por Lia Villares
Niebla en las mañanas,
hambre de claridad,
café y pan con compota
de ciruelas ácidas.
Adormecimiento del alma
en plácidos vecindarios.
Vidas marchando como si.
Adrienne Rich
B se levanta y va a la ducha. No cierra puertas ni corre cortinas. El agua chorrea vaporosa, pavorosa. Se inclina para abrir las persianas, la bata abierta.
–Dis-moi, ¿qué es lo mejor?
–¿Lo mejor y lo peor, como el poema de Bukowski?
–Para él eran las putas, la cerveza, lo peor el trabajo, las estaciones de policía, las terminales.
–A ver, lo mejor es bañarnos. Y el arroz con leche de tu mamá.
–Para mí, lo mejor es la luz.
Tu piel, los matices, lo que no llego a ver, lo que veo de más.
Antes y después las noches en la Cinemateca con Helmut Käutner. El curso de fotografía sólo-para-aficionados. Los capuchinos aguados y calientes en la mesita debajo del extractor de moscas. Trampa eléctrica para bichos. Estremeciéndonos con cada captura, sonido achicharrante incorporado. Sin cambiar de sitio, leyendo las caras cansadas, casi-nunca-alegres, de las gentes habituales. Muriéndonos de asco. Más. Las parejas detenidas frente al cristal, caras de-manos-cogidas buscando sitio, alguna mesa vacía para dos. El extrañamiento que siempre le recordaba el descrédito o ese asombro infantil por todo lo que se dibujara también alguna vez en su propio rostro. Jóvenes exhibidores de la cotidiana estupidez, una vaciedad propagada. El loco con su walkman moviendo la cabeza, o atento en la sala oscura, a la mano fugaz que se desliza por las paredes descascaradas de las escaleras de Wong Kar-Wai. Las meseras vomitando el aburrimiento dentro de las tazas. Un vómito de pena. De inapetencia y nulidad.
–¿Y qué más?
–El reverb y la sal de nitro, decía un amigo guitarrista. La ropa de hilo, sans doute. Leer a Bukowski en el inodoro. Escribir poemas sucios.
–Bob Dylan a medias: media noche y media botella de whisky para dos.
–Poemas de Tim Burton en el buzón de entrada.
–¿Lo mejor, j`insiste, no me incluye?
–Déjame ver... faltan los libros nuevos, hibernar debajo de las colchas, las pantuflas de Quito…
–Count Basie. Tu cuarto a las tres de la tarde, si fuera posible aislarlo del teléfono-Calle-guaguas.
–El té negro, chocolate con canela. Milord al acordeón, Edith por las bocinas.
–Ya me vas incluyendo.
Después y antes en las guaguas nocturnas, más llenas que la luna y los estómagos. Las ventanillas abiertas, empañadas del sudor colectivo. Quedarse viendo una gorda recostada a un muro gris, sucio. Un mínimo vestido color carne, la carne descubierta saliéndose de la poca seda ceñida. La(s) niña(s) de trece, sus vellos de nada detrás del cuello, la espalda, los hombros huesudos. Tirantes caídos de la blusa que apisona el anticipo de las aureolas demasiado adivinables. (De mirarla te erizas, cuando queda libre el asiento que ocupas rápido, para ser directa ven, ¿no quieres sentarte arriba de mí?, y no vacila: se recuesta, su liviandad cortándote el aliento.) Los pelos sueltos de manzanilla, o las cabecitas trenzadas. Las dos nos despeinábamos con el aire en nuestras caras a la velocidad de la noche. Sus miradas perdidas dentro de los muros que aún se sostenían, de escombro en escombro, buscando algún color inexistente, algún tono vivo en apariencia.
Más o menos, nunca tanto, mezclar un poco de aquello con lo demás como si fuera únicamente la elaboración de un casero arroz con leche, algo exclusivo, o nada.
Cuando estás aquí el contagio es irremediable. Lo sensato, irrazonable. El orden, el caos. Una lucidez pasmosa, sin dudas. Aunque a veces la ciudad es también parte de la casa, y de la cosa. Me visto con las telas más claras para salir a la Calle. Es mediodía y hace un calor de 31 grados. Apabullante, disparatado en febrero. Los días que empiezan con tales indicios anuncian roce anómalo, pero nada más pasa. Llego de nuevo. Intento llamar a B: el-móvil-que-usted-llama-está-apagado-o-fuera-del-área-de-cobertura. Aprovecho para revisar el correo. En mi boca se mezclan la leche y el queso y el pan y el tomate. Escucho a Bebel Gilberto, tanto tempo, dice la canción. Trago despacio. En el monitor se trasluce el ventanal con todo el cablerío de los postes eléctricos. Otra vez es casi de noche. Vuelvo a la Calle.
