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Feb 15, 2009

Boring Home/OLPL/novela/Continuación (1ra)

3

TODAS LAS NOCHES LA NOCHE

1

El metro de La Habana hacía su recorrido

tonto y feliz.

Poco antes del cañonazo, yo lo esperaba en la

gara subterránea de la Plaza de la Revolución.

Desde allí viajaba, casi a ras de tierra, salvo un

par de segundos bajo la bahía, hasta desembocar

en la Zona 666 de Alamar.

Entonces yo compraba una flor eléctrica,

comida obscenamente italiana, una botella de

vino tinto a medio pixelar, y subía las escaleras

rodantes con dirección a Ipatria.

Todo parecía tan natural. A pesar de que todo

incluía, por supuesto, a Ipatria: mi extraño amor

de los doceplantas prehistóricos de Alamar.

2

Su ascensor funcionaba justo como lo que

era. Un objeto anacrónico importado del siglo

XX. Daba bandazos y soltaba chispas en los

entrepisos, pero nunca falló.

Ipatria dejaba su puerta abierta para mí. Yo

entraba y la cerraba sin hacer ruido a mi espalda.

Adentro la luz no existía o era muy mortecina,

ilusión de un gris cuántico. Su apartamento era

mínimo. De paredes sin textura, como si fueran

de gas. Incluso Ipatria parecía de gas. En aquella

atmósfera repentina y repetitiva lo único sólido,

como de piedra muerta lunar, supongo que fuera

yo.

Y en este punto comenzaba nuestro ritual.

Nos dábamos un largo abrazo. Diríase que nos

conocíamos de siempre, cuando probablemente

no hacía ni un año desde la primera vez.

Abríamos el cortinaje con el mando a distancia.

Y, a través de los vidrios, la ciudad emergía con

el garbo de una marea oscura saturada de luz.

Una imagen sin paradoja y sin contradicción:

ilusión óptica de usar las palabras.

La Habana. Nave fantasma, hangar sintético

reflejado en un bolsón de agua o metal. Alfileres

de luz ecológica, pinchazos arcoíricos de un solo

color. Aberración mnemónica del lenguaje. Y,

sin embargo, doce pisos bajo nuestra mirada todo

transcurría con tanta normalidad.

La Hanada, amorfo recipiente que adopta la

forma del gas contenido y nunca al revés. Cada

noche Ipatria y yo la comparábamos con una

ciudad distinta, fe en lo foráneo. Con Hiroshima,

por ejemplo, titilando en una noche de agosto

que otra noche de agosto Ipatria soñó (se

despertó llorando y pidiendo perdón a nadie).

Con Haifa, por ejemplo, y su ristra de

supertanqueros insomnes con el vientre

eructando oil (en mi estómago, la pizza y el vino

conseguían una mezcla muchas veces peor). Con

Helsinki, por ejemplo, tres sílabas con olor a

géyser y aurora boreal de simulación (la brisa

helada nos ponía a hacer música con nuestros

dientes, monjes bruxistas). Con Haifong, por

ejemplo, donde la muerte es una boya flotante en

una plataforma de tecnobambú (de Haifong no

sabíamos nada, excepto la fonía de su nombre en

el solemne noticiero de la 3D-visión). Y la

comparábamos otra vez con La Habana, por

supuesto, crucigrama sin clave poco después de

un cañonazo digital.

Las nueve. Todas las noches las nueve. Todas

las noches una nueva Habana. Ciudades siempre

con hache del universo. Letra muda: holografía,

holocausto, helocuencia de lo silente. Un error

sin trazas ya del horror. En cualquier caso, una

disparatada pero ingenua transgresión. Porque

eso éramos Ipatria y yo, refugiados en la altura

vertiginosa de su apartamento: prófugos que

desconocen hasta de quién van a fugar. Y para

qué fugar. Y por qué fugar. O jugar.

