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Mar 7, 2009

Boring Home/OLPL/novel/Continuación (4)


 

 

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CAMPOS DE GIRASOLES PARA SIEMPRE

1

Leían cosas más bien decadentes: novelitas de

personajes que se suicidan poco antes del autor

que los escribió, ediciones de uso rematadas

como papel reciclable, libros prohibidos,

panfletos inéditos, joyas en bruto, y etcéteras por

el estilo. Por supuesto, leer cosas más bien

decadentes les hacía pensar que vivían en "una

época absurda, de poca o ninguna acción, como

suele ocurrir después de las grandes revoluciones

o los pequeños naufragios": una cita que a los

dos les gustaba mucho y que seguramente salía

de Silvia, de Gerard de Nerval (la preferida de

Orlando), o de Orlando, de Virginia Woolf (el

preferido de Silvia). En cualquier variante, a ellos

les encantaba ser los protagonistas de tan

hermosa y triste desesperación. Así que ahora ya

sólo esperaban la menor oportunidad para actuar.

Cada noche, muy tarde, Orlando la llamaba

para decirle: "Silvia, no pasa nada, pero me

duele", ella en silencio. Cada noche, por teléfono,

Orlando le repetía: "Silvia, yo no soy yo, pero tú

tampoco eres tú", ella en silencio. Hasta que,

cada noche, Orlando la agredía para provocarla:

"Silvia, es inútil esperar que llegue el amor: ojalá

no te hubiera conocido jamás", ella en silencio,

sin prestarle demasiada atención a su patetismo.

"El miedo te mata, Orlando", era la voz en calma

de Silvia.

Y entonces él sentía la rabia. Un rencor que

taladraba todo por dentro: gusanos con pinchos

en su cerebro, chillando en un coro esquizo de

pésima afinación. Orlando temblaba de ganas de

asesinarla, sin advertírselo, por la espalda.

Deseos de rajarle en mil y un pedazos aquel

cráneo lúcido con el teléfono. Placer de escupirle

una obscenidad precisamente a su amor: ¡Silvia,

muérete!, por ejemplo, y colgar sin darle chance

de reaccionar. Y justo así Orlando lo hacía,

iracundo al punto de la imbecilidad: "¡Silvia,

muérete!", y le colgaba sin que, del otro lado de

la línea, ella tuviera chance de reaccionar.

Durante dos o tres minutos él cerraba

entonces los ojos y respiraba sensacionalmente

mejor. De pronto se sentía el ser más desolado y

sincero del universo. Durante dos o tres minutos

Orlando leía, tatuadas sobre su pecho, las siglas

de esa loca palabra: l.i.b.e.r.t.a.d. Por fin él

estaba libre de Silvia, y Silvia lo estaba de él. Sin

lecturas decadentes ni radicales libres en sus

neuronas: más allá del naufragio y el rescate, más

acá del estancamiento y la revolución. Por fin

Silvia estaba libre de Orlando, y Orlando lo

estaba de ella también.

Hasta que un frío le paralizaba los pulmones

y el estómago, al punto de retorcerlo de pánico y

dolor. Una úlcera mental, casi física. Un vómito

que le arrastraba los dientes de tan violento y

vacío. Entonces Orlando descolgaba el teléfono y

abría demencialmente los ojos, para captar todo

el desamparo de Lawton y marcar espantado el

número de ella en Guanabacoa, volando como un

poseso sobre los seis teclazos que lo separaban

de Silvia.

Y cuando la voz de ella le contestaba,

Orlando ya no podía decirle silvia. Ni sálvame.

Ni nada. Él sólo podía tragar una pasta muerta,

sin saliva, antes de arrojarle encima una especie

de llanto mudo, que era su infantil manera de

pedirle perdón: "Perdóname, Silvia", ella en

silencio. "Perdóname, Silvia, yo no quería que

fuera así", ella en silencio. "Perdóname, Silvia,

yo no quería que fuera así, ni tampoco de

ninguna otra forma", ella en silencio, ya lista para

ser dios y resucitar a Orlando con su

misericordia: los dos tocándose el sexo hasta la

náusea y el sobrevoltaje de aquel cable telefónico

propiedad de una empresa estatal.

