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Edgelit

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Edgelit/Borde.de.luz

Adagio de Habanoni


Fotografías de Silvia Corbelle y Orlando Luis Pardo

mi habanemia

La Habana puede demostrar que es fiel a un estilo.

Sus fidelidades están en pie.

Zarandeada, estirada, desmembrada por piernas y brazos, muestra todavía ese ritmo.

Ritmo que entre la diversidad rodeante es el predominante azafrán hispánico.

Tiene un ritmo de crecimiento vivo, vivaz, de relumbre presto, de respiración de ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones.

Tiene un destino y un ritmo.

Sus asimilaciones, sus exigencias de ciudad necesaria y fatal, todo ese conglomerado que se ha ido formando a través de las mil puertas, mantiene todavía ese ritmo.

Ritmo de pasos lentos, de estoica despreocupación ante las horas, de sueño con ritmo marino, de elegante aceptación trágica de su descomposición portuaria porque conoce su trágica perdurabilidad.

Ese ritmo -invariable lección desde las constelaciones pitagóricas-, nace de proporciones y medidas.

La Habana conserva todavía la medida humana.

El ser le recorre los contornos, le encuentra su centro, tiene sus zonas de infinitud y soledad donde le llega lo terrible.

Lezama

habanera tú

habanera tú
Luis Trapaga

El habanero se ha acostumbrado, desde hace muchos años, a ese juego donde silenciosamente se apuestan los años y se gana la pérdida de los mismos.

No importa, “la última semana del mes” representa un estilo, una forma en la que la gente se juega su destino y una manera secreta y perdurable de fabricar frustraciones y voluptuosidades.

Lezama

puertas

desmontar la maquinaria

Entrar, salir de la máquina, estar en la máquina: son los estados del deseo independientemente de toda interpretación.

La línea de fuga forma parte de la máquina (…) El problema no es ser libre sino encontrar una salida, o bien una entrada o un lado, una galería, una adyacencia.

Giles Deleuze / Felix Guattari

moi

podemos ofrecer el primer método para operar en nuestra circunstancia: el rasguño en la piedra. Pero en esa hendidura podrá deslizarse, tal vez, el soplo del Espíritu, ordenando el posible nacimiento de una nueva modulación. Después, otra vez el silencio.

José Lezama Lima (La cantidad hechizada)

Medusa

Medusa
Perseo y Medusa (by Luis Trapaga)

...

sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir;
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla;
el peso de una isla en el amor de un pueblo.

la maldita...

la maldita...
enlace a "La isla en peso", de Virgilio Piñera

La incoherencia es una gran señora.

Si tú me comprendieras me descomprenderías tú.

Nada sostengo, nada me sostiene; nuestra gran tristeza es no tener tristezas.

Soy un tarro de leche cortada con un limón humorístico.

Virgilio Piñera

(carta a Lezama)

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Luis Trápaga

ay

Las locuras no hay que provocarlas, constituyen el clima propio, intransferible. ¿Acaso la continuidad de la locura sincera, no constituye la esencia misma del milagro? Provocar la locura, no es acaso quedarnos con su oportunidad o su inoportunidad.

Lezama

Luis Trápaga Dibujos

Luis Trápaga Dibujos
Dibujos de Luis Trápaga

#VJCuba pond5

Pingüino Elemental Cantando HareKrishna

Elementary penguin singing harekrishna
o
la eterna marcha de los pueblos victoriosos
luistrapaga paintings
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Libertad para Danilo

Apr 9, 2014

Los hermosos peligros de la libertad

Estimado(a)s: Hace unos días publiqué en el suplemento digital de la revista Espacio Laical este artículo ensayístico que ahora comparto por correo electrónico. Comencé intentando hablar acerca de la necesidad de debate social, tema habitual en numerosas intervenciones de todo tipo y procedencia en el país, y terminé escribiendo exactamente sobre lo contrario; es decir, ¿cuáles son las condiciones necesarias para que, en un territorio cualquiera, no exista debate social? El texto contiene un párrafo más que en su edición digital, así un subtítulo que introduce mejor las paradojas de su contenido, pues –a la manera de una especie de borrador permanente- es tema acerca del cual he seguido pensando. Como mismo otras veces, lo mando a ustedes, colegas a los que respeto, cuyo trabajo sigo y a quienes pienso que tal vez les interese. 
 v.



LOS HERMOSOS PELIGROS DE LA LIBERTAD

Por CTOR FOWLER CALZADA
(Espacio Laical, Suplemente Digital No. 248, Marzo 2014)


Para mis tataranietos

Una demanda -repetida de manera idéntica y continua- es directamente relacionada (lo mismo en duración que en intensidad) con una insatisfacción concreta según lo experimentan o creen aquellos a quienes se les considera demandantes; estos últimos podemos entender que son las personas que expresan la demanda (la simple expresn debe de ser entendida como el nivel de manifestación verbal más bajo), lo mismo que quienes la presentan o defienden (por ejemplo, en un tribunal, documento o discurso). En este punto vale la pena precisar un detalle imprescindible para construir un lugar de partida y es lo que se refiere a la diferencia entre demanda y petición; mientras que la última (la petición) va precedida de un deseo (que pudiera o no ser satisfecho), su compañera (la demanda) viene de un momento de un hecho de razonamiento, un momento de conciencia estrechamente conectado con el Derecho. Mientras que la no-satisfacción del deseo conduce a la frustración, la demanda es uno de los varios modos de que la frustración sea articulada; el sentido político de esto se transparenta al razonar que dentro de las potenciales consecuencias por la no satisfacción de la demanda se encuentran la protesta (articulación social esta de una extensión y nivel de complejidad mayores) e incluso la revuelta: la forma más radical para manifestar la  ruptura con un poder determinado. La demanda solo demuestra sentido cuando el Yo del demandante pide o reclama a otro que se encuentra afuera de él; dicho de otro modo, únicamente durante la enajenación (cuando la personalidad se fractura en piezas inconciliables) la demanda va dirigida contra el Yo mismo.