Igual era inevitable. Caíamos en pánico sólo

de pensar que a la noche siguiente uno de los dos

pudiera no estar. Tal vez por eso mismo cada

noche nos amenazábamos con que cada noche

sería la última. Era preferible así. Destruirlo todo

nosotros mismos, antes que dejarlo al azar de una

denuncia anónima o institucional.

Pero ya no podíamos evitar reencontrarnos

allí. Ipatria y yo amábamos lúcidamente aquella

visión nocturna de la locura, aquella tajada de

Cuba, sólo visible si se acuchilla el planeta desde

la Zona 666 de Alamar. Así, cada noche a las

nueve sería siempre la última noche de aquel

primer año del siglo XXII.

Nada. Hay historias así. Que no necesitan

reinventar su propia historia para provocar un

cortocircuito fulminante con lo real.

Supongo que no se comprenda ni media

palabra. Aún.

Y es lógico. Ninguna palabra es comprensible

si se parte por la mitad.

3

Ipatria sustituía cada noche su vieja flor con

mi nuevo regalo. En veinticuatro horas las

baterías expiraban sus anémicos volts. Negocio

redondo y tierno, por sólo diecinueve américos y

cincuentinueve centavos. Renovación de señales

humanas al por mayor. Maneras de sentirse

menos insolidario tras el cambio de fecha: de los

dos mil algo a los dos mil ciento nada.

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Entonces nos desnudábamos, Ipatria y yo, al

margen de cualquier inoperante prohibición. Sin

apagar la luz. Aunque de hecho no hubiera luz:

apenas el halo gris que nos rebotaba La Habana.

Nos quitábamos la ropa de manera más bien

privada, sin tocarnos apenas. Cada cual tumbado

sobre una punta de la esterilla, horizontales de

remate. Así eludíamos cualquier audiocámara

que pudiera reparar en las cortinas abiertas de

nuestro balcón.

Nos aproximábamos a rastras. Era excitante y

cómico y un poco cruel. Dejábamos de observar

el Alamar de allá afuera y nos mirábamos

secamente a la cara. No tan culpables como nos

sentiríamos después. Y antes. Y durante.

Y sólo entonces hacíamos el amor, los ojos

todo el tiempo clavados en los ojos del otro, en

un ahora efímero por el resto de la eternidad: los

restos de la eternidad. Los párpados tan abiertos

como el cortinaje que filtraba al cielo renegrido

de Habanalamar. Ipatria y yo, azorados

animalitos de zoo, retorciéndonos de pena y

placer hasta caer en una suerte de éxtasis

cósmico que, sin pronunciar nada en voz alta, los

dos sabíamos que algún misterio, histórico o

humano, una de esas noches nos tendría que

revelar.

Todo terminaba con un quejido a dúo, sin

boca, por donde se nos vaciaban la garganta, los

pómulos y el esternón: órganos de la angustia.

Después respirábamos limpiamente juntos, sin

acariciarnos jamás: usar los cuerpos ya había sido

suficiente delito. Y por fin comíamos, echados

sobre nuestro propio sudor. Supongo que cada

madrugada un poco más felices y atentos a los

imprevisibles gestos del otro en cada cita. O

complot. Sin calentar nunca las pastas y menos

aún enfriar la botella de vino, que era el único

objeto de píxeles vivos dentro de aquel

inconmensurable mirador.

Después disponíamos de un par de horas

libres antes de bajar a diluirnos en aquel paisaje

total y sobrecogedor. La H: una suerte de

habanaleph, sin transparencia y sin

superposición, somera suma de imágenes online

y en off.

Brave New Habana: desde la primavera del

84, tras aquella archifamosa peliculita de clase 0

(inspirada en un best-seller del mismo nombre),

así estaba de moda promocionarla en cada

panfleto turístico, en cada titular de la prensa con

licencia o no del Estado, y en cada lamparazo

amnésico de ciber-neón.

4

Y no era hasta la una de la madrugada, con

puntualidad involuntaria, que bajábamos doce

pisos hasta el nivel de Alamar, otra vez en aquel

fiable y destartalado ascensor de más de un siglo

o acaso más de un milenio atrás.