Todas. Todas las madrugadas. Todas las

madrugadas de Lawton y Guanabacoa ocurría

así. Una tragedia en miniatura que acababa con

pucheros y risas y chillidos de placer. Todas,

todas, todas las madrugadas. Ellos querían flotar

en la nata de una época aburrida, y semejante

delirio les parecía entretenidamente genial. Ellos

querían hundirse en el tiempo cero de los años

dos mil. Y los dos sospechaban el fin de algo y el

comienzo de una nada que, de lectura en lectura,

Orlando y Silvia intuían que Silvia y Orlando ya

estaban a punto de protagonizar.

2

Para Orlando, sentarse en el parquecito de la

calle B era la más cruenta manera de

experimentar el horror. En Lawton siempre iban

hasta allí, entre flamboyanes y gorriones abatidos

por el sol nacional. Era un área agujereada por

los refugios en tiempos de paz, pocetas antiaéreas

inundadas por décadas de lluvia y fermentación.

Una manzana arrasada por el incivil combate de

los vecinos contra sus bancos, faroles y

caminitos. Más los serpenteantes ríos de brujería

albañal. Más el óxido y el comején de sus

cachumbambés y columpios. Más los pinos

raquíticos por el exceso de luz cubana. Más

Silvia recién llegada en camello desde

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Guanabacoa, con la mirada desenfocada de tanto

Lawton.

Para Silvia, sentarse en el parque B era la más

amable manera de experimentar el horror,

sintiéndose menos sola abrazada a él: casi dentro

de Orlando. Y hasta allí se dirigían los dos,

mediodía tras mediodía. A hacer nada. A mirarse.

A matar el tiempo y el perenne estado de nervios

en que sobrevivían los dos. A temblar y dar

vuelta a las páginas. A leer tomitos de papel tan

calcinado como el paisaje, o paraje. A sentirse

perdidos en la lectura, héroes anónimos de los

que ningún suicida escribió. Allí dejaban correr

los nombres patrióticos de los años. Sin historia y

sin tiempo, Orlando y Silvia sin apellidos, sin

pasado ni futuro: criaturas de un puro presente

reconcentrado, boqueando al aire preso de la

ciudad. Y nada les parecía más excitante que ese

día a día sin reglas ni consecuencias, ese amasijo

de historias compradas al por mayor entre las

polillas y el tedio de una librería estatal.

Desde la calle B, ellos veían pasar a los

camellos por la avenida Porvenir, pabellones

entre apestados y hepáticos. Desde allí iban

contando, como si estuvieran en un mirador a ras

de tierra, a los borrachitos sin patria que nunca se

acababan de suicidar. Desde allí Silvia y Orlando

se admiraban mutuamente, casi agradecidos a

dios, o a la carencia crónica de dios, de tener

aquel banquito aburrido donde leer y amarse

entretenidamente y, con suerte, de mes en mes y

de milenio en milenio, resistir en privado la

experiencia cruenta y amable de tanto público

horror.

3

Manejaban entre los autos, toreando cláxones

y frenazos, burlándose de los semáforos

descolgados por la nuca allá arriba, sin creer del

todo en ningún mensaje o señal. Habían decidido

que para ellos ya había sido suficiente lección.

Por eso odiaban tanto aquella entrañable ciudad:

por su estilo de eterna aula, de claustro

uniformado, de escuelita disciplinaria imposible

de ignorar o dinamitar. Ellos esperaban el

instante justo de cada uno, antes de emitir un

aullido y saltar, como fieras arteras, sobre no

podrían decir todavía qué. O quién. Y mucho

menos para qué o por qué.