Salimos del Fresa y Chocolate con más de cinco cervezas cada uno -luego B dijo que por lo menos diez-, para buscar más dinero y terminar en el primer cuchitril tugurial a nuestro paso.
En la segunda cuadra desde el interior de un auto asoma una cabeza calva que nos grita. Reconozco vagamente a un antiguo amigo de la secundaria. Está mucho más gordo y veo que es el que va manejando, adentro hay dos muchachos más, desconocidos.
Enseguida estamos todos dentro, ventanillas subidas, pasándonos el porro en medio del humo y la guitarra de uno de ellos. A voz en cuello el último éxito de Gente d´ Zona.
Mírala, mírala cómo suda, cómo ella se desnuda, ella no sabe que a mí, se me partió la tuba… La letra es un misterio. Nos vamos contagiando lentas. B me mira y no veo ninguna expresión desesperada, no veo nada, sus ojos enrojecidos me traspasan, se van a través del cristal oscuro, no quiero cuidarla. No puedo ver.
Toda época para B había sido aburrida desde siempre, desde su conocimiento mudo de una ciudad desierta, más muerta cada vez. Siempre una prisa por dormir de nuevo, aunque despierta podía decirse que también dormía. Dormir de nuevo para perderlo todo. Más poquedad. Inanidad. Más nada.
Entre mis pies los bigotes, la cola despacio, la nariz húmeda. Mi gato tiene hambre. A veces más de cariño que de alimento. Me da frío. Lo cargo, pesa un poco, lo dejo sobre la alfombra. Me siento en el piso.
Yo también tengo hambre.
Anamnesia… ¿por qué no le pusiste Anaximandro, si querías algo insólito?
B duerme.
Nos bajamos y era un Rápido en el Vedado. El loco de la guitarra, que era además el que había estado manejando ahora, grita en la puerta a todos que llegó la música al cementerio.
El lugar está repleto a pesar de lo tarde. Yo quiero más cerveza, grito también. Nos adueñamos de la primera mesa y somos como seis. Le pregunto a B si está bien, si quiere ir al baño. Todos nos miran como intrusos pero enseguida vuelven a sus latas. Uno se acerca a la barra a pedir las cervezas y exigir a gritos que quiten la música estridente del estéreo para poner sabroso el ambiente. Acompaño a B. La puerta del baño no cierra, y tiene un hueco grande en el medio donde debía estar la cerradura. Delante hay tres hombres, lucen como trabajadores del sitio. Les pido permiso por las dos. Nos dejan pasar entre risotadas y dicen algo de remuneración, de pagarles por cuidar la puerta. Alternan sus ojos entre nosotras y el grupo que se ha posesionado de una mesa doble, el de la guitarra se acaba de parar encima y canta para mi asombro una vieja canción de la trova espirituana. Su galillo es más potente que tres estéreos juntos. Herminia esas frases que vertiste, no debieran verterlas las mujeres. Hago entrar a B y me quedo fuera cuidando. El calvo viene y me trae una cerveza, me pone en el bolsillo de la camisa dos chambelonas. De fresa, me dice, y se va de nuevo. B empuja la puerta, sale recogiéndose el pelo con un pellizco, y el gesto se ralentiza, se repite. En el rostro la inexpresión se vuelve más tranquila aún.
Delante de la mesa ahora un nuevo grupo de cinco o seis mujeres, atraídas por la música desde fuera, se menean y hacen coro al de la guitarra. El voltaje de lo que cantan va subiendo, hasta el techo, alguien se acerca para mandar a bajar el volumen, todo el mundo está muy contento, dice y él también parece estarlo, pero arriba hay un edificio y los vecinos pueden llamar a la policía por escándalo. Nadie hace caso, lejos de disiparse las voces crecen. Mi cerveza se termina y cojo la botella de ron Legendario que tengo cerca. Aclimatarse al lado de los tipos, estos tipos, no es tan difícil, después de todo, y me doy un buche largo. Le paso la botella a B, que la rechaza sin mirarme, divertida y a la vez enajenada.
Hubo días para no salir, para llegar a ninguna parte, para no-tener hambre o morirse de contracciones… días para pisar hormigas, recoger hojas, lavarse cara y manos en el agua amargácidulsalada de una fuente, darle arroz crudo a los pájaros más atrevidos… días para no-hacer, nada, hablar con nadie, dormir todas las horas, ponerse bajo la ducha, bajo la dicha, caer en los dos pies… días bajo-ningún-concepto.
