Estimado(a)s:
Hace unos días publiqué en el suplemento digital de la revista Espacio Laical este artículo ensayístico que ahora comparto por correo electrónico. Comencé intentando hablar acerca de la necesidad de debate social, tema habitual en numerosas intervenciones de todo tipo y procedencia en el país, y terminé escribiendo exactamente sobre lo contrario; es decir, ¿cuáles son las condiciones necesarias para que, en un territorio cualquiera, no exista debate social? El texto contiene un párrafo más que en su edición digital, así un subtítulo que introduce mejor las paradojas de su contenido, pues –a la manera de una especie de borrador permanente- es tema acerca del cual he seguido pensando. Como mismo otras veces, lo mando a ustedes, colegas a los que respeto, cuyo trabajo sigo y a quienes pienso que tal vez les interese.
LOS HERMOSOS PELIGROS
DE LA LIBERTAD
Por VÍCTOR FOWLER CALZADA
(Espacio
Laical, Suplemente Digital No. 248, Marzo 2014)
Para mis tataranietos
Una demanda -repetida de manera idéntica y continua- está directamente relacionada (lo mismo en duración que en
intensidad) con una insatisfacción concreta según
lo experimentan o creen aquellos a quienes se les considera demandantes; estos últimos
podemos entender que son las
personas que expresan la demanda (la simple expresión debe de ser entendida como el nivel
de manifestación verbal más bajo), lo mismo que quienes la presentan o defienden (por ejemplo, en un tribunal, documento o discurso). En este punto vale la pena precisar
un detalle imprescindible para construir un lugar de partida
y es lo que se refiere a la
diferencia entre
demanda y petición; mientras que la última (la petición) va precedida de un
deseo (que pudiera o no ser
satisfecho), su compañera (la
demanda) viene de un momento de un hecho de razonamiento, un momento de conciencia estrechamente conectado con el Derecho. Mientras que la no-satisfacción del deseo conduce a la
frustración, la demanda es
uno
de los varios modos de que la frustración sea articulada; el sentido político de esto se transparenta al razonar que
dentro de las potenciales consecuencias por la no satisfacción de la demanda se encuentran la
protesta (articulación social esta de una extensión y nivel de complejidad mayores) e incluso la revuelta: la forma más
radical para manifestar la
ruptura con un poder determinado. La demanda solo demuestra sentido cuando el Yo del demandante pide o reclama a otro que se encuentra afuera de él; dicho de otro modo, únicamente durante la enajenación (cuando la personalidad se fractura en
piezas
inconciliables)
la demanda va dirigida contra el Yo mismo.
La doble lectura que cualquier demanda admite deriva
del hecho de que si
bien
es portadora de un contenido de aspiraciones y sueños (la exigencia de que venga o sea dado algo que nunca se ha tenido o que ya no se posee) también
dibuja
el
contorno de aquellas carencias a
las
cuales se refiere; lo mismo en cuanto a la vida
individual que en el
nivel de toda
la sociedad dicho contorno define una especie
de vacío, rotura o fractura que –para entenderlo mejor- podemos imaginar como la súbita y perturbadora
presencia de una discontinuidad en el paisaje
recorrido por la mirada. ¿Por qué,
dentro de una
imagen cualquiera, faltaría un trozo a la manera de un rompecabezas con un hueco? La paradoja en esto que acabamos de afirmar es que el interior de ese espacio (entre los bordes que definen el contorno de la ausencia) donde, al parecer, nada estaría ocurriendo, no solo se encuentra lleno de significado, sino que en realidad es el significado principal; dicho de otra
manera, por relevante que nos parezca la demanda en sí, mucho más valioso (más lleno de respuestas) resulta
imaginar qué
clase de
vida toca a los individuos sin aquello que –con tanta fuerza- desean tener y piden, por cuánto tiempo han
permanecido en tal grado
de privación y con cuáles consecuencias; ello nos pone frente al deseo de futuro, nos habla del sufrimiento en
el pasado e igualmente revela los límites para la acción en el
presente, pues lo mismo contiene la esperanza
que
el miedo.
En un bello cuento popular chino el pintor
es obligado por el
Emperador a realizar el cuadro más sublime,
suerte de obra
absoluta capaz –por sus cualidades- de unificar todos los tiempos: superior a cuantas existieron en el pasado, deslumbradora para los habitantes del presente y reverenciada por los del futuro como frente a una encarnación de lo perfecto y sagrado. Encerrado por
el Emperador
en una habitación sin ventanas del castillo imperial y -para que no escape-
con fuerte vigilancia en la puerta, lo único que el pintor pide es no ser interrumpido durante la cantidad de tiempo que –según estima- va a necesitar para
encargarse de semejante obra extraordinaria. Por cierto
que aquí vale la pena agregar que, en caso de no conseguirlo, al pintor le espera la ejecución
inmediata a manos de los guardias del emperador; de hecho, junto con la invitación
al artista ya viene la amenaza del castigo,
de
modo que la obra –en caso
de ser terminada- sería la garantía de salvación.