Por el momento manejaban a ciegas sobre la

moto de él, una Júpiter canibaleada con piezas de

Harley-Davidson. Iban fundidos en un solo

cuerpo, clavándose las uñas alternativamente

según estuviera Orlando o Silvia al timón,

penetrados en la promesa de hacerse libres antes

de hacer por fin el amor: la promesa de esperar

con tal de no sentirse culpables bajo la inercia

fofa de lo repetitivo. Por el momento manejaban

de noche, comentando aquellos sitios que

llamaban su atención a esa hora, cuando les

parecía más verosímil inventarse, de barrio en

barrio, la barbarie de un mapa no tan tétrico

como teatral: un libro abierto abandonado incluso

por su anónimo autor.

"Silvia, de esa azotea saltó la amante de

Virginia Woolf", dicho en Ñ y 23. "Orlando, en

ese solar se fundó el Partido Nazi Cubano", dicho

en San Lázaro y Lealtad. "Silvia, ese edificio

curvo es una hoz y su torre sería el martillo",

dicho en Línea y L. "Orlando, bajo esos zapatos

de bronce enterraron la rótula rota de Gerard de

Nerval", dicho en Avenida de los Presidentes y

Malecón.

Manejar juntos los animaba, espantando el

tedio de manejar. La Habana se les llenaba de

imágenes tontas y respirables, y les parecía

divertido y rebelde contarlo todo de nuevo para

ellos dos, desde cero y todavía menos, sin

detenerse nunca en ningún decorado, y sin

recordar a la noche siguiente cuál detalle era

falso y cuál sería verdad.

"Silvia, en ese asilo murió Orlando, la mejor

personaje de Virginia Woolf", dicho en Dolores

y Acosta. "Orlando, en las ruinas del restaurant

Moscú funciona en secreto el reactor atómico de

Juraguá", dicho en Infanta y P. "Silvia, hay una

noche del mundo en que el túnel de la bahía te

conecta dos veces con el mismo lugar", dicho en

Prado y La Punta. "Orlando, en esa iglesia hay un

cáliz con la sangre que no coagula de Silvia, el

peor personaje de Gerard de Nerval", dicho en

Novena y 84.

Manejaban alternándose el timón, hasta

agotarse, hasta caer rendidos sobre el exagerado

tanque de gasolina. Entonces tiraban la moto en

cualquier parqueo estatal, tomaban un taxi en

dólares, y en veinte minutos cada uno estaba de

vuelta en su cuarto: tendidos sobre la cama sin

destender, los dos ya listos para el teléfono, con

aquel terrible y tierno ritual de ofensa, llanto,

perdón y placer a través de un cable.

Todas las madrugadas ocurría así. Todas las

madrugadas. Todas. En Guanabacoa y en Lawton

y en todo el planeta: ellos resistían o jugaban a

resistir. Hasta que una mínima variación fue

suficiente para que Orlando y Silvia destejieran

esta historia tejida únicamente para ser

protagonizada por ellos dos.

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4

Silvia se apareció con un revólver en el

mediodía líquido del parque B. "Es de mi

bisabuelo", dijo, "mira la fecha en el cabo:

MCMX". Orlando se motivó: "El año del cometa

Halley. En 1910 el siglo XX debió desaparecer".

Silvia lo haló hacia ella sobre el banco. Puso

la cabeza de Orlando en sus piernas y se echó

hacia delante para taparle el sol cenital. Orlando

cerró los ojos. Igual el resplandor era demasiado,

y atravesaba los pelos de Silvia como si fueran

una palmera de gasa o una pirámide de cristal.

Todo el año hacía el mismo calor. La realidad se

les evaporaba, y a ellos les daba ira tener que

existir así, húmedos y humillados: sin la ilusión

de esos noviembres descritos en cualquier libro

abierto y cerrado al azar.