La doble lectura que cualquier demanda admite deriva del hecho de que si bien es portadora de un contenido de aspiraciones y sueños (la exigencia de que venga o sea dado algo que nunca se ha tenido o que ya no se posee) también dibuja el contorno de aquellas carencias a las cuales se refiere; lo mismo en cuanto a la vida individual que en el nivel de toda la sociedad dicho contorno define una especie de vacío, rotura o fractura que para entenderlo mejor- podemos imaginar como la bita y perturbadora presencia de una discontinuidad en el paisaje recorrido por la mirada. ¿Por qué, dentro de una imagen cualquiera, faltaría un trozo a la manera de un rompecabezas con un hueco? La paradoja en esto que acabamos de afirmar es que el interior de ese espacio (entre los bordes que definen el contorno de la ausencia) donde, al parecer, nada estaría ocurriendo, no solo se encuentra lleno de significado, sino que en realidad es el significado principal; dicho de otra manera, por relevante que nos parezca la demanda en sí, mucho más valioso (más lleno de respuestas) resulta imaginar qué clase de vida toca a los individuos sin aquello que con tanta fuerza- desean tener y piden, por cuánto tiempo han permanecido en tal grado de privación y con cuáles consecuencias; ello nos pone frente al deseo de futuro, nos habla del sufrimiento en el pasado e igualmente revela los mites para la acción en el presente, pues lo mismo contiene la esperanza que el miedo.

En un bello cuento popular chino el pintor es obligado por el Emperador a realizar el cuadro más sublime, suerte de obra absoluta capaz por sus cualidades- de unificar todos los tiempos: superior a cuantas existieron en el pasado, deslumbradora para los habitantes del presente y reverenciada por los del futuro como frente a una encarnación de lo perfecto y sagrado. Encerrado por el Emperador en una habitación sin ventanas del castillo imperial y -para que no escape- con fuerte vigilancia en la puerta, lo único que el pintor pide es no ser interrumpido durante la cantidad de tiempo que según estima- va a necesitar para encargarse de semejante obra extraordinaria. Por cierto que aquí vale la pena agregar que, en caso de no conseguirlo, al pintor le espera la ejecución inmediata a manos de los guardias del emperador; de hecho, junto con la invitación al artista ya viene la amenaza del castigo, de modo que la obra en caso de ser terminada- sería la garantía de salvación. Luego de días enclaustrado y trabajando, cuando llega el momento acordado para ver el cuadro, el Emperador se presenta con todo su séquito, tocan a la puerta, pero nadie sale; entonces los guardias fuerzan la entrada y los ojos del Emperador se enfrentan a una imagen tan perfecta que los pájaros y mariposas parecen vivos, al tiempo que las hojas de los árboles dan la sensación de estar siendo batidas por el viento. En este paisaje sublime solo una cosa desentona (en realidad son dos los problemas, pues los guardias no encuentran rastros del pintor por parte alguna) y es que en el centro del hermoso paisaje, disminuyendo de tamaño hasta perderse en el lugar de la imagen que representa la distancia más profunda, se aprecian las huellas de dos pies: los del pintor que se ha fugado al interior del cuadro. Si nos ponemos en el lugar del Emperador resulta que, de esta manera pese a ser la más deseable pintura que nunca pueda haber existido- la obra es portadora de un agujero tal que se constituye en representación de lo más horrible y monstruoso; no hay modo de apreciar la grandeza del artista sin, a la misma vez, participar de su angustia, apreciar la mezquina violencia del Emperador, reír frente a la enormidad de su fracaso como dominador (no consigue vencer la dignidad espiritual del pintor) y –sobre todo- no hay manera de contemplar esos pies escapando sin admirar la rebelión del pintor y su fuga definitiva hacia la libertad. Dicho de otro modo, el agujero acusa y su capacidad contrastante es tan enorme que basta con haberle contemplado una sola vez para que absorba cuanto le rodea y termine por ser el único sonido que se escucha: el sonido del agujero.