A esa hora las avenidas eran pistas desiertas

de un aeropuerto futurista en tiempo real. Ipatria

y yo caminábamos entre sus carriles con absoluta

y demente libertad. Y era tan fácil abrazarnos y

reír y bailar, y sentir que la ciudad podía ser un

espacio mucho más personal de lo que nos

parecía a lo largo y estrecho del día. Y era tan

complicado no sentir miedo de ser observados

entre la ausencia de transeúntes y tráfico. Y era

tan natural ir hasta el Asfixeatro tomados de la

mano, y dejar que alguna banda de neo nos

envolviera con su magia ligera y recónditamente

posnacional.

Porque la música era un bálsamo para nuestro

insomnio. Porque a veces hasta cabeceábamos

allí, el uno sobre el hombro del otro. Y porque a

veces simplemente seguíamos de largo

bordeando el Asfixeatro, con los acordes

sintéticos susurrándonos al oído cualquier

tontería inteligente en esperántrax o volapunk.

Hasta que, por supuesto, como tantas y tantas

noches a esa hora, aparecía otra vez el mar. O su

intuición a ras de los arrecifes. Y de ahí ya no

podíamos pasar. Y nos deteníamos, Ipatria y yo,

a pesar de los estribillos de neo, los dos

hechizados por el cenital puñetazo de luna yerta:

magnífica hoz o moneda, según el ángulo en que

la recortase la luminiscencia solar, con una

calavera de conejo advirtiéndonos no sé qué. Ni

para qué. O por qué.

Oíamos. Olíamos. No distinguíamos nada

bajo el telón cínico de la madrugada. Éramos

dioses muertos, aunque ni Ipatria ni yo sabíamos

entonces qué podría esto significar. Y no nos

hacía falta tampoco. Éramos habitantes de un

siglo raro donde todos se comportaban de un

modo extranjeramente habitual. Habitaban.

Sólo que había algo en ese sonido o en ese

olor o en esa oquedad lunática de la noche, había

algo en la clandestina costumbre de comer juntos

y hacer el amor sin reportarle a nadie con quién,

había algo que faltaba o sobraba entre las mil y

una piezas del engranaje: había algo en aquel

rompecabezas de atrezo que ni Ipatria ni yo

entendíamos. Y ese algo impronunciable nos

obligaba cada noche a desobedecer. Por lo

menos, a desaparecer.

En cualquier variante, para nosotros el mar

funcionaba como un antídoto y un talismán. Un

5

amuleto, una frontera. Una constatación a la

espera de lo que ya está dolorosamente aquí. Una

revelación abortada, no sé. Supongo que contra

el misterio, cualquier mensaje o mentira nos

parecía muy bien.

Por el momento, nos bastaba la certeza de

permanecer juntos allí. De pie, tomados de la

mano sobre el dienteperro cubano de entresiglos.

Atragantados, la angustia coagulada a la altura de

los pómulos, la garganta y el esternón. Lúcidos e

irracionales. A la caza de un sonido, un olor, un

rayo de rebote entre los astros inmóviles:

candilejas de utilería que nos espiaban con tanta

saña como los videocontroles de ocasión.

Ipatria y yo, boqueando con tal de

oxigenarnos por alguna grieta, cavando un

respiradero para uso de dos contra las sustancias

retóricas de lo real. Tanteando alguna hebra

suelta en el telón de la malla social: fuimos peces

sin demasiadas agallas. En fin. La composición

química de nuestra atmósfera cada noche se

suponía fuera la óptima y la más estable, pero lo

cierto es que nosotros nos asfixiábamos desde

mucho antes de coincidir. Y desde mucho

después de ya instaurado nuestro ritual. Y, por

supuesto, desde todas las noches durante.

5

A veces pasaba un pájaro. Era blanco y se

confundía con el humo artificial de las nubes

nocturnas. La luna lo convertía en sombra sobre

la costa y a nosotros nos gustaba ver a un ave

reptar. Era algo atávico, reminiscente.