Orlando le pidió el revólver. Lo lamió. Sabía

a hemoglobina ferrosa, a salitre seco de yodo por

alejarse demasiado del mar. Sopló

tangencialmente aquel cañón casi centenario,

improvisando una flauta fúnebre: "como tallada

en tibia de puta o de fusilado", dijo él sin abrir

los ojos. El sonido remitía a los acordes letales de

una marcha nupcial. Y ese silbido silvestre

despertó algo en Silvia pues, al devolverle su

reliquia de muerte, él la oyó tomar una decisión:

"Es ahora o ahora, Orlando, no perdamos por

miedo esta oportunidad".

Y, sin necesidad de descorrer sus párpados,

Orlando supo que ella sonreía magníficamente

doblada sobre él: la boca abierta como una gruta,

como el cráter rajado de un manantial. Para

Orlando era muy fácil darse cuenta de la alegría

de Silvia porque, desde donde él estaba, casi

podía masticar el vapor cálido de su risa. Y el

aliento de Silvia era el de frutas inexistentes bajo

este clima feroz: uvas, peras, manzanas, y esas

raras almendras sin carapacho. Orlando jugó a

ser catador de vinos y pronunció en voz inaudible

para el mundo, pero todo un grito de guerra para

su amor: "Lo haremos porque hoy Silvia me sabe

a cometa asesino, cosecha frustrada de 1910".

5

Fueron a las minas a ras de tierra de

Guanabacoa. Cargaron con una enorme mochila

donde el revólver iba escondido, flotando como

un bebé secuestrado en una placenta de balas:

cien, mil, cien mil proyectiles de calibre ligero.

Por un costado del cementerio se internaron hasta

la autopista nacional, tira infinita de ocho vías.

"El 8 es un infinito de pie", Orlando oyó a Silvia

gritarle en el sillín de atrás: "y también una S

cerrada".

Anochecía, y ellos dejaban atrás los rabiosos

repartos de nombres mártires y vulgares. Pasaron

vaquerías, fundiciones, torres de alto voltaje y de

extracción de fuel, y también desesperados

campos de flores para vender: la mayoría de

girasoles, cabezas crispadas como puños a esa

hora. Finalmente, la Júpiter-Davidson estuvo en

la boca cariada de las canteras, con la luna

rebotando entre los farallones hasta caer en una

laguna de plata. De lejos aún se veía el desfile

inmóvil de los campos de girasoles, que a la

mañana siguiente alguien vendría a decapitar.

Entonces Orlando dudó: "¿Lo hacemos ahora,

Silvia?", y ella le contestó quitándose la ropa allí

mismo, a horcajadas sobre el rugiente motor.

Orlando seguía agarrado al manubrio cuando

Silvia le apuntó a la nuca con su revólver. Puso

en el tambor las primeras diez o diez mil balas, y

rastrilló o algo por el estilo: clic-clac. Entonces

ella le ordenó desnudarse él también. Y, después,

le bastó con una frase de burla para echar a rodar

la escena que echaría a rodar al resto del film, sin

doblaje ni traducción: "Run for your life", rió

Silvia, y comenzó a disparar.

Orlando corría desnudo como una astilla de

luna. Huía por su vida, pero sin miedo, tal como

había sido acordado, sintiendo los zumbidos

picoteándole alrededor: gorriones nocturnos en

picada mortal. Bajo sus pies, los alfileres de

cuarzo se le clavaban hasta el hueso con cada

pirueta, y las gotas de sangre ya entibiaban aquel

escenario bello al punto de lo criminal: de

Orlando manaba un fluido rojo convertido en

escarcha por el frío de su sudor.

Pasaron muchos minutos de fuga. Media

hora, o una hora y media tal vez. Él cayó

finalmente exhausto. Respiraba gracias a los

sibilantes. Silvia le había hecho poco más de dos

mil disparos, como la fecha, y ahora la mochila

parecía vaciada tras aquel ensayo de guerra

antipersonal. Orlando jadeaba, el esternón se le

quería partir, y su asma eran las cuchillas de

viento que se afilaban en los acantilados,

rasurando el cuarzo hasta dejarlo en diamante.

