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Feb 13, 2009

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Orlando Luis Pardo Lazo, 2009

Edición: OLPL.

Foto de cubierta: OLPL.

Ediciones Lawtonomar, 2009.

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE

Decálogo del año cero / 2

Todas las noches la noche / 4

Necesidad de una guerra civil / 10

Lugar llamado Lilí / 12

Isla a mediodía / 19

Imitación de Ipatria / 21

Campos de girasoles para siempre / 24

Les choristes / 30

Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo / 31

Tokionoma / 38

Entre una Browning y la piedra lunar / 39

Cuban American Beauty / 44

Tao-Hoang-She-Kiang-Té / 53

Boring Home / 54

Wunderkammer / 63

Historia portátil de la literatura cubana / 64

Tábula hiperiódica de los elementos / 73

 

DECÁLOGO DEL AÑO CERO

1

Orlando se ha dejado crecer la barba, también

el pelo. Ipatria le advirtió que estaba flaco y que

las ojeras, de tan oscuras, parecían un par de   

piñazos. Orlando hizo una mueca de angustia.

Cruzaban la avenida Línea y él le dijo que estaba

en crisis:

—Estoy perfectamente sano, pero día a día La

Habana me enferma más.

Ipatria no quiso reprimir una sonrisita. No es

que Orlando esté loco: es sólo que a veces resulta

demasiado Orlando, incluso para él. Ipatria lo

tomó del brazo y lo haló. O empujó. O ambas

palabras. Y así escaparon del sol cubano. Se

metieron bajo la sombra de la iglesuca, en la

esquina de Línea y 16. Era un convento en

ruinas, pero nada hacía pensar que no estuviera

habitado por Dios. Dios siempre tarda bastante

en darse cuenta de la barbarie. Tal vez por eso

mismo sea Dios.

—No te rías –Orlando estremeció los

hombros empinados de la muchacha: hincaban–.

¿Por qué no me crees?

—Porque eres el peor escritor vivo del

milenio y el mundo.

—Te juro que esta vez no soy yo. La culpa es

de La Habanada –atrajo el cuerpo de la

muchacha hacia él–. Así se llama esta nueva

crisis: Habanada –y le dio pequeño beso en los

labios–. Gracias, Ipatria, por ayudarme a

nombrar.

2

Orlando intenta explicar a Ipatria que el

tiempo es un retrovirus. Jamás logra convencerla,

por supuesto. Le falta léxico. Carece de un argot

de combate para revolver las heces. No domina

del todo el hezpañol. Al parecer, todavía quisiera

vivir. Se desespera, pero igual no encuentra un

vocabulario.

—Me falta un vo-cu-ba-la-rio –se queja sí-laba

a sí-la-ba como si él fuera un bebé.

Ipatria imagina a Orlando imaginando una

Habana sin historia ni histología. Esa Habanada

entre amnésica y anestesiada que él en vano trata

de describir. Aunque sea inútil, ella quisiera

alegrarlo. Siente pena de Orlando y unos deseos

enormes de tumbarlo sobre algún banco de

iglesia y allí mismo, en la penumbra divina,

hacerle de una vez el amor.

Entonces Ipatria le recuerda a él su propia

idea de tomarle fotos a la ciudad. De echarle una

mirada desde la ingravidez: las azoteas, los

techos a dos aguas, las tendederas raquíticas, los

tanques mohosos donde se crían aedes, las

palomas entre el robo y el sacrificio ritual, los mil

y un objetos abandonados a la intemperie, que a

ambos les gusta leer como un crucigrama sin

clave.

Así que Ipatria le extiende la cámara a

Orlando y le dice:

—Sube ahora, ve.

Y lo deja alejarse del banco, con la Canon ya

colgada en su cuello, como una piedra de

sacrificio o una promesa. Como si Orlando fuera

un turista más trastabillando entre los feligreses.

Como si todo no fuera tan triste que casi da pena

escribir o fotografiar.

Con suerte, piensa ahora Ipatria, el muchacho

que ella ama subirá ahora hasta el campanario, y

desde allí se inventará su propio observatorio de

fotos: mitad privado y mitad nacional, mitad

roñoso y mitad adorable, mitad Ipatria y mitad

Orlando.

—No te mates, mi amor –pronuncia ella en

voz baja, para que Dios no la oiga y se

entusiasme con tan hermosa posibilidad.

—Mejor mátate tú –le susurra Ipatria a Dios.

3

Orlando se arrodilló. Enfocó el objetivo,

verdadero telescopio de medio metro. Hacía un

sol de jauría: pensó que así no podría resistir

demasiado, pero al menos no tendría que usar el

trípode. La luz era líquida y casi no era necesario

ni disparar: los reflejos se impregnarían solos en

el negativo, sonrió: luz negativa y dura como

fotones de cuarzo irreal.