A veces pasaban dos, planeando en la

despaciosa coreografía de los seres biológicos.

Entonces Ipatria y yo envidiábamos tanta

compañía entre el cielo y el mar. Y hacíamos

como quien tiene algo muy importante que

prometer o callar, pero el gesto siempre era

interrumpido por un gesto del otro. Y a estos

ademanes se reducía la precaria cinética de

nuestro amor.

También nos sobrevolaban los bombarderos,

como es evidente, casi todos oteando el horizonte

marino hacia alguna remota y mortífera misión.

Pero, aunque pasaran en escuadrillas o en

solitario, increíblemente ningún avión de

combate nunca nos inquietó. Por suerte para los

dos, creíamos que el enemigo siempre sería otro.

No Ipatria. Ni yo. En todo caso, nosotros.

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Sólo una vez discutimos. Caminábamos de

regreso del mar cuando Ipatria se plantó entre los

cocoteros de la avenida. Se arriesgaba a una

multa interestatal, pero no le importaba. Tenía los

ojos negros de ira y usó las palabras contra mí,

supongo que para no volverse orate o ponerse

infantilmente a llorar.

Me dijo de todo. Me ofendió

exhaustivamente, usando el vocabulario roñoso

de un tribuno incivil o un fanático predicador.

Me negó mil y una veces, y mil y una veces me

pidió perdón. Pataleaba. Parecía una muñeca

clónica que se estuviera quedando sin carga. Se

rasgó las ropas, se arañó la piel. No era Ipatria,

no era nadie, acaso era yo. O el odio magnificado

en todo su humano o histórico esplendor.

Cuando terminó, se desplomó en un desmayo

hacia atrás. Había hecho implosión: Ipatria de

espaldas sobre las astillas fúnebres de su

discurso, con una mueca de opositor político en

las facciones. Irreconocible. Yo esperé hasta

recuperar el ritmo mínimamente audible de mi

corazón. Y respiré. Hondo. Y respiré. Frío. Y

respiré. Solo. Hasta inflar con mis pulmones un

vaho imaginario de aliento a su alrededor.

Entonces cargué su cuerpo o su catalepsia. A

pesar de la frialdad, me sudaban los brazos.

Ipatria se me chorreaba sin dar señales de

coagulación. Caminé con todo su peso a cuestas

y con toda mi propia ingravidez. Ahora era

Ipatria la piedra muerta lunar y yo una burbuja de

gas. Subí hasta a su apartamento y, sin el coraje

de matar o hacerme matar, cerré su puerta y muy

lentamente, casi inmóvil de tanta duda, supongo

que sin desearlo, esa noche también me fui.

Y esos abandonos ínfimos, me doy cuenta

ahora, ya iban anunciando la significativa

sintomatología de nuestra barbarie. Eran una

suerte de expediente clínico que en definitiva nos

enfermó: Ipatria y yo fuimos como esos pacientes

hipocondriacos que se temen lo peor a la menor

mejoría.

7

Otra vez fue terrible.

Subimos a la azotea del doceplantas y, de

pronto, Ipatria me apuntó con su pistola

Browning de seguridad personal. 15 tiros de alto

calibre, suficientes para eliminar a un comando

de asalto y después suicidarse (era el slogan

comercial de la Browning). Su uso seguía siendo

obligatorio tras las escaramuzas vandálicas del

año 94. Y ahora Ipatria descargaba toda esa

tensión en la noche y en mí.

Me llamó traidor. Amenazó con reportar mi

caso antes de que fuera yo quien amenazara con

un reporte del suyo. Ipatria actuaba

"estrictamente en defensa propia del colectivo",

6

pronunció con tono de politfiscal. Y sólo

entonces estallaron sus carcajadas.

Reía, reía, reía. Risas de dioses recién

exhumados en un cenotafio obrero llamado

Alamar. Se burlaba: era un juego. Estábamos

locos, por supuesto. Y ser tan teatrales era acaso

nuestra tablilla de salvación.