Luego de días enclaustrado y trabajando, cuando llega
el momento acordado para ver el cuadro, el Emperador
se presenta con todo su séquito, tocan
a la
puerta, pero nadie sale; entonces los guardias fuerzan la entrada y los ojos del Emperador se enfrentan a una imagen tan perfecta
que los pájaros y mariposas
parecen vivos, al tiempo que las hojas de los árboles dan la sensación
de estar siendo batidas por el viento. En este paisaje sublime solo una cosa desentona (en realidad son dos los problemas, pues los guardias no encuentran rastros del pintor por parte alguna) y es que en el centro del hermoso paisaje,
disminuyendo de tamaño hasta perderse en el lugar
de la imagen que representa la distancia más profunda, se aprecian las huellas de dos pies: los del
pintor que se ha fugado al interior del cuadro. Si nos ponemos en el lugar del Emperador resulta que, de esta
manera –pese a ser la más deseable pintura que nunca pueda haber existido-
la obra es portadora de un agujero tal que se constituye en representación de lo más horrible
y monstruoso; no hay modo de apreciar la grandeza del artista sin, a la misma vez, participar de su angustia, apreciar
la mezquina violencia del Emperador, reír frente a la enormidad de su fracaso
como
dominador (no consigue vencer la dignidad espiritual del pintor) y –sobre todo- no hay manera de contemplar esos
pies escapando sin admirar la rebelión del pintor y su fuga definitiva
hacia la libertad. Dicho de
otro
modo, el agujero acusa y su capacidad contrastante es tan enorme que basta con haberle contemplado una sola vez para que absorba cuanto le rodea y termine por ser el único sonido
que se escucha: el sonido del agujero.
Esta hermosa representación de la lucha del arte (y, en general, de la capacidad humana de soñar) frente al poder la
complementamos con otro relato de intención moral, la popular historia del rey desnudo (cuyo verdadero título es El traje nuevo del emperador) que fuera escrita por el danés
Hans Christian Andersen. En este
caso se trata de un rey al
que dos pícaros –que se hacen pasar por grandes sastres- convencen de que viste el más bello de los trajes cuando en verdad se encuentra completamente desnudo. La condición para que el monarca sea engañado es que la pareja de estafadores ha echado
a rodar el rumor de
que el traje se torna invisible ante quienes son aquellos estúpidos o
incapaces de
ejercer el cargo
que detentan; de esta manera, después que dos de los cortesanos
de más confianza le juran al rey (quien los envió a explorar
qué
ocurre en esa
sastrería de la cual escucha hablar
a todos en la corte) que
las ropas que allí se cosen son
realmente únicas,
a la
autoridad no le queda otro remedio que personarse en el lugar, ordenar también él un traje, vestirlo
y enseñar (al pueblo) ese nuevo atributo del poder. Tan intenso es el deseo de mostrar su adquisición que experimenta el soberano que incluso organiza un desfile para exhibirla y es entonces que un niño, ignorante de cualquier convención, pronuncia la
frase terrible: “¡pero
si está desnudo!” (con la consiguiente
burla colectiva de la multitud reunida).
A tono con la
lógica
del
cuento maravilloso el
soberano
no
solo es fácilmente timado por la pareja de estafadores sino
que, de modo poco creíble si estuviéramos tratando con acontecimientos de la “realidad”, la historia
concluye sin que nos
enteremos de cuál ha podido ser la venganza del rey. Esta suerte de suspensión de lo verosímil permite hacerle preguntas al texto
y extraer, a modo de lección, algunas suposiciones. ¿Por qué el rey, con tanta simpleza, acepta el absurdo
de un vestido con propiedades mágicas? ¿Por qué necesita, luego de comprada la
ropa, organizar un desfile para exhibir su adquisición delante del pueblo? ¿Por qué es un niño quien –al mencionar
la desnudez- desarma la componenda de los
adultos? ¿Es posible “hablar” al rey… de qué modo, en qué tono, con cuál intención, en qué momento? ¿Es importante
hacerlo?
El traje mágico (con su imposibilidad) indica o demarca la magnitud de aquello que, para
sostenerse a sí mismo (acción con la cual expresa su fin último), el poder está dispuesto a aceptar; es decir, no solo la adulación –incluso hasta el punto del engaño- de los funcionarios (de ahí que el rey envíe a sus dos mejores cortesanos para que evalúen las cualidades del traje imaginario), sino la conversión en verdad certificada (refrendada de
manera casi oficial por la propia
fatuidad e hipocresía
del
rey) de algo que originariamente no es sino una
descabellada desmesura. En cuanto a esta última, lo particular
radica en que se trata exactamente del hecho o discurso que devela el límite a partir del cual comienza la corrupción del poder; dicho
de otro modo, puesto que el
rey
no ve este atuendo (que no es posible ver dado que es inexistente), ello muestra que se trata de un incapaz,
de manera que en cuanto afirme que lo ve (y, de forma implícita se interese más por mantener su poder que
por
defender la verdad) estaremos asistiendo a un deslizamiento hacia la mentira y el deterioro. Si del envilecimiento del poder se trata
mitificación y mixtificación
van de la mano, pues todo se falsea
en atención al único principio
que preside la vida:
la satisfacción del deseo del rey y la conservación del
poder a precio de cinismo, embuste
y atropello.