Orlando vio los automóviles arcaicos a tope

de velocidad, paseantes en cámara lenta, una

alcantarilla destapada y un manantial albañal.

Vio el sanguinolento ojo de un semáforo,

rebotando en la canopia de los flamboyanes:

árboles mucho más viejos y vivos que él. Vio el

malecón y diez millones de esquirlas entre la

espuma y la nieve. Vio la línea claustrofóbica del

horizonte, nubes pulidas como espejos aunque

ninguna lo reflejó, y vio la punta filosa del

monolito de la Plaza de la Revolución: su

pararrayos cósmico siempre coronado de auras.

Todo un alef maléfico que, de tanto contemplarlo

en silencio, al final Orlando nunca lo retrató.

Orlando preferiría no hacerlo. Se sintió otra

vez Bartleby cansado de tanta ingrávida carga.

Fotos, ¿para qué?

2

Ahora sólo desea bajar. Huir hacia Ipatria.

Pero la caída libre lo asusta. Es imposible llegar

hasta la muchacha que él ama de un salto. La

escalera de caracol lo espanta todavía más.

Incluso la palabra libre le da pavor. Pobre

Orlando mío, perdido entre estos bosques, sonríe

él mismo, y nada puedo hacer para ayudarte.

Como escritor podrá ser un fiasco, piensa

Orlando. Pero ese miedo es su única garantía de

sobrevivir y no traicionar a Ipatria. Palabras,

¿para qué?

4

Orlando se pone de pie. Tira una piedra. En

realidad, la patea. A sus espaldas repicaron cinco

o seis campanadas. Se acaba la tarde y empieza el

tedio. El eco de los metales lo acompañó durante

su descenso por los retorcidos peldaños. Náusea

y vértigo girando a la izquierda: el muchacho

llegó abajo mareado, con las pupilas alteradas

por la adrenalina y el exceso de radiación solar.

Casi a ciegas. Como quien busca refugio de un

holocausto atómico.

—¿Terminaste el rollo? –Ipatria le dio un

abrazo–. ¡Te demoraste!

Orlando le contestó que ya podían partir. Es

decir, no le contestó. La amaba demasiado para

narrarle ciertas escenas que día a día ocurrían

dentro de su cabeza de 36. Al fin y al cabo ella

sólo tenía 23. Igual Ipatria se imaginaba allí

dentro un teatro muchas veces peor.

Orlando simplemente cargó la mochila y

devolvió la Canon al cuello estirado de la

muchacha: una modigliani fuera de moda.

—¿Adónde vamos? –preguntó Ipatria.

—A los montes verdes –y Orlando supo que

la frase abría entre ambos el abismo de toda una

generación pasada por la TV.

5

Caminaron. Para él, la ciudad había agotado

sus baterías. Ahí estaba todo, pero varado.

Vaciado. Viciado por la rutina de la heroicidad.

¿Hasta cuándo les duraría la magia a Ipatria y

a él? ¿Hasta cuándo la resistencia contra las

sustancias retóricas de la irrealidad? ¿Hasta

cuándo sus propios ciclos de locura sin cuerda y

paralizante cordura? ¿Alguna vez volvería a

fotografiar la barbarie desnuda de un planeta

llamado Habana? ¿Y a escribir en su diario sobre

aquel caparazón de concreto: primer

exoesqueleto libre de América, artrópodo

kafkiano que ellos amaban y odiaban hasta el

insulto y las lágrimas? Habanada, mon amour:

ciudad con hache, letra muda. Y a Ipatria,

¿alguna vez volvería a fotografiar la bárbara

desnudez de su cuerpo, quejándose, abierto de

par en par bajo el suyo? Ipatrianada, mon

amour: país sin hache, letra mordaz.

Caminaron un poco más, 26 arriba. Llegaron

a la cima de una colina. El sol de la tardenoche le

arrancaba al asfalto un tufillo letal. Un vaho. El

Vedado reverberaba como homenaje póstumo al

año cero o dos mil. La isla era una larga y lúcida

cámara de gas.

Orlando contempla a Ipatria: un rostro

delgado y pálido que, a cambio de nada, en un

acto útil e innecesario, ha decidido amarlo sí-laba

a sí-la-ba a él. La muchacha se estira, parece

cansada pero no se sienta, y su sombra se

convierte de pronto en una chimenea infinita: una

saeta negra deslizándose sobre el asfalto 26

abajo, desde la colina hasta el mar.