"¿Cómo pude creerle tan fácilmente?", Ipatria

me increpaba y yo comencé a reír. "¿No

confiábamos irreversiblemente en nosotros desde

el primer encuentro al azar?", seguía disparando

sus preguntas sin bajar nunca el cañón. "¿O es

que no había sido al azar?", y entonces se llevó el

arma a la sien.

Yo todavía reía, reía, reía. Por un instante

quise que se matara tal vez. Los estéreofaros

pasaban a escasos centímetros de nuestras

cabezas y, sin embargo, aún nos sentíamos

impunes en medio de tanta promiscuidad.

Recuerdo que le hablé de una novela ilegal

que ambos habíamos leído hacía poco: Todas las

noches la noche, firmada por una supuesta Silvia

de Nerval. Le pedí que no repitiera literalmente

el desenlace patético del último capítulo. Y

entonces Ipatria bajó la Browning por fin. Y bajó

los brazos. Y los ojos. Y la cabeza. Y se

arrodilló. Y en este punto repitió textualmente un

parlamento de aquel folletín clandestino de la

Resistencia:

—Por favor, pon tus manos –la mirada

minada–. Te lo pido en nombre de la belleza y la

revolución.

8

Pero lo rutinario no eran escenas más o

menos violentas, sino el tedio de una Hanada

insomne al punto de lo criminal. Intuíamos que

nadie dormía a nuestro alrededor, que la vigilia

colectiva crecía como un cáncer monstruoso

detrás de cada puerta, cortinaje y balcón.

Y no es paranoia, por supuesto, ni mucho

menos delirio. Nuestro presente sin resonancias

había simplificado hasta lo raquítico cualquier

concepto más o menos sutil: como paranoia, por

ejemplo, o delirio. De hecho, ni siquiera nos

sentíamos vigilados en nuestro recorrido a

trasnoche de cada noche. Lo terrible es que ya ni

siquiera nos sentíamos. Todo se articulaba como

una secreta premonición. Unas ganas a desgana

de despertar de la pesadilla sin haberla soñado

aún.

Y lo rutinario era darse la vuelta al borde del

mar o tal vez su ausencia, y remontar el camino

de regreso hasta la Zona 666 de Alamar. Ipatria y

yo leíamos cada signo con la resignación, entre

humilde y humillada, de un par de analfabetos al

aire preso de una librería de alta seguridad. Así

hojéabamos a esa hora las páginas

pornográficamente deshabitadas de nuestra

ciudad con hache: letra sin cuerda, pero locuaz.

No volvíamos por el Asfixeatro sino por la

rotonda del Multiestadio Olímpico, tortuga de

varias cuadras a la redonda que no se empleaba

desde los juegos internacionales de una década

atrás. Todavía una pantalla líquida los

promocionaba, obsoleta: Brave New Habana

2091.

Por todas partes nos maravillaba el lujo

luctuoso de tanta imagen y tanta imposibilidad.

Ipatria y yo reptábamos como la sombra de dos

pájaros marinos bajo un satélite demasiado

vertical. Yo le decía y le señalaba:

—Mira, mi amor, mira –el nombre de Ipatria

entre nosotros nunca se pronunció: de hecho, es

muy probable que no exista semejante palabra.

Pero Ipatria nunca me respondía, salvo con

un apretón a la altura del codo o del antebrazo. Y

un toc-toc áspero que se le trababa en la tráquea.

Y yo notaba un desesperante pendular afirmativo

de su cabeza, medio reclinada y medio huyendo

de mí.

Así dejábamos atrás el ultramoderno

cementerio de automóviles y vagones del metro,

con sus esteras, sus megaimanes y sus prensas de

convertir en hilos y láminas hasta a los metales

más duros de la realidad (un arte del desastre).