La imagen del rey organizando un gran desfile, en el cual esté reunida la totalidad del pueblo, solo para mostrarle un
traje (que ya sabemos irreal) habla
de la soberbia y la pompa del poder (desesperadamente necesitado de admiración);
al mismo tiempo nos coloca ante un aspecto de la relación simbiótica entre el poder y sus súbditos: la necesidad de confirmar
el poder mediante estos estallidos de alegría masiva (da
igual si fingidos). Desde
este punto de vista, el desfile
(ocasión en la cual, de paso, todo fracaso es anulado o atenuado hasta la insignificancia) opera como una suerte de confirmación colectiva de
los derroteros del poder, sus logros o proyectos; en paralelo a ello, cuando invertimos este esquema de coherencia y
felicidad, entonces resalta
el angustiante apetito que agobia (y debilita) a ese poder que no puede conocerse a sí mismo, ni
estar seguro de su capacidad o estabilidad, si no se alimenta con tales paroxismos de aprobación (de su gestión). Semejante
ansia (de ser exaltado)
descubre en su esencia
la relación simbiótica
(y perversa) entre
el poder arbitrario y sus súbditos; típico de la renuncia al diálogo, el ordenamiento descrito supone tanto la presencia urticante del deseo (por parte del poder)
de ser admitido y la apertura de espacios y vías para manifestar la aceptación. Ahora bien, dado que el afán de obtener conformidad prima por sobre si ello es o no justo, entonces el esquema de lo corruptible queda completado; es decir, el
poder arbitrario nos quiere y está anhelante de incorporarnos,
pero a través del silencio, la mentira, la hipocresía, el oportunismo, la
doblez, la quiebra de cualquier independencia personal.
Más allá de lo anterior, también nos permite entrever que el poder es un acto de derroche, una especie de enormidad que
se muestra, una explosión de histeria que exige ese acto paroxístico que es la celebración, la feria (con toda la presunta
alegría que debiera acompañarla).
¿O es que acaso el paseo del rey con su hipotético gran traje no estaba acompañado del
éxtasis y los vítores de la multitud? ¿Para qué si no todo el desgaste y gasto que significa organizar el desfile
sino para confirmar –mediante
la concentración obligatoria de los súbditos- que se conserva el poder y
–mediante la alegría sobreactuada- que se respeta la ficción de que el poder
es deseado por la población?
Lo tercero tiene que ver con el sujeto que habla, un niño y la pregunta en este caso sería: ¿por qué la verdad es develada por alguien que se encuentra en el extremo enteramente opuesto al rey, alguien sin poder, débil hasta ser el más fácil de
destruir, completamente ajeno a cualquiera
instancia de eso que denominamos “la cosa pública”? Si reconocemos la
capacidad del soberano para con un acto de reconocimiento y desgarradura instaurar la verdad (decir,
claramente, que no
hay
traje alguno y romper la cadena
de
fingimientos), entonces lo que el
texto nos muestra es la enfermedad del poder; es
decir, la manera en la
que el poder autoritario (partiendo de una mínima mentira inicial) se constituye en la no-verdad y traspasa a su población semejante visión contaminada. Por tal motivo quien habla es justamente quien –en hipótesis- menores condiciones tiene para hacerlo; el más indefenso, quien no puede elaborar grandes discursos
puesto que incluso le
falta idioma, aquel cuyo proceso de razonamiento enseña
la menor complejidad.
Según esta lógica el relato todavía sigue
destilando enseñanza, pues nos revela lo tenue
que
es la línea detrás de
la cual comienza la degradación
del
poder (en este caso, una simple mentira que
el rey convierte en verdad) y al mismo tiempo lo diminuta que
es la palabra que sacude al
poder, palabra
que no precisa de elaboración majestuosa, sino solo ser portadora de verdad, la verdad más simple; en este
caso, decir lo que
todos niegan (que el rey está desnudo) porque
participan de ello (la cadena
del silencio que los conecta a
todos por conveniencia o miedo). Finalmente el texto transita de la fantasía (el carácter mágico del traje)
al grotesco (el
paseo del rey al frente del desfile
que organiza) y de allí a la absoluta carnavalización (la burla de la multitud-pueblo
después que la voz del niño revela la desnudez del
rey). Ese momento carnavalesco, ese pequeño punto de giro que debió de comenzar por una pequeña sonrisa velada e ir creciendo hasta explotar en una carcajada colectiva, ilustra la debilidad y
fragilidad del poder (en especial, en el tiempo); o sea, la manera en que la vocación
de perennidad (típica de los
gobiernos autoritarios, los estados militares-burocráticos o las más despiadadas tiranías) es desecha por la risa compartida, risa que
simbólicamente equivale a las oleadas
de una multitud arremolinada, alimentada con el hastío de años, pero alegre en su
infinita fuerza de destrucción
y cambio, de buscar otra vida
más sana.