Orlando imagina entonces que esa silueta es

la manecilla caída de ningún reloj: sombras

cubanescas que se quedaron sin tiempo. Es la

hora cero. Más o menos así podría empezar la

novela que Orlando prefería nunca escribir. Todo

con tal de no traicionar a su entrañable y vago

Bartleby. Al menos él no va a escribir nada

mientras no quede atrás el bombardeo de

consignas y comerciales que por décadas han

cacareado un año cero o dos mil. La muchacha,

por supuesto, no ignora ese efecto humillante

provocado dentro de Orlando por la demasiada

reiteración.

—Tengo sed –la voz de Ipatria es un eco

hueco, como salida de un sueño que no están

soñando ni ella ni él.

Y es verdad que hacía ya mucha sed. La

suficiente para despertar. Aunque ningún sueño a

dúo podría nunca saciarlos allí.

6

Es la hora cero. Orlando se ha dejado crecer

la barba, también el pelo. Está flaco y las ojeras,

de tan oscuras, parecen un par de piñazos. Quizá

se mate o se haga matar, no es una cuestión de

crisis, sino de enfermedad al nombrar. Orlando

hace una mueca de angustia. No está loco, está

concentrado, y va arrancando las fotos de un

álbum según las recorta con una tijera. Lo hace

meticulosamente, sí-la-ba a sí-la-ba, con estilo

de autista. Son fotos de Ipatria, desnuda.

Mientras Ipatria, todavía desnuda, desde la otra

esquina del cuarto, lo deja crear. Creer. Ella es

una muchacha ingrávida, ida, libre, hermosa,

con una década menos en la memoria y por eso

mismo casi real: Ipatria es un estado de coma.

Orlando sabe que, después de recortar la silueta

1

de quien tanto lo ama, a él le será imposible

pronunciar sus tres sílabas otra vez. "Su nombre

empieza donde su imagen se acaba": más o

menos así podría empezar la novela de Ipatria

que Orlando prefería dejar de escribir.

7

Una patrulla levantó una nube de polvo con el

frenazo. Se abrió la portezuela del chofer. Tras

un par de gafas uniformadas, el hombre dio las

buenas tardes y les pidió el carnet.

—Me entregan la cámara, por favor.

El auto no demoró en partir. Con Ipatria y

Orlando dentro, rígidos como dos desconocidos

en el asiento de atrás. Él quiso bajar el cristal de

la ventanilla, pero ella le hizo notar que faltaban

las maniguetas. El auto parecía una pecera con

oxígeno limitante. Tan pronto desembarcaron en

la estación de Zapata, la muchacha fue la primera

en hablar.

—¿Por favor, alguien podría explicarnos qué

pasa?

—¿Ustedes son ciegos o no saben leer? –fue

la respuesta de un hombre uniformado de civil–.

Toda esa zona de la colina es un objetivo

económico-militar. Más grande no podía ser la

valla que lo anunciaba: NO PICTURES /

PROHIBIDO FOTOGRAFIAR.

—Pero nadie hizo ninguna foto –fue el último

parlamento de Ipatria que Orlando entendió de

principio a fin.

Las averiguaciones duraron hasta pasada la

medianoche. Al final recuperaron la Canon y los

teleobjetivos, pero no el rollo Konica aún virgen

que estaba dentro. Fue un largo proceso hasta

que los peritos verificaron la inocuidad de

aquella cinta comercial. Ninguna luz había

impregnado allí. La sospecha de espionaje

económico, militar o turístico por el momento no

se aplicaba con ellos dos.

Una oficinista con ojos de luz fría les aseguró

en tono confidencial que la multa impuesta sería

la "cuota mínima prevista en la vigente

legislación": unos pocos pesos en moneda

nacional.

Ipatria y Orlando agradecieron su gesto y a

cambio ella los acompañó hasta la escalinata por

donde se salía y entraba de la estación: el local

probablemente había sido una lujosa residencia

privada. Cuando desembocaron sobre la acera,

los dos se voltearon y vieron que, desde el último

peldaño de mármol, la mujer de ojos gélidos aún

les decía adiós. Con la mano, en orgulloso

silencio: estaría sobre los cincuenta, pero en

contraluz a ellos les parecía un ser inmortal.

Orlando estuvo tentado de pedirle que se dejara

hacer una foto. Pero no.

Se alejaron. Afuera, el universo era un

escándalo de estrellas, cada una titilando a la

manera de un flash de repetición. Paisaje

cóncavo sin nubes y sin luna: una noche sin

noche que, rebasado todo aquel horror o error,

seguramente no valdría la pena ni describir.

