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Jun 4, 2009

Adriana Normand: Carta invernal desde La Habana

La ciudad es una para el que pasa sin entrar,

y otra para el que está preso en ella y no sale;

una es la ciudad a la que se llega la primera vez,

otra la que se deja para no volver...

Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles

Con algo más de veinte años y deseos de comernos el mundo. Llegábamos a los
jardines de la UNEAC (Unión de Escritores y Artistas de Cuba) donde
funcionaba y aún funciona una suerte de bar improvisado, “El Hurón Azul”, y
ocupábamos una mesa casi con descaro. Podíamos ser uno o dos a veces y en
los días más concurridos hasta nueve o diez. Nos dábamos cita en lo que
llamábamos “La Oficina”, para hablar de cualquier cosa, pero ciertamente
sobre todo de Literatura.

En primer lugar hacíamos una ponina, o lo que es lo mismo, juntábamos
nuestro poco dinero para comprar una botella de ron, “material bélico” y
consumirla “como cosacos embravecidos, decía J. C., mientras discutíamos a
veces a viva voz nuestras opiniones del mundo literario.

Desde Borges y Macedonio, Cortázar, sin olvidar jamás a Lezama, nuestro
adorado Virgilio Piñera, Miguel Collazo, Lino Novás Calvo, Ángel Escobar.
Éramos los nadie, los desconocidos, estudiantes casi todos, los otros recién
graduados de carreras de letras, queríamos hacer literatura, formar parte de
la escogida y selecta cofradía de escritores de este país y de esta capital.

Siempre con una opinión acerca de los últimos textos publicados en La Gaceta
de Cuba, Revolución y Cultura, Unión y otras revistas dedicadas al arte y la
literatura.

Comentábamos las exposiciones del momento, los chismes del mundillo
artístico, los premios otorgados, las letras de las canciones de moda, las
películas que más nos gustaban, la programación de la Cinemateca. A veces
incluso nos exaltábamos por asuntos menos etéreos, como cuando en el año
1998 Francia ganó la Copa del Mundo en un juego que para muchos de nosotros
fue una total decepción.

Así estaban las cosas cuando llegó a mis manos la convocatoria para
participar en un taller de narrativa de alcance nacional. Presenté mis tres
textos, casi lo único que había escrito hasta el momento y fui seleccionada
para integrar el grupo del curso fundador del Centro de Formación Literaria
Onelio Jorge Cardoso. Entonces me enredaría en las técnicas narrativas de
todo tipo para descubrir, con cierto disgusto y tras dejar muchas páginas en
blanco, que aquellas conversaciones etílicas eran para mí más
enriquecedoras, en tanto me permitían sacar de mí esa literatura, si se
quiere oral, cotidiana, transgresora, pero sincera que yo buscaba.

Claro que muchas veces nos caíamos a mentiras, o tomábamos las palabras del
otro y las hacíamos nuestras, pero en definitiva, no había mucha diferencia
entre esto y la intertextualidad que tanto defendíamos porque estaba de moda
en aquel tiempo.

De manera espontánea y sin que mediara ningún acontecimiento definitorio nos
dejamos de ver. Muchos no viven ya en esta ciudad a la que tanto queríamos,
otros nos dedicamos a vivir una vida más “responsable” y a querer hacer de
la literatura un oficio a tiempo completo, otros terminaron en Alcohólicos
Anónimos, a algunos ni siquiera sé qué les pasó.

Para mí son estas las primeras nociones de lo que llamo mi vida literaria
habanera, esta confrontación, este delirio de grandeza, esta manera
irrespetuosa de estar por debajo y también por encima de las categorías.
Mucho de esto lo perdí en el camino y en verdad no sólo por culpa nuestra,
sino porque la literatura en La Habana se hace desde una soledad excluyente,
como una carrera donde lo más importante es dejar atrás lo demás y apuntar a
la meta.

Disfruto por tanto de ciertos momentos de gracia que la ciudad literaria me
proporciona, como la Torre de Letras de la poeta Reina María Rodríguez,
donde he podido deleitarme con casi todo tipo de propuesta, desde la
traducción de poesía, la presentación de revistas, lecturas de textos por
autores cubanos de los que repletan salas como Juan Carlos Flores, o por
autores extranjeros con una humildad inusitada como Jorge Santiago Perednik,
poeta argentino, Ilia Trojanov, novelista búlgaro, y otros. Es también ahí
donde con un esfuerzo meritorio ven la luz estas ediciones bellísimas con
una tirada de 150 ejemplares, cosidas a mano según una técnica japonesa
(kagnxi) que ha publicado a autores nacionales y extranjeros de verdadero
goce para el lector.

Mención aparte merece Alamar, municipio del este de la capital, en el cual
en diciembre se desarrolló el Festival de poesía y adonde acudieron poetas
de la capital y de toda la Isla a ser escuchados, según me cuentan por el
mejor de los públicos. Porque sólo en Alamar, me atrevería a afirmar, es
donde se da algo que muchos autores ambicionamos, el verdadero público, el
público diverso, ese donde podemos encontrar lo mismo a un ingeniero que a
un vendedor de pan, los dos atentos, expectantes dentro de una masa casi
multitudinaria.

Febrero en La Habana es siempre referencia para la Feria Internacional del
Libro, espacio sin dudas de cita para escritores y lectores. No obstante, me
apena confesar mi impresión de que a pesar de que cada año se incrementa el
número de publicaciones y se organiza mejor el programa literario se ha
perdido ese hálito natural de las primeras ediciones donde tal vez
encontrábamos menos libros para niños, menos glamour y menos chucherías. Es
de todas maneras gratificante encontrarse allí, en medio de una vista
fascinante de esta ciudad que se nos antoja hermosa y distante, y compartir
con un amigo los títulos perseguidos y encontrados para engordar nuestra
biblioteca.

A veces tenemos la alegría de la espontaneidad como cuando recibimos por
correo electrónico revistas alternativas de literatura y arte en general
como la Revista33y1tercio, el
Revolution Evening Post o
el exquisito Archivo Digital Artísitco Literario Desliz
, que al menos a mí me ayudan a
renovarme y a tener una confianza de lo que es quizás una gran falacia, la
de que se puede hacer literatura en La Habana.

En verdad más que una falacia afirmar que se puede hacer literatura en La
Habana es un error, un ERROR, y a pesar de esto, a muchos nos agrada
perdernos en el ERROR, reinventar el ERROR, buscar el ERROR.

Si usted viaja a esta capital podrá encontrar sin duda una interesante
agenda cultural, en librerías, instituciones como el Centro Dulce María
Loynaz, el Centro Hispanoamericano de la Cultura, el Instituto Cubano del
Libro, la Casa de las Américas, el Instituto de Literatura y Lingüística, la
Asociación Hermanos Saíz, la propia UNEAC.

A mí, sin embargo, me gusta buscar esa vida literaria en el banco de un
parque, en el soleado malecón, en una esquina cualquiera, en la cola para el
agromercado, en la estación de ferrocarriles. Me gusta buscarla con la misma
curiosidad de Kublai Kan cuando imaginaba ansioso y complacido cada una de
esas ciudades misteriosas y únicas descritas por Marco Polo en Las ciudades
invisibles de I. Calvino. Allí tal vez donde volviéramos a entonar más alto
que nunca esas palabras que tanto disfrutábamos en la voz tremenda de Tom
Waits: “the pinao has been drinking, not me”.

Adriana Normand, narradora.

Cuaderno <

Agencia Española de Cooperación Internacional. Madrid.

abril 2009

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