Esta hermosa representación de la lucha del arte (y, en general, de la capacidad humana de soñar) frente al poder la complementamos con otro relato de intención moral, la popular historia del rey desnudo (cuyo verdadero título es El traje nuevo del emperador) que fuera escrita por el danés Hans Christian Andersen. En este caso se trata de un rey al que dos pícaros que se hacen pasar por grandes sastres- convencen de que viste el más bello de los trajes cuando en verdad se encuentra completamente desnudo. La condición para que el monarca sea engañado es que la pareja de estafadores ha echado a rodar el rumor de que el traje se torna invisible ante quienes son aquellos estúpidos o incapaces de ejercer el cargo que detentan; de esta manera, después que dos de los cortesanos de más confianza le juran al rey (quien los envió a explorar qué ocurre en esa sastrería de la cual escucha hablar a todos en la corte) que las ropas que allí se cosen son realmente únicas, a la autoridad no le queda otro remedio que personarse en el lugar, ordenar también él un traje, vestirlo y enseñar (al pueblo) ese nuevo atributo del poder. Tan intenso es el deseo de mostrar su adquisición que experimenta el soberano que incluso organiza un desfile para exhibirla y es entonces que un niño, ignorante de cualquier convención, pronuncia la frase terrible: “¡pero si está desnudo!” (con la consiguiente burla colectiva de la multitud reunida).

A tono con la lógica del cuento maravilloso el soberano no solo es fácilmente timado por la pareja de estafadores sino que, de modo poco creíble si estuviéramos tratando con acontecimientos de la realidad”, la historia concluye sin que nos enteremos de cuál ha podido ser la venganza del rey. Esta suerte de suspensión de lo verosímil permite hacerle preguntas al texto y extraer, a modo de lección, algunas suposiciones. ¿Por qué el rey, con tanta simpleza, acepta el absurdo de un vestido con propiedades mágicas? ¿Por qué necesita, luego de comprada la ropa, organizar un desfile para exhibir su adquisición delante del pueblo? ¿Por qué es un niño quien –al mencionar la desnudez- desarma la componenda de los adultos? ¿Es posible hablar al rey de qué modo, en qué tono, con cuál intencn, en qué momento? ¿Es importante hacerlo?

El traje mágico (con su imposibilidad) indica o demarca la magnitud de aquello que, para sostenerse a sí mismo (acción con la cual expresa su fin último), el poder está dispuesto a aceptar; es decir, no solo la adulación –incluso hasta el punto del engo- de los funcionarios (de ahí que el rey envíe a sus dos mejores cortesanos para que evalúen las cualidades del traje imaginario), sino la conversión en verdad certificada (refrendada de manera casi oficial por la propia fatuidad e hipocresía del rey) de algo que originariamente no es sino una descabellada desmesura. En cuanto a esta última, lo particular radica en que se trata exactamente del hecho o discurso que devela el límite a partir del cual comienza la corrupción del poder; dicho de otro modo, puesto que el rey no ve este atuendo (que no es posible ver dado que es inexistente), ello muestra que se trata de un incapaz, de manera que en cuanto afirme que lo ve (y, de forma impcita se interese más por mantener su poder que por defender la verdad) estaremos asistiendo a un deslizamiento hacia la mentira y el deterioro. Si del envilecimiento del poder se trata mitificación y mixtificación van de la mano, pues todo se falsea en atención al único principio que preside la vida: la satisfacción del deseo del rey y la conservacn del poder a precio de cinismo, embuste y atropello.

La imagen del rey organizando un gran desfile, en el cual esté reunida la totalidad del pueblo, solo para mostrarle un traje (que ya sabemos irreal) habla de la soberbia y la pompa del poder (desesperadamente necesitado de admiración); al mismo tiempo nos coloca ante un aspecto de la relación simbiótica entre el poder y sus súbditos: la necesidad de confirmar el poder mediante estos estallidos de alegría masiva (da igual si fingidos). Desde este punto de vista, el desfile (ocasn en la cual, de paso, todo fracaso es anulado o atenuado hasta la insignificancia) opera como una suerte de confirmación colectiva de los derroteros del poder, sus logros o proyectos; en paralelo a ello, cuando invertimos este esquema de coherencia y felicidad, entonces resalta el angustiante apetito que agobia (y debilita) a ese poder que no puede conocerse a sí mismo, ni estar seguro de su capacidad o estabilidad, si no se alimenta con tales paroxismos de aprobación (de su gestión). Semejante ansia (de ser exaltado) descubre en su esencia la relación simbiótica (y perversa) entre el poder arbitrario y sus súbditos; pico de la renuncia al diálogo, el ordenamiento descrito supone tanto la presencia urticante del deseo (por parte del poder) de ser admitido y la apertura de espacios y vías para manifestar la aceptación. Ahora bien, dado que el afán de obtener conformidad prima por sobre si ello es o no justo, entonces el esquema de lo corruptible queda completado; es decir, el poder arbitrario nos quiere y está anhelante de incorporarnos, pero a través del silencio, la mentira, la hipocresía, el oportunismo, la doblez, la quiebra de cualquier independencia personal.

Más allá de lo anterior, también nos permite entrever que el poder es un acto de derroche, una especie de enormidad que se muestra, una explosión de histeria que exige ese acto paroxístico que es la celebración, la feria (con toda la presunta alegría que debiera acompañarla). ¿O es que acaso el paseo del rey con su hipotético gran traje no estaba acompado del éxtasis y los vítores de la multitud? ¿Para qué si no todo el desgaste y gasto que significa organizar el desfile sino para confirmar mediante la concentración obligatoria de los súbditos- que se conserva el poder y –mediante la alegría sobreactuada- que se respeta la ficción de que el poder es deseado por la población?