Él se arrastró unos metros hasta el borde

mismo de la laguna. Miró arriba. Vio una luna

metálica, doble. Y dos veces entonces bebió. El

agua o la luz eran salobres. Sintió náuseas, pero

volvió a tragar ese fluído de moho, oleoso y

puro, seminal más que sideral. Y entonces se

introdujo completo en aquel mar sólido, sin

soltarse de una piedra rematada en forma de asa.

Enseguida sintió la silueta de Silvia, que le daba

una mano y le advertía a Orlando: "Ven, de

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noche el agua es más traicionera que el resto de

lo real".

Y él salió afuera y comenzó a besarle toda la

piel, deteniéndose en las axilas de Silvia primero

y en su ombligo felpudo después: crin hirsuta que

le tatuaba la pelvis. Se dieron un abrazo

tembloroso, mitad fiebre y mitad frialdad. Se

manipularon con cinismo los sexos bajo el cielo

célibe de Cuba, pero ni siquiera intentaron hacer

el amor. Esa noche todavía no. A los dos aún les

faltaban demasiadas palabras para un acto así:

lujo luctuoso y liberador. A los dos aún les

sobraba pánico. De manera que allí

permanecieron hasta poco antes del amanecer,

vírgenes onangélicas, cuando el cosmos entero se

puso malva y después naranja, y después

amarillo y después blanco, y después sin color y

después azul: un aqua-cyan con tiras necróticas,

donde ni el día ni la noche se borraban del todo

entre sí.

La idea era recuperarse y hacer entonces lo

contrario a plena luz: que Silvia practicara su

mejor estilo de fuga, el cuerpo desnudo bajo los

rayos del sol, mientras Orlando le apuntaba con

las balas restantes, siempre listo para fallar. Pero,

según amanecía, les fue llegando más y más alto,

desde el otro lado de los farallones, el aullido

histérico de los altavoces y las sirenas. Había

comenzado el asedio, o ya el asalto quizá.

Silvia y Orlando se vistieron antes de

asomarse al acantilado y ver la aparatosa

caravana policial, que venía describiendo eses a

campo traviesa entre los surcos de girasoles,

chapeando cabezas de óleo, raspando un vangogh

desenfocado que, desde la altura en que él y

ella se atrincheraban, les pareció mejor que

cualquier pintura o pintor. Los disparos de

madrugada probablemente habían delatado su

juego: algo así dijo Orlando, y Silvia asintió con

un bostezo que él convirtió en beso, justo cuando

los labios de ella estaban en el punto máximo de

tensión. Orlando pensó que, ciertamente, el vaho

de aquella boca era más eterno que la palabra

silvia con que ella se indefinía.

Se tomaron de la mano. La respiración

paradójicamente se les frenó, también el pulso y

el nerviosismo en que sobrevivían. Y lo

decidieron al unísono con la mirada, sin

necesidad de verse otra vez, los ojos extraviados

en el horizonte, desde donde la autoridad ya los

instaba a rendirse sin fuga y sin resistir.

Era la hora sin hora, la de Orlando y Silvia, la

de Silvia y Orlando: en cualquier orden de

anarquía y desesperación. Ninguno de los dos

quería borrarse las siglas de aquella súbita

l.i.b.e.r.t.a.d.: puzzle del que nunca se

arrepentirían, sólo de eso estaban seguros bajo la

amenaza del amanecer. Además, hacía tanto que

esperaban una brecha así, que ya no tenía sentido

ni olvidarlo ni volverlo a pensar. Les bastaba

ahora con un primer gesto de reacción. Un acto,

un ademán, un golpe: tras tanta decadente cultura

pasada por escrito en un borrador, actuar era para

ellos el único verbo que valía la pena leer y

limpiamente protagonizar.