La manera en la que el niño habla acerca del rey, mediante una exclamación de asombro, parece decir que
–a diferencia del
carácter de excepcionalidad absoluta que el soberano encarna en las estructuras de poder arbitrario- no es importante para
nada hablar con el rey, sino que alcanza con la existencia de espacios en los que poder opinar a propósito de su
conducta o ejecutoria; de hecho la fuerza dominante del relato, en ese final de carcajadas, no es del soberano, ni de sus cortesanos ni de los guardias,
sino del pueblo mediante esa risa que desarma. Esto también nos habla del aparato formal de
la comunicación, pues la condición sana de la palabra vuelve a ser (como en la concepción antigua
de la
democracia) la intervención en el demos, del ciudadano de menos poder
(simbolizado por el niño), en
la plaza pública y en condiciones de igualdad con
el poderoso; en oposición a ello los ritos
del protocolo cortesano (en cuanto a horarios, fórmulas de cortesía, obligación
de manifestar respeto a la jerarquía,
así como la
definición de
la forma, modo
y
lugar
de
realizar una intervención) son
procedimientos
dirigidos a evitar la erupción de esa palabra
pública que –a fin de cuentas- es la
única comprobación verdadera
de la democracia. En este sentido, es delante del que habla más mal (en tono, amargura, inoportunidad, violencia crítica o rechazo al soberano y sus prácticas de poder), el más crítico, inculto, mal vestido,
descompuesto, desagradable, incómodo
o indeseado que la democracia es puesta a prueba.
A diferencia de los anteriores
textos, uno que es un relato popular proveniente del folclor y el otro un cuento hecho por un escritor, la tercera
de las historias que comentaremos es una tradición atribuida al emperador prusiano Federico el Grande, quien –aunque famoso por su dedicación y magnificencia para con las artes- también era célebre por sus ataques
de ira. De él se cuenta que habiendo enfermado su caballo, que figuraba entre sus posesiones más amadas, y sabiendo que empeoraba sin
remedio, ordenó que aquel que le diese la noticia del fallecimiento fuese ejecutado. A partir de aquí creció el
temor entre quienes se encontraban próximos al soberano y
ya
se convirtió en verdadero terror cuando el animal de una vez
murió; entonces, cuando ninguna esperanza quedaba y solo faltaba decidir quién sería sacrificado, un humilde palafrenero
se brindó para llevar hasta el emperador la noticia infausta.
El modo astuto en que consiguió escapar de la muerte fue
ofreciendo a la figura de autoridad todos los elementos para que fuese ella misma la que, sin poder contenerse, pronunciase
la frase definitiva; o sea, acumular tal cantidad de información crítica (el caballo no se mueve, no
come, no bebe agua, no respira) que el emperador no tuviese otra salida que concluir (y enunciar) que entonces ello significaba que el caballo estaba
muerto.
La anterior anécdota completa nuestro ciclo en lo que toca, si semejante ciencia existiera, a una analítica del poder.
Como
mismo en los ejemplos anteriores el relato comienza con el establecimiento de unas premisas, o por la descripción de
un paisaje de orden que súbitamente es alterado; en cualquiera de
los
casos el evento que ocasiona el trastorno deja tras
de sí un rastro de des-composiciones (roturas, aberturas, hiatos) equivalente al agujero por el cual se fugaba el pintor o la frase
del niño que nos revela la desnudez del rey. La existencia satisfecha del rey queda destrozada por la presencia de una
cuestión, la enfermedad del caballo,
que se encuentra fuera de su control sin importar la cantidad de intimidación, la
cantidad de poder, que en intentar solucionarla utilice;
la cuestión, el trabajo de la enfermedad sobre el
cuerpo (del animal),
opera como un espejo de la ruina
dentro del cuerpo mismo del gobernante: su límite vital como persona humana al mismo tiempo que el de sus obras y su proyecto. Por tal
motivo, cuando el
emperador impide (a precio de muerte) que se le informe
sobre el fallecimiento del caballo, lo que en verdad prohíbe es la más diminuta referencia a su propia caducidad individual y
a la destrucción (lo cual
-al menos desde un
punto de vista
técnico- es siempre una posibilidad) de
las maravillas construidas durante su ejercicio como líder del imperio.
Desde este ángulo el poderoso distribuye,
bajo la forma de miedo inculcado en
los súbditos, exactamente
el mismo miedo que tiene a simplemente desaparecer.
Los hechos que suceden –lo mismo con el rey desnudo
que en la anécdota del emperador y su caballo- esbozan el contorno de la voz crítica en ambientes no-democráticos;
en tal
esquema, donde debiese haber espacio para la opinión de todos, solo le es posible hablar al inocente o al astuto, a quien apenas sabe verbalizar
y a quien conoce las fórmulas para usar
el lenguaje como artimaña. Lo curioso es que, a pesar de la indudable
distancia entre ambas figuras,
sus imágenes confluyen en los manejos de un tercer personaje
que
los contiene y unifica; me refiero al bufón, el
más
ambiguo de los
sujetos en la corte, suerte
de
loco-sabio a quien le está permitido cruzar casi cualquier límite en su discurso (punzante,
arriesgado hasta la insensatez, autoparódico y con clara inclinación
al nihilismo y
el caos) con tal de
que haga reír al
rey (o a los cortesanos más cercanos). La brillante mente del bufón descubre y sabe que esa
falla en los paisajes políticos -a la cual
hemos denominado “agujero”- está presente y tan elástico es su margen de maniobra que
(donde los otros no pueden sino
callar, incluso ante cualquier
desastre evidente) de él se acepta (¡y hasta se estimula!) esa especie de crítica atomizadora que para hablar del mal lo rebaja hasta convertirlo en algo natural.
