokov ha tenido una suerte parecida al morirse con sus palabras. Apenas diez años después de su muerte hay un marcado desinterés por su persona. Entre otras cosas porque ha dejado de hablar y de aparecer en sus polémicas entrevistas llenas de “opiniones contundentes”. Sus libros también se han terminado y en lugar de la prometida prosa póstuma (el original de Laura, fragmentos futuros de Habla, memoria) tenemos el tomito titulado “El hechicero” (por favor, anoten las comillas en vez de las cursivas) que se presenta al público como “la novela perdida de Vladimir Nabokov”. “The enchanter” no es una novela ni nunca estuvo perdida, dice nuestro mago Merlín. (Hay dos: el Merlín oriental y el Merlín occidental: el Merlín oriental fue el novelista ruso heredero potencial de una vasta fortuna, el Merlín occidental era rusófilo y vivió, principalmente, en los Estados Unidos, donde publicó Lolita, un libro que uno debe siempre releer). Pero “El seductor” no es una creación de veras de Nabokov, ni de Vera. Es la versión inglesa hecha por su hijo Dimitri, con añadidos de Nabokov padre y un postfacio del traductor. La traducción, según dice el traductor, goza de la experiencia de “muchos años trabajando con mi padre”. Hay un epílogo en el que el traductor explica mayormente que una novela que nadie ha leído, Novela con cocaína, a pesar de su espléndido título, no fue escrita por el viejo Vladimir, y viene una vendetta Vladimiro para castigar al primer biógrafo de Nabokov, Andrew Field, íntimo de la familia, ayer y ahora el enemigo número uno del disimulado clan Nabokov. En su postfacio (que tiene toda la tristeza de u epílogo: ya no leeremos más esa prosa punzante) Dmitri castiga a Field por sus revelaciones. Pero como poca gente ha leído a Field muchos se enterarán por el hijo de los deslices del padre: papá no bebía, nunca tuvo una querida, papá nunca llamó a su madre “Lolita”.
El odio a Field llega a hacer decir a Dmitri Nabokov que el biógrafo veía con consternación cómo su biografiado se bañaba cada día. Como se sabe, la fuga del baño era considerada por Nabokov peor que una deserción ante un ataque enemigo. Field es perseguido ahora más allá del campo de batalla. Dmitri Nabokov llevó su cruzada contra Field hasta el diario dominical (¿es esto posible?) The Observer en Londres. Aquí la crítica al libro de Field fue firmada por Nabokov Junior, pero la nota comenzaba con un título que era ya escándalo: “¿Llamaba a su mami Lolita?” Comenzaba Dmitri citando palabras del novelista en su ¡Pero miren a los arlequines! Que parecen abarcar a todo Field al llamarlo “asqueroso biografista”. Aparentemente Field nunca le fue fiel y el viejo Vlad lo sabía. “Nabokov –dice su hijo-, cometió el error de aprobar su (de Field) proyecto de biografía”. Field fue el autor de Vladimir Nabokov, su vida en arte, en 1967, con una secuela: Su vida en parte, 1977. Entre ambas fechas se abre un abismo entre los dos hombres, ahora heredados horadados por Dmitri. En cuanto a Vera, siempre verdadera, jamás soportó al mal biógrafo y pésimo bibliógrafo. Fue Field quien al responder a las quejas de Nabokov le auguró una inmortalidad literaria pero una mortalidad humana: “Soy un hombre joven”, le escribió a Nabokov. “Hubiera sido fácil para mí esperar unos años y publicar un libro que se titulara, digamos, Llamaba Lolita a su mamá. Respondió Nabokov todavía vivo: “Su innoble carta… la atribuiría a los meandros de una mente desquiciada… pero el desequilibrio es una cosa y el chantaje otra.” Y así nos enteramos cómo funciona una mente sana y otra malsana. Field acaba de publicar la primera biografía de Nabokov uniendo sus dos libros previos, más lo que ha podido recoger (la palabra tiene cierto aire de escoba que aspira a aspiradora) aquí y allá. Dmitri en su crónica desmiente una vez más que Nabokov llamara a su madre Lolita (pero no dice qué la llamaba), pero muchas de sus enmiendas son atendibles y una que otra, risibles: Nabokov, según Field, dejó de nombrar a Dios después del asesinato de su padre, Nabokov no bebía más que té y sus alusiones al güisqui que contenía su tetera era mera risa rusa y no, en absoluto, Vera Nabokov nunca participó en un complot p ara asesinar a Trotsky. Ya sabemos quién lo hizo.
La polémica entre biógrafo, biografiado ausente y familiar presente no terminará en las páginas de The Observer (ya Field ha contestado a Dmitri Nabokov con una carta más sosa que jocosa como cogido in fraganti) y vendrán otras polémicas, anémicas, endémicas. Nadie parece haber visto que la solución está en Vladimir Nabokov hablando de Gogol: “La realidad es una máscara.” Queriendo decir: “La realidad de un escritor está en sus libros. La verdad también, por cierto.
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