Lo tercero tiene que ver con el sujeto que habla, un no y la pregunta en este caso sería: ¿por qué la verdad es develada por alguien que se encuentra en el extremo enteramente opuesto al rey, alguien sin poder, débil hasta ser el más fácil de destruir, completamente ajeno a cualquiera instancia de eso que denominamos “la cosa pública? Si reconocemos la capacidad del soberano para con un acto de reconocimiento y desgarradura instaurar la verdad (decir, claramente, que no hay traje alguno y romper la cadena de fingimientos), entonces lo que el texto nos muestra es la enfermedad del poder; es decir, la manera en la que el poder autoritario (partiendo de una mínima mentira inicial) se constituye en la no-verdad y traspasa a su poblacn semejante visión contaminada. Por tal motivo quien habla es justamente quien en hipótesis- menores condiciones tiene para hacerlo; el más indefenso, quien no puede elaborar grandes discursos puesto que incluso le falta idioma, aquel cuyo proceso de razonamiento enseña la menor complejidad. Según esta lógica el relato todavía sigue destilando enseñanza, pues nos revela lo tenue que es la línea detrás de la cual comienza la degradación del poder (en este caso, una simple mentira que el rey convierte en verdad) y al mismo tiempo lo diminuta que es la palabra que sacude al poder, palabra que no precisa de elaboración majestuosa, sino solo ser portadora de verdad, la verdad más simple; en este caso, decir lo que todos niegan (que el rey está desnudo) porque participan de ello (la cadena del silencio que los conecta a todos por conveniencia o miedo). Finalmente el texto transita de la fantasía (el carácter mágico del traje) al grotesco (el paseo del rey al frente del desfile que organiza) y de allí a la absoluta carnavalización (la burla de la multitud-pueblo después que la voz del niño revela la desnudez del rey). Ese momento carnavalesco, ese pequeño punto de giro que debió de comenzar por una pequeña sonrisa velada e ir creciendo hasta explotar en una carcajada colectiva, ilustra la debilidad y fragilidad del poder (en especial, en el tiempo); o sea, la manera en que la vocación de perennidad (típica de los gobiernos autoritarios, los estados militares-burocráticos o las más despiadadas tiranías) es desecha por la risa compartida, risa que simlicamente equivale a las oleadas de una multitud arremolinada, alimentada con el hastío de años, pero alegre en su infinita fuerza de destrucción y cambio, de buscar otra vida más sana.

La manera en la que el niño habla acerca del rey, mediante una exclamación de asombro, parece decir que –a diferencia del carácter de excepcionalidad absoluta que el soberano encarna en las estructuras de poder arbitrario- no es importante para nada hablar con el rey, sino que alcanza con la existencia de espacios en los que poder opinar a propósito de su conducta o ejecutoria; de hecho la fuerza dominante del relato, en ese final de carcajadas, no es del soberano, ni de sus cortesanos ni de los guardias, sino del pueblo mediante esa risa que desarma. Esto también nos habla del aparato formal de la comunicación, pues la condición sana de la palabra vuelve a ser (como en la concepción antigua de la democracia) la intervención en el demos, del ciudadano de menos poder (simbolizado por el niño), en la plaza pública y en condiciones de igualdad con el poderoso; en oposición a ello los ritos del protocolo cortesano (en cuanto a horarios, fórmulas de cortesía, obligación  de  manifestar  respeto  a  la  jerarquía,  así  como  la  definición  de  la  forma,  modo  y  lugar  de  realizar  una intervención) son procedimientos dirigidos a evitar la erupción de esa palabra blica que –a fin de cuentas- es la única comprobación verdadera de la democracia. En este sentido, es delante del que habla más mal (en tono, amargura, inoportunidad, violencia crítica o rechazo al soberano y sus prácticas de poder), el más crítico, inculto, mal vestido, descompuesto, desagradable, inmodo o indeseado que la democracia es puesta a prueba.

A diferencia de los anteriores textos, uno que es un relato popular proveniente del folclor y el otro un cuento hecho por un escritor, la tercera de las historias que comentaremos es una tradición atribuida al emperador prusiano Federico el Grande, quien –aunque famoso por su dedicación y magnificencia para con las artes- también era célebre por sus ataques de ira. De él se cuenta que habiendo enfermado su caballo, que figuraba entre sus posesiones más amadas, y sabiendo que empeoraba sin remedio, ordenó que aquel que le diese la noticia del fallecimiento fuese ejecutado. A partir de aq creció el temor entre quienes se encontraban pximos al soberano y ya se convirtió en verdadero terror cuando el animal de una vez murió; entonces, cuando ninguna esperanza quedaba y solo faltaba decidir quién sería sacrificado, un humilde palafrenero se brindó para llevar hasta el emperador la noticia infausta. El modo astuto en que consiguió escapar de la muerte fue ofreciendo a la figura de autoridad todos los elementos para que fuese ella misma la que, sin poder contenerse, pronunciase la frase definitiva; o sea, acumular tal cantidad de información crítica (el caballo no se mueve, no come, no bebe agua, no respira) que el emperador no tuviese otra salida que concluir (y enunciar) que entonces ello significaba que el caballo estaba muerto.