8

En la curva de Zapata y 12 cogieron una P-2

con asombrosa facilidad. Era un ómnibus

importado como donación del País Vasco o de

Cataluña: a estas alturas de la historia, ¿para qué

distinguir? Lo importante no era el sentido de los

carteles que colgaban del techo, sino el aire

acondicionado que aún funcionaba: algo así

como el primer milagro del mundo, una mueca al

subdesarrollo que acaso nunca llegó.

A esa hora la P-2 viajaba casi vacía,

desplazándose al máximo de velocidad. Ellos

permanecían de pie, abrazados, la mochila entre

ambos como si fuera un bebé: la cámara y los

teleobjetivos a medio desarmar allá dentro,

objetos pesados que con gusto habrían

abandonado bajo un asiento vacío. Por alguna

extraña razón, ninguno atinó a sentarse hasta

muchos kilómetros después, justo cuando

llegaban a la parada del barrio y ya se tenían que

bajar.

Orlando sintió que no reconocía al paisaje ni

a su acompañante. Ipatria no sintió nada

irreconocible en ninguno: en todo caso, le daba

mucha pena que su amor otra vez tuviera ganas

de matar o hacerse matar.

9

—Tengo la sensación de que esta noche me

enfermo de verdad –fue la primera frase de

Orlando después de horas.

Ipatria no quiso reprimir una sonrisita.

Estaban en la sala, de cara al televisor encendido

con llovizna y scratch. La muchacha tomó a

Orlando del brazo y atravesaron de punta a punta

la casa, hasta desplomarse en la habitación de él:

tendidos sobre la cama destendida desde muchas

horas o siglos atrás.

—Definitivamente –ella estremeció los

hombros caídos del muchacho: hincaban–: el

peor escritor vivo del milenio y el mundo.

Orlando acarició aquella frente delgada y

pálida de una Modigliani insomne en la

madrugada cubana. Ipatria lo atrajo hacia sí y le

dio un pequeño beso en los labios.

2

Orlando cerró los ojos. La luz fría que

colgaba del techo desapareció. También la vaga

idea de cómo no escribir una novela a

contrarreloj. Y desapareció el alef infotografiable

de aquella ciudad que él hubiera querido recortar

con tijeras y desarmar un álbum. Y desapareció

también su barba crecida. Y sus ojeras, como un

par de piñazos. Y todo el resto de su argot de

combate, agotado sin rollo Kodak ni cámara

Canon. Y también, por supuesto, allá lejos y tan

cerca, sobre la cuerda floja del horizonte,

desaparecía al final la punta podada del monolito

de la Plaza de la Revolución, de noche siempre

desierta o tal vez desertada hasta por las auras.

Todo desapareció al otro lado de sus párpados

cerrados de par en par. Todo, excepto el abrazo

gélido de Ipatria, maga muda en cuya sombra

Orlando se durmió o fingió dormirse.

10

Orlando se levanta y va al baño. La luna le da

en el rostro y su imagen es hielo muerto en el

espejo del botiquín. Busca allí, por fin encuentra:

es una navaja de las mecánicas, sin baterías.

Huele el metal. Brilla tanto en sus ojos que una

idea salta demencial y perfectamente higiénica en

su cabeza. Orlando no quiere reprimir una

sonrisita. Algo se acaba y nada comienza para él.

Pero no hay peligro, es sólo un gesto: llevarse al

cuello la afilada hoja y pensar en Ipatria, tendida

sobre la cama destendida hasta muchas horas o

siglos después. Orlando aprieta la cuchilla, se

ayuda con la otra mano. Meticulosamente, sí-laba

a sí-la-ba, con estilo de autista, se va

convirtiendo en un muchacho ingrávido, ido, libre,

hermoso, con una década más en la desmemoria y

por eso mismo casi irreal: Orlando es otro estado

de coma. Sabe que, después de recortarse

radicalmente la barba, la muchacha que lo ama

de gratis ya nunca lo perdonará. "Su imagen

empieza donde su nombre se acaba": más o menos

así podría terminar la novela de Ipatria que

Orlando preferiría nunca escribir. Los pelos caen

en el lavamanos y un chorrito de agua los borra

con un remolino en contra de las manecillas del

reloj: náusea y vértigo girando a la izquierda.

Orlando se afeita mareado, con las pupilas

alteradas por la adrenalina y el exceso de

radiación lunar. Casi a ciegas. Por el tragante se

escurre también el rompecabezas de su imagen

invertida dentro del espejo, y Orlando asume esa

pérdida como una buena señal: "ser menos yo",

sonríe él. Como siempre le ocurre con las fotos y

las palabras, aunque aún no ha pasado nada,

para Orlando es la hora cero otra vez.

 

 

 

 

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