La obligación de transformar el
mensaje en un asunto cómico
trivializa la alarma y, en general,
deforma el contenido; mediante los procedimientos de esta comicidad compulsiva el carácter excepcional del mal (su cualidad de
hueco o vacío en el paisaje) es
diluído hasta acabar por integrarlo a los acontecimientos “normales” de la vida. No hay culpable, responsable ni localización concreta de los eventos, sino solo
ciclos dentro
de
una larga deriva hacia el
colapso; las vidas son sofocadas, las intenciones entran en parálisis, las parrafadas esquizofrénicas del
bufón adquieren la categoría de texto sagrado y (repito que por conveniencia
o temor) se extiende el silencio hasta que aparece
la palabra que de-vela la situación.
La paradoja de
semejante documento -acerca de
lo
cual decimos que es
un
texto sagrado (consagrado)- proviene de su absoluta falta de significación social al tiempo que de la encumbrada
posición jerárquica de quien lo elabora y pronuncia;
alguien que, sin la más diminuta cuota de poder, disfruta el privilegio de hablar en donde los demás se
mantienen en
silencio. Al mismo tiempo, dado que ya sabemos que se trata de habla no significativa (charlatanería, parloteo, basura) resulta una locuacidad vacía que enseña, mejor que cualquier prohibición, el asco del poder autoritario ante la palabra
verdadera. De este modo, mientras que la simulación de verdad (encarnada en el bufón) es una condición necesaria para el
poder autoritario,
una suerte de espita a través de
la cual las dinámicas (en especial, los mayores
fracasos de la administración) son equilibrados, cualquier
búsqueda
de la verdad (no importa el campo en el cual
sea, así como tampoco la profundidad del resultado) horada como un taladro la seguridad del poder. En esta ecuación trágica, a medida que aumenta
la
presión del poder
para sobrevivir a
toda costa más ocurre
que cualquier pequeña irregularidad alcanza dimensiones cósmicas; en semejante orden cualquier voz crítica es extraviada en los laberintos de
lo superficial
e intrascendente, oficinas infinitas, quejas que nadie responde, justificaciones ridículas, hasta que –clamando en círculos- se desgasta y
retira extenuada. Nada puede ser realmente criticado porque
ningún culpable último puede ser nombrado, condición esta que se convierte en delirio si de criticar al soberano se
trata; él -y
todos
los
minúsculos
señores que
viven
bajo su manto- se
alejan más y más del pueblo al que más tarde convocan para todo tipo de
acciones confirmatorias de que el poder sigue en su sitio. Todo
es bufón.
Luego de haber recorrido este camino creo que podemos regresar al
planteamiento que sirve como título de la presente
intervención; dicho de otro modo, donde nos hemos acostumbrado a realizar
preguntas en un sentido positivo, invertir el
planteo para que nos revele cuáles deben ser las reglas que se hace necesario aplicar para que no exista debate.
Suponiendo que el error, la deformidad, discontinuidad, fractura, vacío, violencia, injusticia, manipulación, mentira, silencio (o cualquier
otro elemento lesivo para el organismo social) generen
habla crítica (desde el descontento apenas
mascullado hasta el
documento escrito o el grito), ¿cómo impedir
la existencia de esa verdad incómoda
que muestra la desnudez del rey? En este punto, asumiendo
que el no-democratismo
y la expresión autoritaria son síntomas de enfermedad,
parece sensata
la
intención de
proponer la mención de algunos de estos;
de esta manera, como mismo hicimos con el “agujero” en el
cuadro del pintor, partiendo de la descripción de un ambiente viciado esbozaremos el contorno de lo deseable. Entonces, según
cuanto hasta aquí hemos dicho, el procedimiento perfecto para impedir el debate
debe de concentrar las siguientes características:
. El poder arbitrario, sin importar la variedad de la cual se trate (autoritarismo carismático, estado militar-burocrático o simple
tiranía) busca, implanta y se sustenta en la asimetría como su sangre y su respiración. Si bien es claro que todo poder es relativamente asimétrico (el líder y sus colaboradores cercanos “pueden” –hacer,
tomar o decidir- más que el resto de la población), la correlación se torna enfermiza cuando por encima de la vocación
de servicio predomina la voluntad
de dominio. Aquí nada peor
que la impaciencia, en cuanto manifiesta la contradicción entre la tarea (en la cual aparece expresada la
voluntad del poder, sus intenciones, su proyecto, su deseo) y la opinión (por ser esta la forma o modo
mediante el cual es puesta en escena la voz de la sociedad respecto al
contenido de eso a lo cual hemos llamado la tarea, los procedimientos para
alcanzarla, las consecuencias que de ello derivan, así como las acciones que se
precisan para corregir –en los distintos grados que sea necesario- la
formulación inicial o determinar que se ha cometido un error tal que la
estructura misma debe de ser cambiada.)