Días en los que no fue posible despertar, escribir cartas, peinarse o escuchar, nada, cualquier cosa, cucarachas debajo de las maderas, polvo cayendo sobre los libros, palomas chocando contra los cristales. Días mosquiteros.
Hubo días para no necesitar, no poner caras, no –tener-que- decir, nada, ninguna salutación o despedida que dejar escrita en un papel-sobre-la-mesa. Días para romperse, perder cosas, encontrar piedras. Días para agotarse antes-de-tiempo, irritarse-en-vano, contestar puertas ni llamadas, ni a la pluma, ni al deseo. Días para ni siquiera. Días de retroceder, caminar más, correr loma arriba.
Otra vez en la Calle, arribabajo, volvíamos a rodar dentro del Nissan desmandado. Vi que B se empezaba a sentir mal. Vi lo mal que estaba. Más que pálida, lívida, impávida.
El calvo manejaba a descontrol. Le grité que parqueara, por encima del reproductor altísimo, para que B pudiera vomitar. Abrí la puerta y le incliné la cabeza agarrándola por el cuello, empezábamos a estar de nuevo en el lugar menos indicado. Situaciones límite. Era más alcohol de lo que podía soportar B, que con dos cervezas se mareaba. Conservar una mínima lucidez frente al caos aparente, un mínimo plano de organización. Esta había sido mi consigna luego de más de un par de ridículos memorables en lugares memorablemente públicos, cuando todavía el alcohol en grandes cantidades me producía vómitos. B lucía frágil, no ahora, siempre daba la impresión de algo quebradizo, bien detrás de su mirada insondable había esa debilidad de muñeca de trapo, de planta abandonada a decisión propia. Protección, compañía, palabras con un sentido demasiado ajeno y nada deseable. Si algo necesitara sería mantenerse solitaria, en pie, despierta, viva. Absorta en esto creí, me pareció haber creído, escuchar el sonido de una flauta oriental, sensual, dos notas largas separadas por la respiración extraña de B, inquietante, entrecortada, nerviosa. Alejada.
Ya no estaba al lado mío, me bajé lo más rápido que pude, una mano me agarró fuerte por el hombro y antes de darme cuenta otra me haló por detrás y me tuvo aguantada la cara por debajo de la nariz todo el tiempo del mundo, todo el tiempo de una vida humana.
B teje y desteje sus trenzas en un hacer-deshacer hipnótico. La camisa masculina está manchada de pasta dental seca. Crayolas dispersas arriba de la cama.
Para llegar a lo absurdo, en medio de la muerte y la rutina reservadas para una cuidad desmantelada, es preciso matar toda sensibilidad. La sensibilidad es la esperanza.
B escribe con una crayola verde en la pared, encima de la cama. Tira el libro de donde copia al piso, se acuesta bocabajo. La habitación está en la semipenumbra roja de una lamparita. Persistir en la idea de tristeza absoluta es crónico. Cuánta esterilidad, pienso, esta extrañeza la sienten todos, mientras que el sufrimiento absurdo es individual.
Mi cuerpo-pecera, cuerpo-pereza, consumiéndose se torna interminable, pienso.
Improductiva espera de vistas de atardeceres en tu barrio. Rojo malva desparramándose en los ojos todavía húmedos, todo el intenso azul devenido en noche prematura.
No podía ver bien quién era nadie, al momento estaba tumbada al suelo, con las piernas agarradas por uno de ellos, penosamente logré mantener el forcejeo, mi garganta se deshacía en jirones de gritos apagados. Traté de mirar hacia donde B podría estar, pero me tenían aprisionada la cabeza entre dos brazos, que mis manos en la medida de lo posible arañaban y rasgaban, la piel, la tela y todo lo que encontrasen a su alcance. En este margen de movilidad cerrado, sólo pude oír esa respiración muda, ahogada de B.
De nada servía esperar algún otro sonido, su voz no emitió más nada, desapareció a mis oídos como toda ella a mi visibilidad. Casi inmóvil, sentí que me quitaban las sandalias y las tiraban al otro lado de la Calle. Nunca estuve en ningún vecindario más inmutable. Las casas parecían haber sido tragadas por la noche, hologramas en sustitución de las reales, las que pudieron serestar, allí, alguna vez. Todas las ventanas oscurecidas, nadie ahí estaba capacitado para asomarse, ver por lo menos, todo el mundo parecía haberse sumido en el sueño más aletargable. No podía imaginarme a B arriba del capó, con el calvo encima, o cualquier otro, no quería a pesar del ruido, de la evidencia sonora del metal, de los alaridos de todos. Querría haber estado más sola que nunca, que fuera yo la que estuviera debajo del tipo más asqueroso, que fuese yo la que prorrumpiera en esa especie de temblor sordo, horrible, esa sacudida trágica, mímica.