Así dejábamos atrás el biplanta estilo loft de la

funeraria, con sus servicios más bien siniestros

que, por suerte, ya pocos conservaban la

ancestral costumbre de contratar (eran

demasiados permisos para sólo un par de horas

de velorio en público). Y, al final, cortábamos

camino por la alameda de la Cámara

Amercadual, una especie de lingote de vidrios

velados que, de noche, era más un monolito o un

mausoleo antes que un banco de crédito

continental (operativo las 24 horas, aunque su

inauguración se había pospuesto al infinito desde

que, casi en avalancha, se edificó).

—Mira, mi amor, mira –yo apuntaba con el

índice a los tanques de agua potable que

coronaban la loma de entrada al reparto. Y los de

agua pesada, como una silueta detrás.

—Mira, mi amor, mira –y era un jardín

espinoso de baterías antiáereas, todavía

perfectamente en funciones desde un pedestal del

Museo de la Paz.

—Mira, mi amor, mira –y de pronto resurgía

la luna, rielando sobre las señales lumínicas que

tasajeaban esta o aquella avenida del futuro, a esa

7

hora no tan desiertas como desertadas en off y

online.

Por milésima y única vez, yo sólamente

intentaba mostrarle dentro de cada noche otra

noche mayor. Como si Ipatria no las conociese

mejor que yo. Antes que yo. Como si Ipatria no

hubiera sido desde siempre una de esas

trasnochadas criaturas sobrevivientes de la Zona

666 de Alamar: sobremurientes del

posdesarrollo. Como si Ipatria fuera Ipatria en

definitiva, en lugar de aquella palabra inventada,

donde cada noche cobraba cuerpo la tan íntima

fonía de nuestro desconocido amor.

9

Cuando reaparecía por fin el perfil

hipercúbico de su doceplantas, el abrazo de

Ipatria se hacía un poco más fuerte y frágil. Nos

estremecíamos de sólo pensarlo. Y ninguna

noche perdimos la enfermiza esperanza de que

una de esas noches el edificio ya no estuviera

allí. Un terremoto, un meteorito diamagnético, un

láser polifractal: cualquier trauma social nos

parecía preferible antes que retornar otra vez allí.

Atravesando los sembradíos exuberantes que

rodeaban su monolito de concreto y cristal,

Ipatria y yo comenzábamos entonces a retardar

nuestra llegada a la meta, trazando círculos

concéntricos cada vez más cerrados, como

escualos en una espiral centrífuga que sin

embargo tendía al centro, hasta descubrirnos de

nuevo en el eje muerto de aquella mole

preindustrial.

Entonces Ipatria se robaba una flor de su

jardín colectivo. Altifolias, kimilsungias o

giralunas, para mí el deleite era igual: un delito

peligroso y tierno, contrabando ilegal de pétalos

recurrentemente blancos, señuelo de nieve para

exterminar a los insectos noctámbulos de la

polinización. Incluidos acaso nosotros dos: acoso

imposible de verificar.

Ipatria disimulaba su flor en un bolsillo

interno de mi sobretodo, y yo imitaba un

"gracias" moviendo los labios pero sin usar la

voz. Ahora tornábamos a ser cómplices de aquel

disparate delincuencial. Y esta osadía estúpida,

este hurto en público que podía delatar todo

nuestro ritual, era quizás lo más excitante de cada

una de aquellas noches sin noche. Más excitante

que la inundación de nuestros cuerpos desnudos

primero y, después, más exitosa que la visión

fantasma a la orilla tangente del mar.

En veinticuatro horas mi flor blanca estaría

muerta, por supuesto, hielo sucio derretido en

una gaveta, en simetría de espejo con las flores

eléctricas que cada noche yo le compraba a

Ipatria, jugueticos ridículos y candorosos por

sólo diecinueve américos y cincuentinueve

centavos: el precio estándar de la ilusión.

En veinticuatro horas lo más probable es que

ninguno de los dos reapareciera: ni en la próxima

ni en ninguna otra noche más. De suerte que era

preferible esperar. Y, de ser posible, esperar

olvidando el hecho de que, en veinticuatro horas,

lo más probable es que ninguno de los dos

reapareciera: ni en la próxima ni en ninguna otra

noche más.