. Si a una formulación democrática
corresponde un modelo en cual la opinión es siempre escuchada y su valor tenido en cuenta para toda
decisión, muy especialmente aquellas que tratan de introducir correcciones dentro
de eso a lo cual hemos denominado la tarea,
la esencia del poder arbitrario es rebajar, cooptar y diluir cualquier opinión
a la que considere (en el grado que la autoridad estime) de signo (abierta o
veladamente) contrario. En atención a ello, al solidificarse dicho proceder
como estilo (de administración y de dirección) los estamentos todos en la
enorme pirámide del poder (dentro de un país) actúan de idéntica forma; peor
aún, puesto que los escalones más bajos están siempre expuestos al control y/o
vigilancia de toda la cadena superior, arriesgan menos e impiden (de modo casi
rutinario) cualquier participación
activa general (uno de cuyos elementos fundamentales no puede sino ser el
despliegue de la opinión.) De esta manera, las condiciones para el cumplimiento
de la tarea conspiran contra ese propio cumplimiento y lo tornan, finalmente,
imposible.
. Las autoridades de más elevada jerarquía están exentas de toda crítica y son ajenas a cualquier conexión con cualquiera evento de la vida inmediata y concreta; esto se manifiesta
como verdad absoluta a medida que nos acercamos a la autoridad última,
no
importa
si líder o soberano, quien habita
en
un
limbo
de intemporalidad y distanciamiento.
Lo
anterior, obviamente, implica la prohibición
de nombrar al soberano (por ejemplo,
justo lo que hace el niño de nuestro cuento).
Aquí vale la pena precisar
que la estructura global es mimética respecto a los estilos del soberano (cuyos modos deforman la
totalidad que se le subordina);
o sea, que no hay
sentido en imaginar una
base democrática
dirigida por un pequeño grupo
de anti-demócratas autoritarios o viceversa. En términos clásicos, base y
superestructura son el uno reflejo del otro y se complementan.
. El silencio, la mentira, la simulación, la doblez y la manipulación son consustanciales a los poderes
no-democráticos y
autoritarios; desde los escalones más bajos hasta el salón donde se encuentra el trono del soberano. Todos saben que el caballo del emperador ha muerto, pero no se atreven a decirlo; todos saben que no existe traje alguno y que el rey va
desnudo, pero
callan.
. Las presiones, la arbitrariedad
y el abuso deben ser naturalizados para que formen parte de la vida “normal” de los
individuos; semejante supresión
de las libertades mínimas del súbdito y normalización de las más diversas formas de
injusticia es conseguida (por lo general) a nombre de una causa mayor y nunca mostrando la violencia (caprichosa y
egoísta) de que es portadora la voluntad
de dominio del soberano y
su
equipo.
. Para que la existencia sea un tejido de silencio,
mentira, simulación, doblez, manipulación, presiones, arbitrariedad, abuso e injusticia es condición imprescindible que el súbdito sienta miedo (a perder algo íntimo y amado) en caso de hablar y alzar la voz crítica. Dicho de otro modo, tiene que ser muy elevado (casi al nivel de la completa seguridad) el temor a ser golpeado, expulsado del trabajo, encarcelado, humillado de manera pública, torturado, mutilado e incluso muerto. A todas luces de lo anterior se deriva
la
obligación de obstruir, por los más disímiles métodos, la búsqueda de verdad acerca del estado de la sociedad (y del poder mismo, su estilo, sus prácticas, sus errores,
sus crisis, sus fracasos,
su degeneración, su declive, su demencia o la posibilidad de su sustitución) así como –finalmente- impedir la circulación y exposición pública
de dicha verdad.
. El deseo de verdad debe ser desviado (hacia el laboreo con minucias de
escasa significación y proyección) o castigado
de modo desmesurado; el abanico entre ambos puntos es enorme y queda a disposición de la nube de funcionarios
existentes. Una técnica
que da excelentes resultados es la de rebajar la intensidad y hondura de las discusiones hacia
aspectos técnicos de difícil o casi imposible comprensión o solución, que demorarían decenios en ser completamente
analizados y resueltos, o hacia cuestiones que –pese a aparentar algún tipo de avance- apenas tienen importancia práctica; por
ejemplo, donde se
plantean temas centrales
de la vida en la ciudad desviar los argumentos hacia el color con el cual será
pintada, en los
meses de verano, la parte superior de los postes de electricidad. En cuanto a la desmesura del castigo es
buen par de ejemplos la situación del pintor (condenado a morir si no consigue pintar el más bello
cuadro que haya existido jamás) y la de los cortesanos y súbditos del emperador
en la anécdota del caballo enfermo y muerto (condenados a muerte si
avisan al emperador del fallecimiento del animal). La enormidad de lo que se le pide al pintor ilustra que también la demanda es desmesurada; la diferencia inconmensurable entre la vida humana y la un animal enseña que -para ese
poder
arbitrario- la vida humana solo es otra cifra en el devenir
de violencia.