Querría haberlo soñado, podido predecirlo, estado lejos y alerta, consciente de la inevitabilidad. Ser la más incrédula, desconfiada, la más fuerte del mundo.
De algún modo haber tenido la oportunidad de estar preparada, prever la escena, demorarme mucho tiempo en asimilar la más remota posibilidad y darla por sentado.
Pisotear cualquier mínima comparación de estadísticas, cualquier confianza en la suerte eterna. Todas ellas, las mismas, repitiéndose, sometidas a la misma violencia las mismas noches, todas. Las ideas se perdieron como la respiración pasiva de B, como mis gritos histéricos, reprimidos, mis intentos de morder la mano que me tapaba la boca.
Cómo no sentir ningún quejido, ningún signo de nada.
En menos de un minuto aprendí a contener una rabia extraña, una furia desconocida, unas ganas destructoras. Aprendí el odio.
Si me hubiese sido posible el menor movimiento, le habría aplastado el cráneo a ese tipo con mis manos, ese que probablemente habría estado sentado a dos pupitres míos en la secundaria, que me hubiera vendido un helado la semana pasada, o fuese camillero del hospital donde muriera mi abuela. Todo el radio de visión que comprendían mis ojos empañados era la parte de abajo del carro, la tira roja que colgaba del tubo de escape y los pies de B, sus uñas también rojas. La mayor tortura era la impotencia, el sometimiento aturdidor de pesadilla, la desesperanza inmediata.
La tortuga tratando de ir más rápido en lo que el conejo merendaba. Causa perdida.
Habrían pasado objetivamente tres minutos, todo el tiempo del mundo, todo el tiempo de una vida humana, cuando la primera patrulla iluminó la Calle con luz larga.
Había doblado por la esquina sin darles tiempo a reaccionar, alguien probablemente y después de todo se había atrevido a llamar, a tener un ápice de responsabilidad en medio de la muerte silenciosa del barrio. El alivio profundo fue sofocando la ira profunda lentamente. En cuanto me sentí libre corrí hacia B, tumbada, abandonada por el tipo que ya tenía a los policías arriba cuando quiso mandarse a correr. La soltó y B se desplomó, cayó desmayada, inanimada. En el granito negro parecía un dummy roto, desvencijado.
Un policía se acercó. Trató de tranquilizarme y molestarme con preguntas estúpidas. Tendría unos cuarenta y los ojos serios, casi tristes. Quiso separarme de B cuando vio lo mal que respiraba, la tez transparente, pero no pude soltarla. Nos dejó así y se alejó de nuevo hacia la patrulla delante del Nissan. B pareció reanimarse, miró mis pies y se abrazó más a mi cuerpo. Pude sentir sus latidos perfectamente acompasados, respirar a su ritmo, nervioso pero apacible. Me alegré de su ser dicotómico en las peores circunstancias, por encima de cualquier cosa. Vi que no era más frágil que yo, quizás mi fuerza era menor incluso. Otra patrulla llegó en dos minutos a recogernos, nos enteramos de que no los tenían a todos, no se sabía cuántos eran. Hicimos la denuncia en la estación de Zapata, muy rápido, sin reparo, sin pensarlo nada, sin tener en cuenta el peligro de los tipos sueltos, que nos reconocerían en algún otro momento, que estarían al tanto de nosotras, sin sentirnos más liberadas que antes, sin quitarnos ningún peso de encima, más bien con algo de muerte. Tantos otros. Todos. Ahí afuera. Día tras día.
El calor de la mano de B en mi mano era más de lo que hubiese esperado hacia el final de la noche, al final del miedo. Este calor era lo menos ficcional, era un calor reparador, reconfortante, reconciliador con todas las cosas.
Nunca hablamos de esa noche, nunca tecleamos tampoco ningún punto final, nunca cerramos nada. Creo que preferimos esperar una coda pendiente, un tiempo perfecto, imposible, nunca le dije a B el sonido sensual de la flauta oriental, o la tira roja.
Casi al final nos dimos cuenta de lo lejanamente absurdo que podía ser darle vueltas a un pasado que podía acomodarse difuso en la memoria, como una mentira nunca dicha o nunca descubierta. La invención de una mente paranoica. Más nada.
–A ver, pones la boca en u y dices i, esa es la igrek, la y griega, así es como pronuncias la u, de tortue… Turtulutú-chapeau-pointu! Repite avec moi… Huele bien, tu pelo.
–Dis tortue, dors-tu nue ? Di tortuga, duermes desnuda. Di tortuga, duermes desnuda...
–Ya, deja, dime tú, ¿duermes desnuda?
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