La anterior anécdota completa nuestro ciclo en lo que toca, si semejante ciencia existiera, a una analítica del poder. Como mismo en los ejemplos anteriores el relato comienza con el establecimiento de unas premisas, o por la descripción de un paisaje de orden que bitamente es alterado; en cualquiera de los casos el evento que ocasiona el trastorno deja tras de sí un rastro de des-composiciones (roturas, aberturas, hiatos) equivalente al agujero por el cual se fugaba el pintor o la frase del niño que nos revela la desnudez del rey. La existencia satisfecha del rey queda destrozada por la presencia de una cuestión, la enfermedad del caballo, que se encuentra fuera de su control sin importar la cantidad de intimidación, la cantidad de poder, que en intentar solucionarla utilice; la cuestión, el trabajo de la enfermedad sobre el cuerpo (del animal), opera como un espejo de la ruina dentro del cuerpo mismo del gobernante: su mite vital como persona humana al mismo tiempo que el de sus obras y su proyecto. Por tal motivo, cuando el emperador impide (a precio de muerte) que se le informe sobre el fallecimiento del caballo, lo que en verdad prohíbe es la más diminuta referencia a su propia caducidad individual y a la destrucción (lo cual -al menos desde un punto de vista técnico- es siempre una posibilidad) de las maravillas construidas durante su ejercicio como der del imperio. Desde este ángulo el poderoso distribuye, bajo la forma de miedo inculcado en los súbditos, exactamente el mismo miedo que tiene a simplemente desaparecer.

Los hechos que suceden lo mismo con el rey desnudo que en la anécdota del emperador y su caballo- esbozan el contorno de la voz crítica en ambientes no-democráticos; en tal esquema, donde debiese haber espacio para la opinión de todos, solo le es posible hablar al inocente o al astuto, a quien apenas sabe verbalizar y a quien conoce las fórmulas para usar el lenguaje como artimaña. Lo curioso es que, a pesar de la indudable distancia entre ambas figuras, sus imágenes confluyen en los manejos de un tercer personaje que los contiene y unifica; me refiero al bun, el más ambiguo de los sujetos en la corte, suerte de loco-sabio a quien le está permitido cruzar casi cualquier límite en su discurso (punzante, arriesgado hasta la insensatez, autoparódico y con clara inclinación al nihilismo y el caos) con tal de que haga reír al rey (o a los cortesanos más cercanos). La brillante mente del bufón descubre y sabe que esa falla en los paisajes políticos -a la cual hemos denominado agujero”- está presente y tan elástico es su margen de maniobra que (donde los otros no pueden sino callar, incluso ante cualquier desastre evidente) de él se acepta (¡y hasta se estimula!) esa especie de crítica atomizadora que para hablar del mal lo rebaja hasta convertirlo en algo natural. La obligación de transformar el mensaje en un asunto cómico trivializa la alarma y, en general, deforma el contenido; mediante los procedimientos de esta comicidad compulsiva el carácter excepcional del mal (su cualidad de hueco o vacío en el paisaje) es diluído hasta acabar por integrarlo a los acontecimientos “normales” de la vida. No hay culpable, responsable ni localización concreta de los eventos, sino solo ciclos dentro de una larga deriva hacia el colapso; las vidas son sofocadas, las intenciones entran en parálisis, las parrafadas esquizofrénicas del bun adquieren la categoría de texto sagrado y (repito que por conveniencia o temor) se extiende el silencio hasta que aparece la palabra que de-vela la situación.

La paradoja de semejante documento -acerca de lo cual decimos que es un texto sagrado (consagrado)- proviene de su absoluta falta de significación social al tiempo que de la encumbrada posición jerárquica de quien lo elabora y pronuncia; alguien que, sin la más diminuta cuota de poder, disfruta el privilegio de hablar en donde los demás se   mantienen en silencio. Al mismo tiempo, dado que ya sabemos que se trata de habla no significativa (charlatanería, parloteo, basura) resulta una locuacidad vacía que enseña, mejor que cualquier prohibición, el asco del poder autoritario ante la palabra verdadera. De este modo, mientras que la simulación de verdad (encarnada en el bufón) es una condición necesaria para el poder autoritario, una suerte de espita a través de la cual las dinámicas (en especial, los mayores fracasos de la administración) son equilibrados, cualquier squeda de la verdad (no importa el campo en el cual sea, así como tampoco la profundidad del resultado) horada como un taladro la seguridad del poder. En esta ecuación trágica, a medida que aumenta la presión del poder para sobrevivir a toda costa más ocurre que cualquier pequeña irregularidad alcanza dimensiones cósmicas; en semejante orden cualquier voz crítica es extraviada en los laberintos de lo superficial e intrascendente, oficinas infinitas, quejas que nadie responde, justificaciones ridículas, hasta que –clamando en círculos- se desgasta y retira extenuada. Nada puede ser realmente criticado porque ninn culpable último puede ser nombrado, condición esta que se convierte en delirio si de criticar al soberano se trata; él -y todos los minúsculos señores que viven bajo su manto- se alejan más y más del pueblo al que más tarde convocan para todo tipo de acciones confirmatorias de que el poder sigue en su sitio. Todo es bufón.