6

Huyeron en moto por las canaletas del fondo,

por ese archipiélago de pueblitos floridos y sosos

que a la postre desemboca en Tarará. Y de ahí

recto por Vía Blanca, con dirección a Matanzas o

al puente póstumo de Bacunayagua: altar de

suicidas locales, escribieran o no libros donde los

personajes se matan poco antes o después de su

autor.

Orlando manejaba furibundamente,

proyectando piedras de asfalto a tope de

velocidad, mientras Silvia le daba ánimos

encajada entre sus riñones y vértebras, sentada

abierta en tijeras sobre el sillín de atrás. Estaban

un poco mareados, pero con una calma muy

eufórica por la estampida. Huían: eran prófugos

capaces de alguna acción. Y esa energía vital les

insuflaba el vértigo de una caída libre. Por fin

eran ellos los que hacían las cosas pasar. Por eso

en ningún momento pudieron callarse,

atropellando planes al unísono que ni él ni ella

comprendían muy bien, pues el viento en ráfagas

de 200 o 2000 km/h les secuestraba la voz.

El motor reverberaba, como todo el resto de

la realidad: sus restos de irrealidad. Una cosa sí

entendieron y les dio mucha risa, carcajadas de

locos que escapan en una ambulancia estatal: a

partir de ahora él sería siempre Orlando Woolf –

"lobo orondo en honor a Virginia", dijo él–, y

ella sería siempre Silvia de Nerval –"vaga visión

de uves que tuvo Gerard", dijo ella–.

Renombrarse les parecía el mejor síntoma clínico

de las infinitas ocho siglas de una palabra:

l.i.b.e.r.t.a.d.

Y fue rarísimo. El paisaje no avanzaba.

Palmas, algarrobos, ceibas y flamboyanes

salpicados con los colores primarios. Vacas y

caballos, arados y tractores, ancianos de siglos y

niños de semanas, mujeres y militares, con las

líneas del pavimento homogenizando su

recorrido. Todo volaba ante los ojos de ambos,

pero el paisaje completo no parecía avanzar.

Orlando Woolf y Silvia de Nerval se revolvían en

una burbuja de excepción cinética, en un

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fotograma congelado de cualquier película de

carretera: extrañísima inercia que a los dos les

parecía un milagro ancestralmente habitual.

La Júpiter-Davidson rugía como una garganta

de dragón. Escupía chispas por las cuatro bocas

del tubo de escape, arrastrando un cordón de

humo más turbo que turbio. La Vía Blanca lucía

irreconocible esa mañana. Orlando Woolf sintió

los labios de Silvia de Nerval sobre su nuca, justo

donde horas antes ella había clavado el cañón

mortífero de 1910: "Qué lenta es Cuba", la oyó:

"¿no puedes acelerar?" Y él le explicó a gritos

que los pistones estaban ya a punto de hacer

explosión. Entonces doblaron la curva de Santa

Cruz y, aunque no vieron nada, los dos sintieron

aquel golpe seco que hizo añicos los focos y los

lumínicos, y cuyas esquirlas los recubrió de una

pasta o polvillo raro.

Miraron atrás por instinto, sin detenerse. Y

vieron una especie de títere azul, zigzagueando

entre las ocho sendas, a la par que lanzaba

chorros de tinta roja por las extremidades,

dibujando un grafiti ilegible sobre la carretera.

"¿Le dimos a un policía?", dudó Orlando Woolf

ante una imagen tan obvia. Y Silvia de Nerval

esperó varios segundos o kilómetros antes de

responderle: "Da igual".

