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Aug 2, 2009

habanemia (textospAqué) primera entrega

Tengo estos pequeños binoculares de teatro.
La sugerencia del hecho de tenerlos es ya un fastidio.
A veces insomne tanto de día como de noche los busco y me asomo al no tan largo alcance que ellos me ofrecen.
Es como en lo alto Cámara Oscura, donde hay un gran espejo y gracias al juego de la luz y la sombra que hicieron realidad el cinema, pueden reflejarse en miniatura las vidas transcurriendo al vapor de la mañana o de la tarde, simplemente transcurriendo.
Gente tendiendo ropa, batiendo un huevo, limpiando una terraza, reparando alguna maquinaria rota, discutiendo, saludándose; puede verse tanto abrazos como bofetones, niños corriendo sin parar, una ciudad que continúa en movimiento a pesar de.
Desde mi balcón se ven lejanos los característicos edificios del Vedado, la planta de gas, la terminal de trenes de principios de los últimos mil años.
El desmoronamiento es tangible, se roza con todo, está en las volutas de polvo que lleva el aire, en el humo negro de Planta Habana, esa central eléctrica casi tan vieja como la terminal que debería clausurarse. El envejecimiento de esta ciudad acompaña día a día al envejecimiento de las gentes que la habitan y recorren.
La rutina los lleva como el aire al polvo. Se asienta pero vuelve a removerse, nunca queda del todo quieto. Una palpitación de marcapaso desechable.
Apenas un soplo de vida de color borroso. Una capa de polvo y de escombros. La Habana se ha vuelto así. Lleva años así. Y aún, no muere.
El cansancio de La Habana es un cansancio pálido, ojerizo, y tranquilo. Un cansancio inofensivo, pudiera pensarse.
Pero contiene tanto odio tangible igual, tanto peso en sus hombros, tanta estupidez dormida: una pesada somnolencia soporífera.
El pesar de La Habana se sobrelleva al día. Es un pesar colectivo, mutuo e indiferente.
La Habana se disfraza de carnaval arrabalero pero sus colores nunca parecen colores.
La Habana se volvió monocromática y sin relieve desde los últimos mil años.
Se desdibuja en cada mirada hastiada, en cada mantel descolorido de cada comida familiar.
Es una ciudad tan desteñida que da pena mirarla incluso detrás de unos inofensivos binoculares de teatro.
Es tan indecente que le pena sucede al llanto y la lágrima a la más absoluta desesperanza imaginada.
Es una tristeza tan crónica de la que nadie puede escapar aún cuando habite en ciudades mucho más reales.
Nadie escapa al dolor lento del conocimiento de esta ciudad moribunda.
La Habana es bella tan amargamente que es mejor no mirarla nunca.
El que se aleja hace bien, pero es en vano.
Esta ciudad nos abandona y encarcela al mismo tiempo a todos.
Tirana, mezquina, impotentemente.
Estemos donde estemos.
Se envejece con ella.
Muda. Atenta. Pausada.
Una inevitabitabilidad odiosa.
Es el orgullo de esta puta desvencijada, su mantenerse en pie pese a todo, el continuar de su tempo inmutable, lo que nos hace reventar con ella.
A su lado. La Habana se recuesta en sus habitantes con el mayor descaro. Se les viene encima como una amenaza eterna.
Como cualquier mortal sentencia. Aplazada hasta el infinito.
Respirando, tan pesadamente.
Sentenciadora y sentenciada. Verdugo y víctima.
Mas siempre culpable. Sin remordimientos.
Es la culpa la carga.
Por tanto hay que sufrirla.
Calladamente.
A veces me voy al mar con mis binoculares.
Cuando no hay mucho viento. Y el ruido es menos.
Cuando el sol se derrite dentro en tiritas doradas.
Esa puede ser la mejor imagen para llevarse de ella.
De esta ciudad opresora.
Hay que tenerlo en cuenta.
Yo lo tengo en cuenta cuando me voy al mar con mis binoculares y algún libro.
Siempre puede ser la última vez que se la mira de esa forma.
Sepia y callada. En plata y gelatina.
Quieta.
...
 

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