Luego de haber recorrido este camino creo que podemos regresar al planteamiento que sirve como título de la presente intervención; dicho de otro modo, donde nos hemos acostumbrado a realizar preguntas en un sentido positivo, invertir el planteo para que nos revele cuáles deben ser las reglas que se hace necesario aplicar para que no exista debate. Suponiendo que el error, la deformidad, discontinuidad, fractura, vacío, violencia, injusticia, manipulación, mentira, silencio (o cualquier otro elemento lesivo para el organismo social) generen habla crítica (desde el descontento apenas mascullado hasta el documento escrito o el grito), ¿cómo impedir la existencia de esa verdad inmoda que muestra la desnudez del rey? En este punto,  asumiendo  que  el  no-democratismo  y  la  expresión  autoritaria  son  síntomas  de  enfermedad,  parece sensata  la intención de proponer la mención de algunos de estos; de esta manera, como mismo hicimos con el “agujero en el cuadro del pintor, partiendo de la descripción de un ambiente viciado esbozaremos el contorno de lo deseable. Entonces, según cuanto hasta aquí hemos dicho, el procedimiento perfecto para impedir el debate debe de concentrar las siguientes características:

. El poder arbitrario, sin importar la variedad de la cual se trate (autoritarismo carismático, estado militar-burocrático o simple tiranía) busca, implanta y se sustenta en la asimetría como su sangre y su respiración. Si bien es claro que todo poder es relativamente asimétrico (el líder y sus colaboradores cercanos “pueden” –hacer, tomar o decidir- más que el resto de la población), la correlación se torna enfermiza cuando por encima de la vocación de servicio predomina la voluntad de dominio. Aq nada peor que la impaciencia, en cuanto manifiesta la contradicción entre la tarea (en la cual aparece expresada la voluntad del poder, sus intenciones, su proyecto, su deseo) y la opinión (por ser esta la forma o modo mediante el cual es puesta en escena la voz de la sociedad respecto al contenido de eso a lo cual hemos llamado la tarea, los procedimientos para alcanzarla, las consecuencias que de ello derivan, así como las acciones que se precisan para corregir –en los distintos grados que sea necesario- la formulación inicial o determinar que se ha cometido un error tal que la estructura misma debe de ser cambiada.)

.  Si a una formulación democrática corresponde un modelo en cual la opinión es siempre escuchada y su valor tenido en cuenta para toda decisión, muy especialmente aquellas que tratan de introducir correcciones dentro de eso a lo cual hemos denominado la tarea, la esencia del poder arbitrario es rebajar, cooptar y diluir cualquier opinión a la que considere (en el grado que la autoridad estime) de signo (abierta o veladamente) contrario. En atención a ello, al solidificarse dicho proceder como estilo (de administración y de dirección) los estamentos todos en la enorme pirámide del poder (dentro de un país) actúan de idéntica forma; peor aún, puesto que los escalones más bajos están siempre expuestos al control y/o vigilancia de toda la cadena superior, arriesgan menos e impiden (de modo casi rutinario) cualquier participación activa general (uno de cuyos elementos fundamentales no puede sino ser el despliegue de la opinión.) De esta manera, las condiciones para el cumplimiento de la tarea conspiran contra ese propio cumplimiento y lo tornan, finalmente, imposible.

. Las autoridades de más elevada jerarquía están exentas de toda crítica y son ajenas a cualquier conexión con cualquiera evento de la vida inmediata y concreta; esto se manifiesta como verdad absoluta a medida que nos acercamos a la autoridad última,  no  importa  si  líder  o  soberano,  quien  habita  en  un  limbo  de  intemporalidad  y distanciamiento.  Lo  anterior, obviamente, implica la prohibición de nombrar al soberano (por ejemplo, justo lo que hace el niño de nuestro cuento). Aquí vale la pena precisar que la estructura global es mimética respecto a los estilos del soberano (cuyos modos deforman la totalidad que se le subordina); o sea, que no hay sentido en imaginar una base democrática dirigida por un pequo grupo de anti-demócratas autoritarios o viceversa. En términos clásicos, base y superestructura son el uno reflejo del otro y se complementan.

. El silencio, la mentira, la simulación, la doblez y la manipulacn son consustanciales a los poderes no-democráticos y autoritarios; desde los escalones más bajos hasta el salón donde se encuentra el trono del soberano. Todos saben que el caballo del emperador ha muerto, pero no se atreven a decirlo; todos saben que no existe traje alguno y que el rey va desnudo, pero callan.

. Las presiones, la arbitrariedad y el abuso deben ser naturalizados para que formen parte de la vida normal” de los individuos; semejante supresión de las libertades mínimas del súbdito y normalización de las más diversas formas de injusticia es conseguida (por lo general) a nombre de una causa mayor y nunca mostrando la violencia (caprichosa y egoísta) de que es portadora la voluntad de dominio del soberano y su equipo.

. Para que la existencia sea un tejido de silencio, mentira, simulación, doblez, manipulación, presiones, arbitrariedad, abuso e injusticia es condición imprescindible que el bdito sienta miedo (a perder algo íntimo y amado) en caso de hablar y alzar la voz crítica. Dicho de otro modo, tiene que ser muy elevado (casi al nivel de la completa seguridad) el temor a ser golpeado, expulsado del trabajo, encarcelado, humillado de manera blica, torturado, mutilado e incluso muerto. A todas luces de lo anterior se deriva la obligacn de obstruir, por los más dimiles métodos, la squeda de verdad acerca del estado de la sociedad (y del poder mismo, su estilo, sus prácticas, sus errores, sus crisis, sus fracasos, su degeneración, su declive, su demencia o la posibilidad de su sustitución) así como –finalmente- impedir la circulación y exposición pública de dicha verdad.