Porque ya no tenía sentido frenar la escena,

mucho menos por un accidente. El caucho de las

gomas se hacía viscoso y, a partir del choque,

manejaban sin que ninguno estuviera seguro de

retroceder adelante o continuar marcha atrás. De

hecho, Orlando Woolf arañaba ahora la espalda

de ella, y Silvia de Nerval era quien guiaba el

timón sobre unas huellas frescas de moto que, sin

dudas, eran las de su Júpiter-Davidson unos

minutos o kilómetros atrás: el paisaje estático les

daba la impresión de volver sobre sus propios

frenazos.

Así cruzaron las líneas férreas y reconocieron

el perfil en contraluz de los pinos raquíticos y los

flamboyanes sin pájaros, recortados sobre aquel

mismo césped sin vecinos ni bancos ni faroles ni

caminitos: una ciénaga infectada de aparatos de

diversión infantil, amenazantes como saurios

prehistóricos. Era, otra vez, el provinciano

parquecito de la calle B, apenas a un par de

cuadras de la avenida Porvenir.

Silvia de Nerval no se detuvo. Ni se inmutó.

Ni tampoco se lo hizo notar a Orlando Woolf,

que de todas formas ya lo sabía, y a su vez

luchaba contra su asombro para no hacérselo

notar a ella, trepidante ahora al timón, cortando

camino por la escalinata del convento estatal. No

era necesaria otra explicación: Lawton reaparecía

mientras más se alejaban de él. Entonces Silvia

de Nerval cruzó tangente al estadio de béisbol, y

enseguida recuperaron la visión en ángulo ancho

de esos campos de flores para vender que pululan

en las afueras de Guanabacoa: girasoles

desesperados en su mayoría, con las marcas aún

babeantes del asalto policial del que ellos querían

o creían huir.

Unos metros más, y la Júpiter-Davidson

estuvo de vuelta en la boca cariada de las

canteras, con la luna rebotando entre los

farallones hasta caer en una laguna de plata. De

pronto ellos intuían que toda aquella fuga era

sólo ilusión, porque el tiempo cero de los años

dos mil les devolvía las cuatro siglas más

fulminantes del siglo: c.u.b.a. por todas partes,

c.u.b.a. para todas las épocas, c.u.b.a. como

libertad gratuita y obligatoria, c.u.b.a. como

ubicua ubicubidad.

De hecho, de nuevo estaban rodeados por la

autoridad y así les era imposible distinguir. Ni

resistir, ni fugar, ni nada. Las ansias de

protagonismo de Orlando y Silvia habían

abortado, como sus apellidos de último minuto.

O precisamente al revés: gracias a seguir

rodeados es que Silvia y Orlando podían ejecutar

ahora su parto de muerte, o tal vez su pacto de

vida. Un acto no tan tétrico como teatral. La

debacle de volver a ser ellos mismos les parecía

el camino más corto para ser otros por fin.

7

Las canteras rielaban. El cuarzo patrio

restallaba rabiosamente en las pupilas de ambos.

Desde el agujero lechoso de la luna, una calavera

de conejo les hacía una mueca obscena, a pesar

de que ya había salido el sol. Ellos se sentían tan

ajenos y tan parte de todo: tan ambiguos, tan

distantes, tan definitivos y tan cercanos que aquel

tendría que ser el fin.

Se afincaron sobre la Júpiter-Davidson,

collage de caballo mecánico con piezas en

cirílico y en inglés. Orlando volvía a estar al

timón. Aceleró. Olieron la gasolina recalentada al

alba, con sus más íntimos aceites y alcoholes de

destilación casera. Él quitó el freno de mano y

Silvia se paró en puntillas sobre las cuatrobocas

del tubo de escape. La moto se encabritó, parada

haciendo maromas sobre la goma trasera. Y, sin

ponerse de acuerdo, Orlando y Silvia profirieron

un alarido seco que evaporó al rocío remanente

de la mañana.