. El verdadero arte de la asimetría consiste en ir más allá del miedo (demasiado brutal y evidente), de manera que el súbdito internalice y desee la excepcionalidad
del soberano y su gobierno, su séquito de servidores cercanos e incluso cualquiera de los directivos (sin que interese el
nivel en el cual encuentran) en la administración. Este es el verdadero estado
ideal y cuando a él se arriba hay paz. Si bien colmar de privilegios
a los
colaboradores
cercanos es circunstancia propia de la asimetría, el secreto de la dominación descansa en su reverso:
distribuir desaliento para las voces críticas;
para semejante tarea
el poder dispone del enorme (y paradojal) archivo cínico de cuantos han sido impedidos
en su ilusión de cambiar. Toda
la documentación o memoria de anteriores esfuerzos
abortados opera como una profecía orientada a disuadir la
acción transformadora (aunque esta solo sea una mínima queja para saber que no hay felicidad alguna que agradecer o disfrutar);
por este camino
nihilista
nada va a cambiar
porque nunca
ha sido posible cambiar nada. El
mencionado proceso de internalización es perfecto cuando los posibles
opinantes se convencen de que toda intención de autonomía, independencia
de
criterio, salida del coro, es estéril;
el efecto combinado de ambas fuerzas en la vida del individuo moldea (tal es
la pretensión) un sujeto acrítico, sin más horizontes que
aquellos que el
poder postula, fascinado (casi
de manera sexual) con
la penetrante violencia que lo rebaja como individuo.
. Los guardias del
emperador chino, los aterrados servidores del
emperador alemán y los cortesanos que describen la belleza del traje inexistente en el cuento del rey
desnudo son representación de la capa de funcionarios y
soldados sin la cual el poder arbitrario
no se sostendría. Para ellos son
posibles posiciones de lealtad ideológica,
participación forzosa o simple
corrupción (lealtad comprada); en última instancia, lo que precisa
de ellos el poder que describimos es la disposición a
fingir, desviar, mentir abiertamente, difuminar, castigar o reprimir cualquier disenso, pasar a
la violencia viciosa e
incluso asesinar (hasta
de manera masiva)
o apoyar –de modo tácito o expreso- el abuso y el crimen. En una sociedad moderna
estos estamentos incluirían lo que Althusser denominó los “aparatos ideológicos del Estado”; dentro de ellos la prensa (en sus varios formatos) ocuparía un primerísimo lugar lo mismo que las instituciones educativas y el trabajo de ese sector al que llamamos “los intelectuales”. La
pobreza, la precariedad de
la existencia, la dificultad para el ascenso social,
la escasa mención, las presiones, la vigilancia, el
daño (físico o mental) son
precios que están destinados
para la voz crítica (o,
sencillamente, independiente) en situaciones como las descritas;
contrario a ello, en una manifestación más en el tejido del
no-diálogo, las puertas siempre están abiertas para la persecución del privilegio y la mudanza a los espacios de goce que – para sus elegidos- propicia el
poder. Según esto, las decisiones de los individuos (en el abanico que va
del abierto rechazo al murmullo) adquieren
un evidente
carácter moral.
. Puesto que los anteriores puntos el individuo los vive como actuaciones en simultaneidad y entrelazadas entre sí, es justo afirmar que la existencia toda transcurre
dentro de la suerte de entramado rodeante que en tal modo se constituye; dicho
entramado, cuya capacidad y acción asfixiante depende del
tamaño de aquello a lo que hemos llamado “agujero”, no posee afuera alguno, sino solo mínimos puntos de escape, túneles por los que se avanza a zonas de menor presión (sofocación). Dicho de otro modo, prisionero de su propia cadena de mentiras y represión (como dos caras
de una misma moneda),
el
poder arbitrario nunca cede poder, sino que progresa
–por
el
camino
contrario- en dirección a la implementación de mayores vigilancias y
castigos hacia una vida aún más sofocada.
Si las anteriores son condiciones necesarias
para que no exista debate, si cubren (a la manera
de
entramado) la totalidad
de la vida, ¿es posible hablar? ¿Acaso tiene algún sentido? La anécdota del emperador y su caballo nos enseña que el poder arbitrario es derrotado por la astucia; el cuento del emperador y el pintor, que hay un precio que pagar por la defensa del
derecho a opinar (pues la huida del
pintor hacia el interior del
cuadro simboliza la entrega máxima, la de la vida, con tal de mantener la independencia frente al poder); finalmente, la fábula del rey desnudo nos conduce hasta la palabra que descubre la mediocridad
del poder y al instante de carnavalización a partir del cual
desaparece el miedo compartido
y el cambio está a punto de ocurrir.