. El deseo de verdad debe ser desviado (hacia el laboreo con minucias de escasa significación y proyección) o castigado de modo desmesurado; el abanico entre ambos puntos es enorme y queda a disposicn de la nube de funcionarios existentes. Una técnica que da excelentes resultados es la de rebajar la intensidad y hondura de las discusiones hacia aspectos técnicos de difícil o casi imposible comprensión o solucn, que demorarían decenios en ser completamente analizados y resueltos, o hacia cuestiones que –pese a aparentar algún tipo de avance- apenas tienen importancia práctica; por ejemplo, donde se plantean temas centrales de la vida en la ciudad desviar los argumentos hacia el color con el cual será pintada, en los meses de verano, la parte superior de los postes de electricidad. En cuanto a la desmesura del castigo es buen par de ejemplos la situación del pintor (condenado a morir si no consigue pintar el más bello cuadro que haya existido jamás) y la de los cortesanos y súbditos del emperador en la anécdota del caballo enfermo y muerto (condenados a muerte si avisan al emperador del fallecimiento del animal). La enormidad de lo que se le pide al pintor ilustra que también la demanda es desmesurada; la diferencia inconmensurable entre la vida humana y la un animal enseña que -para ese poder arbitrario- la vida humana solo es otra cifra en el devenir de violencia.

.  El verdadero arte de la asimetría consiste en ir más allá del miedo (demasiado brutal y evidente), de manera que el súbdito internalice y desee la excepcionalidad del soberano y su gobierno, su séquito de servidores cercanos e incluso cualquiera de los directivos (sin que interese el nivel en el cual encuentran) en la administración. Este es el verdadero estado ideal y cuando a él se arriba hay paz. Si bien colmar de privilegios a los colaboradores cercanos es circunstancia propia de la asimetría, el secreto de la dominación descansa en su reverso: distribuir desaliento para las voces críticas; para semejante tarea el poder dispone del enorme (y paradojal) archivo cínico de cuantos han sido impedidos en su ilusión de cambiar. Toda la documentación o memoria de anteriores esfuerzos abortados opera como una profecía orientada a disuadir la acción transformadora (aunque esta solo sea una mínima queja para saber que no hay felicidad alguna que agradecer o disfrutar); por este camino nihilista nada va a cambiar porque nunca ha sido posible cambiar nada. El mencionado proceso de internalización es perfecto cuando los posibles opinantes se convencen de que toda intención de autonomía, independencia de criterio, salida del coro, es estéril; el efecto combinado de ambas fuerzas en la vida del individuo moldea (tal es la pretensión) un sujeto acrítico, sin más horizontes que aquellos que el poder postula, fascinado (casi de manera sexual) con la penetrante violencia que lo rebaja como individuo.

. Los guardias del emperador chino, los aterrados servidores del emperador alemán y los cortesanos que describen la belleza del traje inexistente en el cuento del rey desnudo son representación de la capa de funcionarios y soldados sin la cual el poder arbitrario no se sostendría. Para ellos son posibles posiciones de lealtad ideológica, participación forzosa o simple corrupción (lealtad comprada); en última instancia, lo que precisa de ellos el poder que describimos es la disposición a fingir, desviar, mentir abiertamente, difuminar, castigar o reprimir cualquier disenso, pasar a la violencia viciosa e incluso asesinar (hasta de manera masiva) o apoyar –de modo tácito o expreso- el abuso y el crimen. En una sociedad moderna estos estamentos incluirían lo que Althusser denomi los “aparatos ideológicos del Estado”; dentro de ellos la prensa (en sus varios formatos) ocuparía un primerísimo lugar lo mismo que las instituciones educativas y el trabajo de ese sector al que llamamos “los intelectuales”. La pobreza, la precariedad de la existencia, la dificultad para el ascenso social, la escasa mención, las presiones, la vigilancia, el daño (físico o mental) son precios que están destinados para la voz crítica (o, sencillamente, independiente) en situaciones como las descritas; contrario a ello, en una manifestación más en el tejido del no-diálogo, las puertas siempre están abiertas para la persecucn del privilegio y la mudanza a los espacios de goce que – para sus elegidos- propicia el poder. Sen esto, las decisiones de los individuos (en el abanico que va del abierto rechazo al murmullo) adquieren un evidente carácter moral.

. Puesto que los anteriores puntos el individuo los vive como actuaciones en simultaneidad y entrelazadas entre sí, es justo afirmar que la existencia toda transcurre dentro de la suerte de entramado rodeante que en tal modo se constituye; dicho entramado, cuya capacidad y acción asfixiante depende del tamaño de aquello a lo que hemos llamado “agujero, no posee afuera alguno, sino solo mínimos puntos de escape, túneles por los que se avanza a zonas de menor presión (sofocación). Dicho de otro modo, prisionero de su propia cadena de mentiras y represión (como dos caras de una misma moneda),  el  poder  arbitrario  nunca  cede  poder,  sino  que  progresa  –por  el  camino  contrario-  en  dirección  a  la implementación de mayores vigilancias y castigos hacia una vida aún más sofocada.