Saltaron. Sólo entonces repararon en que, a

pesar de recordarlo a la perfección, aún no se

habían vestido. La moto comenzó a empinarse en

28

una parábola loca sobre el precipicio y, ya en el

aire, ellos se descubrieron tan desnudos como en

la madrugada anterior. Abajo quedaba el

despliegue militar que casi logra atraparlos. Más

que leída, se trataba de una escena literalmente

sacada de un film: de dos mil películas baratas,

donde el guión al final da un salto sobre la valla

de lo verosímil. Orlando y Silvia bien sabían que

todo era sólo espectáculo. Silvia y Orlando bien

sabían que, precisamente por eso, ellos dos

manipulaban en ese instante los más recónditos

hilos de la realidad irreal.

Oyeron la fanfarria de los altavoces y la

histeria de las sirenas. Allá abajo sus

perseguidores parecían formados en un ejército

de juguete. Sobre el horizonte en forma de lazo

corredizo, las nubes se les antojaron cargadas de

agua y electricidad: ondas deslocalizadas en una

ecuación insoluble. La laguna de plata no era más

que "una moneda sin curso de 1910", dijo él: "el

escupitajo de un dios desterrado en cometa".

En algún momento Silvia dejó de gritar y

dijo: "No veo nada desde aquí atrás". Y Orlando

enseguida la consoló: "Tampoco hay mucho que

ver", con un tono jovial: "son canteras de cuarzo

muerto y campos de girasoles por ejecutar". A

cambio ella sólo emitió un brevísimo "da igual",

comprimido casi a una sílaba, y entonces los dos

rieron, flotando en el pico máximo de la

parábola, los dos ingrávidos pero ya a punto de

recuperar la masa perdida con el impulso.

Orlando sintió que Silvia se le encajaba con

mayor fuerza. Los senos de ella le barrenaban sus

pulmones y le salían a ambos lados del esternón.

Silvia lo amenazaba otra vez por la espalda: lo

estaría encañonando o devorando por atrás.

Orlando sintió las manos salvajes de Silvia,

colocadas como lentes opacos dentro de sus

párpados, metiendo los dedos-raíces hasta raspar

su retina. Ahora él tampoco podía ver, acaso

porque le daba también igual. La moto

recuperaba gramo a gramo su gravedad, y

descendía con avidez para hacerse añicos contra

un vocabulario de palabras pesadas, pasadas de

moda, comprimidas a una sola sílaba o a todo un

vocubalario oficial.

Y ahí se consumó la magia mojigata y la

trasnochada trascendencia de esperar meses o

milenios para hacer el amor. Ese salto mortal fue

el clímax de una caída presa de la que ellos

querían o creían huir. Esa fue toda la opción que,

los dos a ciegas sobre el barranco, él le dio a

escoger para por fin escapar: "¿Canteras de

cuarzo muerto o campos de girasoles por

ejecutar?" Aunque ella, como respuesta, sólo lo

penetró un poco más, hasta desbordarlo por

dentro y llenar ambos cuerpos de Silvia, tras

aquella vertiginosa y voraz elección: "Campos de

girasoles para siempre", pronunciado con calma:

"aunque el miedo te mate, Orlando, la eternidad

aún está por ejecutar".

8

A la medianoche siguiente, tras otra larga y

estrecha jornada de leer cosas más bien

decadentes y, en consecuencia, convencidos de

que vivían en "una época absurda, de poca o

ninguna acción, como suele ocurrir después de

las grandes revoluciones o los pequeños

naufragios" –una cita que a los dos les gustaba

mucho y que seguramente salía de Silvia, de

Gerard de Nerval (la preferida de Orlando), o de

Orlando, de Virginia Woolf (el preferido de

Silvia)–, él levantó el auricular y marcó

desesperadamente los seis teclazos de ella. Como

de costumbre, por el tono de la voz tejido por

uno y otra, era evidente que la historia destejida

por ambos sólo ahora estaba por comenzar.

 

 

 

 

1

Boring Home.

Orlando Luis Pardo Lazo.

Ediciones Lawtonomar, 2009.

2

 

 

 

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