Paredes blancas.
Nada más que paredes blancas.
Ella dirá después No mires la ropa sucia, pero por el momento no hay más que paredes blancas a nuestro alrededor.
También tiene garabatos en las manos.
Las lleva cubiertas de laberintos sin salida.
Tinta negra sobre las manos.
Dirá también Hay veces que siento mi vida perderse entre mis dedos, y sus manos continuarán cubiertas de tinta.
De laberintos también.
Laberintos sin salida.
Con esas manos ella cubre la cama.
(Cama sola entre paredes blancas. Manos entre laberintos) y el síndrome de la abstinencia aparece en sus ojos claros.
Después dice No mires la ropa sucia y descubro un pequeño bulto de vestidos apoyados contra la pared del fondo.
Ropa contra pared blanca.
Ropa sucia, según ella.
Yo no me fijo en esas cosas, le digo.
Además, seguro tengo un concepto de suciedad distinto al tuyo.
Oh, dice ella con dulzura, pero ésas sí están sucias. Independientemente de tu concepto de suciedad y limpieza esas ropas están realmente sucias.
Y después empieza a contarme.
Esas paredes no eran blancas, ¿no se nota? Eran blancas, pero no lo eran. He tenido que fregarlas durante todo el fin de semana.
¿Fregarlas?, le pregunto, ¿fregarlas por qué?
Sangre, dice ella, para quitar la sangre.
Sangre por toda la pared. Sangre en mis manos. Sangre en mi ropa. Y yo fregando como una loca. Ahora la ropa está sucia. Y mis manos también. Pero las paredes están limpias. Y eso es lo que importa. La sangre se ha ido y las paredes están blanquitas, blanquitas, ¿no se nota?
Se nota, le digo, y ella dice Voy al baño, espérame un momento.
Ella se va y las paredes blancas me rodean, me envuelven, me ciñen como un pantalón mal ajustado.
El blanco me devora vivo.
El bulto de ropa sucia atrae como magneto de acero.
...el turbio placer de lo prohibido...
Entre tanto blanco me acerco a sayas verdes, blusas rosadas y ropa interior blanca, tan blanca como las paredes que me rodean.
Tomo la ropa entre mis manos y todo reluce de limpieza, por lo menos, según mi concepto personal de limpieza.
No hay manchas de sangre, no hay olor a sudor.
Pongo todo en su sitio y regreso a la cama.
Ella regresa del baño y todo se convierte en un eterno regreso.
Se sienta en la cama y el síndrome de la abstinencia vuelve a brillar en sus ojos claros.
¿Te sientes bien?, me pregunta.
Yo asiento.
Quiero que te sientas bien en mi cuarto, dice ella, para eso es mi cuarto.
Después mira las paredes.
Las paredes blancas.
Se están volviendo a ensuciar, murmura, ¿no lo notas?
Yo digo que no pero ella suspira.
Se están volviendo a llenar de sangre.
También dice Voy a tener que volverlas a fregar este fin de semana.
Se queda callada por un instante. Mirando al vacío.
O quizás mirando las paredes, no sabría decirlo.
Yo también me quedo en silencio.
Mirando al vacío , o quizás mirando los laberintos dibujados en sus manos.
No sabría decirlo.
Ella me ve mirándole las manos.
Las levanta y se las acerca a los ojos, como si las viera por primera vez.
Sus manos cubiertas de tinta.
Llenas de laberintos.
Laberintos sin salida.
Hay veces que siento mi vida perderse entre mis dedos, dice ella entonces y se echa a llorar.
Del volumen Días de lluvia
Raúl Flores Iriarte, 2004
Editorial Unicornio, 2004
(Centro Provincial del Libro y la Literatura de La Habana)
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