Claro que sé
que el régimen enteramente democrático, sin
espacios oscuros
u ocultos,
sin
violencia alguna en contra de
los ciudadanos, insuflado por una permanente vocación de
servicio al pueblo invocado, transparente y receptivo a crítica
incluso en sus lugares jerárquicos más encumbrados (en fin, todo eso que
avizoro como oposición al
poder arbitrario) es una construcción por entero utópica; pero la creación de espacios
democráticos es un proceso de exploración
cuya meta principal es abrir la posibilidad, sentar las
bases, para que tales calidades de la vida se manifiesten. Nada está dado ni es definitivamente firme, sino que a cada
nuevo paso se corren riesgos, se reconfigura la realidad que rodea y son concebidos mundos nuevos de mayor riqueza
para la persona humana.
El carácter abierto y probabilístico de la cotidianeidad considerada como un proceso de construcción de futuros es
ilustrado por la conocida fabula de Esopo en la cual
un grupo de ranas, que sin gobierno alguno vivían en un charco, piden a Zeus
(dios de todos los dioses), que les envíe alguna autoridad que organice el lugar y a la cual brindar obediencia. De repente, cae en el agua un tronco de árbol cuyo estrépito hace a las ranas esconderse despavoridas
hasta que, minutos más tarde,
comprenden –por ridículo que les parezca-
que esa extraña y silenciosa presencia es el gobernante que tanto han deseado; a partir de aquí, en una especie de doble burla (al tronco de árbol y, de modo implícito, al mismo Zeus), las ranas
se encaraman en el tronco y
se burlan. Aburridas finalmente, envían a Zeus otra petición, ahora para que les cambie el rey
inmóvil y patético por otro
que demuestre el grado de actividad e interés por
las ranas que estas creen
merecer. Es entonces que Zeus manda al charco una serpiente de agua que persigue a las ranas y –en esa despiadada lógica del choque entre fuertes
y débiles en la Naturaleza-
las come una tras una.
El conjunto de ranas espantado de vivir en el caos, necesitado a la vez que deseoso de liderazgo, parece referirse al
miedo en el individuo humano de encontrarse con su animalidad; es decir, con las circunstancias (cualquier tipo de presión lo bastante extrema) que
pudieran conseguir tornar frágil
el tejido de la civilización.
Préstese atención a que en la fábula ninguno de los habitantes del charco (presuntos ciudadanos) es lo bastante respetado, capaz y diferenciado como para que la
comunidad decida investirlo con la condición
de guía; en paralelo, tampoco se infiere
que haya dinámica colectiva alguna
(por ejemplo, no un líder único, sino los
más
ancianos) que regule
la existencia. Por ello
no queda otro remedio que figurarnos un paisaje en el cual de forma cotidiana –y muy especialmente en los momentos de crisis
(sequia u otra
condición parecida) deben de
pasar a primer plano la injusticia, la violencia y, en general, el uso de la fuerza.
La pareja de
extremos encima de los cuales
es montada la fábula nos enseña, de
modo metafórico, el funcionamiento de
los polos opuestos del
poder: la pasividad criminal (en donde la indolencia, la ausencia de proyecto, la impunidad, la destrucción de los vínculos societales y lo
opaco son las directrices del gobierno) y la violencia criminal propia de la tiranía (donde
la implementación,
bajo directrices totalitarias, de mecanismos de vigilancia, coerción, persecución y castigo es uno de los contenidos básicos del arte
de gobernar). Al dibujar este par de estadios radicales que se anulan entre sí, la fábula
deja abiertas las puertas a la imaginación
de un
tercer escenario donde se encontraría
el buen gobierno y, con una suerte de guiño de ojo implícito, luego de deslizar esta sutil sugerencia, se detiene. Nada nos es dicho de lo que pueda ser tal mundo
deseado ni sobre cómo llegar hasta él y ni siquiera hay las más ínfima garantía de que podamos alcanzarlo; contrario a ello,
y tomando como base para
el análisis lo que sí resulta
transparente en el relato, encima de nuestras cabezas (en cualquier
momento) pende la amenaza de
una deriva hacia la pasividad autodestructiva o hacia el salvajismo de la tiranía. La construcción de ambientes democráticos
se manifiesta, únicamente, cuando predomina el rechazo colectivo a ambos
polos negativos, no
como
un horizonte lejano, sino como un acto diario de la
voluntad, la entrega y
el esfuerzo; es decir, como
puestas en escena del
debate, la participación y el
activismo social, cuya esencia
aflora en los actos insignificantes,
habituales, diminutos. En contraste con los instantes de obediencia compulsiva, sugestión en bloque
o de respuesta emocional, es aquí –en la virtual invisibilidad de la respuesta humana a ese bajo e íntimo nivel- donde realmente se ven y son puestas a prueba las virtudes y fortalezas del vivir democrático. Es por ello que la renuncia
o la búsqueda, el
desvío y la pérdida o el reencuentro con el sentido, la soledad o el anudamiento solidario, la palabra que enmudece o la voz que habla, el
sacrificio, la esperanza, la aventura y el dolor o alegría, son –entre otros muchos- los hermosos peligros de la libertad, el
más preciado de los bienes
humanos.
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