Hasta el propio lenguaje se nos ciclaba entre

las manos. Y nos reciclaba a nosotros también.

Laberinto sin paredes ni mapa, ilógica topología

de una ilación: islas dentro de otras islas dentro

de una isla mayor. Lo cierto es que ahora no tiene

caso pretender una continuidad allí donde todo

no era sino fractura fractal: la repentina fricción

de una repetitiva ficción.

10

Y el resto es tan simple que apenas fue.

Diplomáticas frases de adiós en un lobby fósil

de la paleohistoria arquitectónica de este país. O

planeta. Unas noches con el nerviosismo de que

alguna controlinstancia bloqueara nuestra doble

conspiración. Otras, con la certeza de ser

invisibles mientras sólo oyéramos nuestro

incierto concierto de dos. Ipatria, telaraña tupida,

ira voraz de silencio y desmayos. Yo, electrón

tan analógico, girando sin spin ni referencia a las

manecillas de ningún reloj. Retos de una retórica

rota que en definitiva se nos retorció.

El resto era un cortés, casi cortante, apretón

de manos. Y esa era toda nuestra contraseña

antes de yo huir por las escaleras rodantes de la

Zona 666: túnel ciego por donde descender y

tomar de vuelta el último metro Alamar-Habana,

con su recorrido tonto y feliz casi a ras de tierra,

salvo un par de segundos bajo la bahía, hasta

desembocar en la gara subterránea de la Plaza de

la Revolución.

El resto era llegar a mi condomio con la

expresión de quien trabaja heroicamente hasta

muy tarde o recién ha salido de un centro de

urgencia urbana. A veces tosiendo, a veces

cojeando, a veces con ganas de gritar una

obscenidad: de hacer trizas mi vocabulario y ser

detenido por los peritos de Linguapol, acusado de

practicar alguna variante nueva del vocubalario.

Pero nunca intentar nada era nuestra garantía de

volvernos a ver, Ipatria y yo, más allá de toda

anestesia o simulacro de nostalgia y dolor.

8

El resto era entonces disimular los cientos y

cientos de flores cadáveres, con sus miles y miles

de pétalos como hojas de papel en blanco:

material estratégico de la reserva de guerra en

tiempos de paz. Así creíamos exorcizar cualquier

delación espontánea, antes de dormirnos o

pretendernos dormir. Ipatria, catatónica en su

apartamento mínimo y mortecino; yo,

revolviéndome entre palabras con hache en una

habitación de mi hostal.

Y así y así y así, durante meses o siglos o

milenios de una gran noche dentro de ninguna

otra noche mayor: sin transparencia,

superposición, paradoja o contradicción. Y así y

así y así, hasta repetir el ciclo entero veinticuatro

horas después, tras un amorfo día de trabajo en

estas o aquellas oficinas de una cómoda

ministerialidad, a cambio de un salario de alto

nivel que, a Ipatria y a mí, nos permitía incluso el

lucro de cada noche volvernos a ver.

Supongo que no se comprenda ni media

palabra. Aún.

Y es lógico. A estas alturas ya no tiene

sentido contarle a nadie la otra mitad. Incluso

hoy no me explico por qué Ipatria y yo nos

empeñábamos entonces en sospechar,

embistiendo casi de frente a aquella tragedia que

durante noches y noches de reojo nos esquivó.

Nada. Hay historias así: sin histología. Que al

provocar un cortocircuito fulminante con su

propia historia ya no necesitan reinventar lo real.

En fin. Tal vez ésta sea ahora la otra mitad.

 

 

 

 

1

Boring Home.

Orlando Luis Pardo Lazo.

Ediciones Lawtonomar, 2009.

2

 

 

 


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1 comment:

  1. ¡Fantastico! El libro promete convertirse en un clasico del underground criollo. Historica su presentación de hoy lunes 16.

    Paz y amor

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