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Dec 9, 2009

Orlando, orlandito


El día diez llega festivalero aunque sin carnaval, pero con residuales de alguna conga asesina que se resiste al desecho, en una calle maldita donde la veterana Guns&Roses es lo primero que se cruza por mi mente, o, casi lo mismo: donde mi memoria me guiña maliciosa y protectora la olvidada letra de Guns&Roses cada vez que tengo que cruzarla en mi trayectoria nocturna de una sala oscura a otra.
No consigo recordar el primer día que vi a Orlando, por más que me exprima ese seso-sexo renegado que es mi cerebro.
Y cuando busco en las carpetas archivadas, avejentadas como nosotros mismos, me encuentro con estas fotos que nos tiró un fotógrafo -del que ni siquiera puedo atisbar algún rasgo característico, un gesto, un color- que pensara muy posiblemente que éramos una pareja de enamorados porque acaso lo parecíamos tanto sin serlo, o serlo entonces en esa misma apariencia. En cuanto a las fotos encontradas: sólo me acuerdo de a qué coño fuimos a parar en Tropicana (era la primera vez para los dos allí, creo, en ese cabaret rezagado aún en los cincuenta, decadente hasta la médula) y que por aquel entonces dos cervezas y dos vasos de cubalibre sí conseguían emborracharme bastante, o "achisparme" , una palabra que regresa en un flashazo salida de la boca de aquel muchacho frente a mí. Lo segundo que recuerdo son las fotos que hizo luego ya en mi cuartucho de luyanó, porque todavía se conservan del todo. Y lo tercero la expresión de mi hermana María en su correo de vuelta: tu novio el peluíto... según la impresión emparentada con la idea del fotógrafo. Y las reales novias estaban todas archivadas -en trozos de fotos con banderas, sin banderas, con ropa, sin ropa, con cordura, sin cuerda- en el pedazo de laptop que no se imaginaba todavía pasar a ser mío y originar un cierto hechizamiento con nada menos que un poema de Whitman: Dormido a medianoche.
Por aquel entonces éramos, creo de nuevo, un par de melancólicos amantes de la literatura con mayúscula y muy poco o nada de la literatura menor.
Porque la melancolía (no la vulgar depresión, aunque se entienda por lo mismo) y no la literatura era la que solía emparentar a personas tan discordantes como nosotros.
Ahora tengo tantas fotos propias que pueden superar en cantidad las carpetas OLPL en mi disco duro y en mil DVDs desorganizados.
Pero antes de tener algún disco duro respetable -y esos mil DVDs que no llegan a cincuenta-, mis disquetes y mis escasas 6 GB estaban repletas de fotos suyas, que espero conservar todavía, y casi ninguna mía: alguna que otra payasada delante de la webcam de estreno de un amigo-novio del momento en lugares remotos como Marianao o Naranjito, tan cerca de Villa Marista que pasaba por ahí casi a diario sin ningún temor premonitorio que permitiera erizarme los muy largos cabellos que tenía por entonces.
Si se miran esas fotos (casi todas escaneadas directamente del rollo de 36 fotos) y se comparan con las actuales (ya en la pura y dura tecnología digital) se encuentran muchas notas comunes aunque representan tonalidades distintas por completo que modulan principalmente en la mirada de la lente y no tanto en los motivos, en un asidero de la luz mejor entendida y acaso dominada, en las texturas cambiantes de los torpes granos anteriores a la granulación agradecida de un asaje preciso.
Pero lo más impresionante es que las fotos de Orlando siguen pareciendo amateurs, siguen conteniendo ese algo que atrapa y funciona y conmociona (luego a la mirada observador ajeno) a la vez que resalta; en los que no saben sino intuyen la fotografía. Orlando mantiene todavía el afán de experimentación, de creación a ciegas, propios de la fotografía analógica, aun cuando posee ya casi todas las herramientas teóricas y manuales para hacer una imagen profesional e instantánea en cuanto a su posterior proceso. Herramientas estas que poco a poco ha dejado traslucir en sus clases de la academia blogger en lo de Yoa, según me han dicho, ya que no he podido asistir como quisiera por el horario incompatible con mi organismo imsomne o demasiado soñador que me imposibilita funcionar por las mañanas.
Tanto ver, tanto no ver.

Orlandito, tan cerca, aún en la distancia ficticia que nos separa entre barrio (Luyanó) y barriada (Lawton) en las madrugadas que sabemos que ambos permaneceremos despiertos hasta su fin incandescente que presupone ese sol enceguecedor de las primeras horas de otro día habanémico en la misma Habanada, ya sin ánimo siquiera de cursivas, discursivas. Y te podría imaginar más lejos: sería impensable, imposible.
No sé qué edad cumples porque no quiero calcularla. Prefiero recordarte como en esa foto equívoca de Tropicana.
Cuando no éramos lo que somos: ni más ni menos, sólo que con canas. Prematuras también.

Eso, relaciones imperceptibles.
Eso somos.
Entre pliegues.
Eso seríamos: además de espantosos, espantados, sorprendidos, sorprendentes: siempre bellos.
No te debo una y mil fotos ni una y mil gracias ni una y mil palabras.
Tú me las debes.
Sabes que no sabré cómo detenerte, ni cómo consolarte: cómo persuadirte o cómo negarte:
después de la diferencia: después de la indiferencia:
antes del rescate: antes del insomnio:
entre la miopía y entre la demasiada-luz-que-rompe-paredes-con-el-polvo,
dentro del polvo y dentro de la piel: tuya también, pero ajena, siempre imperceptible, inasible, casi reescriptural, como tú mismo

Lia

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