Si las anteriores son condiciones necesarias para que no exista debate, si cubren (a la manera de entramado) la totalidad de la vida, ¿es posible hablar? ¿Acaso tiene algún sentido? La anécdota del emperador y su caballo nos enseña que el poder arbitrario es derrotado por la astucia; el cuento del emperador y el pintor, que hay un precio que pagar por la defensa del derecho a opinar (pues la huida del pintor hacia el interior del cuadro simboliza la entrega máxima, la de la vida, con tal de mantener la independencia frente al poder); finalmente, la fábula del rey desnudo nos conduce hasta la palabra que descubre la mediocridad del poder y al instante de carnavalización a partir del cual desaparece el miedo compartido y el cambio está a punto de ocurrir.

Claro que que el régimen enteramente democrático, sin espacios oscuros u ocultos, sin violencia alguna en contra de los ciudadanos, insuflado por una permanente vocación de servicio al pueblo invocado, transparente y receptivo a crítica incluso en sus lugares jerárquicos más encumbrados (en fin, todo eso que avizoro como oposicn al poder arbitrario) es una construcción por entero utópica; pero la creación de espacios democráticos es un proceso de exploración cuya meta principal es abrir la posibilidad, sentar las bases, para que tales calidades de la vida se manifiesten. Nada está dado ni es definitivamente firme, sino que a cada nuevo paso se corren riesgos, se reconfigura la realidad que rodea y son concebidos mundos nuevos de mayor riqueza para la persona humana.

El carácter abierto y probabistico de la cotidianeidad considerada como un proceso de construcción de futuros es ilustrado por la conocida fabula de Esopo en la cual un grupo de ranas, que sin gobierno alguno vivían en un charco, piden a Zeus (dios de todos los dioses), que les envíe alguna autoridad que organice el lugar y a la cual brindar obediencia. De repente, cae en el agua un tronco de árbol cuyo estrépito hace a las ranas esconderse despavoridas hasta que, minutos más tarde, comprenden –por ridículo que les parezca- que esa extraña y silenciosa presencia es el gobernante que tanto han deseado; a partir de aquí, en una especie de doble burla (al tronco de árbol y, de modo implícito, al mismo Zeus), las ranas se encaraman en el tronco y se burlan. Aburridas finalmente, envían a Zeus otra petición, ahora para que les cambie el rey inmóvil y patético por otro que demuestre el grado de actividad e interés por las ranas que estas creen merecer. Es entonces que Zeus manda al charco una serpiente de agua que persigue a las ranas y en esa despiadada lógica del choque entre fuertes y débiles en la Naturaleza- las come una tras una.

El conjunto de ranas espantado de vivir en el caos, necesitado a la vez que deseoso de liderazgo, parece referirse al miedo en el individuo humano de encontrarse con su animalidad; es decir, con las circunstancias (cualquier tipo de presn lo bastante extrema) que pudieran conseguir tornar frágil el tejido de la civilización. Préstese atención a que en la fábula ninguno de los habitantes del charco (presuntos ciudadanos) es lo bastante respetado, capaz y diferenciado como para que la comunidad decida investirlo con la condición de guía; en paralelo, tampoco se infiere que haya dinámica colectiva alguna (por ejemplo, no un der único, sino los más ancianos) que regule la existencia. Por ello no queda otro remedio que figurarnos un paisaje en el cual de forma cotidiana –y muy especialmente en los momentos de crisis (sequia u otra condicn parecida) deben de pasar a primer plano la injusticia, la violencia y, en general, el uso de la fuerza.


La pareja de extremos encima de los cuales es montada la bula nos enseña, de modo metafórico, el funcionamiento de los polos opuestos del poder: la pasividad criminal (en donde la indolencia, la ausencia de proyecto, la impunidad, la destrucción de los vínculos societales y lo opaco son las directrices del gobierno) y la violencia criminal propia de la tiranía (donde la implementación, bajo directrices totalitarias, de mecanismos de vigilancia, coerción, persecución y castigo es uno de los contenidos básicos del arte de gobernar). Al dibujar este par de estadios radicales que se anulan entre sí, la fábula deja abiertas las puertas a la imaginación de un tercer escenario donde se encontraría el buen gobierno y, con una suerte de guiño de ojo implícito, luego de deslizar esta sutil sugerencia, se detiene. Nada nos es dicho de lo que pueda ser tal mundo deseado ni sobre mo llegar hasta él y ni siquiera hay las más ínfima garana de que podamos alcanzarlo; contrario a ello, y tomando como base para el análisis lo que resulta transparente en el relato, encima de nuestras cabezas (en cualquier momento) pende la amenaza de una deriva hacia la pasividad autodestructiva o hacia el salvajismo de la tiranía. La construcción de ambientes democráticos se manifiesta, únicamente, cuando predomina el rechazo colectivo a ambos polos negativos, no como un horizonte lejano, sino como un acto diario de la voluntad, la entrega y el esfuerzo; es decir, como puestas en escena del debate, la participación y el activismo social, cuya esencia aflora en los actos insignificantes, habituales, diminutos. En contraste con los instantes de obediencia compulsiva, sugestión en bloque o de respuesta emocional, es aquí en la virtual invisibilidad de la respuesta humana a ese bajo e íntimo nivel- donde realmente se ven y son puestas a prueba las virtudes y fortalezas del vivir democrático. Es por ello que la renuncia o la squeda, el desvío y la pérdida o el reencuentro con el sentido, la soledad o el anudamiento solidario, la palabra que enmudece o la voz que habla, el sacrificio, la esperanza, la aventura y el dolor o alegría, son entre otros muchos- los hermosos peligros de la libertad, el más preciado de los bienes humanos.

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